UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 34

CAPÍTULO 34 – NOTICIAS


Al contrario de lo que me había supuesto pasamos la mayor parte de las noches juntos. Era algo inusitado pero reconozco que a mí me sentaba de maravilla compartir cama con él, tenerlo cerca y sentir sus caricias y sus desvelos. Hablar hasta altas horas de la noche y despertar con él a mí lado. El cálido sol de la mañana le caía sobre el rostro, tornando sus mejillas de un rosáceo virginal innegablemente hermoso. Los primeros día apenas salimos del dormitorio, a lo que ambos nos sentimos terriblemente culpables, pero era una culpabilidad perniciosa, nos alimentamos de ella como si nos la mereciésemos y al mismo tiempo la despreciamos, conscientes de que nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestra juventud nos exigían, por al menos unos días, librarnos del peso de quiénes éramos. Ejercimos nuestros derechos como humanos, como hombre y mujer que se encuentran al fin reposando en armonía en los brazos del otro.

Nos alimentamos de pastelitos de hojaldre y miel, de leche y vino. También de melocotones y fresas. De todas las frutas de temporada que se nos antojasen. Hubiera matado por unos higos y algunas castañas, pero aún no era época. Por unos días aquella estancia era nuestro refugio, como el de dos animalillos que hibernan para renacer con más fuerza y determinación para clamar a la vida que nos pertenecía el tiempo y aquel espacio. Éramos los dioses en aquella habitación, pero jamás fuimos tan humanos. Reímos, hablamos, nos contamos confidencias y dormimos a horas intempestivas.

Cuando el rey amaneció al cuarto o quinto día ya me no encontró a su lado. Me había desplazado hasta el gabinete contiguo, envuelta en una gran bata de seda y me había sentado a leer la correspondencia que me había llegado los últimos días. Manuela me había dejado a un lado una extensa bandeja de plata con un jugo de naranja, un vaso de leche caliente con miel, como a mí me gustaba, un poco de pan tostado, dátiles y carne de ternera guisada. Eran pasadas las diez, y dentro de unas cuantas horas sería la hora de comer, pero lo cierto es que el desayuno llevaba horas ahí, haciéndome compañía.

—¿No habéis comido nada? —Preguntó el rey pasando por mi lado, cubierto con el camisón arrugado y sucio y alcanzó uno de los dátiles lanzándolo al aire para atraparlo con la boca abierta. Sonreí ante aquella demostración de puntería y él me sonrió de vuelta.

—No tengo demasiado apetito. Paras seros sincera, estoy algo destemplada. —Aquello le hizo dar un respingo y miró alrededor. Me había envuelto en un bonito batín de seda pero alcanzó su jubón que estaba reposando sobre una de las sillas y me lo pasó por los hombros.

—Os sienta bien. —Me dijo y yo sonreí.

—Mejor haríais en ponéroslo vos, o al menos poneros algo de ropa. Lleváis días con ese camisón.

—Hace un día estupendo, ¿por qué no vamos a cazar?

—Habrá de ser por la tarde, me llevará el resto de la mañana contestar toda esta correspondencia.

—¿Mañana entonces?

—Me temo que no. —Negué y le entregue una de las cartas que le había enviado el conde de Armagnac. Al principio me había sentido algo cohibida al abrir su correspondencia pero no era la primera vez que me había autorizado a abrir las cartas que recibiese de su madre o del conde. Al parecer consideró que nada de lo que pudieran contener pudiera molestarme o no incumbirme. Así que no le sorprendió verla en mis manos.

—¿Qué dice? —Preguntó, antes de leerla, por si podía ahorrarse ese trago.

—Después de sendas presentaciones y alabanzas a su rey, propias de un conde al escribir una carta, retoma el papel de protector recordándoos que no deberíais haberos marchado de la capital en un momento tan importante y que aún así, espera que estéis disfrutando plenamente de estos días, porque son cortos y fugaces. Os recuerda que aún tenéis un gobierno que regir y que no lo dejéis de lado, a pesar de vuestra escapada.

—¿No vendrá para acá? No soportaré tenerlo por aquí pululando.

—No, pero su hijo ha llegado después de unas semanas en el norte y quiere hacernos una visita, y de paso pasar unos días para informarnos sobre las nuevas allá en el frente.

—¡Ah! –Suspiró aliviado, alcanzó una silla y se sentó frente a mí en el escritorio. Al hacerlo pareció darse cuenta de aquella imagen, de mí con su jubón al frente del escritorio, con la correspondencia en la mano y él, en ropa interior, subyugado a mi juicio. Pareció dudar unos instantes, incómodo, como quién se sienta sobre clavos, pero optó por resignarse. Aún así leyó la carta que tenía en las manos y gruño con duda.

