UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 19
CAPÍTULO 19 – UNA PESADILLA
Nunca hubiera esperado que el recibimiento en la corte francesa fuese abiertamente hostil, y menos teniendo en cuenta quién era yo. Pero cuanto más lo pensaba más creía que un enfrentamiento cara a cara hubiera sido mucho más agradable y sincero. Los engaños a los que me habían estado sometiendo aquella primera semana desde nuestra boda, eran a mi parecer imperdonables. Pero no merecía la pena discutirlos.
Era justamente por eso por lo que hubiera preferido un enfrentamiento sobre mi lugar en aquella corte. Perfectamente podrían escudarse en la idea de que aquellas eran realmente las labores de la reina. Recibir a pintores y tejedores, encargarse de los donativos y las ofrendas a los pobres y a la iglesia. Tal vez entre mis tareas se encontrasen la de redactar el menú semanal o asegurarme de comprarle ropa nueva a las damas. Tal vez estuvieran todos mucho más contentos si me dedicase a expoliar las arcas del reino para comprarme bonitos zapatos y vestidos a la moda.
Pero una cosa estaba clara, nadie quería que interviniese en el consejo, y mucho menos que librase una batalla sobre mis derechos, exigiendo un puesto en él. Me habían distraído con caramelos durante varios días, como a una niña que no quiere tomarse su medicina. Pero discutirlo lo serviría de nada, habían estado años sin una reina, y todo había funcionado la mar de bien, toda la estructura burocrática ya se había adaptado a este espacio vacío en la corona. Por no pensar en cuáles serían las obligaciones de mi predecesora. Seguro que su último año de vida se lo pasó postrada en la cama, y el anterior, de igual forma a causa del embarazo.
Toda la maquinaria rechazaría mi presencia. Me costó hacerme a la idea, lo reconozco, porque me había hecho unas ilusiones que al parecer serían vanas. Pero ilusiones al fin y al cabo. Y desheredarme de ellas me llevó varias horas de reflexión intensa.
Me convencí de que debía hallar el modo de influir de alguna manera. No era ya una cuestión de orgullo. Perfectamente me hubiera dado a la buena vida, sin preocupaciones. En mi tierra natal tomé el control del gobierno no solo por las ausencias de mi padre, sino por la falta, durante años, de un heredero a la corona. Era mi obligación. Y aquí parecía no serlo. Sin embrago no paraba de pensar en la promesa que le había jurado a François, y en lo que mi padre esperaba de mí. Tal vez el gobierno francés no deseaba mi presencia pero yo estaba allí, y debía poner mi grano de arena. Si conocía la solución de los problemas, debía compartirla. Pero la gran pregunta que no me dejaba dormir era… ¿tal vez no deseaban una solución?
Aquellos pensamientos me mantenían en vela durante la mayor parte de las noches. Incluso cuando el rey yacía conmigo, él se iba al rato y yo me quedaba mirando las sombras fantasmagóricas que formaban las velas encendidas. Una de aquellas noches pares en que el rey no tenía la obligación de yacer conmigo, me mantuve durante horas al escritorio. Aduje un dolor abdominal para que me trajesen la cena a mis aposentos y después de la cena y un par de copas de vino me puse a escribir. Redacté una carta a mi padre, comentándole mis dudas y temores. No recuerdo muy bien qué le dije pero le hablé del tema de no formar parte del consejo y de que todos los que tomaban el control del gobierno me quieran mantener entretenida con quehaceres propios de una princesa. Me desahogué y cuando terminé de escribir, lancé la carta a la chimenea. No deseaba compartir mis dudas con él, solo por no preocuparle. Sabría qué me contestaría, y no deseaba perturbar sus pocas horas de sueño con problemas tan lejanos.
Me prepararon un baño, me asearon y después de que mis damas se hubieran acostado volví al escritorio. Había mandado a Joseline traer de la biblioteca un tratado sobre trabajos geográficos de la capital, últimas reformas llevadas a cabo, y estudios urbanos que se habían planteado realizar. Ella se rió, diciendo que era una lectura muy pesada para las horas previas al sueño. Ignoré el comentario.
