UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 31
CAPÍTULO 31 – LOS CONDENADOS
Dos días después de que el duque muriese y cuando parecía que las cosas se habían calmado un poco, Rodrigo llegó hasta la biblioteca en mi busca. Había pasado por mi gabinete pero no me había encontrado, así que le mandaron allí. Intentó establecer el contacto visual pero su mirada me era esquiva. Parecía temeroso.
—Mi señora, me han mandado para ponerla al tanto…
—¿Tú señor? —Pregunté, imaginando que Juan no daría la cara ante mí durante algún tiempo, seguramente que resentido por mis amenazas.
—Sí, mi señora. El conde me envía. Al parecer ya han encontrado a los asaltantes que sorprendieron al duque de Gasconia en el camino de P*.
Mi mirada le dejó más impactado que mi silencio. Miré alrededor y el bibliotecario estaba en la otra punta, arrodillado en el suelo mientras rebuscaba un manuscrito en una de las baldas más bajas, de los libros más pesados. Yo me levanté de mi asiento y Rodrigo retrocedió unos pasos, bajando la cabeza con obediencia.
—¿Cómo?
—Los han atrapado. Al parecer un campesino los reconoció volviendo a la capital. Son de una conocida banda de salteadores de caminos. Llevaban varios meses en el ojo de mira del rey y de su guardia. Es una suerte que los hayan encontrado tan temprano. Con las manos en la masa como se suele decir. Los pillaron con parte de las joyas que le quitaron al duque, y con uno de los caballos del carruaje. No podían venderlo porque el animal tenía…
—¿Quién te ha contado esto? —Me aclaré la garganta y él bajó la mirada. Perfecto, él también estaba intentando mentirme. Seguro que sabía perfectamente que su señor era el que había orquestado el asalto al duque. Tal vez no me estuviera mintiendo, y aquellas miradas de soslayo quisieran gritarme la verdad.
—El conde, mi señora. El conde ha sido informado por el rey. La guardia del rey ha recibido un aviso desde la capital y los encontraron en una taberna, festejando con el botín en las faltriqueras.
—Ya veo… —Murmuré y por un momento me imaginé todo aquel revuelo que se podría haber producido en la taberna, y toda aquella historia tan bien montada. Quise creérmela, de verdad que lo quise.
—¿Los pillaron en la taberna? Eso formaría mucho revuelo…
—No mi señora. Los siguieron hasta donde tenían parte del botín y las joyas. En una casucha a las afueras de la ciudad. Cerca del pueblo de V*.
—Vale. —Suspiré y me senté de nuevo en la silla. Delante de mí tenía un antiguo libro de pergamino, con iluminaciones coloridas y brillantes. Un enorme ángel de alas azules descendía por encima de las cabezas de las personas con una expresión iracunda y feroz. Se precipitaba hacia la tierra, con dios de su lado, para destruirnos. En la página contigua, los cuatro jinetes del apocalipsis eran conducidos por el diablo, un ángel negro de cuerpo y ropas. La peste levantaba un arco y la muerte una espada brillante.
—Siento haberla molestado durante su lectura.
—Ay, Rodrigo… ¿Qué será de nosotros…? —Pregunté mientras me llevaba una mano a al frente, presa del cansancio y la humillación por tanta mentira.
—Mi señora, no digáis eso. Es una gran noticia, esos maleantes no estarán más en los caminos.
—Decidme, ¿habrá juicio?
—No hará falta, mi señora. Han confesado.
—¡Confesado! —Exclamé, levantando la mirada con las palmas de las manos vueltas hacia el cielo, en pose incrédula. Él parecía incluso más sorprendido que yo, pero de mí, no de sus propias palabras.
—Sí, mi señora. Han confesado, como le digo, los pillaron con las manos en la masa.
—Ay, Rodrigo, no puedo creerte, querido amigo. —Suspiré y sonreí—. De verdad que desearía creerte.
—Mi señora. —Murmuró, acercándose un poco hacia mí—. Ya preparan en la plaza el cadalso.
—¡El cadalso!
—Es alta traición, mi señora. Se les someterá a la rueda.
♛
A medida que el coche avanzaba me iba faltando el aliento. El rey y yo debíamos asistir a la tortura y ejecución de aquellos salteadores que habían encontrado. Todo estaba preparado, incluso los reos venían en una especie de jaulas con ruedas que nos precedían. Hubiera deseado quedarme en el palacio pero una parte de mí sentía la inmensa responsabilidad de acudir al suplicio y tortura de unos inocentes que se habían visto envueltos en aquel problema por nuestra culpa.
