UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 32
CAPÍTULO 32 – DE LUNA DE MIEL
Un par de noches después de aquella espantosa experiencia, mientras el rey y yo estábamos acostados en la cama se volvió hacia mí y se apoyó con su codo sobre la almohada. Me miró con ojos divertidos como lo de un niño al que se le hubiese ocurrido una travesura y yo sonreí, inevitablemente.
—No quiero saber qué se te acaba de pasar por la cabeza.
—¿No?
—Hum. —Pensé y miré hacia las telas que cubrían el alto de la cama. Volví el rostro en su dirección, excitada por su silencio.
—Creo que es un buen momento para una luna de miel.
—¡Oh! —Exclamé, pero mi tono era más de susto que de sorpresa. Pareció decepcionado y yo también. Lo pensé unos segundos en silencio y algo sorprendida me incorporé un poco en la cama para ponerme a su altura, y me cubrí el pecho con las mantas.
—¿No te parece una buena idea? Tú misma me la pediste.
—¿Crees que es un buen momento?
—No había pensado en nada grandioso. Sé que las cosas aquí no están muy bien y tenemos aún planes pendientes, pero nos merecemos un tiempo de reposo para alejarnos de la capital. Tal vez las cosas se pongan feas. Había pensado en pasar un mes en el palacio que tenemos al norte. No estaríamos del todo desinformados pero nos ausentaríamos lo suficiente como para tomar un poco de distancia.
—Es cierto que las cosas se han calmado un poco y pueden permitirse nuestra ausencia.
—Los mercenarios marchan hacia el norte, aún pasarán unas semanas hasta que podamos tener noticias de nuevos avances. Aún queda un mes para el juicio contra el Conde de Tourson y el Marqués Granouille por lesa majestad y me apetece perder al conde de Armagnac de vista, si os soy sincero…
—¿No pedirá vuestro permiso para sustituiros en el consejo?
—Le pediré a mi madre ese favor, pero no tenemos que darles demasiada libertad en ese sentido, podremos estar aún presentes si es necesario. Solo estamos a unas horas de viaje, y si lo desean, podemos reunirnos una vez a la semana, si lo consideran necesario…
Me lanzó una mirada cargada de responsabilidad.
—Vaya luna de miel… —Dije, con una media sonrisa escéptica, pero era consciente de que sería yo misma a quien más le costase desconcertar del gobierno. Como si me hubiese leído la mente, me sonrió con maldad.
—No seáis cínica, tendré que alejaros a la fuerza del papeleo mientras estemos de luna de miel, como si no os conociese ya…
Golpeé su pecho con el dorso de mi mano pero él la atrapó al instante y la sujetó entre sus dedos. Se la llevó a sus labios y besó mis falanges con los ojos cerrados. Suspiré.
—A vuestra madre no le hará demasiada gracia que nos ausentemos en un momento así. Pero reconozco que me resulta una idea tentadora. ¿Podremos ir a cazar?
—Por supuesto. Y podremos ir a los baños termales. Debemos aprovechar antes de que el otoño se nos eche encima. Con el buen tiempo disfrutaremos más del aire del campo.
—Vos lo que estáis deseando es ver la cara del conde cuando se lo digáis…
—¡Me muero de ganas!
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Lo cierto es que la reina madre se alegró cuando se lo dijimos. Preferimos acudir a ella en la intimidad para referirle nuestros planes y no sé muy bien si fue porque estaba su hijo delante o porque lo estaba yo, pero fingió una sonrisa amable y nos prometió cuidar del gobierno durante nuestra ausencia. Lo cierto es que aquella concordia se debía sobre todo al hecho de que esperaba que el tiempo que pasásemos juntos lo invirtiésemos en proporcionar un heredero a la corona. Creía que no nos entendíamos en la cama o que no pasábamos el suficiente tiempo juntos en ella. No dijo nada al respecto pero una mujer comprende esas miradas y esas palabras veladas. Esa preocupación que tiene casi un olor agrio y dulzón a la par.
Al mismo tiempo que nos animaba a que emprendiésemos el viaje nos pedía que no nos mantuviésemos del todo ausentes porque de vez en cuando enviaría algunos correos con nuevas noticias o documentos que firmar. También nos pediría consejo desde la distancia y si era necesario, reclamaría nuestra presencia inmediata en palacio, pero deseaba no tener que llegar a ese extremo.
—Siento que tenga que ser así. —Me dijo, mirándome directamente a los ojos. Tal vez pensó que aquella era una petición mía, o un capricho—. Mi luna de miel fue en Italia, el lugar de mis padres. Viajamos por Venecia, Nápoles y Florencia. Estuvimos más de diez meses entre fiestas y convites…
—Son tiempos diferentes. —Dije, con una mirada sincera—. Y vos solo erais princesa. Vuestro esposo aún no había tomado los mandos del gobierno.
—Por Jaime no os preocupéis. Yo hablaré con él. —Miré al rey, que frunció los labios en una mueca de decepción pero me devolvió una mirada divertida—. Así no os pondrá ningún problema. Desde la muerte del duque está un poco irascible.