—Espero de verdad que su padre no lo acompañe.

—No lo creo. Me temo que estará entretenido en la capital, intentando retomar parte del control que se le escapa de las manos.

El rey miró de nuevo el desayuno sobre la bandeja y alcanzó la taza de leche con la miel y me la extendió. En su mirada rogaba porque me alimentase debidamente y suspiré con resignación. La leche ya había perdido toda su temperatura y la miel reposada le había conferido un dulzor extra que le sentaba malamente. Arrugué la nariz y el rey murmuró.

—Tal vez el zumo os siente mejo…

—Tengo algo de acidez. Y el zumo en ayunas no es lo mejor…

—Mandaré que os preparen otra cosa… —Dijo y se levantó con resignación—. ¿Queréis mejor un zumo de fresas? ¿Algo menos dulce?

—Mira a ver si tienen caldo de carne o algún caldo de verduras mejor…

—¿A estas horas? —Miró alrededor como desorientado—. Maldita sea… Venga, todo sea por complaceros. –En lo que buscó los pantalones y se los calzó yo había abierto otra de las misivas, era del propio François, dirigida a mi persona.

Mi señora, vuestra excelentísima majestad.

Escribo esta breve misiva para informaros de que a día 4 de agosto he llegado a la capital desde el norte, y lo primero que he hecho al tener el tiempo requerido ha sido coger papel y pluma y redactaros estas palabras. Nada más poner los pies en palacio he pedido audiencia con vos y con el rey para contaros las nuevas que acontecen en el norte pero me han informado de que os habéis trasladado al palacio de san Urbicio por motivo de vuestra luna de miel.

Mientras que mi padre el conde de Armagnac ha intentado desanimarme para que viaje a vuestro encuentro y poder hablaros, la reina madre me ha animado a ello, así que, lleno de dudas y algo inquieto, os escribo para solicitaros vuestra audiencia y la del rey.

Comprendería que mi viaje al palacio resultase inadecuado, en ese caso podría disfrazar mi presencia allí con motivo de visitar a mi hermana, la señorita de Armagnac. En caso de que no quisieseis molestias en vuestros días de asueto con el rey, lo comprenderé perfectamente, y trataré el tema con la reina madre. De lo contrario, si mi presencia a vuestro lado os es grata, hacédmelo saber y me presentaré allí en el tiempo que se tarde en ensillar un caballo y llegar hasta el palacio.

Vuestro fiel amigo y servidor:

El Comandante General y  Ministro de guerra, François, de Armagnac.

 

La carta nos había llegado el mismo día cuatro, pero ya estábamos a seis, por lo que el joven al no haber recibido una respuesta, había pedido al padre hacernos llegar su propia misiva, en la que nos exhortaba a reducir nuestro viaje y a informarnos de que de un modo u otro no había podido contener a su hijo más tiempo en palacio y programaba un viaje para el día siguiente.

Enrique se había hecho con los pantalones y salió del gabinete para pedir un caldo que me templase el cuerpo. Mientras tanto aproveché para escribir una carta a François.

De entre todas las palabras que le escribí, me tomaré la libertad de dejar aquí plasmadas apenas un par de frases, las únicas significativas de entre todo el debido protocolo innecesario.


Mi querido François, no ha sido hasta esta mañana en el día seis del mes de agosto que he podido leer vuestro recado, así como el de vuestro padre. Siento la tardanza, habréis estado ansioso y lo lamento de veras. Pero el rey y yo hemos decidido tomarnos unos días de completa ausencia, por mal que les parezca a unos u a otros. Ambos lo necesitábamos para fortalecer nuestro vínculo y porque nuestras mentes tuviesen un poco de reposo, después de días duros y tensos.

No esperábamos tu vuelta tan temprana, pero advertida por tu misiva en la que describes tus noticias como “buenas nuevas” me dejas mucho más tranquila. Eres completamente libre de venir al palacio de San Urbicio cuando te plazca, eres bienvenido y serás tratado como un querido invitado, igual que siempre ha sido en la capital. Trae tus enseres si es necesario, no te haremos regresar de vuelta a la capital en el mismo día, todo lo contrario. Nos placería a su majestad el rey y a mí que paséis unos días con nosotros, para ponernos al día como es debido.

Os esperamos su majestad el rey y la reina con impaciencia.

 

 El rey volvió acompañado de Manuela, que hacía equilibrios con una bandeja en la que portaba un caldo caliente y a la par intentaba no tropezar con unos pliegues en la alfombra y la torpeza de mi esposo para sujetarle la puerta.

—¿No habéis tocado apenas el desayuno?

—No, lo siento Manuela. —Dije mientras ella posaba el caldo sobre la mesa y hacía el amago de llevarse el desayuno.

