UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 18

CAPÍTULO 18 – LAS REUNIONES DEL CONSEJO


Cuando Mariana accedió a mi cuarto la mañana siguiente yo aún seguía en la cama pero erguida y escribiendo una carta sobre mi regazo. Cerró detrás de ella con cuidado y se acercó a la cama.

—¿Cómo ha ido la noche, mi señora? —Preguntó, sentándose en el borde del colchón, cerca de mis rodillas. Miró por encima del soporte sobre el que estaba escribiendo y después me miró al rostro.

—Bien, Manuela. —Dije, y en mi tono intuyó mi felicidad. Sus ojos verdes me miraron directamente, después las mejillas, y por último los labios.

—¿Escribís a vuestro padre?

—A Anna. –Murmuré, a lo que ella pareció sobresaltarse, llena de sorpresa.

—¿A vuestra madrastra?

—Me sugirió que para todos los temas de cama y… demás cuestiones, acudiese a ella y no a padre. —Seguí escribiendo mientras Manuela me miraba—. Y le escribo para confirmar que mi noche de bodas ha sido un éxito.

—¡Un éxito! —Sonrió—. No pensé que usaseis esa palabra, mi señora. Tal vez, incómoda, o resolutiva.

—Ha quedado demostrado lo que se tenía que demostrar, y mi marido satisfizo sus necesidades. Los testigos se fueron conformes, por lo tanto yo también lo estoy.

—Ahí está la Isabel práctica que parecía haber desaparecido. —Suspiró y yo terminé la carta.

—Manda a las muchachas a que preparen la bañera, y dile a Joseline que hable con el cochero, y tenga listo el carruaje para partir después del desayuno. El rey me ha aconsejado visitar los parajes al norte de la ciudad, los jardines que rodean el río.

—Bien, será una excursión maravillosa.

—Tendrás que cambiar las sábanas. —Murmuré mientras me deshacía de las mantas sobre mi cuerpo y le mostré la sangre sobre mi camisón y sobre las sábanas de algodón.

—Lo habéis puesto todo perdido. —Dijo, divertida pero satisfecha. Yo sonreí—. ¿Os duele aun?

—Siento escozor. —Dije y me introduje la mano entre las piernas. Me quité el camisón y con las toallas y la palangana de agua me limpie los muslos y el vientre—. ¿La muchacha aún duerme?

—Sí señora. Aún es muy temprano. Yo ya me he acostumbrado a vuestros horarios. Pero ella supongo que esperará hasta que amanezca.

—Bien.

Cuando me di la vuelta la sorprendí mirándome de arriba abajo. Yo me cubrí con una de las toallas, ruborizada.

—Solo estaba comprobando que el rey se había portado bien con usted, alteza. No me lo tengáis en cuenta. —Dijo, nada avergonzada de su gesto, y se volvió para recoger las sábanas.

Terminé de secarme con una toalla limpia y me cubrí el cuerpo con una bata de seda. Me senté en una silla y suspiré. Alcancé la carta y la doblé. Acudí con una de las pocas velas que había encendidas en la estancia y la coloqué sobre el escritorio. Mientas Manuela hurgaba en uno de los arcones de ropa de cama limpia yo calenté el lacre y vertí un poco sobre la doblez de la misiva. Planté allí el sello y dejé que se enfriase.

—¿Quiénes iremos al viaje?

—Amanda, Joseline, tú y yo. Y dos pajes que me ceda el rey. Y el cochero. ¿Os parece bien, mi señora? –Pregunté riendo y ella sonrió, ruborizada.

—¿Querréis almorzar allí?

—No sería mala idea. Mandad a Amanda a las cocinas para que haga preparar el almuerzo.

—Mi señora… Si me lo permitís... Un consejo….

—Habla, querida.

—Sé que me apreciáis, y me tenéis en estima. —Se arrodilló a los pies de la cama y detuvo su trabajo para mirarme. Yo me volví en su dirección—. Pero sobre todo, sé que confiáis en mí y por eso es por lo que me mantenéis cerca.

