UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 27
CAPÍTULO 27 – UN FRÍO RECIBIMIENTO
Había llegado el día, y confieso que amanecí mucho más inquieta de lo que me acosté la noche antes. Desperté con ese malestar de quien ha pasado la noche en vela y ahora debe levantarse sin apenas haber descansado dos horas. Pensé que era una sensación a la que estaba más que acostumbrada, pero aquel día me hubiera gustado quedarme escondida debajo de las sábanas y dormir el resto del día. Manuela fue la que me despertó, porque Joseline tenía otras tareas durante aquel día.
Llegó a mí con un vestido negro y sencillo, el mismo que había usado para conocer al rey en nuestro viaje hasta la capital. Me pasé una toalla húmeda por el cuerpo y mi compañera me acarició el cuello y los brazos con agua de rosas. Con un paño limpio y húmedo me lavó la cara e hice gárgaras con el mismo agua de rosas con que me perfumaba.
—¿Os mando traer el desayuno o preferís vestiros primero?
—Arregladme, no sé cuándo llegará el duque y no quiero que nos sorprenda en medio del tocador.
—Bien, llamaré a las demás.
Cuando el resto de mis damas llegaron al tocador todas se afanaron en vestirme y peinarme. Lo hicieron tan perfectamente como habían aprendido durante años. Pero por una vez no tuvieron que soportar mis quejas y mis murmuraciones. Todo debía estar perfecto.
Cuando era pequeña y mi madre aún vivía, visitamos una vez un pequeño teatro que había en la capital donde se desarrollaba una obra de teatro. No recuerdo bien qué estaban representando, pero desde ese momento, mi madre hizo llegar a palacio multitud de artistas para que nos interpretasen las obras del momento. Algunas divertidas, que sacaban carcajadas a mi hermana, y otras más tristes que a mi madre le hacían saltar las lágrimas. Pero lo que yo más disfrutaba era colarme con mi hermana en los vestuarios que habían habilitado para los actores y verlos maquillarse, y vestirse, con ojos concentrados y miradas ausentes, mientras se adentraban en las intrincadas mentes de sus personajes.
Ese día me sentí así, y nunca antes me había parado a pensar en ello. Pero aquel día sí que acudió a mi mente aquellos recuerdos. Mientras Amanda me peinaba y Marisa me alisaba los pliegues de la falda, intenté concentrarme en mi propio personaje, hacerme a la idea de que debía llevar una máscara. ¿O no? Tal vez no era realmente una máscara lo que debiera portar, sino vestirme con el traje de la verdad, que sería mucho más convincente, y por qué no, real.
Manuela me miraba a través del espejo, como un fantasma del pasado que espera hallar en mis ojos la confirmación de su propia existencia.
—Hoy os divertiréis. —Me dijo, sabiendo que podría incluso llegar a disfrutar de aquel día. Me sacó una sonrisa
—¿De verdad lo crees?
—Puede que incluso más que el rey.
—No me cabe la menor duda.
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A medio día llegó una de las damas francesas para avisarnos de que el Duque de Gasconia había entrado en la capital y se dirigía con su séquito hasta el palacio. A mis damas le dieron un vuelco sus corazones pero yo me sentí mucho más aliviada. Saber que venía, como un ratón hacia la trampa, era gratificante.
—Si está entrando con su ejército, tardará al menos una hora y media o dos en llegar al palacio. —Dije, mirando a Manuela que asintió con confianza—. Ve y pide que preparen la sala de audiencias reales. Iré en unos minutos.
La sala de audiencias era un salón adecuado para que las visitas que llegaban a palacio, visitas oficiales que se merecían un recibimiento frío y distante, tuvieran que caminar hasta el final en un pasillo alfombrado hasta el trono del rey, donde el monarca aguardaba la visita con expresión de disgusto y hastío. El trono estaba rodeado de cortinas pesadas con los símbolos nacionales. Para lo que se había usado hasta ahora esa sala era para enmarcar un retrato real, pero ahora que la familia se había asentado en este palacio, era hora de darle uso.
