UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 26
CAPÍTULO 26 – EN LA BIBLIOTECA
Fue a principios de verano cuando el duque de Gasconia mandó un mensaje, avisando de que estaba a dos días de la capital. No era necesario que nos hiciese llegar aquella misiva con aquel joven mensajero. Desde hacía días veníamos siguiendo su recorrido desde que había partido del último de sus escondrijos. La capital entera estaba atemorizada ante la amenaza de aquel hombre, pues se había reunido con su ejército de mercenarios a unas cincuenta 6 leguas de la ciudad. Ya que aunque las intenciones del duque eran en un principio pacíficas y pretendía sentarse a negociar, si no era por la independencia de su región, por un conjunto de beneficios para sus tierras, su ejército de mercenarios era devastador allá donde fuesen. No era soldados leales y honrados, y aunque acompañaban al duque hasta la capital y cobraban por permanecer a su lado, el pillaje y el saqueo eran costumbres que habían adquirido por pura supervivencia. Si de un día a otro su duque fallecía, más les valía haberse llenado los bolsillos para entonces, o no verían un solo real.
El pueblo de París temía que si aquel ejercito cruzaba las murallas se desatase el caos, o tal vez eso era exactamente lo que el duque se proponía, crear una presión que en verdad aún no existía, para que el pueblo, atemorizado, nos instase a largar cuanto antes a aquel hombre, fueran las condiciones que fueran. Ya me había hecho a la idea de que el duque vendría a presionar con fuerza y esperaba marchar en poco tiempo. El desastre no sería una buena estrategia, el pueblo o parte de él, estaba de nuestra parte, pero si deseaba crear impacto y temor, estaban haciendo lo correcto. Pero su apoyo era débil, porque si había tenido que recurrir a un ejército de mercenarios, es porque muchos de los nobles a los que se había intentado meter en el bolsillo, no lo habían apoyado.
Aquello sin embargo no era el mayor de nuestros problemas, pues los ingleses eran verdaderamente los problemas más acuciantes. Estaba deseando que el duque se presentase para despacharlo con presteza.
La noche previa a su visita el rey no había pasado la noche conmigo y me sentí algo más liberada para leer y pasearme por la alcoba hasta entrada la noche. Después salí al vestuario y descubrí a Manuela acostada en la cama pero con los ojos abiertos. Me miró desde su escondite bajo las mantas y me sonrió.
—¿Vais al gabinete, mi señora?
—No, iré a la biblioteca. Descansad.
Mi dama Joseline no estaba, como era de esperar, así que encendí una vela y me conduje por los pasadizos del palacio hasta dar con la biblioteca. O mejor dicho, con la sala contigua, la pequeña estancia privada donde la reina madre almacenaba sus libros más curiosos. La salida era parecida a la entrada, una estantería completa se desplazó hacia el interior y me permitió acceder. Después me colé en la biblioteca asegundándome de que el bibliotecario ya se hubiera ido a acostar y cerré desde el interior, para no recibir ningún tipo de visita sorpresa de madrugada.
Desde hacía varios días el conde de Armagnac se había empeñado en dirigir él toda la negociación pero, con gran consuelo para ambos, la reina madre se opuso a ello, optando por darnos a nosotros, al rey y a mí, la oportunidad de adquirir la experiencia necesaria para el lugar regio en que nos encontrábamos. Aceptó a regañadientes, solo con la condición de estar al menos presente. Pero yo no deseaba en absoluto que aquel hombre se quedase allí, y mucho menos hacerle partícipe de nuestra negociación.
Como ha pasado toda la semana en la casa de campo con unos amigos y familiares, disfrutando de unos días de ocio poco merecidos, es esta noche cuando emprenderá el camino de regreso a la capital, pero sufrirá un muy conveniente asalto a mitad de camino. Inocuo e inocente, donde solo se llevarán unas joyas, un buen susto, y con suerte los caballos. Su hijo, que está en el norte del continente, no tiene por qué enterarse de nada de ello, y su hija lo más probable es que se lo tome como un mal hado del destino, jugándole una mala pasada. Quien seguramente descifre el encuentro sea el propio conde, pero para cuando regrese a palacio ya debe haber quedado todo zanjado.
Al llegar al centro de la biblioteca me hago con un mapa del país y de sus países vecinos, bien amplio, y al que suelo recurrir a menudo en mis noches de estudio. Lo extiendo en la mesa, pero por el vicio que ha cogido al estar encerrado en un tubo de cuero, me veo en la obligación de poner diferentes libros en los extremos del mapa. Anteriormente lo han debido de conservar plegado porque aún tiene las marcas del desgaste en el dibujo. La vela no alumbra lo suficiente pero solo dispongo de otras dos. Una a medio consumir y la otra sin empezar. No puedo encender ninguna de ellas porque aunque el bibliotecario sabe que me cuelo aquí con asiduidad, otros también acuden a la biblioteca a menudo y no es de recibo. Poso el portavelas cerca del mapa y me quedo mirándolo.
