UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 23
CAPÍTULO 23 – EL BRUJO
Los días transcurrieron con más normalidad de la que hubiera esperado. Casi una semana desde que había asistido a escondidas al consejo. Al parecer había levantado ampollas la idea de que apoyase a François en su propuesta pero que sin embargo diese largas al consejero y a la reina con sus propios proyectos. François había desaparecido, se había marchado al norte en cuanto había conseguido reunir parte del dinero y dirigió desde allí las labores de logística.
El duque de Gasconia se retrasaba en su llegada a palacio pues había sido retenido por otros grandes señores que deseaban adularle y hacerle la corte, con intenciones claramente políticas. Era la peor noticia que se nos podía presentar, que ganase adeptos a lo largo del país desataría una oleada de inconformismo que podría desembocar en una guerra civil, como mínimo. Aquello no nos dejaba dormir a ninguno.
Tal vez por ello, y gracias a la ausencia de François, se me permitió ocupar su sitio en el consejo, por lo menos de forma provisional y solo durante el tiempo que fuese necesaria mi presencia allí. Puede que el general hablase con el rey, o puede que él mismo expusiese su súplica hasta haber sido atendida.
Volviendo al tema del duque, hablé con el consejero del rey acerca de recibir al duque con una gran fiesta, con un torneo o algún tipo de festejo pero el conde de Armagnac no quiso ni oír hablar de ello. Nada más escuchar que deseaba invertir parte de mi dote en esos festejos me lanzó una mirada cargada de horror, como quien mira a un demente. Yo me resigné con él y lo expuse cuando el consejo volvió a reunirse.
—¿Por qué querríamos recibir como a un vencedor al enemigo de la corona? —Preguntó la reina, hastiada ante aquel disparate.
—No podemos permitir que tenga motivos para pensar que no gozamos del dinero necesario para mantenernos en el gobierno. Y tampoco es una cuestión de colocarle una corona de laureles en la frente. Simplemente convocar a los grandes señores, para que se sienta intimidado, prepararle un gran festín donde corra el vino, traerle mujeres si las desea y después, cuando haya llenado el estómago, convencerle de que sus aspiraciones políticas no pueden ser satisfechas.
—¿Y creéis que os complacerá, y se marchará por donde ha vuelto con el rabo entre las piernas? –Preguntó el inglés.
—Esta es una guerra que viene de lejos. —Suspiré—. No se solucionará en una noche pero debemos conocer cuáles son sus verdaderas intenciones. Tal vez haya algo que desee aún más que la independencia de su región. Tal vez se le pueda sobornar o…
—Conozco al duque. —Dijo el consejero—. Es un hombre idiota y arrogante. No desea nada más que aquello que no puede lograr.
—En ese caso tal vez no debamos escudarnos en nuestra cerrazón. Eso le alentará más. Agasajémosle y veamos de qué pie cojea. Viene hacia aquí de todos modos, es inevitable. Aprovechemos su visita para conocerle mejor.
Aquellas palabras parecieron despertar algo en mis interlocutores, es por ello que a media tarde aquel mismo día, Rodrigo, el secretario del conde de Villahermosa, llegó a mis aposentos y me avisó de que el consejo se había reunido de nuevo, pero no me habían llamado a él. Por lo que me adentré sola en los túneles que había en el palacio y escuché atentamente. La conversación ya se había calentado para cuando yo alcancé el salón. Se habían reunido para discutir mi propuesta sin estar yo delante. Aquello me pareció halagador, aunque algo feo.
—Tal vez Doña Isabel haya dado con la clave. —Dijo el consejero—. Tal vez un buen recibimiento pueda enmascarar un mejor plan.
—No se os ocurra volver a mencionarlo, conde. —Murmuró la reina—. No asesinaremos a nadie en este palacio. No podemos levantar tantas sospechas. El recibimiento no puede ser un pastel envenenado. Si le acogemos y muere bajo estas paredes, la guerra que podría desatarse destrozará el país en cuestión de un año. Mucho más ahora que parece que ha conseguido algunos amigos entre los grandes señores.
—Tal vez solo deberíamos esperar. —Murmuró la voz del rey. Me alegré de oírle al fin en aquellas sesiones, aunque me decepcionaba que no hubiera estado presente cuando a mí me invitaban—. Tal vez alguno de esos señores se nos adelante y lo traicione.
—Nadie es tan estúpido como para cargar con ese muerto.