El rey miraba distraído por la venta hasta que el paisaje se llenó de calles intrincadas y personas curiosas que bajaban por el mismo camino hasta la plaza para ver el espectáculo. Corrió la cortina y se puso la mano en los labios, mirándome desde el otro lado del coche con una expresión indescifrable. Yo estaba mucho más presente que él, y aunque su mente parecía estar en otro lado, sus ojos habían recaído en mí y ya no los apartó la mayor parte del camino. Solo cuando el coche entró en la plaza. Entonces miró por la ventanilla sin ver realmente nada, solo las luces difusas que entraban y salían de coche.
Cuando el carruaje se detuvo nos apeamos. Primero él y después extendió la mano para ayudarme a bajar. Nos condujeron hasta unas gradas en uno de los laterales de la plaza que habían montado a la par que el cadalso. Allí ya nos esperaban todos nuestros conocidos, mis damas, los dos consejeros, varios embajadores y ministros. Estaban esperándonos, y hasta que nosotros no llegasemos, como jueces de aquel espectáculo, nada comenzaría. Ascendimos hasta los escalones más altos y nos sentamos en estrechas sillas de madera forradas de pelo.
La plaza estaba abarrotada de personas, todo ciudadano que se precie desea presenciar las matanzas que los reyes les regalan, siempre que no sean ellos los reos, desde luego. Es un divertimento que les mantiene despiertos, les da alimento y fuerza para sobrellevar los días. Como a una de mis damas recibir un vestido nuevo o a mi padre adquirir un nuevo libro para su colección. Yo solía asistir con mi padre a las ejecuciones públicas cuando era necesario. Jamás lo tuve por afición pero mi estomago se acostumbró a tamañas representaciones del dolor humano.
Pero aquel día no era un día cualquiera, habían cogido a los cabecillas de la banda del calcetín rojo. Un grupo de hombre, mujeres y niños que se dedicaban al pillaje en caminos y sus presas solían abarcar todo tipo de rangos, desde jóvenes peregrinos hasta nobles de alta cuna. Se les solía llamar así, no porque portasen esos calcetines, el rojo era un color demasiado complicado de adquirir, sino porque usaban a los niños de su pandilla para sorprender a la víctima, escondiéndolos entre los arbustos y matorrales y con un afilado cuchillos cortaban los tobillos y talones de sus víctimas, para que no huyesen, y poder arrebatarles así todo el dinero sin ningún tipo de prisa.
Eran temidos y conocidos y por eso la plaza se había llenado rápidamente. No había espacio para nadie más allí, no cabria ni un alfiler, pero lo peor eran los gritos y voceríos, y el olor, y toda aquella marabunta moviéndose de un lado a otro. La guardia custodiaba bien la grada pero una parte de mí temió seriamente que aquella muchedumbre tuviese demasiada sed de sangre y venganza y nosotros fuésemos un plato suculento al alcance de la mano. Si se lo proponían, nada podría detenerlos. Eran unas dos mil personas, y nuestra guardia no superaría los treinta soldados.
Cuando los reos llegaron a la plaza venían enclaustrados en una prisión de barrotes y madera andante. Llegaron y los abucheos no tardaron en aparecer. Las personas del público ya se habían asegurado de traer una buena ristra de verduras y fruta podrida para lanzarles. Hojas de lechuga y excrementos volaron por todas partes a medida que los tres asaltantes salían del carro y los conducían al cadalso.
Trajeron las ruedas, y yo tragué en seco. Dios santo…
—¿Es la primera vez que veis una condena…? —Preguntó el rey volviéndose hacia mí con aire de entendido e intelectual.
—No. –Aseguré.
—Ya me extrañaba a mí, seguro que en vuestra patria veíais al mes los ajusticiamientos que aquí se hacen por año.
—No tanto, mi señor. —Suspiré y miré las ruedas que las habían subido al cadalso y las colocaban boca abajo. Ya traían las cuerdas y los palos.
—Si no aguantáis el espectáculo, u os parece demasiado intenso, podéis cerrar los ojos…
—No os preocupéis por mí…
El último de los reos parecía el cabecilla de los otros dos. Más alto y corpulento. Le habían afeitado la cabeza como a todos y vestían apenas un camisón sucio y manchado. Estaba ajado, desgarrado. Uno de ellos, el que parecía más joven, apenas un adolescente, no podía caminar. Ya le habían dado muchos palos en la prisión porque le habían inflamado uno de los tobillos y no se podía apoyar. Otro parecía ido, atontado, como si le hubiesen dañado la mente al golpearle en la cabeza. Y qué decir de su presencia, estaban sucios y tan estropeados como sus ropas. Tenían chorretones de sangre por todas partes. Y algunos tenían los dedos rotos y doblados, como ramas de un árbol. El grandullón subió el último y cuando llegó al cadalso, se volvió en nuestra dirección y nos miró desde la distancia. Con sus ojos rojos y amoratados, fieros y cansados. En su interior ya había tomado la determinación de morir, y sin miedo o reparo, me miró y abrió su boca para sacar su lengua, pero ya no había lengua que sacar. Ninguno de ellos la tendría ya. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza y antes de que el hombre pudiera cerrar de nuevo la boca, le dieron un garrotazo que lo tiró directamente al suelo entablado del cadalso.
