UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 4

CAPÍTULO 4 – LA DECISIÓN


Mi madrastra llegó hasta mis aposentos cuando yo estaba en plena lectura. Siempre tenía el don de la oportunidad. Levanté la mirada del libro cuando mi dama Sofía le abría la puerta. Yo me levanté de la silla de mala gana e hice el amago de una reverencia. Ella me saludó con una sonrisa y cruzó las manos delante de su cintura.

Anna, la nueva esposa de mi padre era unos pocos años mayor que yo, y aunque ambas habíamos hecho siempre lo posible por establecer una relación de amigas, era complicado que nuestras posiciones en la corte se olvidasen tan fácilmente. Ella siempre había procurado respetar mi espacio y eso me había conferido más autoridad de la que ella se habría esperado. Era una mujer mojigata e infantil, pero estaba haciendo feliz a mi padre y le había dado un heredero, cosa que mi madre no había conseguido, y cosa que yo admiraba, y envidiaba, para mis propias expectativas futuras.

Tenía siempre las mejillas sonrosadas y su caballo era rubio. No de ese rubio pajizo, artificial de las venecianas. Era un rubio cobrizo muy hermoso que ha sido la envidia de todas sus damas. Y de las mías. Pero sus ojos eran pequeños como los de mi padre y terriblemente tritones. Con sus muecas de complacencia y sus ademanes infantiles estaba condenada a vivir bajo la sombra del recuerdo de mi madre. Igual que yo misma bajo la vana expectativa de ser el varón que ansiaba mi padre.

Cuando se acercó a la mesa donde yo estaba leyendo echó una ojeada sobre el cuadernillo y después miró con golosa envidia unos dulces que había sobre una pequeña bandejita de plata.

—Sentaos, hacedme compañía y haré que os traigan un poco de vino. O una infusión de mondas de naranja con miel, si lo preferís. —Musité mientras señalaba los pastales—. Coged uno, son yemas duces.

—Ella ya sabía lo que eran, eran sus favoritas, pero declinó la oferta arrugando la nariz.

—Vuestro padre os espera en el despacho. Me ha pedido que os haga llegar el recado y os acompañe.

—Bien, entonces no lo hagamos esperar más. —Suspiré, cerré el librillo y antes de volverme hacia la puerta alcancé dos de las yemas, una me la comí al instante y la otra se la ofrecí a la reina. Ella declinó de nuevo la oferta. Tal vez el médico le hubiese recomendado limitar su consumo de azúcar o algo parecido. Siempre anda con dietas estrictas y remedios extraños para volver a concebir un hijo. Me comí la segunda yema cuando nos acercábamos al despacho de mi padre y cuando entré, aún con el gusto dulce en la boca, mi padre me extendió una carta.

La última vez que había presenciado una escena como esta, la misiva contenía una desagradable noticia. Pero la presencia de la reina en el despacho de mi padre sugería que aquello era algo más formal, como un anuncio oficial. Ella se colocó a su lado, con una mano sobre el respaldo de la silla y la otra sujetando un pequeño rosario que el colgaba del cuello. Yo los miré a ambos alternativamente y paladeé por última vez el azúcar que se acumulaba bajo mi lengua, antes de preguntar.

—¿Y bien? ¿Qué está ocurriendo?

—Mañana a primera hora reuniré al consejo, también a los gobernadores de los países interesados y a tus hermanos. —Yo le miré con una expresión de sorpresa.

—¿Ya habéis tomado una decisión?

—Sí. Ha llegado esta carta por la mañana. —Señaló con la mirada la misiva que aún sostenía en mis manos—. Es del rey de los franceses. Desea desposarte como su esposa.

Se produjo un silencio sepulcral. Yo esperaba que dijese algo más pero mi padre creyó que había dicho todo lo necesario para que yo lo entendiese. Tal vez era hora de animarme a leer la misiva pero me imaginaba qué es lo que pondría. Un par de párrafos de introducción, presentaciones, nombres y títulos. La intención, que ya me había comunicado mi padre, y varias fórmulas de despedida. La carta en sí era el propio mensaje, el interior estaba plagado de formalidades.

—¿Solo ha llegado esta carta?

—Y un mensajero.

—Ya… —Dije, a lo que él soltó una media sonrisa—. No han venido embajadores de la corte…

—No.

—Tampoco ha venido él.

—Tampoco.

—Ya os habíais decidido por él, antes de que viniese el primer pretendiente. —Dije, a lo que él alzó la mirada con suspicacia y al instante la bajó, con media sonrisa culpable.

