UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 24
CAPÍTULO 24 – UN DÍA DE CAZA
El comienzo del verano nos sorprendió a todos con los frutos de los árboles coloreando los jardines del palacio y los días más largos. También las noches más calurosas. Las mujeres sacaron de sus armarios los conjuntos más ligeros y las excusiones al campo fueron el tema de conversación en palacio. Pero para los que la política era nuestra ocupación, apenas podíamos disfrutar de salidas. Yo al menos no lo hacía.
El duque de Gasconia ya había retrasado por dos veces su visita. Y con ello ganaba adeptos por el camino: los duques y condes que lo recibían con brazos abiertos y promesas vacías en alas de un futuro más esperanzador. Desde que François había vuelto del norte no había sitio para mí en el consejo pero procuraba no perderme ninguna de las reuniones. Mientras que François abogaba por imponer duras sanciones a los nobles que se aliasen o diese cobijo al duque de Gasconia, su padre abogaba por esperar a ver qué sucedía cuando el duque llegase a palacio para negociar. La reina madre parecía mucho más preocupada por la guerra que se desarrollaba en el norte que se había llevado parte del dinero de mi dote, mientras ella aún no había visto un solo real.
Ya habían pasado al menos dos meses desde que llegase al palacio y aún seguía sintiéndome fuera de lugar, incluso si el rey parecía haber establecido cierto acercamiento conmigo. Había sido breve, he de reconocerlo. Los últimos tiempos estuvo frío y distante. Lleno de angustia y preocupaciones. Cuando hacíamos el amor parecía algo ausente y obligado, como quien debe comerse una comida que no le apetece en absoluto, lleno de pensamientos y con la mente ausente. Al principio lo tomé por una preocupación pasajera, o tal vez algo que no tuviese nada que ver conmigo. Pero cuando comencé a observar que esa actitud solo era para mí, fue cuando me preocupé.
No quise verme obligada a hacerlo pero me allegué hasta su dormitorio cuando esa noche la pasaba con Joseline y lo descubrí apasionante y lleno de entusiasmo. Parecía un hombre diferente y me hizo sentir culpable y llena de remordimientos. No solo por haberme fustigado con aquella imagen, sino por haber podido provocar aquel cambio en él.
La noche anterior a la prometida cacería me pidió permiso para ausentarse y no yacer conmigo para estar lleno de energía al día siguiente pero le pedí que cumpliese con su obligación. Me sentí aún peor obligándole a realizar algo que le disgustaba tanto pero cuando se desnudó y se metió debajo de las sábanas me hizo sentir aún peor, porque yo tampoco deseaba realmente pasar por aquello. Fue más brusco que en otras ocasiones, con motivo de mi petición. Quería hacerme sufrir para que le rogase que se detuviese y él pudiese marcharse. Pero no le di esa satisfacción. Aguanté estoicamente y cuando terminamos se tumbó a mi lado. Pensé que se marcharía pero no lo hizo, se quedó dormido, o fingió hacerlo, porque cuando me incorporé para salir al gabinete el me detuvo agarrándome la muñeca.
—¿A dónde vais?
—No tengo sueño, alteza. Iré a leer al gabinete…
—No vais a ninguna parte.
Nos quedamos mirando le uno al otro esperando algo más de la otra persona, pero ninguno dijo nada. Nos quedamos así durante largos segundos cargados de tensión. Él sabía que no podría retenerme en la alcoba si yo no lo deseaba y al mismo tiempo creí ver en sus ojos mucho más miedo que autoridad.
—No deseo molestaros con mis desvelos
—Yo también suelo estar desvelado, y puedo oíros huir de mí a menudo.
—No huyo de vos… —Murmuré. Aquella era una conversación tensa llena de murmullos y susurros.
—¿Tan horrible es yacer a mi lado? ¿Tanto me despreciáis?