Habían acomodado un nuevo trono para la reina, y se había decorado la estancia con preciosos tapices que había hecho traer de España. Era una sala insulsa, sin embrago, a pesar en la decoración. Tendría una capacidad de doscientas o doscientas cincuenta personas, a lo sumo. Ahí coronaron a mi esposo, en una de las múltiples ceremonias ritualísticas.
Cuando llegué ya estaba todo dispuesto. Me senté en el torno que me correspondía y fueron llegando mis allegados. Algunos de ellos estaban enterados de la triquiñuela, pero otros tantos no, y se sorprendieron en grado máximo cuando a pesar de que empezaba a llegar gente, el trono del rey permaneció vacío incluso hasta el último instante. El conde de Villahermosa, mi querido Juan, se puso de pie a mi lado como buen consejero que era, y a su lado Manuela, un escalón por debajo. La reina madre se había situado en el lado opuesto a Manuela, custodiando de lejos un torno vacío. El consejero del rey también estaba ausente, para alivio de todos, y a pesar de que la ausencia del rey era notable, lo que más preocupó a algunos era aquella falta del consejero, quien en teoría, debía llevar el bastón de mando en aquella negociación. La reina madre estaba inquieta, pero me lanzó una mirada felina llena de coraje. Me confiaba el control, pero me advertía, con dientes afilados, que si algo salía mal todo el peso recaería en mí.
Estábamos acompañados también de embajadores y condes, afines a la corona. François apareció de los últimos, acompañado de Rodrigo, el ayudante de mi consejero. Llegaron algo agitados y con expresiones de inquietud. François se acercó al trono para avisarme de que el duque había llegado y estaba en las puertas del palacio.
—Ha llegado con todo el ejército, como esperábamos.
—Muy bien. —Asentí con una expresión estoica.
—Le acompañan los dos generales mercenarios, y también viene en compañía del conde de Tourson y el Marqués Granoulille.
—¿Al final han decidido apoyar al duque?
—Son tierras colindantes. Tal vez hayan llegado a algún tipo de acuerdo con el duque, y se quieran sumar a este chantaje independentista.
—Bien, que pasen al salón. —Suspiré.
François, al contrario de lo que esperaba, subió por completo la escalerilla donde se asentaban nuestros tornos y se colocó detrás de mí, con una mano en la empuñadura de su espada y el pecho henchido, con aire protector.
Pasaron unos minutos eternos hasta que la puerta del salón se abrió y un paje anunció la entrada de aquellos que nos visitaban. El duque fue el primero en pasar. Era exactamente igual a como el rey me lo había descrito. Era de rasgos jóvenes y expresión altanera, pero con marcas propias de la edad, como canas en la corta barba y ojos rodeados de arrugas. Sus ojos me miraron directamente desde el preciso instante en que penetró en el salón, y después saltaron al trono vacío que me custodiaba. En su boca, galante y soez se dibujó una macabra sonrisa de triunfo. Tenía el cabello ondulado, y su melena caía a ambos lados de su rostro, algo descuidada. El viaje debía haberlo fatigado pero ahí estaba, caminado hacia mí con aire de ganador.
Le precedieron dos hombres mayores, a cada uno mayor que el anterior. Eran ancianos, de la edad de mi padre al menos. Envueltos en gruesas túnicas de pelo y rostros ajados. El de la derecha, gordinflón y cojo era el marqués de Granoulille, y el flacucho sin pelo que le precedía como un espectro de alguno de sus antepasados, era el conde de Tourson. Hombres ancianos, con descendencias aseguradas cuyas ambiciones se habían visto alentadas por un agitador de manual.
Detrás del séquito que les seguía, pude distinguir a los dos camorristas que había contratado. Andrónico se distinguía por encima de todos los demás. Era bajo y de piel tostada. Ojos oscuros y pelo rizado y negro. Tenía la nariz grande y los labios finos, marcados con una cicatriz que dividía el labio superior, volviendo su expresión en una fea mueca animal. Sus ojos también estaban vueltos a mí y me miraron desde la distancia con una mueca tan enfadada como si hubiera visto en mí a su peor enemigo.