—Así es. Es la mejor oferta. Es más que una oferta, es la oportunidad que había estado esperando desde…

—Desde antes de la muerte de Christian. —Dije, con un cierto resquemor que mi padre comprendió al instante. Asintió lleno de pesar y cuando alzó la mirada me fulminó con ojillos inteligentes.

Fue en ese momento cuando me decidí a abrir la misiva. No solo se aclaraba la intención del rey, puesto que la carta no estaba firmada por el propio rey, sino por uno de sus secretarios, de casarse conmigo, sino que explicaba a grandes rasgos su situación actual. Su esposa había fallecido hacia tres años, sin proporcionarle un heredero. Y aunque habían sido muchas las mujeres pretendidas, el rey no se había decidido por ninguna. Una cosa que me sorprendió sobremanera fueron dos líneas en que se intentaba convencer, vagamente, al lector de la misiva, de que aquel era un buen enlace: Ambos reprendientes teníamos la misma edad, yo era quien le podía proporcionar un heredero, alababa mi virginidad y mis conocimientos. Pero nada más. No se hablaban de acuerdos políticos ni de dote, ni de nada…

—¿Y bien? —Le pregunté a mi padre, dejando la carta sobre la mesa—. ¿Con quién habéis estado hablando? ¿Quién os ha sugerido este enlace y cómo habéis llegado a los acuerdos pertinentes?

—Los acuerdos aún están en el aire, pero saber que la propuesta está en papel, es ya un gran paso.

—¿Me casareis con el rey Enrique?

—Es un buen muchacho. —Atajó Anna, en un intento por convencerme. Seguro que aquellas palabras se las habrían dicho a ella antes de cruzar un continente para casarse con el anciano de mi padre—. Y serás reina, nada menos. Es el mejor partido que se ha presentado hasta ahora y podrás limar muchas asperezas que se han generado estas últimas décadas entre nuestros países…

—Entiendo mi posición. —Suspiré—. Haré lo que tenga que hacer. Pero dime la verdad. ¿Es ya oficial?

—Sí. —Soltó mi padre con contundencia—. Una vez dé la noticia de mi confirmación, el rey enviará embajadores para concretar los detalles de la dote y el traslado.

—¿Esto no debería hacerse antes? —Le pregunte—. ¿Y si no llegáis a un acuerdo?

—Solo quedan concretar unas minucias burocráticas.

—Pareces muy tranquilo. —Dije, con una sonrisa ladina—. Ya lo tienes todo atado y bien atado.

—Te dije que lo dejases en mis manos. —Sonrió, con suficiencia—. Te prometí al mejor candidato, y te lo he conseguido.

La conversación no se alargó demasiado. Mi padre había sido conciso y comunicarme el definitivo enlace era más que suficiente. Me desilusionó la rapidez con la que habían ocurrido los acontecimientos, pero más aún que se me hubiese excluido de toda toma de decisión. Los planes de mi padre había permanecido herméticos y la noticia, aunque no era desagradable, me había dejado un gusto margo en la boca.

Estaba decidida a refugiarme en mis dependencias cuando Anna se ofreció a acompañarme fuera del despacho de mi padre y, enhebrando su brazo con el mío, me sugirió ir a pasear por los jardines del patio. Nuestras damas formaron un pequeño grupo detrás de nosotras pero con un gesto las despaché, y a mi dama mayor le indiqué que nos dejasen a mi madrastra y a mí a solas. Que me esperase a medio día en mis dependencias. Ambas tendríamos mucho de lo que hablar ahora que seguramente se vendría conmigo una vez me instalase en Francia.

La esposa de mi padre se mantuvo sonriente la mayor parte del trayecto, contrayendo a ratos el agarre de su mano sobre mi antebrazo. Era menuda, más de lo que lo era yo, pero aunque tenía el carácter juvenil se había adaptado a nuestras costumbres y nuestro modo de vida mucho más fácilmente de lo que seguramente había hecho yo. Parecía una muchacha, pero demostraba a ratos mayor entereza e inteligencia de lo que yo hubiera esperado de ella. Me quería como una amiga, y eso era de agradecer, en un mundo donde las madrastras siempre son las malas de los cuentos.


  

A medida que nos deslizábamos lentamente por los pasillos ella comenzó a hablar de cosas que me sonaron bastante intrascendentes. Estaba emocionada, o fingía estarlo, para que me imbuyese en ese aura de felicidad y jolgorio. Pero ninguna de las dos era una niña. En algún punto de la charla ella mencionó que debíamos prepara el ajuar y me preguntó qué cosas quería llevarme, y si deseaba que fuese ella la que me ayudase a realizar todos los preparativos o deseaba hacerlo por mi cuenta. Hablamos del vestido que debíamos confeccionar para el día de mi boda, de las aptitudes de mis damas para elegir a las que desearían acompañarme y de los cocineros que desease llevarme conmigo. Pero ella notaba que a medida que ahondaba en alguno de estos temas, mi mente disociaba y era incapaz de seguirle la conversación, por lo que lo rápidamente surgía en su mente una nueva idea con la que atraerme.

