LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 37

CAPÍTULO 37 – Solo es curiosidad

 

 

El viernes de aquella semana nos levantamos como cualquier otro día, abrimos la tienda y nos refugiamos en el taller para trabajar todo el tiempo que el cuerpo nos aguantase. A media mañana llegó Paola con un pedido que le habíamos encargado y me dejó sobre la mesa del taller unos manuscritos de su padre que le había suplicado que me trajese.

—Están incompletos. –Me advirtió ella—. Por lo menos el de colas. Murió mientras trabajaba en él.

—Cualquier anotación es bien recibida. –Le dije mientras los ojeaba. Hank los miraba por encima de la mesa de trabajo. Le había contagiado aquella curiosidad por los manuscritos del padre de Paola.

Cuando levanté la mirada y ella me devolvió una sonrisa no pude evitar sentirme terriblemente distante, como si de repente se hubiese levantado un vidrio entre ambas y no pudiera oírla ni hablarla. Solo verla. Y ella a mí. Era una sensación conocida, la sensación de que algo tiraba de mí lejos de ella y aunque estuviésemos aún presentes, yo sabía que el tiempo que nos quedaba era finito. Me había pasado en Ámsterdam, y luego en Brujas. Comenzaba a leer las señales del desastre en cómo la energía nos separaba.

—¿Nunca habéis pensado tu prometido y tú en mudaros a otro sitio? Italia está llena de buenos pintores. Y estoy segura de que en París o en Lyon sería muy apreciada una tienda de material de pinturas. ¿Qué tal España? –Aquellas preguntas la llenaron de desasosiego y Hank levantó la mirada del manuscrito para volverse en mi dirección, con pasmo y susto.

—¿Qué queréis decir?

—Solo es curiosidad. –Dije, soltando una risa—. ¿Nunca lo habías pensado?

—Sí, lo habíamos pensado. No tan lejos como España o Italia. Pero si habíamos estado buscando otros pueblos o ciudades donde instalarnos, en Francia.

—¿Cómo cuáles?

—Tal vez Marsella, o Toulon.

—¿Son bonitos esos lugares?

—Mi padre viajó a ellos. Tenía buen recuerdo de esas ciudades…

Hank no me quitó la mirada de encima. Yo sonreí con algo de incomodidad y Paola miró el pedido que había sobre la mesa del taller. Toqueteó algunos botes, más incómoda aún que yo.

—¿Por qué me pregunta eso?

—Solo es mera curiosidad. –Volví a justificarme

—La curiosidad siempre suele tener un interés oculto. Sino, no hay iniciativa por conocer.

—¿Eso crees? –Le pregunté a lo que Hank hubo de intervenir.

—¿Cómo está Jonathan? Hace mucho que no le vemos.

—Le diré que se pase un día de estos. Suele quedarse en la tienda, custodiando el fuerte. –Rió, divertida, pero aún escéptica. Yo me senté en mi silla de trabajo y me puse a pintar una figurilla que había dejado a medias.

—Tal vez este sábado podamos encontrarnos en la taberna. –Dijo Hank, con un tono que sentenciaba todo progreso de la conversación.

—Estaríamos encantados. Nos vemos entonces. –Se despidió ella, y cuando el sonido de la puerta nos indicó que había salido de la tienda, Hank dejó las herramientas de trabajo sobre el taburete y se volvió a mí, más enfadado que preocupado.

—¿Qué demonios ha sido eso?

—Si nos vamos, ella no tendrá más clientes.

—¿Irnos? –Preguntó Hank, lleno de pasmo—. ¿Irnos a dónde?

—¿Cómo que a dónde? –Pregunté, con una sonrisa irónica—. Irnos. Lejos. A cualquier sitio.

—¿En qué clase de cosas estás pensando? –Preguntó lleno de lástima y pena. Yo le fulminé con una mirada penetrante—. Yo no voy a ir a ninguna parte, querida. No volverán a echarnos de ningún sitio. Si huimos, nos perseguirán hasta el final.

—¿Y si nos matan? –Pregunté, cosa que le dejó sin habla unos instantes. Parecía que era la primera vez que contemplaba aquella posibilidad. Yo sonreí, con algo de pena—. Olvídalo. ¿Sí? No tiene importancia. Solo estoy fatigada.