—No le dejéis demasiadas cosas a mano, o se nos descontrolará. –Dijo el rey, y en su mirada infantil y chispeante advertí que forzaría un encuentro con el conde si era necesario para que le reprochase el viaje.
—¿Cuándo partimos?
—La semana que viene. Ya he mandado que adecenten el palacete y que vayan empaquetando nuestras cosas.
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Mis damas se lo tomaron con una ilusión que incluso a, mí me dejó boquiabierta. Todas las jovencitas francesas que el rey me había puesto saltaron de alegría, pues desde que había fallecido la antigua reina no habían pisado los balnearios. Ana, Amanda y Marisa se sumaron a ese jolgorio con saltos y cabriolas por la habitación. Les pedí que moderasen su entusiasmo pero habían oído hablar de esos balnearios y estaban deseosas de pasar días en el campo, cosa que conmigo no era muy usual. Se formaban hermosos castillos en el aire, halaban de meriendas a la orilla del río como habíamos hecho al inicio de nuestra estancia en la capital, y de fiestas por las noches. Hablaban de jóvenes pueblerinos y pajes y de los tratamientos de belleza de los que habían oído hablar que se aplicaban en el balneario.
Joseline estaba algo inquieta. Parecía pensativa y poco ilusionada, como si aquella alegría no fuese con ella. Estaba más envidiosa de la propia emoción que expresaban el resto de mis damas que de la propia luna de miel en cuestión. Puede que temiese que el rey no pasase tanto tiempo con ella, o simplemente no le gustaba abandonar el palacio. También a mí me abrumaban los viajes largos.
Manuela sin embargo me miró con complicidad como quien ha ganado una victoria y sonrió mirándome con sus ojos inquisitivos.
—Prepararé lo necesario para el viaje, mi señora.
—Muchas gracias, Manuela. Lo dejo en tus manos.
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Al parecer al Conde de Armagnac tampoco le pareció una buena idea. Acudió a mis estancias, seguido de Juan, quien le había conducido hasta allí tras haberle calentado a él la cabeza sobre la irresponsabilidad que suponía dejar el gobierno sin las dos figuras reales. Cuando Manuela los acompañó hasta mi gabinete me encontraron almorzando unas pastas de arándanos con una copa de licor de moras. Eran mis pequeños placeres diarios, en los que me permitía desconcertar unos instantes de todos mis pensamientos. Manuela me había estado leyendo unos poemas y ahora mi descanso se veía interrumpido. Puede que fuera por el licor, pero aquella interpretación me pareció más divertida que molesta.
—¿Queréis acompañarnos? —Le pregunté a los dos condes cuando llegaron a mi altura, señalando la mesita que se extendía delante de mí—. Hay licor y pastas para todos…
—Yo no soy muy amigo de los licores tan dulces… —Murmuró Juan con remoloneo—. Pero si me lo pedís vos alteza, no le haré un feo a una copita.
Mire a Manuela que atendió a la petición del conde, sirviendo un poco de licor rosáceo en una copita. Juan la alcanzó y la olió antes de tomar de ella.
—No, muchas gracias. —Murmuró Jaime con desgana—. No tengo tiempo, lo cierto es que me están esperando. Solo venía a desearos un buen viaje, mi señora. Ya me han dicho que os vais de luna de miel. Como para no enterarse, tanto damas como pajes están de un lado a otro preparando el equipaje.
—Gracias por vuestros buenos deseos. —Dije y bebí un poco de licor—. Es bueno saber que el gobierno está en vuestras manos. ¿O no es así?
—Así es. ¿O no? —Preguntó—. ¿Os refreís a las mías, mi señora? Pensé que queríais arrancarme ese poder de las manos. ¿Ahora me lo entregáis para iros de luna de miel?
—Ni hablaba de vuestras manos ni debéis creer que dejo el gobierno descuidado. No me voy lejos y atenderé a mis obligaciones desde el lecho conyugal si es necesario.
—Desde donde lo controla una reina, no creáis que es nada nuevo. –Dijo con un tono de asco e inquina. El conde lo miró con asombro por su valentía pero al mismo tiempo se sonrió, como quien ve cometer a otro una impudencia que puede costarle la vida.
—En un mundo gobernado por hombres, ¿quiénes lo gobiernan a ellos sino las mujeres? –Preguntó Juan con ese tono de poeta redicho que tanto le gustaba a las mujeres. El conde de Armagnac se volvió hacia él con la mandíbula apretada.
—Tal vez vos dejéis que os gobiernen las mujeres pero un hombre que se haga respetar no tiene ese tipo de debilidades. Haríais mejor en aprender a distinguir el órgano que os gobierna, la mente o el…
—Caballeros. —Cortó Manuela, impidiendo que ambos hombres continuasen con aquella reyerta. Ambos se disculparon, recordando que estaban delante de la reina y el conde de Armagnac se revolvió aún de pie delante de mí.