El condotiero* por el contrario me buscó con la mirada y me sonrió desde la lejanía. Era un hombre mayor, de al menos cuarenta y cinco años, pelo canoso y pobre, pero con una nariz prominente, italiana, y rostro enjuto y mandíbula fuerte. Parecía un vivo retrato de julio cesar. Tenía el porte de emperador, pero si no fuera porque todo el mundo le conocía, habría podido pasar perfectamente por un contable o un escribano. Tenía ese aspecto inofensivo que tienen los estudiosos, pero esa magnanimidad de quienes gobiernan con sus mentes.
Cuando el duque llegó hasta el final del recorrido se inclinó hacia mí como estipulaba el protocolo y el resto hicieron lo mismo. También se inclinaron hacia la reina madre y hubo un intercambio de saludos más personales de los que me hubiera imaginado. Al final, ellos eran familia.
—Mi señora. —Dijo dirigiéndose a mí con la mirada cargada de coraje—. No es por haceros de menos, ni mucho menos. Es un placer conoceros, a pesar de las circunstancias, pero me decepciona ver el trono del rey vacío. ¿Es algo de lo que deba preocuparme? –Preguntó con una fingida tristeza en la voz—. ¿Acaso su salud se resiente?
—Eso me temo. —Dije con media sonrisa—. El rey se encuentra indispuesto y no podrá asistir hoy a ninguna reunión.
—¿Es algo grave?
—Esperemos que no lo sea. Pero durante su ausencia, que no sabemos cuánto se va a prolongar, yo ocuparé su lugar en las negociaciones.
—Vuestra reputación os precede mi señora. En vuestro país se os conoce como una buena negociadora. Os habéis ocupado del trono de vuestro padre en sus ausencias. Esperemos que nuestro rey no se acostumbre a dejarnos a vos todo el peso de la corona.
Sonreí con lástima.
—Estaréis cansado del viaje. —Le dije—. Debéis estar fatigado. Y vuestro séquito requerirá de atenciones. Os doy la bienvenida al plació real y os pido que os quedéis y descanséis. Almorzaremos a las doce, y estaría encantada de que me acompañaseis a la mesa.
—Será todo un honor. —Dijo, sorprendido por tal invitación. Oí murmullos en algunas áreas de la sala pero hizo oídos sordos.
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A las doce la comida estaba servida en la mesa real. Era el lugar donde el rey y yo comíamos a menudo juntos, cuando ambos coincidíamos en palacio y estábamos de ánimo para compartir mesa. Manuela se había quedado a un lado de la sala, haciendo las veces de copera, y dos soldados custodiaban la puerta por la que entraría el duque. Yo empapé un pañuelo blanco que me sustraje de la manga en un poco de agua fresca. Froté mis ojos con insistencia y me mordí los labios con fuerza.
Asomada a la ventana que daba al exterior del palacio pude ver un carruaje con las puertas abiertas y las cortinas descorridas. El interior aguardaba a sus pasajeros en silencio. Los caballos se removían en su sitio y agitaban las colas para ahuyentar a las moscas que les atosigaban con su zumbido.
Por un momento pensé que no tendría que fingir el llanto, pues un súbito remordimiento me mordió el estómago. Pero el duque ya estaba entrado en el salón, y no había tiempo para echarse atrás.
—Alteza, es un placer acompañarla en la mesa. Parece que no dejáis vuestras costumbres españolas atrás. Los españoles siempre negocian mejor a la mesa que en los consejos. –Dijo con una sonrisa burlona pero cuando me volví hacia él, con el pañuelo limpiando unas mejillas húmedas y sonrojadas, su chanza se detuvo al instante y su cuerpo quedó suspendido allí como un pasmarote—. Mi señora, ¿os encontráis bien? ¿Acaso os aqueja el mismo mal que al rey?
—Es un mal diferente, me temo. —Murmuré con una sonrisa, una de esas que pican y escuecen. Tragué en seco y levanté la mirada, sorbiendo por la nariz. Guardándome el pañuelo dentro de la manga le indiqué con un gesto que se sentase a la mesa. Pero ignoró la petición.
—¿Os ha ocurrido algo grave?
—Nada nuevo me temo. Y creo que podréis comprenderlo, pues también sois un líder en vuestros reinos. Tal vez tengáis razón, es mucho el peso que el rey deja caer sobre mis hombros. Las mujeres no estamos hechas para el gobierno en solitario. Incluso si hacemos de tripas y corazón y nos deshacemos de todas nuestras debilidades naturales, acabamos por convertirnos en fieras y arpías.
