UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 17
CAPÍTULO 17 – LA NOCHE DE BODAS
Una escena tan íntima como nuestra noche de bodas no debería ser rememorada en estos legajos, pero no solo me parece un momento peculiar en mi vida, y en lo que fue nuestra unión, sino que de íntima tuvo poco. Como era costumbre, aquella comunión estuvo rodeada de testigos como medio de dar fe de que el enlace se había sellado ante los ojos de Dios y de los hombres con una consumación en toda regla. Una costumbre tan desagradable como necesaria.
Mis dos damas mayores y el resto de ellas correteaban de un lado a otro por mis estancias, perfumando la habitación, deshaciéndome del pesado vestido de bodas, acercando una palangana con agua fresca con pétalos de rosa. Un par de toallas blancas y algo de incienso. Mientras Amanda retiraba las sábanas y acomodaba los almohadones, Manuela me había quitado el camisón y me pasaba una toalla húmeda y cálida por todo el cuerpo. El agua estaba perfumada con lavanda y su calidez era tan agradable que consiguió relajar un poco mis nervios.
—No os asustéis mi señora. —Murmuraba Manuela, mientras me limpiaba los restos de sudor—. Será más rápido de lo que pensáis.
—¿Y si se pone nervioso y no consigue…?
—No importa. Dejadlo hacer a él. —Dijo Amanda—. No le miréis a los ojos, o lo intimidaréis.
—No le hagas ni caso. —Rió Manuela, pero con tono de reprimenda—. Si él no es capaz… dios no lo quiera, tocadle vos.
—¿Y si no quiere…?
—Debe hacerlo. No tiene otro remedio mi señora. Y si esta noche no conseguís yacer, tendrá que ser mañana. No penséis en lo peor.
—Oh, querida. —Suspiré—. Eso no sería lo peor.
Manuela levantó la mirada y me enfrentó con ojos acusadores, suplicándome que no me sumergiese en esos catastróficos escenarios.
—Sería poco decoroso sugeriros algunos juegos, con vuestra suegra mirando, ¿verdad? –Murmuró Amanda, casi en un susurro, pero no pudo evitar soltar una carcajada. Manuela tampoco contuvo la sonrisa. Yo me enfadé.
—Vuestras bromas me ponen aún más nerviosa, maldita sea. —Le arranqué el paño de las manos a Manuela y lo tiré al suelo. Volví a meterme en el camisón y me senté en la cama, para deshacerme de los abalorios que retenían mi cabello.
—Dejadme a mí, señora. —Dijo Manuela. Me templaban las manos y era incapaz de encontrar las horquillas por ninguna parte. Contuve algunas perlas sobre mis manos, en mi regazo. Ella fue quitando una por una y las depositó allí. Cuando terminó dejó caer mi cabello en varios bucles castaños. Los ahuecó con sus manos y me pellizcó las mejillas—. Habéis perdido el color, mi señora.
Llamaron a la puerta y Joseline introdujo la cabeza al interior murmurando:
—El rey espera, mi señora.
—Bien, hágalo pasar.
Volvió a cerrar detrás de ella y Amanda me besó la mejilla con fuerza. Manuela me besó la frente y ambas salieron de la estancia. Yo me allegué hasta el borde de las sábanas y me introduje dentro de la cama. Habían perfumado hasta las mantas, Dios mío. Frente a mí estaba el hermoso cuadro de las delicias, un verde refulgente, un rosa intenso, el cielo azul como en un hermoso día de primavera en el sur de España. Dios santo, que nerviosa estaba. No podía contener a mis dedos, que se aferraban con fuerza a las sábanas de algodón. Deseaba meterme debajo de ellas y acurrucarme, hecha una bola. Lloriquear y gritar. Pero al mismo tiempo, y aunque nunca lo hubiera reconocido entonces, una parte de mí estaba excitada por la curiosidad del momento.
Entró el rey, vestido tal como lo había dejado en el banquete. Ataviado con su jubón marrón y sus calzones blancos. Entró con gracia y decisión, mucha más de la que yo podía demostrar estando en ropa interior. Me cubrí hasta el pecho con las sábanas y le miré directamente a los ojos. Comprendí mi error al verlo titubear. Se quedó allí plantado a medio camino entre la puerta y la cama. Miró alrededor y me figuré que estaba pensando en su anterior esposa, pues eran las mismas habitaciones. Esperaba haberlas cambiado lo suficiente como para que no las distinguiese. O por lo menos para que el fantasma de su esposa no lo atormentase durante aquella noche. Y entonces su mirada recayó en el Jardín de las de las delicias, y esbozó media sonrisa.
