UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 28
CAPÍTULO 28 – UNA RÁPIDA DESPEDIDA
—Ha venido a declararos la guerra, alteza. –Le dije al rey, apoyándome en la celosía de madera que nos separaba. Él estaba en el interior de la sala del consejo, mientras que yo me mantenía al otro lado, dentro del pasadizo. Nos habíamos arrodillado el uno frente al otro mientras aguardábamos a que el duque de Gasconia terminase su cena y se presentase frente al rey.
—¿Os lo ha dicho así, tal cual?
—Más o menos. No ha querido atender a razones y sus exigencia son infranqueables. –Miré por encima de su hombro. Mi consejero, el conde de Villahermosa, y el general François estaban a cada lado de su espalda. Mirando en la misma dirección en que hablaba el rey pero sin verme. Solo podrían oír mi voz. Era el rey quien a duras penas podía distinguir mi rostro entre las sombras que propiciaba la celosía. Manuela por el contrario estaba a mi vera, arrodillada a mi lado. Y podíamos ver el interior de aquella estancia, algo borrosa y distorsionad, pero sin ningún tipo de impedimento. Habíamos desplazado el biombo que se extendía y cubría nuestra visión, como en otras ocasiones.
—¿Cuáles han sido sus exigencias?
—Desea que paguemos el dinero que se le debe a su condado, desde la guerra o puede que incluso antes, se le debe al ducado de Gasconia una cantidad superior a 600.000 reales. Además, quiere retirar a todos sus hombres del campo de batalla, incluso a expensas de vendernos a los ingleses. También desea llevar al conde de Armagnac ante la justicia por alta traición, y como no, la independencia de su condado.
—Me parece completamente justo. —Dijo Juan a la espalda del rey, lo que le hizo a este volverse con el ceño fruncido—. A excepción de la independencia, me paren razonables sus peticiones. Yo en su lugar también montaría revuelo con tal de que se me diese lo que se me ha prometido. Es solo un pulso, mi señor. Solo desea poneros al límite para que accedáis por lo menos a una de sus peticiones. Creo que con el dinero, se daría por satisfecho.
—Ya he intentado atajarlo por esa vía, conde. —Murmuré—. Pero no atiende a razones. Puede que hace unos meses, cuando se veía sin ejecito y sin apoyo, darle parte de mi dote habría resuelto el problema, pero ahora que ha llegado a la capital y ve la situación en la que nos encontramos, se cree con el caballo ganador.
—El hombre ya no atiende a razones. —Murmuró Manuela. François frunció el ceño.
—No puedo devolver a los gascones a su casa. Son el grueso de mis tropas.
—El duque lo sabe. —Dijo el rey—. Es una buena amenaza, no me cabe duda.
—¿Tiene potestad para hacerlos regresar? —Le preguntó el conde a François.
—Si os soy sincero, no estoy seguro. Puede llamar a sus hombres de vuelta al condado, y con más motivo si da un golpe de estado y proclama la independencia. Yo no podría hacer nada si los gascones desertasen. ¿Qué hago? ¿Monto un pelotón de fusilamiento y me llevo por delante a 1000 o 1500 hombres?
—No llegaremos a eso. —Aseguró el rey y se inclinó sobre la celosía, colando sus dedos a través del enrejado hasta que se sujetaron a los barrotes—. ¿Me declarará la guerra?
—Eso creo.
—Bien, si es así, ya no valdrán de nada sus peticiones. No pienso concederle misericordia a alguien que se planta en mi palacio y me declara la guerra. Después de esto, no habrá piedad.
—Alteza. —Murmuré, posando mis dedos sobre los suyos—. Aunque nos deshagamos del duque, y su furor independentista se sofoque, su pueblo seguirá pasando penurias y no tardarán en convertirlo en un mártir. Una hoguera no se sofoca solo soplando con fuerza. Las ascuas quedan calientes durante mucho tiempo después de que las llamas se hayan extinguido.
—Sabias palabras, mi señora. —Murmuró el conde con media sonrisa galante.
—Intenté hacerle entrar en razón, prometiéndole lo que estaba de mi mano, pero no quiere esperar a que tengamos las herramientas que solucionen sus problemas. Me temo que su ambición es mayor que su paciencia.
—Lo comprendo, mi señora. —Suspiró el rey. Yo separé mis manos de las suyas y él se apartó de la celosía—. Actuemos con cautela. Volveré a intentar…
En ese momento entró un paje anunciando la llegada del duque a la sala. Manuela y yo contuvimos el aliento y nos alejamos de la celosía, lo suficiente como para pasar desapercibidas. El rey se sentó en el sillón principal y el general François se quedó de pie a un lado de él. El conde por el contrario se sentó en una de las sillas que quedaban de cara a mí. Podía verme desde donde estaba sentado, o al menos, yo podía mirarle de frente. El general, para guardar las apariencias, se había desarmado. Había dejado su espada en alguna parte para no dárselas de paladín. Sin embargo tanto el conde como el rey portaban puñales escondidos en sus jubones.