De mi propio gabinete me he traído un pequeño juego de ajedrez y saco las piezas. Voy distribuyendo las piezas por encima del mapa, varios caballos al norte, una torre en España y otra en París. El rey y la reina de colores oscuros en el centro del país y una fila de peones en el mar que separa Inglaterra de Francia. Hoy deberán hacerse pasar por barcos, los pobres. Espero que sepan nadar. Alcanzo el alfil de color negro y lo sitúo al norte, dirigiendo la horda de caballos. Y un rey blanco en Inglaterra.
El mapa se me queda corto, el mundo es inmensamente más grande que aquel pedazo de papel, y las piezas de ajedrez son insuficientes. Rebusco por los estantes un mapa del mundo, que incluya colonias españolas e inglesas del nuevo mundo. Estoy al menos una hora hasta dar con un plano adecuado y lo sitúo superpuesto al otro. Ahora la vela es la que no alcanza a iluminar toda la extensión que se ha explayado sobre la mesa.
Como he hecho otras noches, me hago con los últimos informes y acuerdos enviados por Inglaterra, tratados con los que exigen la paz. Sus condiciones y requisitos. Los estudio, con detenimiento. La mayoría son cláusulas abusivas, papeles que no desean realmente una tregua, ni una paz, solo prolongar una guerra que sale en beneficio de quienes la promueven.
—¿Así que aquí pasáis las noches…? —Pregunta alguien a mi espalda. Me incorporo lo más rápido que puedo y alzo la vela en esa dirección. Estaba tan sumida en mis pensamientos que no he oído a nadie acercase, pero tampoco lo esperaba, por eso mismo había cerrado por dentro. Pero una persona había conseguido acceder, y su sola presencia me descompuso, pero al iluminar el rostro del rey, medio somnoliento, medio inquieto, no pude por menos que mostrar media sonrisa.
—Ya veo que este es un sitio muy concurrido…
—Es hora punta, me temo. —Dijo con aire divertido y ambos nos sonreímos, aunque a él ya le había divertido haberme sobresaltado. También traía una vela de la mano y se había conducido con ella por los mismos pasadizos por los que yo había llegado hasta allí. Miró por encima de mi hombro el mapa y los documentos extendidos sobre la mesa y se acercó, más cauteloso que curioso. Yo volví a sentarme donde estaba y dejé la vela sobre el mapa—. Veo que lo de mañana os tiene inquieta.
—No, mi señor. Solo deseo que lo de mañana pase cuanto antes, tenemos otros problemas de los que ocuparnos cuando el duque halla desparecido.
—¿Ya estáis dando por hecho que lo de mañana saldrá bien? ¿Estáis enfocándoos en algo aún más alejado?
—Me temo que el duque es solo un problema menor. Cuando el duque se haya vuelto a sus tierras, la guerra aún continuará, y el nefasto bloque nos seguirá costando la deslealtad de vuestro consejero. Tenemos que hacer algo con ello.
—No es tan sencillo deshacerse del conde de Armagnac. Es un hombre cercano a la familia, es una persona adinerada e influyente. Ni si quiera mi madre ha conseguido que su influencia sobre la corona disminuya…
—Vos sois la corona. —Le dije, a lo que él pareció reaccionar. Abrió los ojos como quien acaba de descubrir una verdad, pero al instante los cerró con aire derrotado.
—No es tan sencillo.
—No, desde luego que no lo es. Sobre todo porque es cierto, os tiene sujeto, sobornado. Y amedrentado. No sois capaz de enfrentaros a él, de exigirle las cuentas. Y mientras tenga vuestra complicidad, nadie más puede hacer nada. Se escudará en ella, se justificará con ella. Y lo peor es que verdaderamente sois cómplice de lo que hace, sois consciente de sus chanchullos y de sus triquiñuelas.
—No de todas, te lo aseguro. De un tiempo para acá se guarda demasiados secretos. Es un hombre que mantiene sus cuentas en secreto.
—Espero que mañana le den un buen susto. —Murmuré, a lo que él soltó media risa.
—No creo que le haga mucha gracia, llegará a palacio iracundo, y lo más probable es que sepa perfectamente que hemos sido nosotros.
