UNA REINA ANÓNIMA - Capítulo 2

 CAPÍTULO 2 — LOS DOS RETRATOS


El único retrato que conservábamos de quien fue mi prometido, Christian de Borgol se encuentra en el pasillo que conecta las habitaciones y despachos del ala este del Alcázar. Aquel día que acudí a verlo estaba situado entre un San Antonio de El Bosco*, siendo tentado por infinidad de pequeñas criaturillas demoníacas y una Sagrada familia, de facturación norteña. Esta no era mi localización favorita para esta pintura, estaba situada en un largo pasillo que comunicaba con un pequeño recibidor y varias puertas se abrían alrededor, puertas de habitaciones de mis damas de compañía. No duraría demasiado tiempo situado en un lugar tan privilegiado, ahora que el retratado había fallecido. De seguro mi padre decidía moverlo a alguna estancia que se usase con poca frecuencia, para no tener que verlo con asiduidad. Este lugar prontamente lo ocuparía alguna crucifixión germana o algún otro retrato anónimo.


 

 Esta pintura de mi prometido había visitado casi todas las salas importantes de este palacio, desde que llegó por primera vez hace once años. Un regalo de mi prometido, quien lo enviaba para que yo pudiera deleitarme con su apariencia, mientras durase el tiempo en que yo debiera esperar a mi primer sangrado. Al principio lo colocaron en el despacho personal de mi padre, pero apenas dos semanas después cuando adquirió un hermoso tríptico norteño, se deshizo del retrato de mi prometido y lo envió lo más lejos posible, a la sala de audiencias. Después pasó por el gran salón, el pasillo del ala norte, las dependencias privadas de mi madre, y cuando ella falleció, comenzaron a relegarlo a las alas menos concurridas del alcázar. Cosa que yo agradecí sobremanera, porque me encantaba pasearme por el palacio y encontrarlo de improvisto, o buscarlo con la mirada, o pasarme horas delante de él, gravando a fuego en mi retina cada uno de sus rasgos. Una vez sugerí a mi padre llevarlo a mis aposentos, donde pudiera verlo a diario. Pero él pareció casi abochornado de tal petición. Temía un enamoramiento infantil, o una pasión adolescente con algo tan sacro como una pintura.

Era un retrato ecuestre, bastante sencillo, con el duque dominando a un manso caballo que estaba más petrificado que vivo. El hombre en cuestión aparecía seguramente rejuvenecido por mano del pintor. Era un hombre grande, de cabellos rubios y gruesas patillas, con la mirada clavada en el espectador, una mirada más profunda de lo que una pintura debiera reflejar. Su cuerpo portaba un chaleco de cuero, peto y espaldar, con las manos enguantadas, una de ellas sobre el puño de su espada y la otra sobre las riendas. Si no fuera por estos detalles, bien podría decirse que el pobre hombre se dirigía a cazar, y no a la batalla. Me entristeció pensar que era en una batalla donde se había desarrollado su final, puede que la imagen aquí representada hubiese ocurrido realmente, y aquello me llenó de congoja. No había podido conocerle, ni estar en sus últimos momentos, pero ante mí se representaba una fracción del tiempo que él ha vivido, y donde él ha muerto.



 

 Observar estar pintura nunca había tenido para mí un sentimiento tan sacrílego como ahora. La imagen de un hombre muerto, que había sido admirado a través de mis ojos durante una década, ahora estaba con Dios, y con sus antepasados, pero mi mirada seguía clavada en esta escena perpetua, que duraría eternamente si el fuego no lo alcanzaba. Ahora era una mujer enlutada quien se recreaba en las facciones del caballero rampante. Del hombre que va a la batalla, el caballero del norte que mantiene a su caballo a ralla para poder posar con paciencia.

Las palabras de mi padre no paraban de resonar en mi memoria, el hecho de no haberlo conocido no disminuía el dolor que me provocaba su muerte. Porque en verdad, en mi mente lo había conocido. Había soñado con él infinidad de veces, nos habíamos conocido en cientos de circunstancias, y nos habíamos besado un millar de veces. En ocasiones nos encontrábamos mientras cabalgábamos, y en otras, nos sorprendíamos detrás de unas máscaras en medio de un baile. Yo había llorado en sus brazos y él en los míos. Nos habíamos hecho confidencias y nos hemos jurado amor eterno. Un amor, que tal vez solo era real en mi mente. Nos había colocado como los protagonistas de todos los cuentos que nuestra aya nos contaba, y nos había imaginado en todas las perversiones que mis damas me sugerían.