—Dejadlo, yo me lo tomaré. —Apuró el rey impidiendo que mi dama se llevase la bandeja.

—Es caldo de huesos mi señora, no hay de otra cosa.

—¡Perfecto! —Suspiré y envolví mis manos alrededor del cueco. Estaba tibio y salía un fuerte olor a guiso que me hizo salivar.

—¿Alguna recomendación para la comida de hoy? Aún estamos a tiempo.

—¿Hay carne de caza?

—No mi señora. Hay pollo o pescado en salazón.

—El pollo entonces.

—Bien. ¿Guisado?

—Sí, por favor. Con verduras. ¡Y judías si hubiera!

—Ha sido incapaz de tomarse la leche con miel pero ahora pide judías. –Murmuró el rey con pasmo pero se encogió de hombros mientras se bebía de un trago el zumo de naranjas.

Manuela se marchó lanzándome una mirada cómplice y Enrique se volvió a sentar delante de mí, alanzando el pequeño cuenco con dátiles. Yo me tomé a cucharadas el caldo tibio y le señalé con una mirada la carta que acababa de escribir, por si deseaba echarle un ojo.

—François también nos ha escrito, avisando de su llegada a la capital y solicitando nuestro permiso para venir a visitarnos. Le he pedido que venga cuando desee.

—Ya he avisado a Ferdinand para que avise al servicio y preparen una habitación para él.

—Me preguntaba si podría usar el despacho.

—¿El despacho? Pues claro… —Dijo con aire confuso.

—¿No os importa?

—En absoluto, siempre que podamos compartirlo.  De cualquier manera no hay muchas más salas adecuadas para recibir a las visitas oficiales aparte del despacho.

—En ese caso cuando termine de tomar el caldo trasladaré allí mis enseres de escritura.

—Cuando terminéis todas, dádselas a mi secretario. Él las hará llevar.

También de mi padre, el rey de España, tenía correspondencia que contestar. En verdad aquella era una carta que había traído conmigo desde la capital la cual no había encontrado el tiempo ni las palabras para contestarle. Después de tomar el caldo, darme un buen baño y ponerme ropa adecuada me trasladé al despacho. El rey había escrito a su madre y tras eso salió a montar a caballo.

En la misiva mi padre se mostraba francamente preocupado por todo lo que había acontecido con el duque de Gasconia. Yo misma le había hecho saber aquellas noticias en una carta que envié al día siguiente de ejecutar a los culpables. En parte porque deseaba que se enterase por mí, y también porque sus consejos y su ayuda me habían servido para tomar las decisiones que había tomado durante todos aquellos días. Es cierto que hubiera deseado contarle otra historia, con otro final, pero esperaba que me creyese cuando le advertí de que yo no había tenido nada que ver. Tuve que sacar fuerzas de flaqueza para escribirle que yo no conocía a quienes lo habían matado, que si es cierto de que sospechaba de alguien cercano al duque, pero que nada tenía que ver la administración del gobierno. Una parte de mí supo que mi padre no había creído en mis palabras, y también que en el fondo en algo culpaba al conde, o puede que a mi rey. Pero esperaba que se conformara con aquellas palabras mías, con mi perdón y con mi inocencia. Aunque eso nunca era suficiente.

Su carta tenía un tono severo, de reproche paternal, y a la vez de condescendencia.

No era un buen hombre, ese duque de Gasconia, varios de mis consejeros y ministros que mucho habían tratado con él me advirtieron de que era un alborotador ambicioso, y que deseaba el poder sobre cualquier cosa. Me entristeció mucho saber que os deseaba como botín, a ti, mi muy cara hija mía, pero tenéis que reconocer que averiguar el nombre del asesino no debe ser una tarea tan complicada. Nadie mata a un gran hombre y pasa desapercibido. Tal vez os sea de gran importancia conocer a quien le ha dado muerte para tener segura vuestra propia vida, y la de vuestro esposo y sus allegados.

Algunas de sus palabras más que de reproche tenían tono de acusación.

Que vuestro muy querido conde se encargue de averiguarlo, que si de algo sabe es de traiciones y asesinatos.

Leí aquellas palabras con la mandíbula apretada e intentando no respirar demasiado, para que todo aquello pasase de golpe y no tener que sentir la quemazón de sus reproches. Por suerte aquello solo fue la introducción. Temas más serios nos aguardaban.

 

Me congratula comunicarte, hija mía, que para finales de mes estarán dispuestos los 30 galeones armados que me pedisteis en costas gallegas. Me llegaron los acuerdos de guerra y los guardo con celo. A una orden vuestra, los galeones saldrán a la mar con rumbo a la isla de de Santa Clotilde. En caso contrario, de igual manera a una orden vuestra los marineros se retirarán a sus quehaceres. Espero me mantengáis informado y en caso de que debamos salir a la mar y completemos nuestra misión, la reina de Francia nos sea leal los españoles y a los acuerdos firmados y su presencia en el norte nos ayude con las revueltas que nos devoran en los países de los lagos.