—Subestimáis a los señores de este país. Son tanto o más inteligentes que nosotros, y si lo necesitan, hallarán la manera de deshacerse del duque de Gasconia, el muy cerdo. Puede que algún otro gran señor quiera hacernos a nosotros cómplices y se aproveche de la estancia del duque en palacio para asesinarlo, y que seamos nosotros los que carguemos con las culpas.
—No seáis tan retorcido. Este palacio está bien vigilado. Si a alguien se le ocurriese algo aparecido, ¿no creéis que encontraríamos a los culpables?
—Me alegra ver que por una vez, los intereses de todos nosotros coinciden. Tiene que venir un gascón para unir a este grupo tan dispar.
—¿Qué decís, hijo?
—No creo que se deba invertir el dinero de la dote de mi esposa en ningún tipo de recibimiento. Esperemos a ver como acontecen los días. Tal vez estemos formando una bola de nieve cuando aún no ha nevado.
—¿Se os está pegando la prudencia de vuestra reina? —Preguntó el inglés.
—Mi reina no es prudente, a pesar de las apariencias. Es más osada de lo que debería.
Al contrario de lo que pensé, cuando aquella noche el rey compartió la alcoba conmigo, me comentó aquella reunión clandestina. No lo hizo con intención de disculparse, pero sí para mantenerme informada. Tal vez fuera una venganza hacia su madre o el consejero, que le habían privado de una tarde libre a costa de presidir el consejo, o tal vez contra mí, para hacerme rabiar. Pero lo cierto es que me alegró que sacara aquello a colación. Yo me había incorporado en la cama y me cubría con las sábanas mientras él se sentaba delante de mí, también algo arremolinado entre las mantas, y con un plato de cerezas y fresas a su lado. Teníamos una jarra de vino en la mesilla y un par de copas en las manos. Jugueteaba con dos cerezas unidas por el rabillo mientras hablaba.
—No creo que sea lo más indicado que malgastéis el dinero en un gran recibimiento para ese hombre. Alagarle no conducirá a nada. Si lo tratáis con el pecho henchido, solo os despreciará.
—¿Lo conocéis personalmente?
—Sí. Desde que soy joven. A veces he pasado temporadas en su casa de campo, en el pirineo. Al fin y al cabo es un familiar no muy lejano. Si os soy sincero, creo que no está muy lejos de la sucesión al trono.
—Eso no me tranquiliza.
—No deberíais estar tranquila. Es un hombre astuto, pero orgulloso y pretencioso. Tenéis un buen punto al afirmar que conocerle, acercarnos a él y averiguar qué es lo que verdaderamente persigue es lo más acertado. Pero no creo que deba ser a través de un banquete y una justa. Además, a mi madre le horrorizan esos espectáculos desde que mi padre muriera en una*. No. Debemos hallar otra manera.
—¿Cómo es? Quiero hacerme a la idea. ¿Es mayor?
—No mayor que vuestro conde Juan. Es alto y rubio pero la última vez que le vi se le notaban algunos años de más, con las arrugas de la frente marcadas y también las manos más nervudas. Es un embustero, es ese tipo de hombre que gusta de aparentar ser refinado y con modales, lleno de falsa galantería, pero que resulta ser un ser básico y mediocre, lleno de ambiciones imposibles. Me atrevería decir que no siente el menor remordimiento por las personas a las que ha dejado atrás, a las que ha traicionado o…
—¿Asesinado?
—Sí. Algunas almas pesan sobre su conciencia. Lances nobles, con espada y dos testigos, pero que siempre esconden algo de perverso. Mató al esposo de una de sus amantes cuando ese se enteró de la afrenta. Con orgullo él puso las espadas para la reyerta, pero entregó a su rival una espada con el filo mellado para facilitar la pelea.
—¿No está casado?
—Lo está, pero le trae sin cuidado. Ese puede ser el mayor problema que enfrente en este camino hacia el trono. Aborreció a su esposa nada más que ella engendró un hijo y mientras que el niño se cría rodeado de maestros y ayas en un plació, su mujer está desterradas de las tierras de su esposo, y vive en un convento. Puede que no sea el ejemplo de esposo perfecto, pero asegurada su descendencia con un niño que cuenta ya los quince años…
—Lo comprendo.
Las velas titilaron unos instantes y una suave brisa llegó hasta nuestra piel. Yo me encogí un poco sobre los cojines y él me miró con dulzura. Se rió de mi gesto y me acercó una manta que se había caído a los pies de la cama y me cubrió los hombros con ella. Sonreía mientras masticaba una jugosa y rojiza cereza. Yo procuré no derramar el vino que había en mi copa mientras él me arropaba.