—Si nos matan… —Meditó Hank en alto, quitándole toda la importancia con un tono filosófico—. Si nos matan, pues se acabó. No tienes más de lo que preocuparte. Pero mientras estemos vivos, no levantes más sospechas. No alertes a la gente. Será más complicado.

 

 

Cuando pasaban de las seis de la tarde y las personas ya estaban comenzando a cerrar sus negocios Hank terminó de tallar una pequeño exvoto cuando comenzamos a sentir hambre y fatiga. La noche ya había comenzado a llenar de sombras el taller y solo por no levantarme del asiento seguí pintando entre tinieblas. Me reprendió.

—¿Cómo puedes pintar así? –No había admiración en su pregunta, solo reprimenda por falta de profesionalidad.

—Estas velas están gastadas. Tengo que subir arriba a por otra. –Dije como excusa, pero a él no le pareció suficiente. Con un quejido se levantó del banco y se puso la chaqueta por encima de los hombros.

—Iré a buscar vino a la taberna. Nos quedamos sin él en la comida. –Levantó el cuello del abrigo para cubrirse las mejillas con él, por culpa del frío que se había extendido fuera y yo asentí, pensativa. Su rostro se desdibujaba entre sombras y sus ojos aún estaban claros y brillantes. De no haberle amado, le habría temido. Yo solté un resoplido y le indiqué con un gesto de mi mentón que podía marcharse, pero él se acercó hasta donde estaba yo y me sujetó el mentón para mirarme directamente a los ojos.

—Qué niña más complicada. –Tras decirlo me besó y se despidió con una última mirada candorosa.

Cuando salió  por la puerta y se dejó de oír el estrépito de las campanillas solté el pincel y la figurilla para subir a tientas hasta la cocina en busca de una vela. Mientras la encendía se volvió a escuchar el tintineo y cuando regresé a la tienda esperé encontrarme a Hank de vuelta.

—¿Se te olvidó el dinero? –Le pregunté a la sombra que había allí plantada en medio de la oscuridad de la tienda. La vela, al aparecer yo allí, iluminó el rostro de mi hermano Carlos. Me detuve en el último escalón y controlé el susto. Tuve un sincero impulso de tirarle la vela encendida y salir corriendo entre las tinieblas hasta poder refugiarme en algún lugar, pero su presencia allí, solitaria y alicaída, no era tan imponente como mi mente me hacía creer—. ¿Carlos?

—Hermana. –Murmuró con una voz trémula—. Hola…

—¿Qué haces aquí? –Pregunté terminando de bajar las escaleras. Él se acercó y se quitó el sombrero, despejando su rostro de sombras. Lo sujetó delante de él y lo atusó con las manos temblorosas, inquieto.

—¿No puedo venir a ver a mi hermana?

—¿Puedes? –Pregunté, porque era él el que sabía de sus obligaciones y deberes mejor que yo—. ¿Qué te trae por aquí?

—Verte. –Murmuró, menos convencido que la vez anterior. Cuando avanzó y se puso a mi altura, me rodeó con los brazos. Era un abrazo solemne y triste. Yo evité quemarle con la vela pero con mi mano libre le sostuve. Estaba tembloroso, pero no parecía tener frío. Era un temblor de pena, o de rabia, o impotencia.

—¿Quieres un vaso de agua? ¿Algo de vino…?

—Quiero los papeles, hermana. –Dijo, al fin, con voz densa y cortante—. Necesitamos que firmes los papeles. Te lo ruego.

—Ya… —Suspiré, desanimada. Interpuse la vela entre ambos y le miré al rostro. Estaba cansado y ojeroso, como si no hubiese dormido en toda la noche. Traía una mueca descompuesta.

—¿Los tienes?

—Hermano… —Comencé pero él negó con el rostro.

—No, no quiero más excusas, ni bromas, ni nada.

Yo me conduje hasta el taller y dejé la vela sobre la mesa. Me volví hacia él y cuando lo tuve delante, puse las manos en mi cadera.

—¿Qué es lo que queréis? Decídmelo claro. Sed sinceros. ¿Qué tengo que hacer para que esto se detenga aquí?