Serían más de las doce y media cuando hallé entre las páginas sueltas de aquellos mapas y estudios, una hoja en blanco. Era del tamaño de una octavilla, de papel grueso y blanqueado. Demasiado nuevo como para que formase parte de aquellos estudios. Pero no estaba en blanco, en el reverso hallé las directrices de un escueto mapa improvisado. La línea era irregular, y parecía trazado a mano alzada. Igual al mapa del tesoro que dibujaría un niño. La tinta era negra o parduzca. Marcaba un recorrido totalmente extraño y sinsentido. No había más orientación que una flecha que parecía indicar el comienzo del recorrido y el final, designado con una cruz. Lo dejé pasar, y continué mirando los mapas de la ciudad… pero…
Regresé al plano. Cerré todo lo demás y me quedé mirando aquello. Había dos localizaciones, o dos estancias, dos zonas bien delimitadas, cuadrangulares, cada una en un extremo del papel. Entre medias, un recorrido algo serpenteante, que en un principio me pareció corto pero que portaba indicaciones precisas. 20 pasos, 5 pasos, 30 pasos… era realmente el mapa de un tesoro.
Olí el papel. No era reciente, a pesar de lo que me hubiera parecido en un primer momento. Tenía varias dobleces, aunque yo lo había encontrado desplegado. Lo miré a través de la luz de una de las velas, no hallé nada más escondido. Entre todos aquellos detalles, escuetos y extraños, uno más se me atojaba peculiar. Desde la estancia donde había dibujada una flecha, el comienzo del recorrido, habían dibujado a lápiz un pequeño abalorio. Como un circulo solar celta, o un botón. Una flor geométrica. Parecía la cabeza de un remache o algo parecido. No me había parecido ver aquello jamás. Y me sentí tentada de levantar a Manuela para preguntarle si sabía a qué venía rodo aquello. Incluso llegué a imaginar que el propio bibliotecario me había querido mandar aquel juego. Pero me reí ante aquello. No tenía sentido.
Pensando que mi mente se estaba desbocando dejé todo allí y me metí dentro de la cama. Me arropé y me recordé que al día siguiente debía preguntarle a mis damas si sabían qué podría significar todo aquello. Pero entonces, mirando de lejos el Jardín de las delicias, pasó por mi mente una idea descabellada. Totalmente hilarante y desproporcionada. Me levanté al instante y alcancé de nuevo el mapa. El inicio del recorrido no era un cuadrado perfecto, como no lo era tampoco la estancia final. Tenía una forma rectangular con esquinas y recovecos. Con tres líneas más gruesas en uno de sus laterales. Era mi gabinete, con sus tres ventanas.
Me puse una bata sobre los hombros, encendí una vela que estaba ajustada en una lamparita y salí del dormitorio. La habitación donde mis dos damas dormían estaba completamente a oscuras y alzando la vela pude distinguir a Manuela hecha un ovillo debajo de las mantas. Pero la cama de Joseline estaba vacía. Deshecha pero con un cuerpo ausente. Me sentí tentada de despertar a Manuela pero por una vez decidí no involucrarla en esto. Me conduje hacia el gabinete y cerré detrás de mí para no molestar a la pobre muchacha. Todo seguía a oscuras, y reconozco que una parte de mí deseó encontrarme allí con Joseline, al menos aquello la habría justificado. Pero yo ya sabía dónde se encontraba.
Abrí el mapa, y situándome con las ventanas a la derecha me conduje hacia el extremo de la habitación. Frente a mí se extendía un tapiz grueso y hermoso con paisajes boscosos y escenas bucólicas. Lo palpé sin notar ninguna diferencia. La pared se extendía al otro lado y por mucho que hiciese presión, nada parecía ceder. La presencia del tapiz hacia de filtro para cualquier tipo de sonido. Abrí el mapa, y busqué por todas partes aquella especie de botón. No lo hallé ni si quiera en los dibujos del tapiz. Así que me incliné hasta acuclillarme en el suelo y pasé la vela por el borde inferior del tapiz. Temí quemarlo, así que no acerqué demasiado la vela, pero no hizo falta, una suave y fría brisa que se colaba por un punto del rodapié, agitó la llama como si la hubiesen querido apagar.