—¿Qué le gusta? ¿Qué faltas tiene? Contadme más.
—Le gustan las mujeres, como no. Odia la caza, sin embrago. No le gustan esa clase de artes grotescas como él las llama. Se siente más cómodo en una fiesta o en una gran cena que enfrentándose a la vida misma. Es un embaucador, me temo. Todo lo que sea un escenario propicio para una buena actuación, es donde él se sentirá más cómodo.
—¿Ha ido a la batalla?
—Nunca, que yo sepa. Pero su padre fue un gran soldado que sirvió a mi padre durante los últimos años de vida. También a mi abuelo.
—Tal vez si habéis pasado tanto tiempo con él, debáis ser vos quien intervengáis en nombre del país. Tal vez a vos os escuche, pues os puede considerar un igual. Mientras que sería lógico que a vuestro consejero y a vuestra madre los intente superar, con aún más orgullo y determinación.
—No es mal punto. Pero nunca he tenido realmente una relación estrecha con él. Es un hombre frío y apático con quienes no considera necesarios. Complacía mis caprichos, pues siendo príncipe y rey, era lo que estaba obligado a hacer, pero no creo que me vea más allá de lo que mi corona representa. Ahora mismo soy probablemente aquello que ambiciona.
—¿Creéis que sus ambiciones son mayores de las que en un principio…?
—Sí. Intenté advertírselo a mi madre hace cinco años cuando el duque ya mostró su primera intención de remover los cimientos de la corona para independizar su región. Le dije que muchas veces cuando habíamos hablado, el duque se mostraba abiertamente celoso de mi situación, incluso cuando mi padre y mi hermano recién habían fallecido. Se relamía mientras me enumeraba las ventajas que tendría de ahora en adelante.
—¿Es un vividor, y piensa en conseguir el trono para disfrutar de la vida? Pobre ignorante...
—Creo que es más una cuestión de orgullo. Se postularía a rey de los muertos si existiese ese puesto. Es presa de ese pecado. Como el de la gula. Come y come y no puede parar de comer a pesar de que ya haya saciado el hambre y los órganos estén a punto de reventarle.
—¿Tan ciego le creéis?
—No es ceguera, Isabel. Es un hombre racional y perspicaz. Pero este tipo de hombres tarde o temprano acaban en el mismo cadalso que ellos mismos mandaron construir.
—¿Y bien? Deseáis esperar…
—Tengo un plan. –Me dijo, algo avergonzado y moviendo las cerezas por el plato—. Es una idea tonta, pero necesito vuestra colaboración. Considero que este impulso independentista está exclusivamente motivado por este personaje y si se corta la cabeza de la serpiente, todo cae. Su hijo es muy joven para heredar las ambiciones del padre, y de no ser así, no nos costaría nada cargarle con la responsabilidad del padre, y sacarlo del tablero como a un peón caído. Tampoco considero que haya una gran maquinaria detrás del duque que haya estado moviendo los engranajes a nuestras espaldas.
—Sois poco prudente al pensar así.
—Tal vez se me esté pegando vuestra valentía.
—¿Y bien? ¿A qué esperáis para contarme vuestro plan?
♛
Una de aquellas noches, no recuerdo si fue la misma en que el rey y yo hablamos largo y tendido sobre cómo sortear el problema que el duque de Gasconia suponía para ambos, o fue otra noche, unos días después, no estoy segura de aquello, puede que fuera dos noches después, el rey había caído exhausto sobre el almohadón y se había quedado dormido al instante. Estaba acurrucado con la manta debajo del bazo y el rostro hundido en los almohadones. Era de las primeras veces que se quedaba a mi lado durante toda la noche, y aunque era reconfortante saber que se sentía cómodo a mi lado, mi sueño me era más esquivo que el suyo.
Había pasado la media noche hacia rato pero yo era incapaz de conciliar el sueño, y para evitar molestar al rey con mis movimientos me incorporé, bajé de la cama y me puse una bata gruesa de terciopelo por encima. Miré por encima de mi hombro para atisbar que su sueño seguía siendo profundo. Cuando salí del dormitorio, Joseline dormía también con un sueño profundo pero Manuela levantó el rostro de su almohada, asustada. Yo puse un dedo sobre mis labios pidiéndole que no hiciese ruido, y se mantuviese acostada. Estaba más que acostumbrada a mis desvelos.