—No creo que haya sido el mejor momento para planear un viaje…
—No lo he planeado yo, y tampoco creo que haya un mejor momento. Está decidido. Si tenéis alguna queja al respecto, habladlo con el rey.
—Otro a quien una mujer gobierna… —Murmuró.
—Pero no la que os gustaría, ¿verdad? —Pregunté y él se volvió a mí con fuego en la mirada. Soltó una sonrisa ácida y obligada y se despidió con una reverencia forzada.
Cuando el conde se marchó, Manuela se volvió a sentar delate de mi y con aire de disimulo comenzó a recoger los papeles que había sobre la mesa.
—¿De verdad pensáis que es un buen momento para marcharos? —Preguntó Juan.
—No creo que haya ninguno mejor. Además, prometo no estar del todo ausente. Es necesario que el rey y yo pasemos más tiempo juntos.
—Bien, en ese caso aprovechad el tiempo, y descansad. Tomad el sol y bebed mucho licor. Que el gobierno no os robe lo bueno de la vida.
—Siento que no podáis acompañarme, pero debéis ser aquí en palacio mis ojos y mis oídos.
—Lo comprendo. Os enviaré a Rodrigo con asiduidad para que os tenga informada de lo que aquí suceda. —Dijo, con tono serio pero su mano alcanzó uno de los poemas que Manuela estaba leyendo y se lo arrancó de las manos. La pobre forcejeó por él pero no logró evitar que se deslizara de entre sus dedos. El conde se alejó un paso, temiendo que ella le arrebatase el papel pero no lo hizo. Ya era demasiado tarde.
Buscando siempre lo que nunca hallo
No me puedo sufrir a mí conmigo
Y encubierta la culpa y no el castigo,
Me tiene amor, de quien nací vasallo.
—Quien iba a decirme que la mismísima reina de Francia disfrutaría en sus ratos de ocio declamando mis poemas.
—Son buenos poemas. —Dije para defenderme pero él, al contrario de lo que hubiera imaginado, enrojeció hasta las orejas y aparentó una pose orgullosa.
—Solo tenéis que pedírmelo, y yo mismo os los leería… —Arrojó el papel sobre la mesa y apuró su copa de licor, esperando que esto bajase su sonrojo.
—Lo cierto es que yo lo prefería. —Dijo Manuela—. Leer vuestros poemas es como masticar tierra.
—¡La miel no está hecha para la boca del asno!
—Impertinente. —Murmuró ella y alcanzó con desgana el papel sobre la mesa. Yo suspiré y apuré mi copa.
—Tal vez sea culpa del licor. —Juan me miró con sorpresa—. Hace que vuestros poemas suenen algo más interesantes…
La mirada que me lanzó hubiera podido atravesarme, como una daga. Era un hombre profundamente orgulloso y si era yo, podría ser incluso cruel. Con su mano alcanzó una de las dobleces de mi lechuguilla y sentí cierta presión hacia él, apenas imperceptible. Como el perro que enseña los dientes.
—El condestable de castilla me ha escrito. —Dije y soltó la gorguera como por resorte—. Me pregunta por vos, y por vuestra… lealtad…
—¿Es enserio? ¿Os ha escrito? ¿O solo queréis helarme la sangre?
—Le he respondido que son tiempos difíciles aquí, y que me servís con devoción. La noticia de la muerte del duque ha llegado a oídos españoles. No lo menciona en su carta pero… entre líneas insinúa…
—Mi señora…
—Os he librado de toda culpa y ni si quiera os he atribuido el mérito de hayáis encontrado a los culpables, para que se os relacione lo menos posible.
Pareció volver a respirar.
—Sois un buen hombre, Juan. No viváis preso de vuestros remordimientos. —Asintió con desgana y me miró osco y desganado—. Venid a verme, aunque sea una vez.
—Como ordenéis, mi señora. —Murmuró con un suspiro y alcanzó mi mano para besar el dorso.
—Si no lo hacéis, vendré yo misma a veros. —Aquello pareció encender una chispa en sus ojos diabólicos.
—Pensaré en vos cada día desde que os ausentéis.
Tras despedirse la sala quedó en un silencio extraño. Manuela me indicó con una mirada agria que no pensaba leer un solo poema más y yo asentí, con un suspiro. Alcancé otra pasta del platito y me la comí en silencio.
—Últimamente tenéis buen apetito. —Dijo ella con media sonrisa. Hubiera esperado algo más, pues de normal no solía ser una persona que pensase demasiado en comer.
—Tal vez estoy retomando el hambre, después de que hayan pasado los días desde la visita del duque…
—Sí… —Dijo ella, pero no muy convencida. Cruzamos miradas y ambas nos llenamos de dudas sin decir una palabra.
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*POEMA: Soneto amoroso nº 113, pag 189 “Poesía impresa completa” (1990) Conde de Villamdiana. Edición de José Francisco Ruiz Casanova. Editorial Catedra, Letras hispanas).
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