—Parecéis un poco mustia. —Dijo, sacándome de mis pensamientos. Intenté esbozar una mueca para quitarle importancia pero ella apretó un poco más su agarre.

—Padre me ha dejado totalmente fuera de esta decisión. —Dije, soltando una espina que tenía clavada. Anna era una buena confidente, pero era el mejor filtro de comunicación entre mi padre y yo. Sabía que ella le comunicaría mis incertidumbres, pero lo haría endulzando la situación, como una buena madre haría.

—Él quería quitaros todo tipo de preocupación. No deseaba atribularos con tal decisión. Bastante ayudáis a Felipe, nuestro rey, con sus diferentes…

—No ha sido solo por el peso de la decisión. —Solté de repente. Era una costumbre muy fea que ni mi madre ni mi aya habían conseguido quitarme, la de interrumpir a las personas—. ¿Creía que no soy capaz de elegir un esposo con objetividad?

—Las mujeres no tenemos objetividad cuando se trata de hombres. —Dijo ella, divertida con su propia ocurrencia y rió algo avergonzada de su propia risa.

Tal vez tuviese algo de razón, pero no se lo habría reconocido nunca.

—¿No te habrás ilusionado con ninguno de los mozos que se presentó aquí? —Me miró, interrogante y hubiera jurado que en su mirada podía atisbar algo de diversión infantil. Deseaba que le contestase afirmativamente para presenciar una trágica novela de amor. Pero sonreí con cinismo.

—No soy una persona que se enamore a primera vista. —Dije, a lo que ella frunció los labios con desilusión pero después se me quedó mirando. Mi afirmación parecía más basada en la experiencia que en una suposición cualquiera.

—No creáis que vuestro padre os ha excluido tan fríamente de todo. Os acaba de comunicar la propuesta. Bien podéis dar marcha atrás a todo. Vuestro padre es un hombre razonable y si le exponéis una buena excusa, él os desembarazará de este matrimonio.

—No tengo ninguna excusa que ponerle. Desde luego las ventajas son muy… —No se me ocurrió la palabra y negué con el rostro—. Pero ese no es el problema. Estoy segura de que lleva buscando este enlace desde hace muchos años, pero no me lo ha hecho saber hasta ahora. —La miré—. ¿Por qué?

—No deseaba involucraros en algo que luego podría quedar en nada. Además, no solo la decisión era nuestra. El rey Enrique no parecía haber estado dispuesto a ningún tipo de enlace hasta ahora.

—¿Qué le ha convencido?

—Me temo que sobre ese punto, estoy tan desinformada como tú, querida.

Tras unos instantes, volvió a hablar, más animada. Con un espíritu más renovado.

—No os preocupéis tanto, no estaréis abandonada a vuestra suerte. —De nuevo se notaba en su voz un discurso programado que hubiese adquirido hace tiempo y que ella se repitiese a menudo—. A pesar de la distancia os escribiré cartas todas las semanas. Si lo deseáis. —Murmuró, repentinamente cohibida—. Y podréis informarme de las nuevas experiencias que adquiráis como reina, del trato de vuestro marido… —Ella pareció pensar unos instaste y aunque se detuvo con el gesto mohíno, continuó, con valentía—. Podréis contarme todas esas cosas que a vuestro padre no deseéis comunicarle. Y podré instruiros, si lo necesitáis en ámbitos en los que estéis menos… educada…

Como le lancé una mirada suspicaz, ella volvió el rostro, admirando los jardines que ya se vislumbraban tras los soportales del claustro.

—Hay cosas que con un padre no se pueden tratar. Y que las damas solo lo usarían como chismorreo. No os pienso aconsejar de política y de estrategias en batalla, de eso vuestro padre sabe más que yo. Pero hay cosas que los hombres no saben y que una madre, —se corrigió—. Una mujer, sabe mejor. Si vuestro marido os hiere u os desprecia, podréis contármelo, o si alguna mujer de vuestro séquito es cruel con vos…

—Os escribiré. —Murmuré, mirándola a los ojos. Ella se sonrojó como una colegiala y posó la mejilla sobre mi hombro—. Os lo prometo. Mi reina. –La llamé—. ¿Conocéis Francia?

Ella pareció desconcertad al principio, pero luego vi reflejado en su mirada el recuerdo de su estancia allí. Y una chispa de diversión adolescente. Yo ya conocía la respuesta, pero deseaba oírlo de viva voz, y tampoco quería que ella supiese que me había estado interesando por su vida anterior a su presencia en este palacio.