—¿Qué queréis decir?

—Conocéis el dicho ese de… tened cerca a vuestro amigos pero aún más a vuestros enemigos, ¿no es cierto?

—Así es.

—Creo que estáis delegando en mí tareas que me retienen a vuestro lado. Lo hacéis por costumbre y comodidad, pero creo que os puedo ser más útil como el extremo de vuestros mandatos. Mientras que si conserváis cerca a Joseline, limitaréis sus contactos…

Yo la miré desde el escritorio. No dije nada pero me miraba con la inteligencia de una mujer que es capaza de dirigir un ejército y se ve encerrada en una jaula de oro. Estaba suplicándome que la mandase a la batalla. Nunca estuve del todo segura de que no hubiese trabajado para con su padre, haciendo de espía para los enemigos del rey, y en aquel momento las dudas se dispararon. Pero había demostrado la suficiente fidelidad hacia mí como para no considerarla una amenaza.

—Habéis mandado al conde de Tais a la tarea. Dejadme a mí involucrarme con estas gentes del castillo a las que él no tiene acceso. Hay cocineros, mensajeros y damas con las que él no tiene contacto y sin embargo vuestra dama Joseline sí que tiene relaciones.

—¿Creéis que es oportuno cortarlas?

—No cortarlas, pero mientras se limiten a ella, hay un flujo de información que os es vedado. Al menos me quedaré con sus rostros, con sus nombres y sus puestos.

—Bien. —Asentí—. Tenéis razón. Está bien. En ese caso una vez esté la bañera lista, que Joseline se encargue del baño. Y mientras, tú puedes organizar el viaje. ¿Mejor así?

—No sé si mejor, mi señora. Pero creo que es una buena jugada. Mientras la retengáis a vuestro lado, más vulnerable será.

—También yo lo seré ante ella.

Manuela rió, divertida.

—Yo no diría que vuestra merced es vulnerable, ni si quiera en el baño.

Después del desayuno nos subimos al coche y no condujimos hacia el norte. El trayecto apenas fue de una hora, cuando llegamos a un camino más o menos adecentado, rodeado de arboleda y flores. Tal como el rey dijo, las vistas eran maravillosas porque la mayoría de las flores estaban abiertas y en pleno crecimiento. Era un placer viajar por gusto, para pasar el día fuera del gentío y la presión que suponía vivir en el palacio.

Pasamos la mañana sentadas a la orilla frondosa de un riachuelo de aguas cristalinas. Los terrenos pertenecían al palacio de vacaciones del rey, y por lo que me habían dicho los pajes, al descabalgar, aún más al norte había unas termas naturales donde la anterior reina había ido en varias ocasiones a mejorar su salud. No llegamos a ver el palacio, aunque pensamos en darnos un paseo y acercarnos, pero estábamos tan a gusto en la sombra de los arboles mientras escuchábamos el rumor del rio, que pasamos la mayor parte del día allí.

Almorzamos tarde y aprovechamos la tarde para jugar a las damas o a las cartas. Los dos muchachos que nos habían acompañado pasaron el tiempo con nosotras. Amanda no sabía cómo hacer para llamar la atención de ambos, pero estaban más preocupados de que su presencia no me incomodase que de agradar a mis damas. Pero tras un par de vasos de vino fresco todos nos sentimos más relajados.

A media tarde ya estábamos de regreso y a causa del cansancio del día pasé el resto de la tarde en mis aposentos, redactando unas cartas que tenía pendientes y poniendo en orden el inventario que había terminado de llegar de mis pertenencias. Aquella noche caí rendida nada más tocar el colchón, pero me desperté de madrugada, como de costumbre. Me levanté de la cama y me puse a leer. Eché en falta la presencia del rey. No es que ya me hubiese acostumbrado a pasar las noches con él o a tenerlo cerca, pero en aquel momento sentí que necesitaba su presencia y que me hubiera gustado tenerlo a mi lado. Con su mirada puesta en mí, con sus palabras serviciales a mi disposición.