Cuando salí al gabinete me sentí mucho más tranquila. Estaba todo en silencio y a oscuras. La luz de la luna era nítida y fría y se dejaba caer por todo la estancia. Parecía una habitación fantasmal y sombría, llena de secretos y delirios. Pero estar a solas en medio de aquel silencio era tan reconfortante que llegué a emocionarme ante la idea de sentarme ante una vela y pasar horas sumida en alguna lectura. Pero cuando me hice con una de las velas y la encendí, aquella luz anaranjada volvió a llenarme de malos pensamientos. La llama consumiría en algún momento aquella cálida vela y con ella se consumiría el tiempo. Mientras que estando a oscuras, el tiempo se habría detenido para mí.
Pero no me había levantado para divagar en medio de las sombras. De uno de los muebles que allí habíamos dispuesto, extraje de un cajón una copia del plano doblado que había requisado temporalmente de la biblioteca. Alumbrándolo con una vela pude atinar a distinguir el recorrido subterráneo que habíamos trazado con grafito. Los últimos días, cuando las ausencias de Joseline se prologaban por horas, Manuela y yo nos dedicábamos a recorrer aquellos oscuros pasadizos para hacernos una idea de los limites de sus recorridos. No habíamos alcanzado ni la mitad de lo que creíamos que suponía todo el entramado, por lo que aún nos quedaban muchos recovecos que descubrir.
Sin demorarme más, guardé de nuevo el plano y me conduje a la entrada, colocando de nuevo el tapiz y la puerta. Después de varios días de escapadas furtivas, el cordel no nos era tan necesario. Y mucho menos si habíamos aprendido guiarnos por esos túneles. Pero aún así parte de la excitación de aquella aventura residía en el hecho de no poder encontrar de nuevo la entrada.
Me conduje a la izquierda, alejándome de la habitación del rey y del consejo. Aunque mientras caminaba, despacio y mirando a todas partes, se me ocurrió la descabellada idea de ir a la habitación del rey. Llegar allí, colarme en su dormitorio y quedarme dormida en su cama. Mirar por sus muebles, oler sus sábanas y quedarme allí hasta ser encontrada. Pero me imaginé que el ruido sorprendería a los sirvientes que dormían en habitaciones contiguas.
Estuve caminando aproximadamente media hora. Mi paso era lento para procurar recordar todos los pasos y saber regresar. Me planteé ir siempre al frente y de tener que girar, solo a la izquierda. Pero las cosas no eran tan sencillas. A veces un pasillo se desviaba intencionalmente a la derecha y a veces subía y bajaba escalones. Avancé más de lo que me hubiera imaginado y llegué a unas escaleras de descenso. Bajé por ellas y sentí el frío calándose por el bajo de mi falda. Una puerta daba al exterior. Así, sin más. Pero por mucho que intenté mirar a través de las rendijas y las aberturas, no conseguía ver nada más que oscuridad al otro lado. Me pregunté donde estaría aquella puerta. Si no me había desorientado, y por el olor que se respiraba, no debía estar lejos de las caballerizas. Aquella no era ni mucho menos una puerta para el servicio, pero me sorprendió que aquellos pasadizos conectasen con el exterior. La puerta debía estar realmente camuflada, para que nadie se preguntase, ¿a dónde conduciría? También me pregunté quienes la utilizarían, y si realmente era una salida viable.
Decidí regresar, ilusionada por el descubrimiento y volví sobre mis pasos, pero apenas unos minutos después, un fuerte golpe me puso el corazón en la garganta. Sonó a mi espalda, en una de las callejuelas que había dejado a un lado. Alumbré con la vela en esa dirección pero no pude ver nada. Sin embargo unos pasos se acercaban a buena velocidad. Todo mi cuerpo se tensó y sentí el pánico recorriéndome desde los pies hasta la nuca. Se me secó la boca y la garganta y apreté con fuerza la vela, que temblaba. En mi mente, aquella oscuridad delante de mí, convulsionaría y se transformaría en la misma muerte. Pero los pasos, fuertes y decididos me hicieron caer de nuevo en la realidad. Estaban a punto de llegar a la intersección. Y si me alcanzaban, me descubrirían.
