UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 5

 CAPÍTULO 5 — EN EL TOCADOR

 

Una de mis damas posó un collar de oro con piedras engastadas sobre mi pecho. Solo lo sostuvo allí unos instantes para comprobar que aquél abalorio era adecuado en respecto al vestido, y a mi rostro. Los zafiros y las perlas brillaron acompasados por las pequeñas llamas de las velas que se repartían por toda la estancia. El día había amanecido grisáceo, las densas nubles de niebla comenzaron a bajar desde primera hora cruzando los cotos de caza y las montañas. Ni si quiera después de desayunar se había despejado la mañana. La luz, fría y triste que entraba por las vidrieras, no era suficiente para desenvolvernos, así que encendimos unas cuantas velas. Eso me hacía sentir extrañamente desorientada, hubiera preferido acostumbrarme a la tenue luz del día en vez de iluminar todo como en una fría tarde de invierno, donde el cálido haz de las velas anunciaba un recogimiento propio de la hora antes de la cena.

Un zumbido atravesó mis oídos y sentí un leve desvanecimiento, como el comienzo de una fuerte migraña. Una de mis manos se dirigió al arco de mi ceja y cerré momentáneamente los ojos, conteniendo un gemido lastimero. Mi dama Amanda apartó el collar de mi cuello y posó su mano sobre mi hombro, en un intento de reconfortarme.

—¿Os vuelven las migrañas?

—No te preocupes. —Suspiré, apartando la mano de mi rostro y enfrentando su mirada a través del espejo.

La muchacha me miraba con ojos oscuros y expresión inquieta, como quien teme un posible desvanecimiento, pero procuré erguirme lo suficiente como para demostrarle toda mi entereza.

—No he descansado adecuadamente.

—Nunca lo hacéis, princesa. —Suspiró con una sonrisa, casi como una reprimenda. Tenía el tono adecuado de una madre, siendo apenas una muchacha. Era unos cuantos años menor que yo, como la mayoría de mis damas, pero tenía la astucia de una gobernadora y la malicia de una cortesana. 


 

Posó el collar sobre un estuche de terciopelo y siguió rebuscando algo adecuado con lo que engalanar aún más mi cuello. Lo cierto es que toda aquella extravagancia no era de mi agrado pero a mis damas les encantaba adornarme y vestirme como a una muñeca cuando se daba la ocasión. Al principio no advertía qué podían ver de divertido en ello, pero con el tiempo comencé a observarlas a través del reflejo del espejo. Mientras una o dos de ellas me entretenían con galanterías y elogios, el resto se pasaban los collares y los anillos de mano en mano, y fingían ponérselos, y se miraban a través de pequeños espejos de bruja* que colocaban sobre los tocadores. Presumían unas delante de las otras posando mis vestidos sobre sus cuerpos y dando vueltas alrededor de la habitación levantando el vuelo de las faldas. Incluso la enana Manolita que había servido a la familia durante años, las animaba a reír más, escondiéndose debajo de los armazones de los vestidos. Cuando el jolgorio era demasiado evidente y sus carcajadas retumbaban por los pasillos del castillo, mi aya las hacía callar con un resoplido, como el atragantamiento de un perro. Para entonces yo ya había sucumbido a mis jaquecas.

—El color azul no os favorece. —Me decía Amanda mientras alzaba un collar de oro con esmeraldas sobre mi cabeza para rodearme el cuello con él. Pero yo me deshice de él con un gesto de la mano.

—El verde tampoco. No me gusta el verde.

—El azul sería el más apropiado. —Dijo María Manuela, mi dama mayor.

Yo la busqué a través del reflejo del espejo hasta encontrarla sentada al fondo de la estancia, en un pequeño diván, algo reclinada hacia un lado por la incomodidad del armazón del vestido. Sus ojos estaban puestos en mí con algo de recelo, pero con un tono de voz calculador, musitó:

—En honor a la casa de vuestro futuro marido: Azul y dorado.

Todas mis damas se sumieron en un silencio cortés, a la espera de una respuesta por mi parte. Sus palabras rondaron unos segundos mi mente, con su característico acento norteño. Asentí y mis damas se coordinaron para devolverme prontamente el primer collar que me habían probado. Mientras lo hacían no pude apartar la mirada de mi dama mayor, quien era la hija de un antiguo consejero de mi padre, que había caído en desgracia.

Del norte del país mi padre se hizo con un duque, general de infantería, que le había servido como consejero en las batallas que se habían desarrollado desde hacía diez años en los países de los lagos. El hombre llegó a formar parte del círculo más cercano de mi padre, y su hija me servía como dama mayor con la esperanza de encontrar para ella un buen partido entre los hombres que rondaban al rey. Pero hacía tres años, ante la sucesión de derrotas que se sucedían, el hombre se vio a si mismo relevado de su puesto y prefirió cambiarse de bando, haciendo de espía para el gobierno que regía las revueltas en los Países de los Lagos.