—Para entonces ya habrá pasado todo. Nos enfrentaremos a él con ojos de corderos degollados.
El rey rió por lo bajo y su rosa me hizo sonreír. Se acercó aún más al mapa y se puso a mi lado, sujetándose con una de sus manos sobre el respaldo de la silla.
—¿Qué tenéis en mente, mi reina? ¿Qué guerra estáis planeando ahora?
—Cuando obtengamos el favor de Andrónico y de Giovanni Fontana, los enviaré al norte, pero no a todos. Puede que deba desviar parte de sus efectivos a España.
—¿España? ¿Pagareis con oro francés las guerras de España?
—No mi señor. Y espero no tener que hacerlo, pero en caso de que la horda de mercenarios no disuada a los ingleses, debemos apretar por otro lado. —Señalé el mar que nos separaba de los ingleses—. Aquí están todos sus barcos, todos los que abastecen a los soldados en tierras continentales.
—También los que abastecen a mi consejero. ¿Os desharéis de ambos?
—Esa es mi intención. Me temo que no será sencillo, pero en caso de ser necesario, pediré ayuda a mi padre para que lance un señuelo. Algo que tengo en mente, y que aún debo consultarle, pero puede resultar efectivo. Hará que los barcos ingleses desaparezcan del canal, o por lo menos la mayoría. El conde deberá abandonar su afán egoísta y devolver los barcos al continente, o bien acabar con los pocos que queden de los ingleses. Lo que buenamente quiera obrar.
—¿Qué es esta isla? —Pregunta, señalando un pequeño islote en otro continente, en otro mapa, donde he colocado un alfil blanco.
—Es la isla Santa Clotilde. Una pequeña isla clave en el mar del oeste. Era española hace al menos veinte años, pero unos tratados desafortunados nos obligaron a malvenderla a los ingleses. Una gran pérdida, porque aunque la isla en sí no es gran cosa, ni tiene grandes materias primas, está estratégicamente posicionada. Ese será el señuelo, Enrique. Si los barcos no se van por las buenas, habrá que echarlos por las malas.
—¿Eso no causará demasiados problemas a vuestro padre? Saltarse un acuerdo como el que mencionáis…
—Las banderas españolas no ondearán en los barcos de mi padre. Serán barcos piratas, incautados por mi padre durante estos últimos años, los que abordarán en las costas de aquella colonia.
—¿Piratas de verdad? ¿O españoles disfrazados?
—Aun me lo estoy pensando. Igual que se puede pagar a mercenarios de tierra, también los hay de mar.
—¿Y luego? Los barcos desaparecen y los ingleses se quedan en tierra. Aún siguen abasteciéndolos desde vuestras colonias españolas. Los rebeldes que mataron a vuestro prometido aún se revuelven en esas tierras norteñas. Les están abasteciendo, les pasan víveres y les socorren con esperanzas banas.
—Los ingleses les han prometido la libertad, una vez se hagan con el control de la zona invadida. Esas son también promesas banas. Se alimentan del aire, de casillos en el aire. Y ambos lo saben. Ninguno de los dos gobiernos es idiota. El estado provisional de los rebeldes norteños no alberga realmente ninguna duda de que los franceses acabarán por ganar la guerra, pero mientras los ingleses resistan, tienen un buen modelo a seguir, un aliento para esos ciudadanos que se revuelven dentro de sus pueblos y ciudades. Es primordial que esas ascuas se sofoquen de una vez por todas.
—¿Qué tenéis pensado, mi señora?
—Lo cierto… es que mi mente no alcanza a más. Creo que ya me he extendido en el tiempo lo suficiente por esta noche.
Murmuré y dejé caer la reina de color negro que se situaba junto a su rey, en la capital de Francia. El rey mostró una sonrisa complacida y alargó el brazo para rescatar a la reina caída, volviendo a erguirla al lado de su compañero.
—Es como un puzle. Una paradoja. Si derrotamos a los ingleses, se sofocarán las revueltas de los norteños, y a su vez, si se detienen los movimientos de independencia en vuestra colonia, nuestros ingleses se acabarán consumiendo y perdiendo. ¿Pero cómo alcanzamos alguno de esos dos escenarios? ¿Hay alguna manera de derrotar a nuestros enemigos sin depender de la derrota del otro?
—No estoy segura, lo confieso. Albergo la esperanza de que los ingleses, al ver desparecer sus barcos y atisbar la horda de mercenarios que se ciernen sobre ellos, sean inteligentes y se marchen por donde han vuelto. O como mínimo, que accedan a un mejor acuerdo que los últimos que nos han propuesto.