Pasé mi mano por ese punto, y sentí la ligera señal inequívoca de que una estancia se abría al otro lado. Fría y húmeda. Procurando que la vela no se apagase, acerqué aún más la llama y distinguí que la parte inferior del tapiz estaba ligeramente despuntada. Alguien había sacado las puntas que unían el tapiz a la pared y en su lugar habían dejado solamente un extremo sellado a la pared, con un feo remache oxidado. No me costó nada quitarlo de su sitio y levantar toda una sección del tapiz. Para mi sorpresa, debajo se escondía una pintura al fresco, estropeada por el evidente paso del tiempo y la presión del tapiz sobre ella. La pintura estaba dividida en secciones por unos feos dibujos geométricos a modo de marcos, ligeramente resaltados con molduras en escayola que apenas levantaban varios milímetros de la pared, algo imperceptible a causa del tapiz.
Palpé casi a ciegas, con la yema de mis dedos mientras sujetaba el mapa con los labios y la vela con la misma mano cuyo brazo estaba sosteniendo el tapiz. Distinguí varios de los motivos que había dibujados en el papel. Eran rosetones del tamaño de una medalla. Los empujé, los intenté girar o intenté mover, pero ninguno de ellos cedió, hasta que uno a la altura de mi vientre cedió balo la fuerza de mis dedos, y aunque se rehundió en la pared con un silencio casi sepulcral, no conseguí que la pared cediese. Al cabo de unos segundos hallé le modo, girando el rosetón hacia la derecha, a modo de resorte. La puerta cedió y se abrió tan sigilosamente como si no hubiese ocurrido nada.
Accedí a un descansillo, un estrecho espacio a oscuras que desembocaba por unas escaleras. Abrí el mapa, aún dentro de mi gabinete y ahí lo indicaba, unas escaleras de 10 escalones. Para asegurarme de que Manuela, si se levantaba, no descubría aquel pasadizo, pasé al interior, coloqué con inusitada facilidad de nuevo el tapiz y empujé con suavidad la puerta. Ante la presión, la puerta se colocó en su sitio y la clavija se encajó sola. Súbitamente sentí el pánico de haberme quedado atrapada en un laberinto sin fin, y no poder regresar. Miré detenidamente la puerta desde este lado. Había un tirador, desde donde podía ejercer la fuerza y el movimiento para volver a acceder a mis aposentos. Aquello me dejó más tranquila. O tal vez no. Quien quiera que estuviese al otro extremo de este recorrido también podía acceder a mis habitaciones, pasando totalmente desapercibido.
Es una extraña sensación la de adquirir un poder sabiendo que el contrincante también lo tiene ahora. Es una ventaja que no sirve de nada.
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Me temblaban las manos. Mi respiración entrecortada se oía por aquel estrecho pasadizo. Reconozco que estaba más nerviosa de lo que hubiera admitido y aunque quería encontrar el valor para bajar aquellas escaleras, me costó hallarlo. No se veía nada, todo estaba en tinieblas y me preocupaba seriamente andar durante demasiado tiempo y que la vela se consumiese antes de haber podido regresar.
Pero eso no era lo peor. Toda aquella oscuridad se colaba en mis pensamientos más perturbadores, haciéndome imaginar las peores de las desgracias al otro lado del recorrido. Tomé aire y con la mano temblorosa baje la vela todo lo que pude hasta que se atisbasen los escalones. Baje con una mano sujeta a la pared. Fueron exactamente diez escalones.
Para cuando llegué abajo me di cuenta de que mis pasos habían resonado por todas las frías paredes alrededor. Eso me calmaba. También el sonido de mi respiración. Era lo único que se oía, eso y el crepitar de la vela.