—No. Nada de eso. –Dije y él me miró con ojos cargados de ira. Estaba rabioso. Me acosté a su lado y solté un suspiro de decepción—. No me recriminéis algo así, os lo ruego. Si me desvelo no es por vos. Nada tenéis que ver en mis noches en vela.
—¿Otra persona os mantiene despierta?
—Nadie, mi rey.
Me hubiera encantado pedirle que no se sintiese de aquella manera, y que si aquello era un teatro que pretendía esconder algo más, que me lo confesase. Pero no parecía dispuesto a atender a razones, estaba despechado y lleno de resentimiento. Tenía la mirada cansada, como de quien deja que las preocupaciones le lleven lejos de la realidad. Una mirada trastornada por todo lo que estaba soportando sobre sus hombros.
—Me quedaré si me lo pedís. —Susurré y me tendí a su lado, cubriéndome de nuevo con las sábanas. Él pareció contestarse y se volvió, dándome la espalda. Aquello sería todo lo que podría obtener de él.
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A finales de junio, no sé si sería el último viernes o sábado del mes, el rey había programado una cacería grupal. Todos los grandes señores del palacio irían a la caza de liebres, pues se acababa de abrir la vereda. Yo estaba realmente ansiosa porque estaba segura de que el rey no se acordaba de que me hubiese invitado, y de acordarse, seguro que no deseaba que me presentase. Puede que gracias a sus últimos desplantes se me hubiesen quitado las ganas. Pero todo lo contrario. Cuando antes del alba el rey puso un pie fuera de mis aposentos, me levanté de un salto de la cama y corrí a despertar a Manuela. La cual se sobresaltó como una niña.
—¡Vamos, levántate, ve a buscar mi ropa de caza!
—¡Señora, deben ser las cinco de la mañana! —Murmuró llena de enfado y se volvió de lado. Joseline se había despertado por mis palabras y me miraba por encima de las sábanas, aturdida. Tal vez ya estaba despierta.
—¿Qué necesita su majestad?
—Vestíos. Es hora de levantarse. Joseline, cuando estés aseada baja a las cuadras y haz que preparen mi caballo con la silla de amazona. Partiremos en media hora.
—¡Media hora! —Exclamó Manuela—. No os dará tiempo ni a desayunar.
—No le hará nada bien a mi estómago estar lleno si voy a trotar. Vamos, muchachas. —Les pedí mientras regresaba al dormitorio y me desvestía con rapidez. Vertí agua fresca en una palangana y me pasé un paño húmedo por todo el cuerpo.
Oí como ellas se alistaban más rápido que yo y trasteaban entre los arcones y los tocadores. Manuela apreció cuando me estaba metiendo dentro de un camisón limpio.
—Os traigo yo la ropa. Joseline no sabría cuales son vuestros vestidos de caza.
—Muy bien Manuela. Manda llamar a Amanda para que venga a peinarme. Y a Marisa que venga a vestirme.
—¿No deseáis que os vista yo?
—No. Tú ve a la armería y manda llevar a mi caballo el arcabuz y la ballesta. Tú sabes cuales son.
—Ay mi señora… —Murmuró—. Ojalá pudiera acompañaros. Estáis tan hermosa de cazadora…
—No pierdas el tiempo. Ve, yo comenzaré a vestirme.
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El rey se hizo acompañar desde las puertas de palacio de todo su séquito. Entre ellos se encontraban el embajador inglés, el consejero, el conde de Armagnac, varios primos lejanos del rey, familiares que residían en palacio, amigos que por ese entonces residían allí como entretenimiento del monarca, también el joven François de Armagnac y su compañero de juergas, Oliver Prims. Entre grandes señores, ayudantes y pajes eran al menos veinte hombres, y otros veinte beagles, los mejores perros para cazar conejos. El sonido de sus ladridos era ensordecedor, y el alba estaba despuntando.