—Alteza. —Murmuré y él volvió a mirarme y su sonrisa se desvaneció como un velo que cae de su rostro.
—Mi señora. —Suspiró y comenzó a desvestirse. Primero la capa negra que caía sobre uno de sus hombros, después el jubón y los calzones. Para cuando se estaba deshaciendo de su gorguera volvieron a llamar a la puerta y entró la comitiva destinada a presenciar el acto. Su madre, la reina viuda, el confesor del rey y el mío. También el consejero del rey y Juan de Tais. Aunque era un numeroso público agradecí que no estuviesen entre ellos mis damas, o después de aquello serían ingobernables. Pero la idea de tener a Juan mirándome, me avergonzaría mucho más que la presencia de la reina viuda. Un sacerdote y una mujer, no me suponían demasiado problema, pero que el conde y el consejero del rey estuviesen allí era en parte como yacer con ellos también, y sentí mi cuerpo tensarse.
Se colocaron al final de la habitación, dándole la espalda al cuadro de las delicias. El rey terminó de quitarse la gorguera y los zapatos, y en camisón y medias se introdujo en la cama. Sentí su cuerpo cálido a mi lado y después encima de mí. Los dos sacerdotes se habían puesto a rezar en susurros y el resto se mantuvieron en un silencio sepulcral que se volvía más incómodo medida que pasaban los segundos. A veces se oía el crujir de la madera del suelo, o un gruñido, o alguien que se aclaraba la garganta. Intenté no pensar en ello y concentrarme en el rey que se había encaramado sobre mí y sentí parte de su peso apoyado en mi pecho y mis piernas.
No era inexperto, de eso no me cabía duda. Se había colocado entre mis piernas con agilidad, y aunque estaba bastante nervioso por la novedad y la situación, su tacto no era de un muchacho ignorante. Me besó el cuello y el pecho por encima del camisón. Su cabello estaba suave y olía a jabón. Cerré los ojos cuando lo sentí rozándome las mejillas. Porque si los hubiera abierto hubiera atisbado la mirada divertida y sádica del conde mirándome desde lo lejos. Y al pensarlo, casi como un acto reflejo, abrí los ojos y mi mirada se enfocó con él un instante, el suficiente como para retractarme. Su mirada se mantenía al margen, perdida en algún punto del suelo de la estancia, y el gesto serio y solemne.
El rey se irguió un poco sobre mí y me abrió las piernas con una de las manos. Con la otra se apoyaba sobre los almohadones. Introdujo sus dedos dentro, y me miró al rostro sin verme realmente. Parecía concentrado y yo me mordí el interior de las mejillas. Me había sujetado a él, colocando mis manos en sus brazos o en sus hombros. Pero no parecía cómodo con ello. Tampoco con cómo estaba reaccionando mi cuerpo a su gesto. Parecía impaciente por terminar. Introdujo dos de sus dedos muy dentro, haciéndome dar un respingo y cerré los ojos con fuerza. Él hundió el rostro en el hueco de mi cuello y susurró.
—No os hagáis la inocente conmigo. Los dos sabemos que no sois una niña ya…
Aquellas palabras me hicieron llorar. No quería darle la satisfacción de mostrarme así frente a él pero aunque volviera el rostro en la dirección contraria, no evité que mis lágrimas brillasen al resplandor de las velas que nos rodeaban. Él miró, escéptico y sacó sus dedos de mí. Parecía satisfecho con aquello y se colocó para penetrarme.
Lo hizo despacio, volviendo a hundir el rostro en los almohadones. Yo contuve el aliento hasta que estuvo parte de él dentro de mí y cuando se detuvo, volvía coger aire. Me embistió para entrar por entero y se me escapó un gemido de dolor. Me agarré del almohadón, de las sábanas. No deseaba abrazarme a él aunque hubiera sido lo mejor. Mordí la manga de mi camisón y contuve el resto de aullidos que pugnaban por salir. Cuando se movía sentía la fricción crear un ardor tan desagradable como una quemadura, y a medida que continuaba, el dolor se volvía más y más incómodo. Me sentí febril a causa de la vergüenza que sentía con los ojos de todos mirándome, y pesando… “Vaya actuación más terrible”.