El día transcurrió más lento de lo que me hubiera gustado. Al parecer el rey había salido, no sabía si de caza o de misión diplomática. No sabían aclarármelo o bien no querían decírmelo. La reina madre sí que se había esfumado como el humo, ni sus damas ni el consejero del rey sabían decirme donde se había metido. Mientras que ellas me advertían que se encontraba en cama, un poco indispuesta, el consejero del rey me dijo que se había ido con su hijo a una misión diplomática con el obispo de no sé dónde. No recuerdo muy bien la excusa que me dieron. Pero recuerdo esa sensación agridulce que me había dejado aquel escondite.

Decidí pasar el día en la biblioteca durante las horas de más calor, leyendo y haciéndome una idea del tipo de colecciones que aquella inmensa sala almacenaba, y cuando el sol remitió, salimos Joseline y yo a dar un paseo por los jardines de palacio. Le pregunté a ella, si sabia donde se escondía el rey. Ella sabría la verdad, y lo único que quería saber es si me daba una excusa, como los demás, o me decía la verdad. Se encogió de hombros, haciéndose la ingenua.

—No lo sé, mi señora. Mi padre no me ha sabido decir nada al respecto. —Como no dije nada, ella continuó—. El rey suele salir de caza mi señora, más a menudo de lo que le gustaría a su madre.

Yo sonreí para mis adentros. Acababa de decirme la verdad. Lo sabía, lo reconocí en el tono de reproche con que había soltado aquello. Me sentí terriblemente mal por verme reflejada en ella. Era una amante despechada, como yo. La caza era un amor, al parecer, más fuerte de lo que éramos nosotras para él. O tal vez, hubiera realmente una tercera mujer. No me extrañaría que el rey se hubiese perdido entre las faldas de alguna cortesana en el peor burdel de la capital.

Comí y cené sola en el gran salón. El asiento del rey permaneció vacío todo el día. Cuando oscureció, hice llamar a Juan a mis aposentos. Por suerte lo encontré en palacio. Le esperaba con una copa de vino tinto y unos pasteles. Mientras hacía tiempo, había estado leyendo un volumen de historia que me había encontrado en la biblioteca. Cuando llegó, me besó el dorso de la mano y se sentó a mi lado.

—¿Qué tal vuestro día, mi reina?

—Aburrido. —Murmuré y él miró alrededor. Solo encontró a Amanda sentada en un extremo de la sala, escribiendo algunas cartas para su familia. Yo la miré también y cuando volví el rostro hacia el conde, él esbozó una sonrisa confusa.

—¿Y Manuela?

—Haciendo de las suyas por ahí...

—¿Y Joseline?

—La ha hecho llamar su padre. Al parecer han recibido unas misivas de unos familiares. Sabe Dios… —Suspiré—. Prefiero no pensarlo. ¿Qué habéis hecho vos durante el día?

—Me he reunido con varias personas, mi reina. —Dijo y acercó su silla más cerca de la mía—. He visitado a…

—¿Dónde está el rey? —Pregunté, a lo que él dio un respingo y se irguió en su asiento.

—Partió esta mañana a primera hora. Ha llegado hace veinte minutos. Salió hacia su coto de caza al este.

—¿Ha ido solo?

—No mi señora, ha ido con el hermano de su… —Se mordió la lengua, imagino que hasta hacerse sangre, para complacerme—. Con François de Armagnac. Y con un amigo de ambos, Oliver Prims. Un inglés que se encuentra en París desde hace un par de años por cuestiones diplomáticas. Los han llevado dos cocheros, cuatro pajes y dos solados.

—¿Ese tal Oliver es soldado?

—No mi señora. Solo es un… truhan.

—¿Un truhan?

—Se da la buena vida en París, nada más que eso.

—No subestiméis a alguien que parece despreocupado, conde. Vos solo erais alguien que se daba la buena vida en Madrid. —Él sonrió, ladino—. ¿Han regresado ya, decís?

—Hace una media hora, mi señora. Han cazado dos corzos, por lo que me han dicho.

Yo suspiré, aliviada.