Para cuando tuve veinte años ya me había hecho a la idea de dar a luz a sus hijos, y ser una segunda madre para los suyos. Pero aquello ya no podría ser y la idea aún quería aferrarse a mi mente, como un parásito que no se quisiera marchar. Me había pasado las dos últimas noches alternando la cama y el reclinatorio que había dispuesto en mi dormitorio. Había rezado porque sus almas, la de mi prometido y su hijo mayor estuviesen ahora en paz, con el resto de sus antepasados, con su amada esposa y madre. Con todos los que alguna vez les quisieron. Pero a la vez no podía evitar imaginar cómo había sido su muerte, y repetir aquella imaginaria escena en mi mente. Tres días después de conocer la noticia llegó una misiva del hijo que ahora ostentaría el título de duque, explicando lo sucedido, con más detalle y sentimiento y menos formalidad.

Su padre había dirigido una batalla que enfrentaría a los súbditos de mi padre el Rey con un grupo armados de los sublevados que se alzaron en armas por la independencia. La batalla se había desarrollado a media mañana, y pasada apenas media hora, el duque había caído herido de gravedad de su caballo. Su hijo perdió la vida al instante al caer de su montura, lanzado por una flecha, y al caer se había partido el cuello. Lo encontraron desnucado debajo del caballo y de otros dos hombres, cuando hicieron recuento tras la batalla. Su padre tuvo tiempo de llorarlo un par de horas antes de que él mismo sucumbiese a causa de sus propias heridas, la mayoría internas. Los médicos informaron que se había clavado varias costillas en órganos fundamentales y sus heridas eran incompatibles con la vida. Falleció agonizando, por el dolor de ver a su hijo muerto, por saberse él mismo muerto, y por el dolor de los órganos perforados.

En varias pesadillas que me sorprendieron las noches siguientes a conocer la horrible noticia, soñé con su cuerpo amoratado y aún en cota de malla, tendido sobre un jergón del campamento, con sus estandartes caídos sobre el suelo y las lonas de las tiendas medio atadas, moviéndose constantemente a causa de un viento polvoriento y seco. Yo acudía a su cuerpo, y lloraba sobre él, como Aquiles lloró por Patroclo. Y en mi fuero interno hubiera deseado tener el valor que tuvo el hijo de Tetis para hacerme con un peto y una espada, y salir al galope para enfrentarme contra mis enemigos. Pero ni si quiera tenía el coraje de abandonar el cadáver. Mi papel en esta historia era el de plañidera, no el de guerrera.

Pasados varios días de la desgraciada historia ya había conseguido recomponerme lo suficiente como para acudir al pasillo este y despedirme de su retrato. Mi padre no tardaría en realojarlo en algún lugar aún más remoto, pero tampoco era aquel el motivo. Me despedía del retrato igual que me hubiera despedido del cuerpo si hubiera podido acudir al entierro. Cerré los ojos y murmuré un par de sinceras oraciones que calmasen mi alma, y la suya. Una despedida, que estaba convencida, él podría oír desde el lugar en que se encontrase. Le llegaría desde muy lejos, como el rezo de una mujer que le ha amado los últimos años, sin conocerle, que le desea lo mejor cuando jamás cruzaron más que un par de misivas. Deseé más que nunca, que ojalá él me recordase con cariño, con ternura paternal, de esa que es humilde y sincera.

Mentí cuando dije que aquel era el único retrato del duque. En mi poder se encontraba un pequeño camafeo a modo de colgante. Tendría el tamaño de una moneda y estaba oculto bajo una tapa de dorada, tallada con motivos vegetales y florales. El camafeo, en piedra de ágata, mostraba el rostro de perfil de un caballero, afeitado y con una fina gorguera, recortado por un fondo negro. Aún oculto, cualquiera podría adivinar que si dentro no hay un retrato bien pudiera contener una prenda de amor de igual valía para unos enamorados. Por eso no solía portarlo, me había sido regalado en mi quince cumpleaños, cuando tuve mi primera sangre. Mi prometido lo envió junto con varios vestidos de invierno, pues en su país su lana es la mejor del continente, y con un par de misivas de amor que me prometían que pronto nos encontraríamos. Pero aquello no había sucedido. Y el camafeo lo custodiaba con celo en mis dependencias.



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            *Las meditaciones de San Juan Bautista (1485-1510) El Bosco. Esta es la pintura en la que estaba pensando mientras escribía la novela, la cual se encuentra actual mente en el Museo Lázaro Galdiano [Madrid] y que conocí en una visita al mismo.



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