El duque accedió a la sala con los mismos aires con los que se había presentado ante mí. Galante y seductor pero en esta ocasión no tenía un público al que encandilar. Así que rápido su aspecto se tornó arrogante e impaciente. Llegó acompañado de Andrónico y del condotiero italiano. También del marqués y el conde que le habían socorrido en su campaña política. Otros cuatro hombres entraron detrás, soldados o pajes. O puede que mercenarios. No tenían pinta de consejeros.
—Alteza. —Se presentó el duque—. Cuanto tiempo, sobrino.
—Albert. —Murmuró el rey. No eran exactamente tío y sobrino pero la cercanía de sangre les hacia dirigirse de aquella manera. También el tiempo que habían pasado juntos antes de que Enrique accediera al trono.
—General. —Llamó el duque—. Al fin nos encontramos en la misma habitación. He oído hablar mucho de vos estos últimos tiempos.
—Espero que bien, duque.
—No precisamente. —Dijo Albert con una sonrisa divertida. Pude sentir como la expresión de François se arrugaba debajo de su máscara. Pero la atención del duque se centró poco tiempo en él. Desvió la mirada hasta dar con el hombre de negro que se había reclinado en una de las sillas del consejo con aire de chulería—. ¿Y usted es…?
—El conde de Villahermosa, consejero de la reina.
—¿Tiene aquí a su perro guardián? Pensé que aprovecharía la ausencia del rey para divertirse con usted a su costa.
Aquellas palabras provocaron un silencio inusitado en la estancia. Todo el mundo pareció enmudecer, tal vez esperando la risa del duque dando por finalizada la broma, o una respuesta iracunda del rey a modo de revancha. Pero nada sucedió. El silencio se estancó como el humo del incienso en una habitación cerrada.
—Bien, ya veo que no estamos con ánimo de bromas. —El duque se acercó a la mesa y se sentó en una de las sillas frente al rey. O más bien se dejó caer, con un suspiro, como quien ha terminado su labor y se sienta a descansar.
—Mi señor… —Murmuró el conde de Tourson que había acudido allí en compañía del duque—. Es un placer verle, de nuevo, después de tanto tiempo, desde vuestra coronación no habíamos…
—Cállate, André. —Soltó el rey, en tono seco y frío. Miró directamente a los dos hombres que serían juzgados por alta traición antes de que acabase el día—. Ya me encargaré de vosotros dos más adelante.
—¿Encargarse de ellos, majestad? ¿Yo soy el plato principal entonces?
—Deseabais reuniros conmigo para explicarme vuestras condiciones. ¿Mi esposa la reina no las ha sabido satisfacer o es que no habéis querido dar vuestro brazo a torcer? Es de necios venir con exigencias para luego no querer atender a razones.
—La reina os habrá puesto sobre aviso de cuáles son mis intenciones ahora que he tomado la decisión.
—Una decisión desafortunada. —Murmuró Juan, mirando al duque con aire de solemnidad—. Vuestro pueblo os ha elegido como representante de sus penurias para que las aplaquéis, no para que os alleguéis a la capital con ambiciones personales que satisfacer. ¿Cómo se tomará vuestro pueblo que lo saquéis de una guerra en el norte para llevarlo a otra diferente al sur?
—Mi pueblo luchará por su independencia, no por llenar los bolsillos del consejero del rey. —Soltó el duque, a lo que volvió a producirse un tenso silencio. Pero aquello ya no era un secreto para nadie—. Hablando del rey de Roma. ¿Dónde está vuestro padre, François?
—Mi padre tiene asuntos que atender. —Mintió.
—Ya, todos sabemos qué asuntos son esos.
—La reina os lo ha propuesto antes que yo, pero seré beligerante y os volveré a sugerir nuestra propuesta. Volved a casa, dadnos un plazo de dos meses apoyándonos en la guerra contra los ingleses y os prometo que cuando hayamos terminado con la guerra, tendréis el dinero que la corona os debe, y la justicia que vuestra persona reclama.
Aquello dejó al duque algo desconcertado. Miró a François como si aquella conversación no debiera ir con él, pero al ver al joven plantado como una estatua a la vera del rey, soltó una risa estridente, llena de confianza.
—¿Y la independencia de mi región?
—Lo siento, pero soy el rey de Francia, e incluso mi voluntad tiene sus limitaciones. No me podréis pedir que os deje marchar, es como si me pedís que me corte una falange. Es algo que no podría hacer, mi moral y mi posición no me permiten alentar y facilitar el desmembramiento de mi reino. Mucho menos cuando mis antepasados lucharon con fuego y sangre para unificarlo. Sería traicionarlos a ellos, a mi pueblo y a mi posición.