—Si fuerais un perro os daría una palmadita en el lomo.

—Hum… —Musitó, imaginándose aquello con evidente satisfacción.

—No creo que a su madre le hagan gracia estas salidas al campo. —Dije—. Creo que se toma sus responsabilidades del gobierno muy a la ligera.

—O puede que su madre le incite a ello. —Dijo—. Puede que su hijo resulte un estorbo para sus ambiciones. Y para las del consejero. Puede que aliente a su hijo a llevarse al rey lejos los días en que se deciden cosas. –El conde pensó dos veces lo que había dicho—. Aunque no se ha reunido el consejo. La reina también ha estado ausente.

—¿Dónde ha estado…?

—Eso no lo sé, mi señora. —Admitió con humildad—. Pero haré por enterarme.

—No os preocupéis. Ya tengo a Manuela con ello… —Dije y él alzó las cejas, sorprendido.

—Habéis desplegado la artillería pesada. —Susurró—. ¿Y si os traiciona, mi señora? ¿También la mandaréis a la orca?

—Confío en que si ella se plantea si quiera traicionarme, vos lo descubriréis…

—¡Ah! Mi señora, ya os pillo el juego. ¿Le habéis pedido lo mismo a ella? Que ponga un ojo sobre mí, por si acaso…

—Una mujer precavida vale por dos.

Aquella noche, pasadas las once, el rey se presentó en mi alcoba. Manuela lo recibió y lo acompañó hasta el dormitorio. Estaba aseado y olía a jazmín. Se disculpó, pues le habían debido llegar noticias de que había estado preguntando por él. Me dijo que se había ido de caza con François y Oliver, un amigo de este. Al principio se animó contándome sus hazañas contra los elementos y los animales, pero al creer que aquello no era de mi interés, desistió con un suspiro.

—No deseo aburriros, mi señora. —Dijo, sentándose de espaldas a mí en el borde de la cama, mientras se deshacía de sus zapatos.

—No me aburrís en absoluto. También me apasiona la caza, aunque no la practico con la frecuencia que me gustaría.

Él se volvió y me miró por encima de su hombro.

—La caza no es entretenimiento de mujeres, mi reina.

—Lo era para Diana, la diosa. También lo es para mí. Practico la cetrería desde los diez años. Tenía un halcón precioso allí en España. Y solía ir con mi tío a cazar perdices cuando era temporada. La caza mayor se la dejaba a mi padre, por supuesto. Pero un día en el campo es muy beneficioso para la salud.

—Eso… eso es cierto. —Dijo, sin querer ahondar en el tema.

—¿Podremos ir de caza juntos, en alguna ocasión, alteza?

—¿Juntos? —Preguntó y yo sonreí. Asentí y el asintió justo al mismo tiempo. Lo estaba considerando pero no encontraba una razón para no hacerlo.

—Bien, sí, algún día iremos.

—Bien.

Después de desvestirse se metió dentro de la cama y se dejó caer sobre el almohadón. Parecía exhausto por el día de caza pero al mismo tiempo tenía los ojos abiertos y enfocados en algún punto de las telas del dosel.

—Mi señor. —Murmuré—. Si por esta noche deseáis descansar, está bien. Mañana podremos intentarlo de nuevo. O si preferís…

—No, no Isabel. —Suspiró y se irguió para ponerse sobre mí—. Está bien.

Yacimos por alrededor de unos veinte minutos. Seguía doliendo y mi entrepierna escocía. Sentía sus dedos por todas partes, y su boca se vio libre para besarme y pellizcarme con sus labios y sus dientes. Me abrazó con fuerza cuando eyaculó y se apartó de mí, con la frente perlada de sudor y los labios rojos y brillantes.

Pensé que se quedaría a dormir, como el día anterior, pero se sentó al borde de la cama, se hizo con un pañuelo que tenía a mano y se limpió el miembro y la frente. Comenzó a vestirse cuando volvió la vista atrás para mirarme. Yo le observaba y tal vez era aquello lo que le había sobresaltado. Sonrió, incómodo y se puso el jubón.