Desplegué el mapa y me aseguré de seguir el recorrido marcado. Pedía que continuase recto durante unos cuantos pasos y después girase a la derecha. Mi sorpresa fue mayúscula cuando llegué a aquel cruce. No era una curva, era una bifurcación. Otro camino oscuro y recóndito se extendía a la izquierda. Lo alumbré pero la luz de la vela no llegaba más allá que unos metros. Entonces sí que sentí el verdadero terror de perderme en aquel laberinto. Miré detrás de mí y sentí que necesitaba una buena estrategia. Así que alumbré la pared de piedra a la altura de mis ojos y con la yema de mi dedo me hice con parte de la cera derretida de la vela, para manchar de blanco aquella piedra gris. Parecía una lágrima de perla en medio de un sillar. Aquello, mientras tuviese luz, sería útil. Pero si me quedaba a oscuras no sabría si sería capaz recorrer de nuevo el camino de regreso.
Continué tal como indicaba el mapa. Treinta pasos hacia delante. Luego a la izquierda, diez pasos y de nuevo a la derecha otros treinta. Intenté situarme mentalmente para saber en qué parte del castillo me hallaría. No quería caer en la fantasía de que aquello era un mundo paralelo, alternativo, fantástico, que me conduciría adentro de los infiernos. Aquellas paredes colindaban con las estancias del castillo, pero no llegaba a advertir cuales. Por la dirección que había tomado, creía que me estaba dirigiendo al ala este del palacio. Pero nada podía garantizármelo.
Pasados quince o veinte minutos, llegué a unas escaleras que el mapa me pedía ascender. Estaba al final de mi recorrido. Aquello me alegró sobremanera, eso significaba que no me había perdido. O si era así, al menos había conseguido dar con el final de uno de los caminos. Muchos otros recorridos se habían abierto a medida que había ido caminado, pero los había dejado pasar, aunque una pequeña parte de mí había querido adentrarse y explorarlos. Una ínfima parte de mi ser deseaba perderse para siempre entre aquellos pasadizos, y ser de por vida el fantasma de la reina que se había desvanecido de su cama, y ahora atormentaba a todas las generaciones futuras de los reyes de Francia.
Dejé mi calzado abajo, no deseaba seguir haciendo ruido. Le vela temblaba yo también. Subí despacio los escalones que llegaban hasta un corto camino de piedra que desembocaba en ninguna parte. Topé con una pared de roca. Pero mi confusión no duró demasiado tiempo. Un pequeño haz de luz se escapaba de uno de los laterales de la pared, a la altura de mi cadera. También los sonidos de unas voces, o unos murmullos. La hendidura en la piedra no era tal, no era piedra y tampoco una hendidura. Era el agujero de una cerrada en una puerta de madera.
Aunque hubiese querido imaginarme lo que me encontraría al otro lado, nunca hubiera creído presenciar algo parecido. Me arrodillé en el suelo frío y húmedo y dejando la vela a un lado posé el rostro sobre la cerradura. La habitación que se desdibujaba al otro lado era cálida y acogedora, estaba llena de velas e inciensos. Sobre una mesita había un frutero, una bandeja de dulces y una jarra de vino, con dos copas. A lo lejos, una cama con los doseles recogidos acogía a dos amantes en pleno acto. No sentí duda ni un solo instante. Joseline cabalgaba sobre el cuerpo del rey. Estaba completamente desnuda, empapada en sudor y vino, algunas de las frutas que había en la mesa habían pasado a la cama. Varias uvas y melocotones. Ella se retorcía y desgañitaba. El rey la sostenía por las caderas y gemía y se reía como no había hecho conmigo hasta entonces.
Mentiría si no dijese que sentía envidia y al mismo tiempo repulsión. Quería formar parte de aquello sin tener que realizarlo realmente. Me lamentaba no poder darle al rey lo que ansiaba, y si se lo proporcionaba, que me viese como lo que no era. Contuve el aliento todo el tiempo que estuve allí, lo que me pareció una eternidad. Me sentí mal al ser espectadora y al mismo tiempo poderosa por poder ver aquello y ser cómplice de aquel secreto hasta tales extremos.