No solo abandonó a su rey, también a su hija, en manos de aquellos a quienes traicionó. Pero como se suele decir, Roma no paga traidores. Cuando el gobierno provisional establecido en nuestra colonia del norte obtuvo toda la información necesaria, se deshizo de él, en una emboscada que lo devolvía directo a mi padre. Fue ahorcado por traición. Su segunda esposa, con quien huyó al norte, fue decapitada. El ajusticiamiento fue público y mi padre y yo lo presenciamos. Su hija también.

Cuando se supo que su padre había cometido traición, ella me suplicó que la dejase marchar para internarse en un convento. Mi padre no estaba de acuerdo con aquel perdón y estaba convencido de que ella habría colaborado con su padre desde dentro del castillo. Yo no estaba tan segura de ello. Pero tampoco consideré que un convento fuese adecuado. Le impuse una penitencia aún mayor, servirme de por vida.

Ella me devolvía la mirada en el espejo, sin ningún tipo de pudor. Sabía en lo que estaba pensando. Siempre lo sabía. Ambas sabíamos qué imagen teníamos la una de la otra, pero a pesar de ello la estimaba más que al resto de mis damas juntas. Pues sabiéndose presa de por vida bajo mi mando, no temía a nada en absoluto. A veces conseguía encontrar desdén y malestar en su mirada. En ocasiones, aparecía ante mí con la expresión sería y la mirada perdida. Me imaginaba que pensaba y fantaseaba con un futuro que se le habría prometido y ahora ya no podría cumplirse, y en aquellos instantes podía comprenderla mejor que nunca. Fue justamente eso, comprensión, lo que en nuestras miradas se tradujo. Ella me veía ahora a mí presa de un destino que no aguardaba, y que implicaba una entrega aún más íntima, para una empresa aún mayor. Y me entendía. Y puede que yo empezase a entenderla a ella.

Amanda ajustó el collar y yo me acerqué al espejo. Coloqué un poco mejor las perlas que adornaban mi recogido y los pliegues de la gorguera. Después, con las manos un poco aturdidas recorrí los botones de oro que estaban cosidos verticalmente por el cuerpo de mi vestido. Cada botón tenía una perla, rodeada de una espléndida rosa dorada. El vestido, rodeado de la luz de todas aquellas velas, se veía de un tono marfil hermoso, haciéndome ver como una pieza de colección, algo más para el ajuar. Me atusé un ligero mechón sobre mi frente que había escapado al recogido y me recoloqué los anillos en mis falanges.

Cuando María Manuela apreció detrás de mí, el resto de damas se alejaron y continuaron con sus juegos de cámara, probándose mis pendientes y mis sombreros. Yo deslicé una mirada un poco insegura hacia la mujer que me miraba con superioridad y solemnidad desde detrás de mí en el espejo. Me miraba como alguien miraría a un enemigo que se muere, o a un amigo que parte a la batalla. Ella misma se acercó a los estuches donde se guardaban mis perlas y escogió un largo y hermoso collar de perlas y rodeó mi cuello con dos vueltas de este.

—Ahora se llevan así. Es la moda. —Dijo ella, aunque no muy convencida de que fuese de mi agrado. Yo no rechisté, así que lo dejó estar.

Un par de golpes en la puerta nos hicieron sobresaltar a todas las que estábamos en la estancia, incluso a mi aya que andaba en un rincón remendando unas medias. Yo me volví en mi asiento y di permiso a mi ayuda de cámara para entrar. Una moza morena y sonriente apareció por detrás de la puerta y me miró inclinando la cabeza en forma de saludo.

—La pintora ha llegado, princesa. —Murmuró, lo que creó un caos general en mis aposentos. Con un gesto del mentón di permiso a la muchacha para marcharse y yo me volví de nuevo al espejo. Era el momento de que la pintora de cámara de mi padre me retratase para enviar un presente a mi nuevo prometido. Odiaba toda aquella parafernalia, y mi jaqueca aumentaba con el barullo que mis damas formaban. Creo que les hacía mucha más ilusión deshacerse de mí un par de horas diarias que el hecho de engalanarme.

—Aun no. —Me pidió mi dama mayor, sosteniéndome por el hombro cuando hice el amago de levantarme. Ella buscó algún otro apoyo o taburete donde sentarse y lo atrajo hasta mi lado. Se sentó con algo de dificultad y rebuscó en un pequeño bolsito que portaba un botecito de nácar. Lo abrió frente a mí e introdujo la yema de su índice dentro. Cuando salió, estaba cubierta de un polvillo rosáceo—. Un poco de rubor te hará ver menos seria.

—Más joven, querrás decir. —Murmuré mientras ella pincelaba un poco del rubor sobre mis mejillas—. Se decepcionará al verme después de haber distorsionado tanto la realidad para un retrato.