Salió de mí un instante para recolocarse y se ayudó de la mano para volver a introducirse dentro de mí. Después colocó su antebrazo al lado de mi cabeza para apoyarse y volvieron los movimientos dentro y fuera. Pero se detuvo un instante. Abrí los ojos desconcertada. Su rostro, que estaba por encima del mío, miraba con los ojos abiertos y la expresión mudada su mano por encima de mi cabeza. Yo volví el rostro. Había manchado el almohadón de sangre. Sus dedos estaban manchados con finos hilos de sangre rojiza. Intensa y brillante. Sentí como ardía mi rostro por la vergüenza. También mi entrepierna ardía. Mis pecho. Mi garganta a causa del llanto reprimido.
Se limpió la mano con las sábanas y suspiró. Retomó los movimientos. Detrás de él, el cortejo de espectadores se removió de su sitio, dando por finalizada la consumación. El confesor del rey se acercó a la cama y corrió las cortinas para dejarnos en nuestro cubículo de intimidad. Salieron de la habitación y el sonido de la puerta cerrándose me hizo sentir mucho mejor.
—Id un poco más despacio, mi señor. —Murmuré y él asintió a mis palaras. Sin salirse de mí se detuvo y me abrazó la cintura con sus dos brazos. Aspiró el aroma de mi pecho y me mordisqueó el cuello. Ambos nos habíamos estado conteniendo a causa de las personas que habían estado presentes. Él se volvió más complaciente y yo sentí que me había deshecho de una mordaza sobre los labios.
—¿Os duele? —Preguntó con su boca hundida en mi clavícula.
—Un poco, mi rey.
—Os acostumbraréis, os lo prometo. —Me dijo y levantó el rostro para mirar mi expresión, para saber cómo sus palabras caían en mí. Yo sonreí débilmente pero no podía evitar que las lágrimas resbalasen por mis sienes. Él las limpió con sus dedos y me besó las mejillas—. Perdonad mis palabras, mi señora.
—No os preocupéis. —Besé sus labios. Gesto que le pilló por sorpresa—. Continúa, Enrique.
Cuando terminó tembló por entero y se desplomó encima de mí, esto que me hizo soltar una risilla. A él pareció ofenderle mi risa pero cuando me miró al rostro se le pasó el enfado. Se tumbó a mi lado y ambos caímos dormidos al instante.
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Me desperté de madrugada, cuando todo estaba en silencio y solo se oía un ligero rumor en el exterior del palacio y la respiración del rey a mi lado. Quise revolverme, inquieta y adolorida como estaba pero me contuve. El rey parecía estar profundamente dormido pero cuando volví el rostro en su dirección, lo encontré despierto, con la mirada vuelta hacia las telas que cubrían los doseles de la cama y con gesto serio.
Al sentir cómo volvía el rostro en su dirección él me miró de reojo y al recaer en mí, volvió el rostro por entero, con un resoplido de comodidad.
—¿No podéis dormir? —Me preguntó.
—Tengo el sueño ligero, mi señor.
—Yo también. —Dijo y sacó las manos de debajo de las mantas y cruzó sus dedos sobre su pecho que bajaba y subía.
—¿Tenéis preocupaciones en la cabeza?
—Las propias de un rey, supongo. ¿Y vos?
—Las propias de una reina.
—Lleváis siendo reina solo unas horas, ¿y ya os he llenado la cabeza de preocupaciones?
—Eso me temo, mi señor. —Dije con una sonrisa pero a él no pareció divertirle. Volvió a resoplar.
—Os visitaré las noches pares, y las impares no. ¿Os parece bien?
—Como deseéis, mi señor.
—El médico de mi madre lo ha recomendado así, para que sean más efectivos los embarazos.
—Lo comprendo. —Y me volví de lado, aunque lo que deseaba era incorporarme y vestirme. Aún quedarían un par de horas hasta el amanecer.
—A las afueras de la ciudad, al norte, hay unos campos inmensos cerca del rio. Ya se han puesto en flor. Decidle mañana a vuestras damas que preparen el coche y pasad el día con ellas, almorzad allí. El tiempo ahora es excelente para una salida al campo.
—Eso sería una gran idea. —Le dije, aunque más bien me pareció una excusa trivial para hablar de algo. Como supuse, lo que realmente deseaba era marcharse, por lo que se incorporó y buscó su ropa entre la oscuridad.
—Si no os importa, mi reina, desearía volver a mis aposentos. Duermo mejor en mi cama, aunque puede que ya no coja el sueño.
—Lo que deseéis. —Asentí y yo también me incorporé en la cama. Vi como se vestía, y antes de salir de la estancia se inclinó sobre la cama, me beso el dorso de la mano, y realizó una escueta reverencia. Salió con paso sigiloso. Escuché sus pasos hasta que salió de los aposentos de mis damas y entonces salí de la cama para asearme.
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