—Los papeles. –Repitió como un mantra—. Firmados. Denegando la herencia.

—Qué concreto. –Musité y me crucé de brazos—. ¿Acaso no crees que ese dinero sea mío? Aunque nuestro padre me lo legó presa de la fiebre, solo por el daño que me habéis causado durante tantos años, solo por eso, me lo merezco.

—¿Son palabras tuyas o de tu amante? –Me preguntó, esta vez con un tono seco y despectivo. Había perdido el alicaimiento. Las aletas de su nariz comenzaban a inflarse.

—Mías. –Asentí y él soltó una risa irónica.

—Ya…

—¿Qué?

—Mi esposa me dijo que lo hacías por él. ¿Vas a aceptar la herencia por él? ¿Cómo puedes ser tan estúpida? –Me preguntó, seriamente preocupado—. ¿No ves que por eso te embaucó cuando eras una niña? Siempre supo que eras de una familia de bien. ¡Un maldito escultor! ¿Por qué se iba a enamorar de una cría como tú? –Aquello me sorprendió más que herirme.

—¿Qué quieres decir?

—Solo te ha querido por tu dinero. Pensó que obtendría una dote, pero ahora está a punto de echarle el diente a una gran suma de dinero. ¿No ves que siempre ha sido por tu dinero? ¿Por tu familia? Por eso te ha obligado a vender los vestidos, y las joyas que tenías. Las pocas que te llevaste de Ámsterdam. ¡Es que estás ciega!

—Cálmate, Carlos. –Le dije, poniendo mis manos entre ambos, intentando que aquel gesto le hiciera entrar en razón, pero estaba completamente ido.

—Eres una estúpida. Siempre lo fuiste.

—Por lo que me quiera Hank no es asunto tuyo, es más, no tiene nada que ver con la decisión que yo he tomado porque…

—¿Acaso no nos hubieras firmado los papeles el primer día? ¿Quién te convenció de retrasarlo? ¿Quién te ha convencido de aceptar la herencia y ponerte en nuestra contra? Siempre fuimos buenos hermanos, siempre estuvimos juntos, hasta que ese hombre apareció en nuestras vidas. Te engañó. ¿No lo ves?

—Estás desvariando. –Murmuré, comenzando a sentirme algo impotente frente a su enfado.

—Dámelos.

—¿Los papeles?

—¡Fírmalos de inmediato! –Me sujetó la muñeca y me zarandeó. Tenía los ojos inyectados en sangre y la mirada clavada en mí, como alfileres.

—¿Qué te ocurre? –Murmuré—. ¡Has estado esperando fuera a que Hank saliese!

—El muy hijo de perra apenas te deja sola… —Dijo, con media sonrisa ladina. Había estado espiando el taller durante días.

—No.

—¿No qué?

—No voy a firmar nada. –Me acerqué a él—. Ojalá os pudráis, con vuestra miel, y vuestro veneno.

Abrió los ojos, sorprendido de mis palabras, pero al mismo tiempo él se acercó a mí, y murmuró:

—Eres tú el bicho venenoso. –Sonrió con una tristeza pasmosa—. Angelien me ha dicho que no está enamorada de mí. ¿Puedes creerlo? La zorra esa viene un día aquí y sale hablando de amor y de libertad. Me ha pedido el divorcio, Eleonora. –Yo me quedé helada bajo su tacto. Aquello me pilló por sorpresa.

—No creí que fuera a…

—¿No creíste? No pensaste, nunca piensas en nada. Sales corriendo y nos dejas vendidos a los demás. ¿Acaso crees que fuiste la única que sufrió la ira de padre? ¿Crees que es fácil vivir como el segundón, sin tierra, sin nombre ni apellidos? Solo tenía a mi esposa, ya no tengo nada. ¿Te parece que has sido considerada conmigo?

—¿Por eso quieres la herencia?

—¡La necesito! –Exclamó y me volvió a zarandear—. Haz algo bueno por una vez en tu vida, dame los papeles, y te prometo que desapareceremos de aquí.

Yo me mantuve unos instantes en silencio, pero era incapaz de creerle. Me habían mentido tantas veces, me habían hecho tanto daño que ya no deseaba huir. Solo acabar con ellos.