—No se decepcionará de ninguna manera.

—Mientras no abras la boca, no podrás decepcionarle. —Soltó la enana, a lo que todas las damas soltaron sendas carcajadas. Yo ignoré aquello y miré de soslayo a María Manuela, que volvía a hundir el dedeo en el polvillo.

—Tengo mucho más que ofrecerle a mi esposo que belleza. —Dije, en tono autoritario, casi más para convencerme a mí misma que para intimidarla a ella.

—Sí, sobre todo juventud y lozanía. —Dijo por lo bajo Manolita y mi dama no pudo evitar que le temblase la comisura de su labio, en un intento por contener la risa.

—Yo tenía dieciocho años de edad cuando vine aquí a serviros. —Murmuró Manuela mientras mis damas se reían al ver cómo la enana se coronaba con uno de mis tocados de plumas—. Me casaron a los dos años de llegar, con el duque de Barcelona, recaudador de impuestos de vuestro padre. Hubiera dado lo que fuera por tener vuestra edad entonces, y vuestros conocimientos para saber afrontar mejor el carácter de mi marido, y poder serviros a vos y a vuestro padre como se esperaba de mí. O el valor para afrontar el repudio de mi propio esposo. Me hubiera gustado estar más preparada, tal vez para teneros en más alta estima, como os tengo ahora.

—¡La pintora espera! —Exclamó Amanda mientras hacía un vano intento por devolver las joyas a sus respectivos estuches y mostrarse deliberadamente responsable delante de mí.

—Estoy llena de sentimientos encontrados…

—Cargáis con un luto que no os corresponde. Y ahora además os cargarán con el peso de una corona que no esperabais. Vuestro futuro esposo también carga también un luto que no esperaba, y con una corona que no le corresponde. Tal vez tengáis la suerte de usar ese puente común para entablar una buena relación…

—Mi señora… —Murmuró de nuevo la ayudante de cámara—. La pintora se impacienta. Se ha puesto a recoger sus enseres…

—Amanda. —Me dirigí a hacia la muchacha que hacía un vano esfuerzo por arrancar de las manos de sus compañeras un par de guantes blancos. Extendí las manos hacia ellos y ella me los entregó con toda diligencia—. Ve, avisa a la pintora de que llegaré en unos momentos. Que no se impaciente.

La muchacha salió volando y con un gesto de la mano el resto la siguieron, obedientes. Después de que todas se hubiesen marchado y solo quedásemos mi aya, mi dama mayor y yo en la habitación, pude soltar un suspiro lleno de alivio. De nuevo me sostuve las sienes con ambas manos y presioné allí donde sabía que podía aliviar un poco la presión.

—¿Quieres que traiga al doctor?

—No es necesario. —Le dije al aya. Mi dama me lanzó una mirada cargada de coraje—. ¿Podrías hacerme un favor? Llévatelas lejos, a los jardines o a la biblioteca. No quiero que me molesten mientras estoy con la pintora.

—¿No preferís que me quede con vos? —Preguntó ella sonriendo, sabiendo que no era necesario sugerir aquello. Seguro que mis hermanos se pasaban cada dos por tres para hacerme compañía.

—¿Puedo saber si me acompañaríais al norte?

—Sois lo único en este mundo que me ata a la vida. Iré a donde vos vayáis, mi princesa.

—Bien. —Asentí y me incorporé. Ella imitó mi gesto y alejándose unos pasos de mí me miró de arriba abajo.

—Parecéis un ángel. —Soltó, con media sonrisa de satisfacción. Tal vez con algo de sorpresa—. Uno de esos que pintan los flamencos.

—Preferiría parecerme a una de esas duquesas que pintan los italianos.

—Seréis reina, no duquesa. Y todas las duquesas querrán parecerse a esa reina española que conquistó el corazón de los franceses.


  

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*Espejo de bruja: Un espejo plano como los que conocemos hoy en día no era un artículo frecuente en la época que tratamos, normalmente se usaba metal pulido, dado que los de cristal liso solo los usaban los monarcas dado que se consideraban objeto de lujo por la complejidad de su fabricación. Pero en este caso hago mención a un espejo de cristal curvo, propios de la fabricación de los vidrieros de los Habsburgo, de un método de fabricación algo más sencillo. En Francia los llamaban “Espejos de Brujas” porque aumentaban el ángulo de visión de una manera misteriosa, pues su forma es convexa. Son muy populares en las pinturas flamencas de los siglo XV y XVI.


El matrimonio Arnolfini (1434) Jean van Eyck [Detalle del espejo]


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Personajes nuevos:

AMANDA: Dama de compañía de la protagonista, Isabel.

MARÍA MANUELA: Dama mayor de la protagonista, Isabel.

ANA: Dama de compañía de la protagonista, Isabel.


[Para saber más: Anexo: Personajes] 

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