—¿Sabéis, mi reina? Mañana por la mañana llegan a palacio unos pintores de tapices. Deseamos redecorar el gran salón y me gustaría que presenciarais los preparativos. Y que revisaseis los bocetos que los pintores de cartones tienen preparados. Tal vez quisierais introducir algunos cambios.

Yo asentí a su petición. Me sentí bien al creer que el rey estaba encomendándome aquella tarea. Pero cuando al día siguiente llegué al gran salón, el mayordomo real ya se estaba ocupando de aquellos pintores y de los diseños. Me recibieron con los brazos abiertos y con muecas de alegría, pero al mismo tiempo pude notar que mi presencia allí no era más que un estorbo para que las negociaciones no llegasen con rapidez a un acuerdo.

Al día siguiente devolví el libro de historia al bibliotecario y le pregunté, cuándo podría usar aquella estancia oculta detrás de las vitrinas. Él, alarmado y algo atemorizado me dijo con suspicacia:

—Mi señora, os he revelado que existe esa estancia para que os quedaseis tranquila respecto a vuestros libros, pero solo la reina madre usa esa habitación. Nadie más debe saberlo.

Aquello estaba empezando a hastiarme. Cada día encontraba murallas que no podía sortear y me hacía sentir un estorbo. Cuando al día siguiente el rey se presentó en mi alcoba, intenté mostrarme mucho más dispuesta y acogedora. Le rodeé con mis brazos, gemí para su satisfacción y le contuve con mis piernas. Le besé el rostro y los hombros y cuando terminó, cayó a mi lado, exhausto. Me miró, divertido, como un niño que ha realizado una travesura. Yo sonreí y después se acurrucó con su nariz sobre mi hombro. Durmió plácidamente toda la noche, para mi sorpresa. Yo misma me desperté y me levanté una hora y media antes. Me puse una bata alrededor del cuerpo y me senté al escritorio para redactar unas misivas. Aún era de noche cuando él se despertó y se incorporó algo desorientado sobre la cama. Al verme a lo lejos pareció dudar y después se sentó al borde de la cama y comenzó a vestirse.

—¿Vos dormís? —Me preguntó y yo sonreí.

—A veces…

—¡A veces! El sueño es muy importante mi señora. Las embarazadas duermen un montón.

—No estoy en cinta, mi rey. Aún no lo estoy.

—Ya… ya lo sé… —Dijo y mientras se ponía los zapatos, suspiró—. Mi señora. Ayer me llegó una carta del obispo de París. El hombre que ofició nuestra boda. Desea que os paséis por la catedral para hablar con vos. Desea consultaros no sé que de unas donaciones, y unas consultas sobre nuestro enlace. Ya sabéis, las cosas de los sacerdotes.

—¿No puede venir él aquí?

—Ya lo visteis, es más anciano que Matusalén. Y un señor bastante orgulloso. Nos lleva dando problemas bastantes años, desde que es obispo. Se le ha subido el cargo a la sesera y se cree con la autoridad de hacer ir y venir a su antojo a quien sea. Imagino que tendréis el talante de hacerle entrar en razón: la corona no está para dar donativos innecesarios.

—¿Qué donativos?

—Dice que quiere restaurar algunas vidrieras que se han roto, y también unas obras en un convento de los penitentes de no sé qué orden en no sé donde… —Se puso en pie y se acercó a mí, posando su mano sobre mi hombro y mirándome con dulzura—. Hacerle ver que la corona no puede permitirse ese gasto, no ahora mismo…

—Lo comprendo, mi señor. —Dije y asentí—. Iré a verle después del desayuno.

—Muy bien, querida. –Suspiró y me besó la frente, un gesto demasiado paternal para lo que me hubiera gustado. Al salir de la estancia Manuela ya estaba al otro lado esperando para entrar, asearme y vestirme.

