UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 1

 CAPÍTULO 1 - MALAS NUEVAS


Mis damas de compañía me dejaron en la antecámara que precede al despacho de mi padre. Ellas no pueden continuar pero yo fui citada por el rey, y hube de acudir a sus aposentos. Mis zapatos producían un sonido seco sobre las losas frías del suelo y reverberaba por las paredes grises, llenas de pinturas y tapices del Alcázar.

Era tarde, pero no lo suficiente como para que el llamado me hubiera encontrado ya acostada. Estaba a punto de pedirle a mi aya* que me ayudase a desembarazarme del tocado cuando fui citada. Era una hora lo suficientemente intempestiva como para que el llamado me produjese cierta inquietud. El mozo que acudió a mis aposentos se presentó algo excitado y en su mirada pude distinguir que me iban a comunicar una mala noticia. Cuando recuerdo aquél día, creo que en mi fuero interno ya sabía lo que se acontecía, pero estaba tan excitada que no podía contemplarlo con naturalidad.

El mayordomo real de mi padre abrió la puerta de su despacho y se introdujo dentro conmigo, cerrando cuando ambos ya nos hubimos colado en el interior. Hallé a mi padre sentado sobre su silla, inclinado sobre unos papeles en su escritorio. Creo que no lo había visto jamás fuera de ese espacio, siempre imbuido en sus papeles, configurando una gran burocracia para un país que no la necesitaba. Con los ojos empequeñecidos, alzó la mirada y señaló un punto indeterminado sobre la nada delante de él para que me acercara.

A medida que me aproximaba, él comenzó a rebuscar entre los papeles que se amontonaban en su escritorio, con la mirada algo cansada y las manos huesudas y nervudas. No pude evitar pensar en el abuelo, su padre. El gran emperador que gobernó el continente desde tan corta edad. Recordaba las gestas que se cantaban sobre él y las decenas de retratos ecuestres que se distribuían por los pasillos del palacio. Con sus brillantes armaduras, con su perfil  estoico y gallardo. Me pregunté en ese instante en que mi padre me extendía una carta abierta, con el lacre roto, si la sombra de mi abuelo le pesaba más a él que a mí, y si esta decisión de permanecer por siempre escondido en la penumbra de un despacho era una forma de buscar su propio camino o de esconderse del fantasma de mi abuelo, que aún vagaba por aquellos pasillos.


 

 Tienes que leer esto, querida. Me dijo, y el tono se lo había escuchado antes cuando me pedía consejo en sus lances políticos o cuando recibíamos noticias de parientes lejanos. Una boda, un juicio, una muerte. Mi padre hizo un gesto para que el mayordomo abandonase la estancia y me esperase fuera.

Apenas leí dos renglones de aquella carta, la aparté de mi vista y sostuve la mirada en algún punto impreciso del escritorio de mi padre. Comprendí al instante qué tan dulce era aquel despliegue de documentos para un alma atribulada. Tanto caos, tantas letras y palabras. Tantos textos e intenciones, todos acumulados en un puñado de papeles.

Cuando encontré el valor de retomar la lectura, mi padre se me adelantó.

Tu prometido ha fallecido, hija mía. Aquella sentencia, de labios de mi padre, resultó mucho más tajante que haberlo visto inscrito. Mi padre, el rey del mundo, acababa de pronunciar unas palabras fatales.

No supe qué sentimientos se agolpaban en mi interior. La frustración y la impotencia fueron los predominantes. Después la desesperación hizo su aparición como un dardo venenoso. Todo un futuro construido en la fantasía de mi mente se disipó como la sal en el agua. Como cenizas lanzadas al aire. Comenzó a surgir un regusto amargo en mi boca, y mis manos temblaron, pero no sucumbí a un desmayo, yo no soy de las que se desmayan. Sostuve con una mano la carta y con otra me apoyé en el respaldo de la silla más cercana a mí.

Mi padre bajó la mirada de nuevo, entrecruzando los dedos sobre un montón de papeles, con la intención de darme unos minutos para leer con calma la misiva. Pero me llevó más tiempo del esperado, se me agolpaban las lágrimas y mis pensamientos eran tantos que era incapaz de retener lo que al tiempo leía.