Debieron asustarse al verse sorprendidos por tres jinetes que les cortaban el paso a la salida de los jardines de palacio. El conde de Villahermosa, su ayudante Rodrigo y yo les esperábamos en nuestras monturas. Me había ataviado con un sombrero de fieltro negro con plumas de color crema, un jubón sencillo marrón y una falda de similar color. El único elemento de valor que portaba era el pequeño guardapelo que colgaba de mi cuello haciendo de collar y unos anillos debajo de los guantes de cuero.
El rey, que encabezaba la marcha, se quedó mirándome desde lo lejos y entre el barullo de los ladridos de los perros, el paso de los caballos y las voces de los hombres, pude distinguir un murmullo que contenía una maldición. Sonreí para mis adentros y también sonreí para afuera, mirando al conde a mi lado, que se divertía con aquella escena tan dramática, propia de su carácter. Se me estaba pegando su pasión por la actuación.
—¡Buenos días, caballeros! –Dije con voz en grito para que me oyesen todos los grandes señores, y reparasen en mí todos aquellos que aún no habían advertido mi presencia.
Muchos de ellos me miraron encantados y sorprendidos, como quien recibe la inesperada aparición de una náyade en plena naturaleza. Sin embargo no todo fueron miradas de aprobación, el conde de Armagnac no esperaba encontrarme ahí, y al parecer su mirada de reproche no iba dirigida a mi sino a Juan, quien frente a todos parecía haber tomado el rol de mi protector, o mi padre, dadas las circunstancias. Tampoco algunos otros señores, familiares o amigos del rey, parecieron alegrase e incluso pude percibir que no les parecía adecuado que una mujer les acompañase. Pero aquello solo alentaba mis ganas de participar de aquella cacería. Se me pasó por la mente la súbita idea de ser yo la presa, de todos aquellos hombres. Contuve el impulso de llevar mi mano al arcabuz.
Para mi sorpresa, no recibí un saludo unánime de vuelta. El conde de Armagnac se adelantó al grupo y se acercó a mí con cautela pero con decisión.
—Mi señora. Qué bueno es verla de tan buena mañana. Pero siento decirle que nos vamos de caza.
—Así me han informado, señor. —Miré por encima de su hombro al grupo de hombres que le precedían—. Por eso estoy aquí. Pretendo acompañaros. Y espero no ser una gran molestia.
—¡Oh! —Exclamó, realmente sin sorpresa—. ¿Acompañarnos? Oh no mi señora. Esto es una cacería, no vamos al campo a pasar la mañana.
—No me llevo una ballesta para tomar el almuerzo al campo, conde. –Le dije y saqué la ballesta de su estuche a mi lado. El escudo de un águila bicéfala adornaba la culata con brillos ocres. Posé el arma sobre mi regazó y él tensó los músculos de su cara. Estaba descargada pero eso no le habría hecho fruncir más el ceño.
—Pero mi señora…
—Yo la he invitado, conde. —Dijo el rey, apareciendo con su caballo por nuestro lado. Intentando pasar de largo pero habiéndose detenido para solventar aquella disputa. La mirada que le lanzó no fue de enfrentamiento pero sí de autoridad—. Irá conmigo, no será una carga para nadie, Jaime.
—Como digáis, Majestad. —Asintió el hombre y yo miré al rey con agradecimiento pero él no me devolvió la mirada. Mas le seguí con mi montura. Se había ofrecido a ser mi compañero o mi guardián, a pesar de que pensé cazar sola.
Cuando nos alejamos de palacio y nos adentramos en el coto de caza del rey el grueso de jinetes se fue dispersando por grupos. Era avasallador entrar todos juntos así que cada uno con sus respectivos amigos y ayudantes, se fue por un lado. Cuando el sol estuviese en lo alto regresaríamos, así habíamos acordado, por lo que nos deparaban muchas horas de caza y de montura. La silla de amazona no era la más cómoda, era sin embargo la más adecuada para la situación, habría sido demasiado para aquellos caballeros verme a horcajadas sobre el caballo.
