UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 33

CAPÍTULO 33 – UN NUEVO PALACIO

 

La primera semana que pasamos en el palacio del norte, como solía llamarlo mi esposo, fue lo más parecido a una luna de miel que me pude imaginar. Durante el trayecto me estuvo contando la historia de aquel palacio, donde había pasado la mayor parte de su infancia. Antiguamente no tenía el aspecto que presentaba entonces, originalmente fue una fortaleza medieval, muy propia de los siglos XVIII y XIV, toda de piedra y rodeada de altas torres. Con pequeños vanos que alumbraban débilmente las estancias y cuyas paredes estaban recubiertas de tapices y alfombras. Perteneció a una gran dinastía de sus antepasados.

—Cuenta la leyenda, —me dijo, emocionado como un chiquillo—, o eso me decían a mí para asustarme, que en una de las torres más altas estuvo encerrada una princesa.

—¿Una princesa?

—Tras la muerte del gran Luis I… —Se detuvo, pensativo—. ¿O fue con Luis II? No importa. Un gran rey murió y su reino lo heredó su único hijo varón Carlos, el cual tenía tres hermanas mayores. María, Isabel y Ana. Todas estaban ávidas de poder y las habían casado con hombres no menos ambiciosos. Una de ellas era reina de Portugal, la otra de Austria y la tercera de Dinamarca, respectivamente. Aquel rey, tras dos matrimonios sin hijos comprendió que dios no le había concedido la capacidad de preñar a una mujer y que su reino acabaría en manos de una de sus hermanas y de sus esposos, o de alguno de sus descendientes, así que trazó un plan…

—¿Qué hizo el rey? —Pregunté, realmente interesada.

—Como era habitual por aquella época, las muchachas jóvenes servían a las grandes damas hasta que alcanzaban la edad adulta y se desposaban. Así que el rey Carlos, viendo que sus hermanas ambicionaban su trono, mandó que cada una de ellas llevase a su corte a una de sus hijas para que sirviese a la reina y viviese allí, y quien sabe, tal vez desposarla con alguno de los jóvenes príncipes que le hacían a él de paje. Pero el plan del rey era otro, debía asegurarse de que sus hermanas no le declaraban la guerra y que le dejarían gobernar hasta el final de sus días, y que el heredero de aquel reino merecía realmente el trono.

»Cuando una guerra se desató en el norte, y los daneses se aliaron contra Francia, el Rey Carlos le cortó el meñique a la hija de Ana y se lo envió con una nota: “El dedo de vuestra hija bien vale que cesen las ofensivas”. Cuando, pasados los años, en el este avanzaron los turcos sobre el continente y Austria se negó a combatir al invasor junto con el resto de potencias, el rey le cortó una oreja a la hija de Isabel y se lo envió con una nota “Vuestra hija ha tenido más coraje al cortare una oreja que sus padres para enfrentarse al ejército turco”. Para entonces la fama del rey se había extendido por el continente, y la reina de Portugal y su esposo temían que su hija sufriese algún daño, así que en múltiples ocasiones pidieron que la regresasen a su tierra natal pero el rey francés se negó, y la encerró en la torre de este catillo.

—¿Le hizo algo a ella?

—El temor de sus padres era tal que jamás osaron contradecir al rey francés y sus políticas eran hábiles para esquivar la ira del rey. Así que su hija no sufrió ningún daño. Sin embargo el rey por entonces vivía en este palacio y la visitaba con frecuencia. Aunque su encierro era permanente, el rey se había ganado una fama, por otra parte merecida, que le había aislado socialmente. A sus fiestas ya no iba nadie, y sus sirvientes se limitaban a obedecerle con temor. La amistad se convirtió en algo más y yacieron juntos con frecuencia.

»Los tiempos se complicaron y Portugal había perdido una gran batalla contra los venecianos en el mar, el número de barcos que los reyes tenían había disminuido considerablemente y el rey francés vio la oportunidad de lanzarse al mar y para invadir las islas que el rey de Portugal custodiaba en el Atlántico. Aquellas islas eran una gran fuente de ingreso para los portugueses, y la devastación que golpeó al pueblo generó revueltas entre los campesinos y los nobles. Seguro de que los reyes de Portugal no tomarían represarías se tomó la libertad de tomar esas islas bajo corona francesa y regresó al continente exultante.

»Pero cuando llegó al palacio el hombre que custodiaba a la princesa, mortalmente pálido, le extendió una misiva en la que la joven muchacha había escrito: ¿Un puñado de islas valen lo que un heredero? El rey subió corriendo las escaleras del torreón hasta llegar a la habitación de la princesa. Ella aguardaba subida al alfeizar de una de las ventanas y miró al rey por encima del hombro, con el vientre levemente abultado, y se lanzó al vacío.

»Solían decirme que el espectro de la princesa se aparecía las noches en que había grandes batallas. —Dijo el rey, cambiando de tono a uno más cordial, perdiendo ese aire novelesco—. O que se aparecía a los malos reyes, a los monarcas crueles o déspotas. A veces se oye el llanto de un bebé, o los gritos de horror del rey.