Sentaos, querida. Murmuró al rato. Yo me dejé caer sobre la silla delante de él continué releyendo con calma.

Mi prometido, Christian de Borgol, Duque y gobernador de los Países de los Lagos, había fallecido. Un hombre que me aventajaba casi treinta años y al cual, había estado prometida los últimos diez. Mentiría si dijese que jamás me había ilusionado con aquel casamiento, idealizado por una mente joven, pero a mi edad ya había comprendido que aquella era más que una buena baza política. Dada la situación actual del continente, lo más lógico era que mi padre atase en corto sus colonias extrapeninsulares casando a su hija con el gobernador de una de ellas. Para más inri, me había preparado desde joven para un puesto importante en la política del país, y estaba más que preparada para ejercer mi función de gobernadora de los Países de los Lagos. Pero aquello se desmoronaba lentamente. Más que una partida de cartas, habíamos construido un castillo con ellas y una emponzoñada ráfaga de viento se la había llevado volando.

Posé la carta sobre la mesa cuando me decidí a enfrentar a mi padre y descubrí con sorpresa que él me había estado observando con ojillos cansados, pero con una media mueca sonriente en sus labios. Una sonrisa que era más una pregunta, para saber si aquello me había afectado lo suficiente como para descomponerme. Le devolví aquel gesto y él se irguió en su asiento.

¿Ha sufrido?

No sé más que lo que pone en esa misiva. Tal vez mañana el correo nos traiga algo más, pero lo dudo.

Es una noticia muy triste. Dije, mordiéndome el interior de los carrillos. Estaba realmente sofocada y me levanté de un salto para intentar buscar algo de consuelo en la imagen de los muros de piedra que nos rodeaban. Creo que hallé algo de reposo en el brillo dorado de un pequeño díptico sobre una consola. Apenas si distinguía el contorno de la Virgen, y el bulto que era el Niño sobre sus brazos.

Él y su hijo han muerto por defender nuestros intereses, y los suyos también. Las revueltas en las ciudades costeras se están acentuando cada día más. Y nuestros enemigos no paran de insuflarles fuerzas con nuevos bloqueos comerciales.

Me volví bruscamente hacia él, temiendo que aquellos minutos que debíamos dedicar a las oraciones y el consuelo, los emplease en una nueva lección de política. Captó la mirada nada más la levantó del escritorio y enmudeció. Y aunque nos mantuvimos unos instantes en completo silencio, las preguntas comenzaron a aparecer en mi mente, llenándome de angustia.

¿Qué será ahora del Ducado?

Lo heredará el hijo mediano. Federico. Se casó el verano pasado con una noble, familiar de su madre, que dios la tenga en su gloria. Yo no dije nada, pero nuestras miradas lo dejaron claro. Por este camino, hija mía, ya no tenemos oportunidad de desposarte.

Aquello, aunque era una realidad palpable, a mi me pareció casi una condena a los infiernos. Yo seguía siendo a ojos de mi padre, una niña. Pero a mis veinticuatro años, ya no estaba en edad de ser una buena oferta. Solo el prestigio de mi familia y mi procedencia podrían significar algo para alguien. Si nos habíamos retrasado tanto en este matrimonio era porque una vez pronunciado el compromiso, las guerrillas comenzaron a debilitar nuestra presencia política en los Países de los Lagos, y aunque el Duque de Borgol, nuestro representante en aquellos lares, hizo lo que pudo por aplacar aquellas batallas, mi presencia en el país solo habría complicado las cosas. Y a mi padre, por otra parte, no se le pasaba por la cabeza enviarme a una región que era un polvorín. 

Me prometieron joven, con apenas 14 años, y los años habían pasado muy deprisa, enfrascados en todas las grandes guerras que se estaban gestando, en las traiciones sufridas en palacio, en los años de luto por mi madre, en los nuevos casamientos de mi padre. La falta de un hijo varón para él, las largas horas de estudio y las infantiles esperanzas de una niña que apenas entiende el mundo. Mi padre me había prometido con casi un anciano, viudo y con hijos, y yo estaba encantada ante la idea. Pero esta incertidumbre… para esta incertidumbre no me había preparado nadie.