Juan y Rodrigo nos acompañaron al rey y a mí, y también su consejero, su hijo y el amigo inglés de este. Era extraña la combinación de aquellos personajes a solas en el bosque, armados y con sed de sangre, aunque fuera la de unos animales. Más me valía, pensaba, demostrar mis dotes de caza y desentenderme de las conversaciones triviales, si no quería dar la imagen de mujer entrometida, que se hubiese autoinvitado a aquella cacería con motivo de la cháchara o paseo, y no de caza.
Por suerte las liebres eran abundantes en aquella época del año y pasada una hora todo el mundo se había hecho con alguna. No era difícil que los perros las detectasen y estas se dejaban ver, tranquilas como habían estado el resto del año. Cuando pasada una hora nos tomamos un breve descanso en que el conde de Armagnac se fue a orinar y el rey y el conde de Villahermosa contaban unas piezas que habían obtenido, el joven François se acercó a mí seguido de su amigo, con motivo de presentarnos.
—Mi reina, este es Oliver Prims, un compañero. Ahora emisario del rey.
—¿De qué rey? —Pregunté con una sonrisa. Era evidentemente inglés, con el pelo del color de las zanahorias, rizado y las mejilla sonrosadas. Era mayor que ambos, pero no por muchos años, y aunque lo era no lo aparentaba en absoluto. Era aún joven de veintipocos años, como todos nosotros. Su sonrisa, de dientes mellados me sonrió divertida y sus pendientes de aros brillaron con el sol que se colaba por entre los árboles. Todos los ingleses los llevaban.
—Es cierto que mi padre es Francés, pero mi madre es escocesa. Y desde la unificación de los reinos, sirvo a ambos como emisario.
—Pero habréis de tener una patria, señor. —Le dije mientras el general daba un paso atrás y dejaba espacio para que su amigo se acercase a mí.
—Sirvo al ejercito inglés, si es lo que estáis preguntado. Mi arcabuz mató soldados franceses, lo confieso. Pero fui ascendido a emisario y entonces fue cuando conocí al general de Armagnac. —Miró a su amigo con una sonrisa galante y este le devolvió una mirada cálida a través de la máscara dorada—. Mi trato con el general nos ha hecho amigos y ahora puedo disfrutar de una vida más agradable como emisario para el rey inglés. El campo de batalla no es lo mío, mi señora. Soy mucho más hábil en los despachos.
En las tabernas y los burdeles, pensé para mí. Según el conde me había informado, era un joven al que le gustaba darse la buena vida en la capital, a costa del joven François y del propio rey. Eran un trío extraño ese, todos sacaban algo de los demás y me pareció que aquella mezcla de miseria y desesperación era triste. El rey buscaba la información que otros no le proporcionaban de manos de François, y este encontraba en la compañía de Oliver esa amistad sincera que a causas de sus heridas no podría volver a encontrar, mientras este hallaba en los bolsillos del rey las monedas que le costeaban sus noches de juerga.
—Mientras sirváis a Francia con honradez y palabra, vuestra estancia aquí será bienvenida, no me importa en qué parte del campo de batalla os situasteis.
El hombre acercó su mano a la mía y besó el dorso de ella, incluso con el tacto del guante en sus labios sonrió como si hubiese probado mi piel.
—Las palabras de mi amigo no os hacen justicia. Sois mucho más hermosa que todas sus descripciones.
Yo miré al joven de Armagnac, el cual había enrojecido y su mirada furiosa se dirigió a su amigo.
—Os advertí que no me dejaseis en evidencia. —Murmuró.
—¿Cuándo os he dejado en evidencia? ¡Oh! Majestad. ¿Os habéis sentido ofendida? No era mi intención.
—El que se ha ofendido es vuestro amigo, no yo. –Le dije con una sonrisa y él se volvió con sorpresa teatral hacia su compañero.
—¿Pero cómo? No he dicho nada inadecuado.