Manuela, Joseline y yo llegamos a la catedral. Nuestro carruaje nos esperaron fuera y dos pajes se habían quedado custodiándolo, acosado por muchachos que ansiaban que les tirasen una moneda. Los espantaron a todos con amenazas. El obispo nos esperaba en el interior, encendiendo con un largo palillo de madera algunas velas de los pequeños retablos que decoraban las capillas.

—Alteza. —Murmuró el anciano al vernos. Dos o tres personas que se hallaban allí en la nave central se nos quedaron mirando, y al cruzar miradas, genuflexionaron—. Es un placer verla. ¿Cuánto ha pasado, una semana?

—Más o menos, padre.

—Es un placer, mi señora, teneros aquí de nuevo. ¡Una mujer tan casta como usted, tan pía y devota! El día del enlace no tuvimos tiempo de hablar, mi señora, pero ¿sabe que conocí a vuestro padre hace años?

—¿De veras? No me digáis.

—Yo era más joven que ahora, aunque os cueste imaginarlo, y vuestro padre era un muchacho que apenas tenía una pelusilla en el rostro. Yo era seminarista en Barcelona y vuestro padre…

Aquella historia, inventada o no, no deseo reproducirla aquí porque no tiene mayor importancia. Pero me dejó caer en varias ocasiones que mi padre había tenidos siempre un férreo compromiso con la iglesia y había sido conocido por sus obras de caridad y su interés en perfeccionar, a base de donativos, los entresijos burocráticos de la santa madre iglesia. Yo asentí a todo con una sonrisa más complaciente que satisfecha.

—Esta catedral nuestra se conoce por sus hermosas vidrieras pero el paso del tiempo erosiona hasta los mejores monumentos, incluso si son en conmemoración de nuestro amor por Dios.

—¿Habéis pedido presupuesto para el arreglo?

—Ah… oh, no mi señora. Aún no hemos pedido presupuesto. Pero hemos calculado que entre los andamios y… ¿Por qué no vamos mejor a mi despacho, señora? Allí tengo el papeleo y estoy seguro de que este no es el mejor sitio para…

En la nave lateral, un muchacho ataviado con un jubón oscuro y unos pantalones largos se arrodilló delante de un pequeño retablo dedicado a la ascensión de la virgen. Una jovencita, rubicunda y pálida ataviada con un manto azul era alzada hacia el cielo por dos angelotes, mientras otros dos querubines la coronaban con una reluciente tiara dorada. El muchacho se había inclinado con sus rodillas al suelo y tras juntar sus manos en un gesto de rezo, volvió su rostro en mi dirección. Reconocí sus ojos castaños y sus mejillas henchidas. Los rizos oscuros escapaban de un gorro de fieltro ajado y sucio. Una de sus manos se posó en el suelo y hurgó unos instantes en una grieta de los adoquines.

Tras santiguarse se incorporó y salió de la catedral, no sin antes lanzarme una mirada de soslayo y una sonrisa endiablada surgió de sus labios.

—…Los vidrieros no se pondrán con la fabricación hasta no haberles asegurado que tenemos el dinero para…

—Sí, es mejor que vayamos a su despacho, eminencia.

Él hombre sonrió, más satisfecho que un niño ante un dulce y salimos de la nave central para conducirnos a una portezuela abierta en la nave lateral. Antes de llegar a ella, a la altura del retablo, fingí un tropiezo y puse mi mano sobre aquella grieta. Un papel sobresalía de ella y no me costó nada hacerme con ello.

—¡Alteza! Dios mío, ¿estáis bien? –Exclamó el obispo. Para entonces Manuela ya me tenía asida de un brazo y Joseline tiraba del bajo de mi vestido, pensando que me lo había pisado.

—He tropezado con uno de los adoquines levantados, disculpe…

—¡No hay nada que disculpar! ¿Necesitáis un doctor?

—Solo ha sido un traspié, eminencia, mi dama me ha levantando antes de llegar al suelo.

Tras varios minutos de verborrea accedimos por unas escaleras a una habitación mohosa y con olor a vino rancio. Tenía un ventanuco que daba a ninguna parte y un escritorio tras el que se sentó. Mis damas quedaron fuera como yo les había pedido y el hombre se dejo caer sobre el asiento con un quejido.