 

Le escribí de vuelta una extensa carta llena de temores que me abordaron en aquel momento. Le prometí que yo no había tenido nada que ver con la muerte del duque, que había sido una decisión del rey francés por riñas personales del pasado y porque consideró que a pesar de habernos librado de él, podría volver a ser un problema futuro para la estabilidad del gobierno, y que no hacía mucho que el rey me lo había confesado, temeroso de mi reacción al saberlo.

Al mismo tiempo le aseguré que la empresa seguía adelante y que por el momento estábamos el rey y yo de luna de miel, pasando unos días de paz y descanso, bien merecido después de varios meses de matrimonio sin estar a solas. Le aseguré de que aún no había nuevas de las batallas al norte, pero que pronto le escribiría contándoselo, para saber si sería necesaria su intervención.

Me despedí de él, con unas sentimentales declaraciones:

Quiero que seáis vos, mi muy caro padre, el rey del mundo, el que primero sepa por mí este gran acontecimiento que nos ha sorprendido. Dios ha querido que quede en cinta. Hace dos meses que no me baja la sangre. Disculpadme frente a vuestra esposa porque seáis vos y no ella quien se entere primero, pero no es solo un tema que nos concierna a mujeres, también es una alegría para el gobierno. Rezad por que sea un varón, padre, sano y fuerte. Y si dios ha de enviarnos una hembra, que se la primera de toda una camada, llena de valor e inteligencia. Ojalá la mitad de hermosa de lo que fue madre.

El rey se pasó la mañana de caza y después de comer salió de nuevo con el caballo a pasear. Yo estuve toda la tarde jugando a los naipes con Manuela y Amanda y cuando el sol desapareció salimos a pasear por los jardines. Soplaba una brisa muy agradable. La cena estaba servida cuando el rey se aproximaba a la entrada del palacio cogido de las riendas del caballo. Al verme paseando me saludó desde lo lejos y le pasó el corcel a un muchacho para llevárselo a la cuadra. Le pedí a Manuela que nos dejase a solas y asintió con una sonrisa divertida.

Enrique llegó hasta mí con una sonrisa exultante, con las mejillas coloreadas del sol y las botas llenas de barro. Se quitó los guantes y alcanzó mi mano para besar el dorso.

—Veo que os habéis divertido.

—¡Qué hermosos están los campos en esta época del año! Ha sido una primavera un poco seca pero aún así han aguantado bien el pasto y los árboles.

—Os ha dado mucho el sol. —Pasé el dorso de mis dedos por sus mejillas. Estaba caliente, casi febril. Me pregunté si era solo el sol o realmente habría caído enfermo.

—¿Está la cena lista?

—Estará en unos minutos. ¿Paseamos mientras terminan de prepararla?

—Eso estaría genial. —Dijo y me sujeté de su brazo. Nunca habíamos hecho eso, pasear, simplemente caminar el uno al lado del otro, sujetos por el brazo. Era una sensación de extraña complicidad, como el beso de dos amantes que han sido amigos por muchos años—. ¿Y qué habéis hecho vos?

—No demasiado, hemos jugado a las cartas, a las damas, hemos bebido licores y comido pastelitos. ¡Hemos merendado en el rio!

—Qué bien suena eso. —Dijo y suspiró. Al rato se detuvo y miró a lo lejos, sujetándome con fuerza. Miraba el horizonte, las montañas y las llanuras, que se entreveían a través de los árboles—. ¡Qué día más hermoso! Ojalá fueran así siempre, con el olor del campo, el sol en la piel, la cena caliente, mi esposa a mi lado…

Me miro con ojos divertidos.

—¿Hay algo que pueda mejorar el día? —Me preguntó y yo sonreí. Él sonrió también e hizo que se me borrase la sonrisa. Lo sabía. Estaba interrogándome con la mirada, había preparado el momento y las palabras mejor que yo.

Me hizo sonrojar y apoyé la frente en su hombro. Ambos reímos y me abrazó con fuerza.

—¿Cómo lo habéis sabido?

—Los antojos, las nauseas… y hace dos meses que no me echáis de vuestra cama por el periodo…

—A veces se me olvida que ya sabéis lo que es tener una esposa en cinta. ¿Os… hace ilusión?

—¡Estoy aterrorizado! —Dijo con una risa pero le miré con pavor. Él me miró con una mirada de cachorro desvalido—. Pero no conozco mujer más fuerte que vos, todo saldrá bien.




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