—Es la reina, maldita sea. —Murmuró el joven y se volvió, en dirección a su caballo pero apenas dio un paso y volvió a la conversación. Parecía tentado de marcharse y no presenciar aquello.
—Me habéis pedido que os trate con honradez, alteza. —Me dijo Oliver—. Y así obraré. No para de hablar de usted desde que os conoció. Me cuesta sacarle un tema de conversación que no seáis vos.
—¿Y habla bien de mí, vuestro amigo? —Pregunté mientras miraba por encima de su hombro a un François terriblemente avergonzado.
—Con una admiración inusitada. —Soltó, lo cual fue demasiado para François.
—Ya está bien alteza. Es hora de que volvamos a nuestras monturas. –Sostuvo el antebrazo de su amigo y este se volvió hacia él, con enfado.
—Sois un mojigato. —Suspiró Oliver y François lo lanzó hacia su caballo.
—Disculpadle, no le creáis ni una palara. Parece que no está hecho para tratar con personas de alta cuna.
—No os preocupéis, no le creeré si así me lo pedís.
—Gracias, su majestad. —Me miró de reojo—. No volveremos a molestaros el resto de la mañana.
—Vos no molestáis, François. No os preocupéis más.
—Retomaremos la caza en un minuto. —Advirtió el rey, que miraba en nuestra dirección con ojos atentos. El conde de Villahermosa retomó lo que le estaba diciendo una vez el rey volvió a prestarle atención. Yo quise escuchar aquello pero François no se había apartado de mi lado.
—Acompañadme. —Le pedí—. Charlemos. Permitidme que os aleje un poco de vuestro amigo, si eso no os parece mal. Creo que os hará más bien que prejuicio.
—Como gustéis. —Dijo, más conmovido por la petición que sorprendido por mi insinuación. Y si su rostro mostró otro síntoma, yo no pude percibirlo, ni yo ni nadie.
Mientras que el rey, su consejero y el mío fueron delante, François y yo les seguíamos a paso lento, seguidos por Oliver y Rodrigo. De vez en cuando, el rey, con mirada atenta de capitán, volvía el rostro para mantenerme a la vista, para asegurarse de que le seguíamos como un padre se asegura de que sus hijos van por el buen camino. No parecía muy entretenido con la conversación que mi amigo le ofrecía, pero su expresión de amargura se había instalado en él desde hacía días, por lo que no lo achaqué a mi consejero.
—Decidme, general, ¿cómo van las cosas en el norte?
—No es un buen momento, mi señora. —Dijo mirando alrededor, más temeroso de la escucha de los árboles que de las personas que nos rodeaban
—Me temo que no hay otro momento mejor, capitán. Siempre os tienen secuestrado entre despachos y consejos y no desearía tener que pediros audiencia en vuestras horas de descanso. Volveréis a partir al norte en unas semanas.
—Sí mi señora. Las cosas siguen como siempre. Vuestra ayuda ha servido para prolongar la guerra, pero para ganarla se necesita algo más que armamento y soldados.
—Lo comprendo. Sé que solo he proporcionado una bocanada más de aire, pero es una ayuda temporal y limitada. Pero no puedo estar completamente de acuerdo con lo que acabas de decir. Es cierto que nos hace falta una estrategia, pero tal vez os hagan falta más soldados, y menos emisarios. –Miré en dirección del joven Oliver que se había quedado rezagado.
—¿Qué queréis decir, mi señora? Sr. Oliver ha servido con fidelidad a la corona francesa desde hace dos años. Es un buen hombre, honrado y…
—No. —Negué, esperando una respuesta de su parte.
Pero no dijo absolutamente nada. Esperaba provocar algo en él. Sacar alguna concesión o por lo menos un enfrentamiento en defensa de su amigo, pero solo obtuve su silencio. No supe si lo que deseaba era evitar un conflicto conmigo, dándome la razón o simplemente ignorándome.