—¿Dónde está el rey, mi señora? —Preguntó, casi con aire paternal.
Yo me conduje hasta la ventana y señalé con una mirada el exterior. El duque se aproximó hasta quedar a mi lado y miró a través del cristal, en el preciso momento en que el rey abandonaba el palacio, casi embozado en una capa, seguido de su favorita, que ostentaba un precioso vestido de sedas y perlas. Reían y sus risas nos llegaban incluso a través del vidrio. Cuando se montaron en el carruaje y desaparecieron por el camino de los jardines, no podrían habernos dejado a ambos mayor amargor en la boca.
El duque y yo nos miramos, y de forma natural surgió una emoción de complicidad, comprensión y lástima.
—Siento mucho esta situación, señora. —Dijo él con caballerosidad. Toda su valentía y su orgullo se habían reducido a una mera sombra. Era todo complacencia y condescendencia. Lo odié por eso, más que cuando estaba embadurnado de altanería. Pero respiré hondo y continué como estaba previsto.
—Sentaos a la mesa, os lo ruego. Y disfrutemos de los majares que he mandado elaborar. Espero que sean de vuestro agrado.
—Sois muy atenta, mi señora. Y muy valiente, por tomar la iniciativa de las negociaciones.
—No tengo otro remedio. El consejero de mi rey también está desaparecido. De seguro que se está tomando unas vacaciones parecidas a las de mi señor. Mi suegra, la reina viuda ya no tiene paciencia ni salud para sobrellevar estas largas conversaciones, y mis consejeros se las dan de intelectuales pero solo les funciona la labia con mujeres de vida alegre…
Aquello le hizo sonreír, cándido. Amos nos sentamos a la mesa el uno frente al otro y mientras él comía y bebía con hambre y sed, yo apenas probé el guiso y las uvas. El vino estaba dulce pero no bebí apenas.
Cuando el vino le despegó los labios y relajó su lengua, pareció más dispuesto a hablar seriamente del motivo de su visita. Y aunque me consideró un mero intermediario para conseguir sus objetos, eso le hizo estar mucho más tranquilo. Consideró, que no era yo la que tomaría decisiones definitivas, y al mismo tiempo no estaba seguro de si habría alguien por encima de mí a quién debiera contarles todos estos planes y condiciones. Pues nadie más que yo había salido mostrado interés por él.
—Desde hace varias décadas, el rey no ha llevado a cabo las reformas que se nos prometieron. No nos llega el dinero que se nos promete durante los presupuestos de cada año. Y aunque enviamos mensajeros y emisarios para rendir cuentas, solo se nos conceden algunos míseros adelantos. Esta situación viene de lejos, si consultase vuestra alteza todas las cuentas de estos últimos años podría darse cuenta de que nuestra tierra es la más pobre y la más afectada por la guerra. Hemos servido de soldados al ejército desde el primer momento y nuestras mujeres ya no tienen hijos que destinar a la batalla. Nos han subido los impuestos, a causa de la guerra, y eso que hemos destinado el doble de nuestros diezmos para poder surtir este año a los soldados.
—Las guerras siempre se ceban con los más necesitados, mi señor. Yo lo comprendo de veras.
—No sé si lo comprende o no. Pero esto no es un problema que venga a causa de la guerra. Viene de antaño, de hace décadas cuando el padre de vuestro esposo. Mientras que unas regiones del país se dedican a producir campesinos y materias primas, otras se alimentan de esta producción, enriqueciéndose sin mostrar ningún tipo de agradecimiento a cambio. Ni si quiera la legislación nos beneficia.
—¿Y qué piensa hacer si consigue separarse de Francia? ¿Le pedirá a todos sus paisanos que regresen de la guerra y se desentenderá del enfrentamiento con los ingleses?
—Sí, así es. –Dijo. Yo estaba segura de ello. Por la información que me había llegado, había establecido un acuerdo con el rey Jacobo de Inglaterra en el cual si conseguía la independencia, le recompensaría con una gran suma de dinero a cambio de retirar a todos sus hombres del frente.