En un acto irracional, sople la vela delante de mí y me escondí en uno de los pasadizos más alejados. Si la persona decidía seguir mis pasos, y aventurarse por aquella callejuela me sorprendería. Pero recé porque pasase de largo. Dejé incluso de respirar. Los pasos se acercaron y cuando estuvieron a mi lado, continuaron hacia delante. Aquella persona también portaba una vela, y pude distinguir el rostro de la reina madre, ataviada de negro como solía, caminar dándome la espalda, pasillo adelante. Sus pasos continuaron hasta desvanecerse y cuando lo hicieron, también lo hizo la luz que portaba. Me quedé a oscuras, completamente sola. No llevé conmigo nada con lo que encender la vela así que me quedé con ella de la mano, mientras me preguntaba cómo iba a conseguir salir de allí.
En aquella oscuridad, mi olfato pudo reconocer el olor de la leña quemada, el azufre y la lavanda. Pensé que había sido el aura de la reina madre, que la perseguía allá a donde fuese, pero después me pregunté, de dónde venía. Iba hacia su dormitorio, no me cabía duda. Pero yo estaba lo suficientemente lejos de los dormitorios como para cuestionarme, ¿Qué hacía la reina allí?
Salí al pasillo principal pero no era capaz de ver en aquella oscuridad. Tardé varios minutos en acostumbrarme y comenzar a distinguir ciertos volúmenes y colores. Me conduje con una mano en la pared hasta dar con el pasillo por el que la reina había aparecido y me pareció ver al fondo algo de luz. Al llegar la final, el camino torcía a la izquierda y allí había una puerta. Una puerta bien labrada, al contrario que la mayoría de pasadizos que se encontraban en este laberinto. La puerta no estaba cerrada y la luz salía a través del ojo de la cerradura. Solo tuve que empujar suavemente y la puerta cedió, sin un solo ruido. Me golpeó un intenso olor a romero y lavanda. Como el de una infusión o un brebaje. Pero después se apreciaba le olor de la madera ardiendo y algunos otros colores que no era capaz de distinguir pero sí de apreciar.
Aquello era un taller, un laboratorio para ser más exacto. El de un boticario o un alquimista. La puerta daba a un almacén, una especie de sala llena de botes, recipientes, arcones y cajas. Estaba todo apilado pero muy bien ordenado. Plumas, pigmentos, hierbas, piedras y animales disecados. El olor era intenso, cada vez más a cada paso que daba. Todos los olores se aglomeraban delante de mí y formaban un aroma propio. Rancio y potente. Un sonido proveniente de una sala contigua me alertó un instante, pero me mantuve allí, bastante sorprendida. En medio de aquel almacén habían una gran mesa, donde se habían agolpado varios tarros sucios, platos, cuencos, molinillos, herramienta de trabajo, una báscula, y varios tomos y papeleo disperso.
También había varias velas encendidas por todas partes, en las estanterías, en la mesa, con la cera colgando y manchándolo todo. Se me ocurrió aprovechar la oportunidad, encender de nuevo mi vela y marcharme de allí. Pero aquello era más fuerte que yo misma. Un gran fuego estaba encendido en la habitación contigua. Desde donde estaba podía ver la chimenea con una pequeña marmita al fuego. Se oía a alguien removiendo cosas. El sonido de una moleta, un bote de cristal abriéndose y cerrándose un líquido vertido.
Me acerqué a aquella estancia. Me asomé al interior y atisbé a un anciano, de larga barba y cabello oculto por un gorrito de lana. Estaba cubierto por un jubón o una capa. Tal vez fuera una manta oscura. Estaba removiendo algo en un cuenco, una pasta o unos polvos. No entendí a qué se debía que aquel boticario tuviera que estar oculto en medio de la nada, cuando en un palacio lo lógico era que los médicos y boticarios formasen parte de los residentes. Por lo que me imaginé que aquel hombre no se dedicaría solamente a crear ungüentos o infusiones.
Su perfil era intimidante. Tenía la nariz grande y protuberante. Y su barba era blanca y abundante. En su entrecejo parecía tener una mueca de frustración constante, fruncía el ceño mientras miraba al fuego.
Me había acercado demasiado y cuando su mirada me percibió por le rabillo del ojo, se quedó paralizado. Probablemente igual que yo. Creyó no ver bien porque volvió el rostro hacia su labor y después volvió el rostro completamente hacia las sombras donde yo estaba. Me encontró asomada a la habitación con una vela apagada de la mano y envuelta en una bata gruesa de terciopelo.