—Emisarios, consejeros, embajadores… —Miré a lo lejos al inglés—. Todos se pasean de un lado a otro pero nadie trae nuevas desde hace meses. ¿Verdaderamente el rey inglés está tan convencido de que ganará la guerra como para no proponernos nuevos acuerdos de paz? ¿O es nuestro rey quien no desea ni si quiera escuchar las propuestas?
—No lo sé, mi señora. —Dijo—. Soy un hombre de guerra, yo no me muevo bien en despachos.
—Sois el consejero de guerra.
—Lo sé. —Asintió. Oía su respiración chocando con la máscara.
—¿Cómo está el ejercito inglés? ¿Crees que puede resistir mucho tiempo? ¿Está mejor equipado que el nuestro?
—No mi señora. No está mejor equipado, pero geográficamente está mejor posicionado. Mientras avance, su ventaja perderá fuerza, pero ha obtenido parte de la costa que le facilita el acceso directo con el mar y por tanto, los viajes en barco se hacen con frecuencia.
—¿A pesar del bloqueo?
—El bloqueo nunca es del todo efectivo. —Dijo, con un murmullo que me dejó alarmada.
—Es vuestro padre quien se encarga de asegurarse de que el bloqueo es completo y efectivo.
—Mi tío es el capitán de la armada. Pe… —Se mordió la lengua porque su padre hizo un extraño amago delante nuestro como si quisiese volver el rostro hacia nosotros, pero solo perdió la vista en algún punto donde vio unas alas revolotear en la maleza.
—¿Pero?
—No puedo hablar más mi señora. —Dijo en un suspiro.
—Contestadme, os lo ruego. ¿Por qué vuestro tío no es fiel al bloqueo? —Como única respuesta, el joven volvió el rostro y me miró con su ojo sano a través de la máscara. En su mirada también había una súplica, así que fui complaciente y asentí.
—En el siguiente cruce nos separaremos. —Avisó el rey, y el resto asentimos.
—He mirado vuestros informes. ¿No contratáis mercenarios?
—No mi señora. Eso es deshonroso y poco friable. Además, nuestros hombres, muchos de ellos, cuando no les llegan sus pagas, luchan por honor. Un mercenario nos cortaría los cuellos a todos con tal de cobrar lo que se le debe.
—Conozco bueno mercenarios.
—Perdonadme, alteza. —Sonrió François, con tono impertinente. Me recordó a nuestra primera conversación—. No dudo de que podáis conocer a hombres que matan por dinero, pero dos o tres hombres no harán la diferencia, mi señora.
—No hablo de dos o tres hombres. Hablo de ejércitos.
—¿Ejércitos?
—Uno de ellos lo comanda el condotiero italiano Giovanni Fontana. Ha trabajado para los diferentes estados italianos en detrimento del mejor postor. Lo conozco por mediación de mi tío, gobernador de las islas sicilianas. Trabajó para nosotros en aquél entonces cuando nos disputábamos los terrenos frente a los demás miembros de la tierra ítala. Es inteligente y astuto, tiene madera de líder y puede ser un apoyo en cuanto a estrategia se refiere. Su compañía la conforman más de 600 soldados.
—Pero… mi señora…
—Y el segundo de ellos lo comanda un castellano, de mi patria, el capitán Andrónico. Trabajó para el rey de Portugal, Sebastián, y también para el rey de Navarra, en unas guerras contra Francia en los Pirineos. Es un hombre leal a quien le dé oro, es inteligente y valiente en batalla. Seguirá vuestras órdenes y tiene carácter para mover a sus tropas. Pero tiene mal carácter lo reconozco, pero se le asienta el genio con dos copas a rebosar de buen vino.
—He oído hablar de él. —Dijo François con espanto—. Creo que se encuentra en negociaciones con el Duque de Gasconia.
—Así es, eso he oído yo también. Nuestros rivales no temen enfrentarse a nosotros con mercenarios. Es más, si el duque está tan seguro de su victoria como para llegar hasta la capital sin temor, es porque tiene más apoyos de los que os ha hecho creer. Y si ha conseguido un ejército de mercenarios, poco le importará que los condes y marqueses a los que aluda en su peregrinaje hasta parís, le apoyen o no.