—¿Creéis en esas historias?

—¿Qué historias? ¿Las de reyes déspotas que son capaces de cortar los dedos de niñas inocentes? Sí.

—No, las historias de fantasmas. —Dije con una sonrisa y él rodó los ojos.

—Reconozco que de pequeño era capaz de ver los espectros más espeluznantes en las sombras más nimias. Si me contaban historias como estas, ¿cómo no iba a imaginármelos?

—¿Y vuestro hermano?

Aquello le pilló por sorpresa. Jamás habíamos hablado de su hermano, pero tal vez la historia me trajo de vuelta aquello y él me miró desconcertado. Alcé las cejas y él se dejó caer en el asiento, con un suspiro. Se encogió de hombros.

—Probamente él era mucho más sensato que yo en ese sentido. Supongo que siendo el mayor debía tomar el rol de protector. Era muy enfermizo. —Dijo como si acabase de acordarse—. Era sensato de mente pero débil de cuerpo. Hubiera gobernado mejor que yo si hubiese sobrevivido a nuestro padre. Me temo que incluso mejor que él lo hizo, era mi padre tan fantasioso como yo. Viviendo siempre en el pasado. Tenía gustos medievales y creía que la guerra era algo superfluo, que no iba con él. Mi madre hizo un gran trabajo de diplomacia mientras él se pasaba los días de viajes y justas.

—¿Quería gobernar, vuestro hermano?

—Le educaron para eso, no es que se lo hubiese planteado como una opción. Yo sin embargo me vi venir que aquello no llegaría a buen puerto. Desde que éramos pequeños sufría fuerte dolores de estómago cuando la comida tenía demasiada sal o demasiado picante. Los inviernos se los pasaba prácticamente enteros en la cama, con fiebres y mocos. Cuando el calor azotaba también se debilitaba. Le sangraba la nariz con frecuencia, como a Atila el Uno, solía decirle, pero realmente temía que muriese como él, en medio del sueño, ahogado en su propia sangre…

—¿Habría sido un buen rey si no hubiese sido por eso…?

—Si lo pienso, no estoy seguro. Tal vez si hubiese tenido el ánimo y la fuerza para pasar más tiempo de caza o de viaje, y no hubiese invertido una cantidad ingente de horas delante de libros y papeleo, tal vez no se hubiese interesado tanto en el gobierno.

Me miró con ojos profundos y pensativos.

—Hubiera sido mejor esposo de lo que lo soy yo.

—No habría sido muy difícil. —Sonreí y él abrió los ojos con sorpresa. No se esperaba aquella respuesta pero cuando estallé en carcajadas el no pudo evitar golpearme con la punta de su pie el bajo de mi vestido y, ofendido, se pasó el resto del camino en silencio.

A medio día llegamos al palacio del norte, cuyo nombre real era Palacio de San Urbicio, pero desde que la casa real había estado alternando su vida entre el palacio real de la capital y este, acabaron por llamarlo simplemente el palacio del norte. Cuando bajamos del carruaje no pude evitar sentirme decepcionada. Como bien he comentado anteriormente, este palacio se había edificado a caballo entre el siglo XIII y el siglo XIV, pero tan solo sus cimientos habían aguantado el paso del tiempo. No solo las guerras habían pasado por él, las nuevas modas se habían ido imponiendo frente al inexorable paso del tiempo. Las pequeñas ventanas se quedaron anticuadas y los altos torreones no cumplían realmente ninguna función más que estética. Habían comenzado a derrumbarse a principios de siglo y una gran reforma llevada a cabo por el abuelo de mi esposo lo había transformado en un palacio típicamente renacentista, muy similar a los que se estaban realizando en España e Italia. Esperé encontrarme allí en lo alto aquella torre y a la pobre princesa asomada, pero no había torre alguna.

Nuestras estancias estaban listas para ser usadas y por suerte teníamos toda la tarde por delante para hacernos al nuevo lugar. El rey estaba más acostumbrado a aquel lugar, pues no solo había pasado su infancia allí, también lo usaba como picadero, yo lo sabía, y para sus escapadas puntuales de palacio. Me acompañó por las estancias principales mostrándomelo. Os ahorraré detalles vanos, no soy una gran entendida en arquitectura y mucho menos quiero ocupar mi tiempo y mis papeles en descripciones que no vienen a cuento.

Seré breve en este sentido: Mis habitaciones estaban en el ala este del palacio y me acompañaron todas mis sirvientas. Había salas comunes, más de las que encontré en el palacio real. Había grandes salones y gabinetes para uso de despachos y salas de reuniones. Una escueta biblioteca, un gran salón de baile y largos e interminables pasillos. Comprendí que se hubiesen trasladado a la capital porque allí no cabían, como sí en el palacio real, toda una corte de nobles y cortesanos al servicio del rey. El número de habitaciones era limitado, y con las últimas reformas lo que se había procurado es que fuese un lugar de paso o de descanso más que un verdadero núcleo urbano.