Pero yo no era cómplice de nada, ni era un secreto para nadie. Tampoco mi presencia allí. La muchacha, aprovechando el clímax de su amante, volvió el rostro en mi dirección y me miró directamente al ojo. Sabía que tras la oscuridad de aquella cerradura se escondía mi rostro, oculto tras la pared. Al sentir que nuestras miradas se cruzaban sentí como se me clavaban espinas en la espalda, y todo mi cuerpo sufría un intenso dolor, como el veneno recorriendo mi torrente sanguíneo. La boca me supo a hierro, pues me había estado mordiendo la lengua y apreté los puños hasta hacerme daño con las uñas.
¿Ella habría preparado todo aquello para regodearse, para remarcar su verdadero poder sobre el rey y sobre todo para mostrarme que yo podía seguir sus órdenes como un cachorro bien entrenado? Si mi mejor baza era regresar y hacer como si nada hubiera sucedido, aquello me superaría. ¿Y qué otra cosa podía hacer? Sorprenderlos no supondría nada, y recriminándoselo no cambiaría su rol como amante del rey. Saberlo me proporcionaba esa ventaja estratégica del que sabe que tiene la batalla perdida, pero aún puede ahorrarse la muerte de algunos soldados más.
Cuando ambos cayeron en la cama, exhaustos, ella estalló en carcajadas y rebuscó medio melocotón que había perdido entre las sábanas y se lo ofreció como un pequeño néctar después del esfuerzo. Él lo mordió y en su mirada había pasión y picardía. Eso fue lo que más me dolió, ver que era feliz con ella.
Me hubiera gustado quedarme más tiempo, pero temía que ella decidiese que era demasiado tarde y me sorprendiese allí acuclillada. Así que me puse en pie todo lo silenciosa que pude mientras ellos hablaban calladamente y descendí las escaleras. Me hice con mis zapatos y con más prisa con la que me había llegado hasta allí deshice el camino hasta llegar a mi dormitorio. Me tentó la idea de atrancar la puerta y no permitir que regresase, o asegurarme de que se había quedado atrapada en aquellos laberintos y prenderles fuego.
Cuando ajustaba el tapiz de nuevo en su sitio sorprendí a Manuela, saliendo de su cámara con una vela en mano, algo agitada.
—Mi reina. —Dijo, llena de estupor—. ¿Qué hacéis ahí?
—Nada, querida. Me he desvelado y no podía quedarme quieta… —Ella no pareció del todo satisfecha pero tampoco replicaría—. ¿Y tú, que haces despierta?
—He oído un ruido aquí, y al ver que Joseline no estaba en la cama, he pensado salir para saber qué estaba haciendo. —Me miró de hito en hito—. ¿Dónde está la muchacha?
—No te preocupes por Joseline. –Ella preció aún más confusa. Pero no replicó nada. Me acerqué a ella y ambas nos metimos en la antecámara. Ella apagó la vela que tenía en su mano y se dispuso a volver a la cama pero yo la retuve.
—Dormid conmigo, amiga. —Murmuré. Ella se sobresaltó, y complaciente y divertida asintió y me acompañó hasta mi dormitorio.
—¿Queréis que me quede hasta que os durmáis?
—No. Quedaos hasta que amanezca. —Suspiré y ella asintió. Me abracé a su cintura debajo de las mantas y ella apoyó su mejilla en mi frente. Quise llorar en sus brazos, pero aquello habría suscitado ya demasiadas preguntas. Me contuve y bese su cuello y su hombro. Ella me arrulló y me acarició el cabello con sus manos.
—Que durmáis bien, no os dejaré levantar hasta que amanezca.
—Bien, buenas noches querida.
—Buenas noches, mi señora.
Ella quedó dormida casi al instante. Era una pequeña marmota. Yo no pude pegar ojo, pero el calor de su cuerpo era más confort del que merecía.
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