—Mis padres me mandaron allí, como amiga de la anterior esposa de Enrique, María. —Musitó, y bajó la mirada recordando aquellos tristes tiempos, pero con media sonrisa de añoranza, tal vez por su juventud o por aquellos momentos en que formaba parte del séquito de otra reina.

—¿Cómo son las gentes del pueblo?

—Son revoltosos, y saben lo que quieren. —Dijo ella, con un mohín en los labios—. No tienen miedo de avergonzar a sus reyes si no se hacen cumplir sus deseos. —Sonrió con ganas—. Como los de aquí. Bueno, y como los de mi tierra natal. Las genes son todas iguales, todas tienen sus particularidades pero por lo general todos esperan algo de sus reyes, se divierten con las nuevas noticias y desean ser vistos por ellos.

—¿Sus ciudades son hermosas?

—No conozco muchas de sus regiones. Pasé la mayor parte de mi tiempo en el palacio de la capital, donde residían los reyes. Pero es un palacio hermoso, inmenso y sus jardines te van a encantar. Al rey le encanta ir a cazar como a vuestro padre, y solíamos ir al norte, a unos balnearios que hay por esa zona. Las mujeres nos quedábamos allí mientras el rey cazaba. Sé que preferís los aires fríos del norte, así que os aseguro que encontraréis un buen rincón en algún lugar del país a donde os guste escapar de vacaciones.

—¿Y las damas de la reina?

—Bueno, como todas las damas. —Dijo ella encogiéndose de hombros—. Algunas más serviciales que otras. Mi padre me envió allí para ser amiga de la esposa de Enrique, acompañarla en la soledad de una vida dedicada exclusivamente a complacer al marido, dándole un heredero. También para que yo aprendiese los modales y costumbres de un país que ahora mismo lleva la vanguardia de la moda en el continente, tanto en código de vestimenta como en…

—¿Y María? —La interrumpí de nuevo—. ¿Cómo era?

—¡Una criatura hermosa! –Exclamó, y al instante su gesto se ensombreció—. Dios la tenga en su gloria.

—¿La viste morir?

—Sí, yo la acompañé en sus últimos momentos. El parto se malogró, princesa. Como nos ocurre a muchas. Y la partera y el médico hicieron lo posible por detener la sangre, que no dejaba de brotas. El pobre niño la sobrevivió solo un par de días.

—¿Cómo era su carácter?

—Era toda una reina. —Dijo, sorprendiéndome—. Aunque era muy joven cuando se desposaron, tenía ese porte regio de una muchacha que ha sido educada para ser admirada. Tenía la frente alta, y el talle muy fino. Tal vez por eso… —Pensó, pero se deshizo de ese pensamiento con una negativa de su rostro.

—¿Era una buena esposa?

—Era la esposa que cualquier rey hubiese deseado. Estoy segura de que Enrique la adoraba. —Sonrió con candor—. Pero que eso os no preocupe princesa, ya hace tres años de su muerte y todos los corazones sanan. –Ella me lanzó una mirada suspicaz y se detuvo en medio del jardín—. ¿No vais a preguntarme cómo es el rey?

—No deseo saberlo aún. —Dije, con una negativa de mi mirada. Pero ella no dejó de observarme—. Solo decirme una cosa. Vos que lo habéis conocido… ¿Hay algo de lo que deba guardarme?

Ella sonrió con ganas.

—Guardaos de intentar ser como su antigua esposa. —Musitó—. Todo el mundo esperará que seáis como aquella, pero eso es imposible. No hay dos mujeres iguales y aspirar a ser alguien que no conocisteis os destruirá poco a poco. Algunos se decepcionarán al conocerlos, porque aún anhelarán a María, pero aprenderán a quereros.

De nuevo me había soltado un discurso que se tenía preparado. Me la imaginé repitiéndose aquello frente a un espejo. Me puso los pelos de punta.

 

 

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Personajes nuevos:

ENRIQUE III DE FRANCIA: Rey de Francia, de 24 años, viudo desde hace tres años y sin herederos. [Personaje inspirado en el tercer hijo de Catalina de Médici, reina de Francia; Enrique III. Quien reinó siempre bajo la tutela de su madre hasta el día de su muerte]

ANNA, reina consorte de España: Segunda esposa del rey de España, y madre del único hijo varón que ambos tienen. [Personaje inspirado en la cuarta y última esposa de Felipe II de España, sobrina suya y quien pudo proporcionarle un heredero varón.]

MARÍA: Primera esposa del rey francés, Enrique III. [No está inspirado en ningún personaje real.]


[Para saber más: Anexo: Personajes] 

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