Entre madre e hijo, mi esposo el rey, habían invertido su tiempo y su dinero en adecentar los alrededores, por lo que me había comentado Enrique. Aunque los alrededores fuesen cotos de caza se había tomado la molestia de adecuar los alrededores con todo tipo de pasatiempos a gusto del rey. Habían instalado recientemente un pabellón para jugar al jeu de paume*, con gradas y altos ventanales. También habían adecentado un camino de piedra que conducía a la laguna Narciso, una pequeña charca donde el rey disfrutaba pescando o en su defecto, nadando. Habían ampliado las cuadras para los caballos y habían añadido una sección de perreras para los perros en los días de caza.

—No todo es para los hombres. —Me dijo él con aire de orgullo—. A mi madre le encanta el teatro, así que dispusimos de una sala especial para las actuaciones, a modo de anfiteatro.

—Debieron ser buenos tiempos…

—Breves, si te soy sincero.

Por suerte habíamos traído algo de comida desde la capital, porque pasarían horas hasta que nuestros cocineros se instalasen como era debido. El rey y yo, almorzamos acompañados de varios de nuestros sirvientes en la ribera del lago. El pasto estaba verde y seco y aunque el sol caía con fuerza sorbe nosotros, nos refugiamos debajo de anchas pináceas.

Tuve la oportunidad de conocer en ese momento a su círculo más cercano. Me había equivocado pensando que sería el conde de Armagnac quien más cerca estuviese de él, pero no había tenido en cuenta a sus sirvientes y pajes, con quien más tiempo pasaba. Aquellos serían sus confidentes, y sus amigos.


Mientras que Manuela, Joseline y Amanda se habían sentado a unos metros de mí, sus sirvientes se habían alejado y paseaban para estirar las piernas por el borde de la ribera del rio. Comían bocados de pan con queso y hablaban entre ellos con desvergüenza. Estaban tan acostumbrados a esos modales despreocupados que no se daban cuenta de que mis damas les miraban con recelo y puede que un poco de envidia. Eran dos hombres, uno mayor y otro algo más joven. El mayor no llegaría a los treinta y cinco años, con unos extraños anteojos colgados del puente de su nariz había sacado una pequeña navaja del bolsillo y partía un mendrugo de pan que se llevaba a la boca. No era demasiado mayor pero tenía canas y andaba un poco encorvado, como quien se mira constantemente los pies. El otro era joven, un muchacho de apenas veinte años que parecía incluso más joven aún por sus formas. Cabello largo y castaño, talle fino y ágil, tiraba piedras al agua solo por el placer de ver las ondas que se creaban.

—¿Son vuestro secretario y vuestro copero?

—Más bien es mi camarero. Ferdinand. Me prepara la ropa, me prepara el carruaje, es casi el intermediario entre mi persona y el resto del palacio. Mientras que mi secretario, Parménides, es solo mi ayudante. Tengo pocas cartas que escribir y pocos mensajes que enviar. Pero es un buen hombre. Se ocupa más de mi correspondencia personal que de trabajos para el gobierno. Es un buen traductor, me ayuda con las cartas de mis parientes. Y me ayudó con el español, para vuestra llegada, pero veo que ha sido un trabajo en vano.

—¿Aprendisteis español?

—Un poco, pero solo por complaceros. Me advirtieron de que sabíais tanto francés como yo, aunque vuestro acento es irremediablemente castizo.

—¿Os ha hecho de traductor?

—A menudo. También para mi madre cumple esa función. Es también buen orador. Lleva en palacio al menos veinte años.

—¡Parece joven!

—Es joven, se educó aquí con su maestro. —Negó con el rostro, como si se fuese por las ramas innecesariamente—. No es muy buen cazador. El pobre de tanto leer ha perdido parte de la vista de lejos.

Delante de nosotros nos tenían preparado un tentempié de vino, queso y uvas. Con un poco de carne seca y pescado en salmuera. Yo me llevé la copa de vino a los labios y observé como el rey que miraba de lejos a sus compañeros.

—¿Dormiremos juntos esta noche? —Aquello lo pilló tan de sorpresa que se atragantó con el mendrugo de pan que estuviese masticando. Bebió vino para pasar el pan y me miró con ojos pasmados. Yo sonreí con dulzura—. No pretendía asustaros.

—¡Claro que pasaremos la noche juntos, maldita sea! Es nuestra luna de miel… ¿No?




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*Jue de paume: (El español juego de palma) es un deporte de raqueta practicado desde hace cerca de mil años. Se le relaciona con la pelota vasca, la segoviana y la valenciana, y es el precursor del tenis y en general de todos los deportes de raqueta.


En un principio el juego consistía en golpear con la palma de la mano (paume en francés, de ahí el nombre de jeu de paume) una pelota confeccionada con piel de oveja. Sus practicantes se untaban la mano con aceite y luego con harina para evitar que la pelota resbalara. A lo largo del siglo XV, se extendió por toda Europa.

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