¿Debemos ir…?

No. Dijo, tajantemente. Enviaré una misiva para que el embajador vaya con su familia y hablen en nuestro nombre. Eso será todo.

¿Ni si quiera yo? Pregunté.

No hay necesidad. Ellos entenderán la situación. Su hijo deberá venir hasta aquí a los meses si quiere reclamar el título de su padre.

Dentro de unos meses… Murmuré, nuevamente sobresaltada ante la idea del paso del tiempo-. ¿Qué será de mí ahora? –Solté, como si aquella pregunta hubiese estado clavada en mi lengua desde que leyese la carta. Me acerqué a la mesa y posé mi palma sobre la madera. La llama de una de las velas que tenía mi padre entre los papeles revoloteó como las alas de un insecto y estuvo a punto de apagarse-. ¿Tendré que pasarme el resto de mi vida siendo una mujer que se encarga de los trapos sucios que mi padre no quiere enfrentar?

¿Tan terrible sería eso? Me preguntó, más dolido que avergonzado. Te he educado bien, te he enseñado a gobernar. Pero ahora ha nacido un hijo mío, un varón. Ahora es el turno de que él aprenda, y si yo falto un día, tú debes aconsejarle, y ayudarle en sus tribulaciones. Aquí en esta tu tierra, siempre tendrás un lugar. Siempre. Pero ese no es el destino que espero de ti. Así que no te preocupes, aún eres joven, y eres mi hija. Cuando se sepa la noticia no dejaremos de recibir nuevas propuestas de matrimonio…

Ya me había hecho a la idea… Suspiré y me dejé caer de nuevo sobre la silla. Estaba más inquieta de lo que me hubiera gustado reconocer. Miré detenidamente la llama de la vela y cómo se había amansado.

Nunca lo conociste. Dijo él, llenándome de espanto. ¿Acaso mis ilusiones habían significado tan poco para mi padre? ¿O ni si quiera las había contemplado?

Nunca lo conocí, pero era mi prometido. Lo ha sido durante 10 años, casi la mitad de mi vida.

No debí haberos hecho esperar… Murmuró y como dando por concluida la conversación, regresó a su papales, poniendo en orden las cartas y los legajos que más cerca tenía. Yo le miré, y miré todas sus arrugas, los cuatro pelos ralos que crecían en su mentón y sus párpados caídos, achicándole la mirada.

Marcho. Rezaré por su alma, y la de su hijo. También por la del resto de su familia. Mañana ayunaremos y si Dios lo quiere, hablaremos de nuestras posibilidades a partir de ahora. Vestiré luto.

Ante aquella declaración mi padre levantó la mirada y yo se la sostuve con valentía.

¿Hasta dentro de un año?

Hasta que me desposéis con otro hombre.

Aquello sentenció la discusión. Asintió cabizbajo y movió la mano en un gesto de impaciencia porque me marchase, no se me fuesen a ocurrir aún más penitencias. Pero cuando sostuve el pomo de la puerta la voz de mi padre me hizo volver el rostro. Se había vuelto a erguir en la silla, con gesto regio.

Te encontraré el mejor marido al alcance de nuestras posibilidades. No te preocupes tú por ello. Es mi obligación como padre.




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*Aya: Persona encargada en las casa principales de custodiar niños o jóvenes y de cuidar de su crianza y educación: (Sinónimos: niñero, institutriz, perceptor, educador, maestro, profesor…) [Diccionario de la Lengua Español]

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Personajes:

CARLOS I DE ESPAÑA: Abuelo paterno de la protagonista. Personaje inspirado en Carlos V de Alemania y I de España, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

CHRISTIAN DE BORGOL:  Duque y gobernador de los Países de los Lagos. Muerte en la batalla contra los rebeldes junto con su primogénito.

FEDERICO DE BORGOL: Nuevo Duque y gobernador de los Paises de los Lagos. Hijo segundo de Christian de borgol, a quien ha sustituido como duque y gobernador tras su muerte y la de su hermano mayor en la guerra.

FELIPE II DE ESPAÑA: Padre de la protagonista. Inspirado en homónimo rey de España.

[Para saber más: Anexo: Personajes]




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