—¿Doña Isabel? —Me preguntó, y aún con el ceño fruncido rebuscó algo entre los pliegues de abrigo. Temí realmente que aquel hombre se enfadase y me echase de allí, o despertarse al palacio entero con gritos innecesarios. Pero me tranquilizó ver como encontraba unas gafas por laguna parte y se las colocaba en el puente de la nariz. Me miró a través de aquellos cristales densos y sucios—. Mi señora, ¿Qué hacéis aquí a altas horas de la noche? ¿Os ha mandado la reina a por algo?
—No, señor. —Dije, y me di cuenta de que no tenía excusa alguna para estar allí. Me mordí el labio. Era una niña traviesa que se había levantado de la cama y el hombre me reprendería como tal.
—Es muy tarde, señora. ¿Os habéis perdido?
—Eh… —Miré alrededor—. No señor. Solo daba un paseo y se me ha apagado la vela.
Alcé la vela, y él la miró con ojos llenos de ternura.
—Tomad, doña Isabel. Encended la vela. —Murmuró y alcanzó un palito de madera que tenía al alcance, cerca de un conjunto de velas apagadas y lo posó sobre una de las que permanecían encendidas, transfirió la llama y se acercó a mí. Posando las manos alrededor de la vela retuvo allí la llama hasta que prendió, y después apago aquella ascua.
—Gracias, señor.
—¿Os habéis desvelado?
—Sí, señor.
—Vuestra madre solía tener un sueño profundo. Nunca tuvo problemas para descansar…
—¿Conocisteis a mi madre?
—Sí, señora. La conocí cuando vivió aquí. Sirvo a la familia desde hace más de cuatro décadas.
—Creo que he heredado el insomnio de mi padre.
—En ese caso siéntese, que le preparo una infusión de melisa y lavanda…
—No se moleste. –Le dije mientras él hacia el amago de volver a levantarse. Me miró agradecido y se quedó sentado, retornando al trabajo que estaba realizando. Molía algo en un platillo y me miraba de reojo con ojos tiernos. Aunque su ceño frunció le confería una expresión pensativa. De repente sonrió, lleno de astucia.
—¿No os habéis encontrado con la reina?
—Ella no me ha visto, señor.
—Me llamo Magnus, señora.
—Magnus. Señor…
—Ella está enterada de que frecuentáis estos pasillos.
—¿Me ha visto ella a mí?
—Ella os informó de cómo debíais acceder. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿No supisteis que fue ella quien os dejó el mapa?
Aquello me produjo escalofríos. Quedé muda y él notó mi espanto.
—Creo que es momento de que regrese, antes de que noten mi ausencia.
—Volved cuando deseéis, Doña Isabel.
♛
Tras una corta despedida me escabullí de aquel laboratorio. Aumenté el paso y avancé a gran velocidad por los pasillos. Cuando llegué a la altura de mi dormitorio pasé de largo y me conduje por el primer recorrido que conocí de aquellos laberintos. Alcancé el dormitorio del rey me arrodillé al lado de la puerta. La cerradura estaba a oscuras, no había nadie, como es lógico, al otro lado y tampoco se escuchaba nada. Acerqué la vela a aquella apertura y no pude ver nada. La puerta no cedió, y por mucho que la empujé no conseguí abrirla. Pero tras recorrer con la luz el marco de aquella puerta descubrí una grieta en el lateral. En el interior, y con dificultad, hallé una llave.
No lo pensé dos veces. Introduje la llave en el interior y accedí. Todo estaba en silencio y a oscuras y la única luz que había en la habitación era la mía. La mía y la de mi reflejo en el espejo por el que había accedido. La parte trasera de aquella puerta era un espejo. Me vi reflejada en aquella oscuridad y sonreí para mis adentros. No había sido Joseline quien me había llevado hasta allí sino la reina madre. Y a quién ella miraba con aquella expresión sardónica era a sí misma, en su propio reflejo. Nunca me habría imaginado al otro lado de la puerta.
*Muerte de Enrique II de Francia: Murió en 1559 durante un torneo celebrado con motivo de la boda de su hija Isabel con Felipe II de España, fue gravemente herido por la lanza de éste en un ojo. Fue atendido por los mejores médicos y cirujanos pero no consiguieron salvar la vida del rey. [Episodio que inspira la muerte del padre del Rey Enrique III en la novela]
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Personajes nuevos:
MAGNUS: Alquimista y médico de la reina madre Catalina. Está oculto en el palacio y no muchos conocen su existencia. Es anciano y ha servido a la familia de los reyes franceses desde hace muchos años.
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