—Eso podría costarnos la guerra a todos los franceses.
—¿Aun no se ha dado cuenta de que esta guerra podría haberse terminado hace meses? El mismo Jacobo me lo ha dicho. París lleva más de un año enviando tratados de paz absurdos, que nadie estaría dispuesto a firmar, con tal de prolongar la guerra.
—Lo sé. —Asentí, a lo que él levantó la mirada de su plato para analizarme—. Estoy intentando buscar la solución, se lo prometo. Pero hacerlo sola, es una tarea hercúlea.
—Sola debería resultar mucho más sencillo. Me parece que su mayor problema son las compañías con las que se ve obligada a trabajar.
Me sonrió con condescendencia.
—¿Sabe lo duro que es para mí y para mi gente llegar aquí y ver que se están haciendo reformas de ampliación del palacio? Cuando yo mismo he tenido que malvender unos palacios para poder pagar a los nobles que me respaldan. No tengo con qué pagarles las rentas y mis ciudadanos se están empezado a dar a la delincuencia. Muchos prefieren que les corten una mano por robo a no poder alimentar a sus familias.
—Toda Francia está así desde hace años, mi señor. Desde el inicio de la guerra, el país ha caído en…
—Esto viene de mucho antes, mi señora. Desde que el conde de Armagnac está a cargo del consejo, las decisiones que se han tomado han ido dirigidas exclusivamente a enriquecerse, él y su familia. Colocando a su hijo como general de las tropas, lo único que ha logrado es tener a un títere que maneja a su antojo, un muchacho más ciego que un murciélago, que no ve que su padre se enriquece día sí y día también con esta guerra.
—¿Cómo se enriquece exactamente?
—¿No lo sabéis? Esto es un palacio de murciélagos.
—Mi señor. ¿Cómo se enriquece el conde?
—Sus barcos, los que forman el bloqueo, asaltan barcos ingleses que se aproximan al continente, con el beneplácito del rey inglés, pero dejan pasar otros tantos que continúan abasteciendo a los enemigos. Saben qué barcos deben asaltar y cuáles no. Tienen un código de banderas, una señal pactada con el rey inglés. En el barco portan oro, pinturas, tapices, lo que buenamente el rey pueda proporcionar como soborno para que al día siguiente deje pasar a otros cinco o diez barcos cargados de provisiones para los soldados en el frente.
—¿Cómo os habéis enterado?
—El rey inglés me lo contó. —Dijo con aire de superioridad. Yo fruncí el ceño.
—¿Y no habéis pensado que tal vez el rey Jacobo os haya contado algo como eso para encender la llama de vuestra venganza y os lancéis a perpetrar un golpe independentista, con el objetivo de debilitar internamente al gobierno francés?
—No me creáis tan ingenuo, mi reina. —Sonrió—. También yo lo pensé así. El propio Duque de Bucking se presentó en mi palacio para darme tamaña noticia. Pensé en cortarle el cuello a este maldito inglés y enviar su cabeza de vuelta a Inglaterra para que la colgasen del puente de Londres.
—¿Y qué os convenció, pues?
El hombre, lleno de valentía, se sacó del interior del jubón un manuscrito. Un papel enrollado, doblado y estrujado que había debido pasar por infinitas manos. Y ahora caía en las mías. Aquello me pareció una fruta envenenada. Una mala broma. El duque me mostró un acuerdo, redactado y firmado por el conde de Armagnac en el que se comprometía a dejar pasar barcos ingleses a través del bloqueo a cambio de una cantidad de reales semanales. El sello del conde caía como un pendón de cera, balanceándose de un lado a otro.
—¿Lo lleváis encima en todo momento? —Le pregunté, llena de recelo.
—Esto es un salvavidas, mi reina. Esto es el motivo por el que yo esté aquí hoy exigiendo lo que exijo.
—¿Y qué exigís, mi señor?
—Exijo la independencia de mi comarca, el dinero que se nos ha prometido esta última década, la vuelta de mis paisanos del frente y una cosa más.
—¿Qué cosa? –Fruncí el entrecejo.