—Entonces no hago nada aquí. —Soltó, inquieto, mientras se revolvía en el asiento.
—Habéis venido a negociar, y yo os propongo una buena oferta. Si no deseáis aceptarla me dais a entender que vuestras ambiciones os han consumido la razón.
—Tal vez. –Dijo con aire de superioridad. Y con un gesto imperceptible miró por encima de su hombro para asegurarse de que sus mercenarios continuaban a su lado.
—¿Entonces esto es todo? ¿Me declararéis la guerra?
—¿Creéis que perderé la guerra, estando como estáis ahora mismo?
—No sé que ocurriría, os lo confieso. Pero no tengo pensado llegar tan lejos.
—¿No? Me temo que ya hemos llegado a ese punto, mi señor. —Suspiró—. Es inevitable. No acepto vuestras condiciones, porque me parecen un pagaré. Una mentira. No puedo saciar el hambre de mi pueblo con promesas que no tienen fin.
—¿La guerra los saciará mejor?
—No lo sé. —Reconoció el duque—. Tal vez la esperanza.
—De eso os habéis alimentado vos, tío. De esperanza vana. Os lo advierto, si se llega a dar una guerra, prometo que no tendré piedad con aquellos que se alcen en mi contra. Tanto si son nobles como si es el mismo pueblo. Si os interponéis en mi camino y osáis enfrentaros a mí, no solo anularé todas nuestras deudas, condonándolas por vuestra afrenta, sino que prometo que vuestro pueblo será masacrado, como los españoles masacran a los norteños rebeldes. Y vuestra familia desheredada de todo titulo y tierras. No permitiré que vuestro apellido os preceda, y vuestros hermanos, vuestras amantes y vuestros hijos naturales serán encerrados de por vida.
Aquellas palabras erizaron el vello de todos en aquella sala. El duque se irguió en su asiento, como si le hubieran pellizcado, y los dos hombres ancianos que le acompañaban titubearon, a punto de mearse en los pantalones. Incluso yo me sentí inquieta en mi escondrijo. Pero sentí una pinzada de placer al ver como Juan volvía el rostro en dirección al rey y sus ojos se abrían con admiración febril. Estoy segura de que se le puso el miembro erecto.
—Tenéis razón. —Musitó el duque, intentando dominarse—. Una guerra sería devastadora. Y un enfrentamiento entre nosotros no traería nada bueno para nadie.
—¿Os retractáis, pues?
—No. –Negó con rotundidad meridiana. Su mirada se fijó en mi esposo con dureza y decisión. Esa sonrisa galante y engreída se había borrado. En su cara apareció la expresión de un hombre que está mirando fijamente a su presa, y esta no se espera el disparo del arcabuz.
—¿Entonces?
—El enfrentamiento será mínimo. Y cuando todo haya terminado, me quedaré con vuestra reina. No creo que ponga ninguna objeción, está más necesitada que una potra. Le ha faltado suplicarme que se lo hiciese mientras nos servían las viandas.
El duque no dijo nada más, se reclinó en su asiento y miró por encima de su hombro en dirección al condotiero. Este le devolvió una mirada de aprobación y entonces con un gesto de su mano, mandó al mercenario Andrónico al ataque, como un perro de presa. Un perro le habría obedecido mejor porque a pesar de la tranquilidad y la contundencia del gesto, nadie se movió en aquella sala.
Sentí como se me encogía la garganta y el estomago me daba la vuelta. El rey se irguió con pasmo en el asiento y François fue a echar mano de su espada en el cinturón pero no encontró nada allí. El duque se había sentido tan tranquilo y confiado que aquellos segundos de silencio y tranquilidad le parecieron parte de su propia actuación. Parecía que el mercenario español solo estaba aumentando la tensión del momento. Matar a un rey nunca es una cosa fácil, y no todo el mundo tiene la oportunidad de hacerlo en su vida. Así que se estaba tomando las cosas con calma. Con demasiada calma.
Cuando el duque se volvió en su dirección y miró a los ojos a aquel hombre, se encontró con un muro de hielo. Aquella mirada dura y oscura, y aquella mueca de enfado perpetuo se concentraron el duque de Gasconia, y él mismo se sintió presa de su propia emboscada.
—¿A qué esperas, maldito? ¿Acaso no entiendes a qué hemos venido aquí? –Le preguntó en un español que dejaba mucho que desear. Yo tragué saliva porque no estaba aún segura de que los mercenarios estuvieran de nuestra parte. Juan me había prometido que habían llegado a un acuerdo, pero aquel comenzaba cuando el duque desease partir de París, para que no le acompañasen de vuelta a Gasconia.