—Pero mi señora. Un ejército de mercenarios cuesta mucho más que el collar que me regalasteis. –Murmura.
—Lo sé, pero tengo más joyas, y os recuerdo que mi dote está prácticamente intacta, a excepción de la parte proporcional que os doné.
—Es una idea muy… arriesgada. Deberíamos debatirla en el consejo… —Parecía temeroso de que algunos miembros del consejo no estuviesen de acuerdo con aquella idea. Pero yo zanjé aquello.
—No os estoy consultando una idea. Os estoy informando de mi próximo movimiento. Yo misma escribiré a Don Andrónico y Don Fontana y pediré que me expongan sus condiciones. Ninguno de los dos será fácil de convencer, incluso si trabajan con el oro como señor, son hombros y tienen rencores ocultos, como todos. Pero estaré dispuesta a pagar un buen precio por sus espadas.
—No os permitirán hacer eso. —Dijo, tajante.
—El rey lo ha aprobado. —Dije, mientras se me llenaba la boca de autoridad—. Y mientras el rey lo apruebe, es más que suficiente.
—Mentís.
—No miento. —Dije, y volvió el rostro hacia mí—. Es esto, o dejar que el propio duque de Gasconia pague esos ejércitos para él, y se presente con ellos en la capital. Nos dejará con el culo al aire. Le regalaríamos el trono y le limpiaríamos los pies del barro de su peregrinaje. No mi señor. ¿Acaso no veis que es por eso mismo por lo que tanto está retrasando su llegada? Está reuniendo este ejército fantasma de mercenarios. Y se presentará con ellos aquí. Os matará a vos y a vuestro padre para que uno de esos hombres tome el control del ejército y nos matarán al rey y a mí, para usurpar el trono.
—¿Lo creéis posible?
—Es lo que yo haría.
—¿Si el rey está de acuerdo, por qué no habéis expuesto esto en el consejo?
—Si vuestro padre se enterase de nuestras intenciones, no tardaría en correr la voz, y puesto el duque sobre avisto, tal vez intentase buscar la forma de ganarnos por otros medios. El duque debe llegar a la capital. Una vez aquí, será nuestro o nosotros seremos de él.
—¿Y qué pasa con la guerra en el norte?
—Cuanto antes llegue el duque, antes nos haremos con sus ejércitos. Los enviaremos directamente al campo de batalla.
Al final del sendero vimos ambos la bifurcación que desdibujaba el paisaje.
—¿Y por qué me contáis esto a mí?
—Porque confío en vos. Y necesito que confiéis en mí. Y no os dejéis llevar por la desesperación.
—Querréis decir que no me deje llevar por el consejo de amigos y familiares. –Murmuró con desconsuelo.
—Os prometí ayudaros. Dejad que os ayude. Pero dadme tiempo y confianza. Una guerra no se gana con paños calientes.
—¡El sendero se divide! —Exclamó el rey—. Mi reina y su consejero vendrán conmigo. El resto pueden continuar por la derecha.
—Mi tío tiene un trato con los ingleses. —Murmuró François, tan bajo que apenas pude oírlo. Todo aquello se quedaba debajo de su máscara—. El rey ingles le permite saquear algunas naves si deja pasar otras tantas. Se adueña de ellas y hace contrabando con las mercancías.
—¿La corona ve algo de ese dinero?
—No mi señora.
—Pero… —Dije, pero no me salieron las palabras.
Quería pedirle explicaciones ahí mismo, a él y a su padre. Pero no conseguí hallar las palabras. Para entonces ya nos habíamos reunido de nuevo en el camino y mientras que unos nos fuimos por uno de los senderos, el resto tomaron el camino contrario.
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Personajes nuevos:
GIOVANNI FONTANA: General del ejército de mercenarios italianos.
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