El rey alzó la mirada hacia los documentos que señalé. Los alcanzó y los leyó por encima, frunciendo el ceño por el esfuerzo de leer en medio de la oscuridad.
—Solo espero que la guerra no se prolongue por más tiempo. No sé cuanto aguantará el pueblo de París si continuamos durante más tiempo con esta situación. —El rey me miró con una interrogación en su mirada—. Una mujer pude aguantar que su marido se vaya a la guerra y no regrese, pero que manden a su hijo al mismo destino que al padre, eso es algo que puede hacerla enloquecer.
—¿Tenéis miedo de unas madres enfadadas?
—¿Vos no teméis el enfado de vuestra madre? Imaginaos toda una ciudad inundada de madres enfadadas. No hay cosa que más tema. Cuando una guerra asola una población, las que sobreviven en su gran mayoría suelen ser las mujeres, estas rigen sus hogares, trabajan el campo y crían a los hijos que les han quedado. Se hacen con las ciudades y los pueblos. Son dueñas de sus casas y de sus vidas. Y una mujer a la que le han arrebatado al marido y a los hijos no tiene nada que perder. Solo se necesita una persona desquiciada, en un momento oportuno, y una pequeña daga, para llevarse la vida de un rey.
—¿Teméis por mi vida?
—Temo por la vida de mi esposo, sí. También por la mía.
—Estamos bien protegidos, mi reina. Tenemos guardias en el castillo, y buenos hombres a nuestro lado.
—Mi señor, estamos rodeados de pasadizos ocultos, de personajes codiciosos y orgullosos.
—Me preocupáis mucho más vos. —Sonrió—. Que os rodeáis de traidores y creadores de intrigas.
—Tampoco yo estoy a salvo, lo confieso. Pero me mantengo alerta.
—No lo dudo. Desde que os conozco he pensado a menudo que sois de esas mujeres que se guardan una daga en los bolsillos del vestido.
—¿Eso pensáis? —Le pregunté, volviéndome en la silla.
—Solo os falta estar desquiciada, y seréis mi mayor peligro.
—No lo olvidéis. —Le dije, con una sonrisa, pero a pesar de que él también sonrió, lo hizo con una inseguridad palpable. Como quien no hubiera esperado tal respuesta, pero debe afrontarla con orgullo.
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Pasado un tiempo de charla me ayudó a recoger todos los mapas y las fichas de ajedrez. Me sentí como una niña pequeña de nuevo, recogiendo el desastre que mi hermana y yo habríamos creado para que nuestros padres no lo descubrieran. Después abrimos la puerta de la biblioteca para que al día siguiente el bibliotecario no se viese impedido al intentar entrar y nos introdujimos por los pasadizos hasta el pasillo que separaba nuestras estancias.
Allí me sostuvo de la mano y me pidió que le acompañase a su alcoba.
—¿A dónde? —Pregunté más confusa que sorda.
—Venid a mi alcoba. A mi dormitorio. Pasad la noche conmigo. –Me lo pidió como un niño travieso. Yo no debía entrar en sus habitaciones, pues nuestra cama marital era la mía. Era él quien debía pasar por la mirada de mis damas al entrar y al salir del dormitorio. No era algo solo protocolario, era por mi seguridad y mi honor. Lo que me proponía me rebajó hasta el lugar de su favorita, Joseline.
—¿No está vuestra favorita en vuestra cama esta noche?
—La mandé de vuelta a vuestras habitaciones en cuanto terminemos.
—¿Y pretendéis que yo me acueste en las mismas sabanas en que os habéis revolcado? –Aquello le hizo reflexionar y me soltó como si le hubiese dado un calambre. Sintió le verdadero peso de nuestras personas en aquella pregunta. Asintió, y bajó la mirada queriendo disculparse.
—No, mi señora. Tenéis razón.
Yo solté un suspiro de alivio y al mismo tiempo fui consciente de que si él lo deseaba, siendo un hombre y más fuerte que yo, podría haberme forzado o tomado allí mismo. Yo podría gritar y nadie se enteraría, nadie sabría de donde venían esos ruidos. Yo habría desaparecido, sin más, y nadie tendría que saber qué fue de mí. Pero aquellos no eran unos pensamientos sensatos, no lo haría. La oscuridad y el frío me habían tomado por un momento mi mente.
Alargó su mano de nuevo para estrechar la mía y besó el dorso de ella. Después se acercó a mí y me besó en los labios.
—Buenas noches mi reina. Mañana saldrá todo bien. Dormid y descansad.
—Descansad vos también. Os echaré en falta.
—Estaré a vuestro lado, no olvidéis poneros el camafeo y no os faltará mi aliento.
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