El condotiero italiano miró a ambos alternativamente como quien presencia una pelea ajena. Pero cuando el duque se volvió a él para que interviniese, la mirada del italiano se desvió hacia el frente como el soldado que evita la mirada de su general. Ambos guerreros se convirtieron en estatuas de mármol, frías e inertes. Insensibles al nerviosismo que comenzaba a desdibujarse en los gestos y los balbuceos del duque.
—¿No me oís? ¿No estáis a mi servicio? ¿Estáis traicionándome?
—Nos habéis pagado para que os acompañásemos a París. —Murmuró el español con una mirada cargada de resentimiento—. Pero en verdad nos debéis el pago de dos semanas.
El duque miró a sus dos acompañantes ancianos, decrépitos, que temblaban de pies a cabeza. Ellos habían sido los responsables de darles el dinero a esos mercenarios, y al parecer, sus bolsillos se habían vaciado.
—¡Inútiles! ¿No les habéis pagado?
—Mi señor, le hemos advertido, nuestras faltriqueras se han vaciado. Nos habéis prometido que cuando tomaseis la corona, nos reintegraríais lo…
—Os pagaré cuando todo esto termine. —Sentenció el duque, cortando al marqués que se trababa con su propia lengua—. Vamos, terminar el trabajo y os daré su corona fundida en lingotes, toda para vosotros.
—Ya nos han pagado las dos semanas. —Apuntó el italiano, con el mentón en alto y el pecho henchido.
—¿Eh?
—Ya nos han pagado las dos semanas. Y un mes de trabajo por adelantado. Para todos nuestros soldados.
El duque por un momento miró a sus dos ancianos acompañantes pero después, volvió la mirada por encima del hombro hacia los tres hombres que le observaban con miradas atentas desde el otro extremo de la mesa.
—¿Quién os ha pagado, malditos?
—La reina, mi señor. —Dijo el español casi con orgullo patrio.
—Pero... ¿Qué?
—Albert… permitidme que os llame Albert. —Chinchó Juan—. Algo que se debe saber cuando uno trabaja con mercenarios es que solo reconocen a un único señor. Es dorado y redondo como el sol, y sirve para muchas cosas. –El conde se introdujo la mano en el interior del jubón y eso hizo que el duque saltase de su asiento como si le hubiesen puesto un clavo en el trasero.
Sobre la mesa tiró un pequeño saquito de cuero, repleto de monedas.
—¿Y eso qué es? —Preguntó el duque, espantado.
—El precio por vuestra cabeza. —Sonrió el conde, y estiró las piernas debajo de la mesa, reclinándose en el asiento con sobrada confianza—. O lo suficiente como para alquilar una calesa y regresar de vuelta a vuestra asquerosa Gasconia sano y salvo en unas cuantas jornadas.
El duque se quedó atónito ante aquella propuesta. El rey le miró con determinación.
—Coged el dinero y marchaos de aquí. Nosotros daremos buena cuenta de vuestros condotieros y a vuestros colaboradores les daremos su justo merecido.
—Pero…
—Recordad que vuestro rey ha tenido misericordia de vos. —Apuntó Enrique y se puso de pie, dando por finalizada aquella entrevista—. Acordaos de que vuestro rey os ha perdonado la vida y que podéis partir, con las manos vacías, pero aún pegadas al cuerpo.
Aquel hombre, acobardado, no tenía escapatoria. Lo que había ocurrido era demasiado como para que pudiera comprenderlo de inmediato. La alta traición estaba castigada con la peor de las torturas, desmembramiento, destripamiento y todo lo que el reo pudiera aguantar hasta el límite de una muerte agónica. Incluso si era un duque. Aquel podría haber sido un espectáculo memorable. Pero Luis fue inteligente y se lanzó sobre aquella bolsita de oro y salió corriendo de la habitación seguramente atemorizado por la idea de que alguno de aquellos hombres le sujetase antes de que pudiera escabullirse.
Cuando hubo desaparecido al fin pude respirar con tranquilidad pero aquello no había hecho sino empezar. El rey advirtió a los mercenarios que al día siguiente se reuniría con ellos para hablar sobre la estrategia a desplegar en el norte e hizo llamar a la guardia real para que se llevasen al conde de Tourson y al marqués de Granoulille fuera de palacio, a la fortaleza donde les aguardarían varias jornadas de reflexión.
En esto, Juan se había vuelto a sentar con normalidad en el asiento y se revolvió unos instantes allí. Se arañó las cutículas de sus uñas como solía hacer en sus momentos de profunda reflexión y se levantó de un salto, despidiéndose del rey y de François, alegando tener otras tareas de las que encargarse.
Me lanzó una última mirada desde la distancia y salió de la sala del consejo con paso ágil y decidido. Yo me volví hacia Manuela y le sonreí con alivio.
—Volvamos, aquí ya no hay nada que ver.
Comentarios
Publicar un comentario