—Le voy a ser sincero, alteza. No estamos pasando por nuestros mejores momentos. Muchos de los ciudadanos de esta ciudad están en el norte, y las mujeres, como es lógico, han ahorrado hasta la última moneda para dar de comer a sus hijos. No deseo pedirles a ellos un donativo más del que puedan dar. Las personas de esta ciudad son gentes temerosas de dios, pero más temen al hambre y a la muerte, y yo lo comprendo. Por eso me gustaría pedirle, alteza que…

Desdoblé sobre mi vestido el pequeño pergamino que tenía en la mano. Lo hice en silencio y cuando estuvo desplegado, lo leí. Solo había un par de palabas escritas, con una letra que yo ya conocía. El obispo siguió hablando durante dos o tres largos minutos hasta que sentí la sangre llenarme el interior de la boca. Me había mordido con fuerza el interior del carrillo, por no morderme la lengua o alguno de mis dedos. Contuve mi rabia como buenamente pude y cuando mis nervios no soportaron más me puse de pie y me conduje fuera del despacho sin mediar una sola palabra.

Joseline y Manuela dieron un respingo pues debí sorprenderlas en medio de una conversación. Ambas se volvieron hacia mí y con cara de pasmo miraron hacia el interior, topándose con la expresión demudada del obispo.

—Vámonos. —Ordené. Ellas me siguieron con sumisión como estaban acostumbradas a hacer. Llegamos afuera y nos subimos al carro. Aunque me preguntaron, no medié una sola palabra con ninguna de ellas. Manuela parecía curiosa pero Joseline inquieta. Ella sabía por qué estábamos regresando al palacio y me satisfacía saber que daba señales de impaciencia.

Cuando llegamos a palacio, ella estalló.

—¿A dónde vamos, mi señora? Tenéis mala cara, mi señora. ¿Deseáis que os preparen la habitación para descansar? Tal vez no os haya sentado bien el desayuno.

—No, no me encuentro nada bien, querida. —Suspiré y ella pareció aliviada. Nosotras subiremos a mi habitación, ve a pedir a la cocina que te preparen una infusión de menta. Tengo el estómago del revés. —Le dije, a lo que ella pareció dubitativa. E insistió en acompañarme ella misma al dormitorio—. No voy a repetírtelo, muchacha. Ve a la cocina, o si no, le diré a tu padre que has desobedecido una orden tan simple como prepararme un té.

Ella salió corriendo, sabiendo que se dirigía a una trampa. No me importó lo más mínimo. Cuando desapareció de mi vista agarré de la muñeca a Mariana y la conduje en dirección opuesta a mis dormitorios.

Llegamos por unas escaleras hasta el primer piso y después torcimos a la derecha. Cuando nos estábamos acercando a una gran puerta de caoba tallada con enredaderas, esta pareció abrirse ante nuestra presencia, pero no era así. Nosotras nos detuvimos justo enfrente, para ver salir en fila primero al consejero del rey, después al embajador inglés, a François de Armagnac, la reina madre y por último al rey, que no llegó a salir del todo. Se quedaron alrededor de la puerta observándonos. Nos miraron con la sorpresa de un niño al que han descubierto en medio de una travesura.

No dije nada, me quedé allí plantada como si hubiera estado todo este tiempo ahí, quieta y en silencio. Aquello pareció atemorizarles lo suficiente como para despedirse de mí con una reverencia y marcharse en silencio. El consejo se estaba reuniendo sin mí, y no solo eso, me habían estado alejando de la idea de participar con excusas banas y excursiones infantiles. El rey contuvo la puerta con una mano. Mirándome con asombro y susto. Pero al mirarme una segunda vez, mudó su expresión a una de orgullo y suficiencia. Su madre se había quedado dentro y él, volviendo a dejarme fuera, cerró en mis narices aquella puerta. 



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Personajes nuevos:

OLIVER PRIMS: Inglés, residente en Francia, Amigo íntimo del Rey Enrique III y el capitán general François. 


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