Cuando solté el aire, el rey se volvió a mí y extendió su mano hasta dar con la mía. Apretó sus dedos sobre los míos. Yo murmuré.
—¿Quiénes son?
—Los salteadores de caminos, mi señora. Los cabecillas de la banda del calcetín rojo…
—¿Fueron ellos los que mataron al duque?
—No, mi señora. —Dijo con profunda humildad y yo asentí, conforme con la verdad—. Les seguíamos la pista desde hacía meses, pero al fin teníamos una buena excusa para atraparlos, y se nos ha presentado una muy buena oportunidad.
—No han confesado… imagino.
—Después de que a uno le arranquen la lengua, asentir no es gran cosa…
Yo apreté con fuerza la mano sobre el reposabrazos de la silla. Me mordí el interior del carrillo mientras observábamos como ya ataban al reo a la primera rueda. Cuando el segundo reo fue atado, el tercero pareció revolverse pero con dos estacazos más en la cabeza bastó para convencerlo. Al primero lo molieron a palos. Le rompieron las piernas y los brazos hasta que se veían los huesos y pudieron hacer con sus extremidades un puzle entre los radios de la rueda.
—Lo peor son los gritos. —Dije mientras miraba al rey de soslayo—. Aunque las imágenes se le quedan a uno en la retina, los gritos siempre son indescriptibles. Le llegan a uno hasta el alma. A veces me preguntó si le ser humano está hecho para presenciar tamaños horrores.
—Lo estamos. —Dijo él con rotundidad—. Lo hemos hecho desde los inicios de los tiempos. Nos ha gustado infringir dolor en base a la venganza, por justicia o por pasión. Aquiles arrastró el cuerpo de Héctor frente a su familia por el placer de verlos sufrir. Porque era lo que había que hacer para sentirse vengado. En Roma expusieron la mano y la cabeza de Cicerón frente a la población para dar un castigo a sus palabras. Las personas necesitan ver que se hace justicia, necesitan ver la sangre para sentirse parte de la condena. Y es también algo aleccionador. Es infringir el miedo a Dios. Nos recuerda que nosotros también podemos estar ahí, donde ese hombre agoniza.
—¿Es aleccionador incluso si sabemos que esos hombres son inocentes del crimen por el que se les condena? —Pregunté y ante mis palabras él movió el rostro en mi dirección. Intentó hallar una respuesta pero no la obtuvo—. La gente no es ignorante. Sabrán que hemos sido nosotros. Sabrán que esto es una excusa, es todo demasiado conveniente.
El primer reo ya estaba apaleado y contracturado como un muñeco de trapo. Los gritos habían dado paso a los jadeos por mantener el aliento. Con una larga pica, levantaron la rueda varios metros en el aire y allí quedo colgando, como un árbol de carne humana, con varios miembros colgando descoyuntados y la sangre brotando de los desgarros. Al segundo ya lo estaban apaleando.
—Eso espero. —Dijo Enrique—. Espero que recuerden. Que sepan cuál es el castigo por colmar la paciencia de los reyes.
Por un momento me pregunté para quien era aquella advertencia. No estaba segura de que esta fuese una lección para el pueblo pero sí para mí, para sus consejeros, para su entorno más cercano y también para todos aquellos nobles y privilegiados que se creían con el derecho de dominar sus territorios a costa de los deseos del rey. Era una advertencia para los muertos, era para el duque y su séquito. Santo Dios…
—No podéis gobernar escudado en el cinismo que supone preferir ser temido a amado. No es lo correcto. No es el camino adecuado.
—El amor no dura. —Dijo con desesperanza—. El amor se agota y por lo que sé, suele ser condicional. No. El temor es mucho más efectivo, pues el respeto a veces se logra con dosis de miedo…
—Un escritor de mi tierra advirtió sobre esto, y digo una vez… “Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el señorío”.*
—¿No tenéis una frase vuestra mejor? Siempre andáis citando a vuestros paisanos…
El último reo ya estaba retorcido como una madeja de hilo. Los gritos habían sido incongruentes, intentando hablar sin lengua, mirando con ojos ciegos y manos muertas. Los cuervos ya sobrevolaban las nubes y poco a poco las moscas se darían un buen festín en esos hombres, que aún vivirían por unas cuantas horas. El que menos suerte tendría, duraría incluso días. La muerte les esperaban al final de aquellas largas jornadas de dolor perpetuo, de desmayos frecuentes y de sed constante.
—Las personas que no tienen nada que perder tampoco tienen miedo que profesar, alteza. Mientras que el odio es un combustible eficiente y barato que puede desembocar en desastre.
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*“Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca
se sostuvo mucho tiempo el señorío” –Alfonso de Valdés. (Dialogo de Mercurio y Carón)
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