—Quiero ver al conde de Armagnac detenido. Juzgado por sus crímenes de alta traición y condenado con la peor tortura que se les ocurra a los inquisidores. Vos sois española, os dejo el honor de elegir cuál sería la más indicada para alguien como él.
Bebí un poco de vino, algo aturdida y después levanté la mirada con seguridad.
—¿No creéis que vuestras peticiones son excesivas?
—Si fuerais una reina justa, las llevaríais a cabo.
—¿No podríais…?
—¿Conformarme? ¿Podría conformare con la independencia, y dejar libre a ese truán? Me temo que no. ¿Podría conformarme con verlo ajusticiado? No, eso no daría de comer a mi pueblo.
—¿Os conformaríais con el pago de vuestras deudas?
—El país no tiene dinero, mi señora…
—¿Y por qué exigir algo que sabéis que no se os concederá?
—Porque si de cuatro cosas que pido, una no se me concede, por fuerza las otras tres han de dárseme.
—Vuestro pueblo seguirá sin comer. Independiente o no, con el conde de Armagnac en una pica o en su casa… El hambre de vuestro pueblo solo se solucionará cando la guerra termine, y si contribuís a que eso suceda, os prometo que todas vuestras deudas serán saldas.
—Promesas… promesas vanas. —Murmuró lleno de rencor. Se llevó la copa de vino a los labios y frunció el ceño. Estaba completamente indignado y parecía que aquello era más una conversación de taberna que una verdadera negociación—. Otros antes que usted, alteza, ya me han prometido muchas cosas. Pero ya estoy cansado. Estoy cansado de ser ignorado y vilipendiado. El padre de vuestro esposo me estuvo dando largas todo el tiempo que vivió. Y después la reina viuda. Y ahora el hijo de ambos ni si quiera es capaz de dar la cara, el muy… cobarde.
—¿Esas son vuestras condiciones para alcanzar una satisfacción?
—Son mis condiciones para que el trance sea pacífico. De lo contrario, no tendré más remedio que declarar una independencia por la vía de las armas. Y la corona sabe que no podrá sostener dos guerras dentro del país. Sería insostenible.
—Mi señor. No puedo daros lo que pedís. Debéis ser más transigente y comprensivo con el momento que estamos viviendo.
—No seré comprensivo. Es un buen momento para mí. Yo tampoco deseo llegar a las armas, es lo último que quiero, pero si no tengo más remedio… se lo debo a mi pueblo, y me lo debo a mi mismo y a este país. Librar al país de la escoria que lo gobierna, sería un bálsamo para su pueblo.
—Duque, voy a daros una última oportunidad. —Declaré dejando la copa de vino sobre la mesa—. Volved con vuestro séquito al sur. Ayudadnos a derrotar al conde de Armagnac y a los ingleses y prometo que se os recompensará con lo que le saquemos al conde de sus bolsillos.
—Me temo que mis aspiraciones y vuestra situación son idóneas para que continúe con el camino que he tomado.
—Veo que me habéis mentido. —Dije con una sonrisa—. No venís a negociar, sino a proclamar por la fuerza vuestro poder, y supremacía.
—Veo que entendéis bien mis intenciones. Tenía la esperanza de que se me propusiese algo más satisfactorio pero la corona está derrotada. Los ingleses os tienen ahogados y el conde de Armagnac engañados. No, me temo que mi decisión está tomada.
—Si como afirmáis vuestras peticiones son inflexibles y vuestra voluntad inquebrantable, solo os queda hablar con el rey y declararle vuestras intenciones.
—¿Y done está el rey? —Preguntó, divertido.
—Siempre viene a la hora de la cena. Entonces podéis reuniros con él.
Quise sonreír, pero me contuve.
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*Condotiero: Comandante o jefe de soldados mercenarios italianos y, por extensión, de otros países.
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Personajes nuevos:
JACOBO: Rey de Inglaterra. [No está inspirado en ningún personaje real]
GRANOULILLE: Marqués que apoya al duque de Gasconia en su golpe independentista.
RICHARD CECIL, DUQUE DE BUCKING: Lord inglés, consejero del rey de Inglaterra, Jacobo.
TOURSON: Conde que apoya al duque de Gasconia en su golpe independentista.
[Para saber más: Anexo: Personajes]
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