—No. –Negué.

—¿No?

—No te daré nada. Por orgullo, porque me corresponde. Porque tu pena no justifica mi dolor. Las infancias difíciles no justifican a los hombres malvados.

—Eres repugnante. –Murmuró y su mano me soltó la muñeca para asirme del cuello—. Voy a matarte.

Antes de darme tiempo a reaccionar metió su mano hasta el fondo del bolsillo de mi vestido y sacó de allí la navaja que sabe Dios cómo sabía donde encontrarla. La abrió con un chasquido y la aproximó hasta mi rostro. Yo interpuse las manos y evité que esta me atravesase las mejillas. Forcejeamos durante eternos minutos. Su rostro, desfigurado por la rabia y el odio me pareció tan ajeno al que recordaba como mi hermano que la lástima que sentí era mucho mayor que el pánico, y este no era poco. Apenas grité porque su mano alrededor de mi cuello no me dejaba respirar, y mientras mis manos forcejeaban con la navaja, intenté no hacerle daño a él. Qué idiota.

Me soltó del cuello y me dio un puñetazo en el rostro que me tiró al suelo. Sentí que me había ido por unos instante, y mi visión tardó unos segundos en regresar, para entonces él tiraba de uno de mis tobillos y, navaja en mano, me cortó por los muslos y las pantorillas. Entonces sí que no pude evitar soltar aullidos de dolor. Él se arrodilló con mi cuerpo entre sus piernas y levantó la navaja en alto, cogiendo carrerilla para atravesarme con ella. Yo ya estaba midiendo la distancia para interponer las manos cuando su muñeca, en todo lo alto, la asió una mano más grande y Carlos volvió el rostro, sorprendido y aún iracundo.

Ver allí a Hank me hizo sentir tan tranquila y feliz que rompí a llorar, presa del pánico. Las manos me temblaban y con ellas intenté cubrirme las piernas, de las que salían hilillos de sangre.

—¿Qué te crees que estás haciendo? –Le espetó Carlos, intentando zafarse de su mano. Pero Hank tenía una expresión rota y descompuesta. Solo otra vez le había visto así, hacía años—. ¡Suéltame, escoria!

Hank asió con la otra mano la navaja y le rompió la muñeca a Carlos. Este soltó un aullido de dolor y yo me alejé de él, a duras penas, arrastrándome por el sueño. Hank lo levantó a pulso por su brazo y cuando estuvo de pie, se interpuso entre él y yo, que me había refugiado en una esquina del taller. El terror era tal que no era capaz de sentir ni las piernas, ni ninguna parte de mi cuerpo. Me sentía en el aire, como si estuviese sobre una superficie invisible, a varios centímetros del suelo. Todo mi cuerpo temblaba y sufrí espasmos de pura ansiedad. Sin embargo permanecí atenta a cada gesto, cada silencio y cada palabra. Estaba completamente concentrada en lo que sucedía delante de mí, por si debía actuar, o para saber cuando poderme desmayar.

—Vas a pagar por esto. –Escupió mi hermano, sujetándose el brazo con una expresión de rabia animal.

—¿Crees que te voy a dejar ir de aquí? –Preguntó Hank, en un tono tan frío y seco que incluso yo sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Mi hermano tembló unos segundos y después soltó una sonrisa escéptica, pero llena de pánico.

—¿No vas a dejarme ir? –Preguntó, con altanería—. ¿Piensas matarme, acaso? ¡No sabes en el problema que puedes meterte, solo con intentarlo!

—¿Probamos? –Preguntó Hank, alcanzando un martillo de encima de la mesa de trabajo y mi hermano retrocedió hasta dar con la espalda en una estantería, de la que, con el golpe, cayeron algunos frascos que rompieron contra el suelo.

—¡Ni se te ocurra acercarte más! –Exclamó, tembloroso y asustado. Parecía un niño, de nuevo—. Te buscarás un problema, escultor…

—Eres un maldito… —Se acercó Hank, pero yo me puse en pie y sostuve su brazo en el aire. Hank se volvió a mí, sorprendido y asustado. Pero al verme, volvió a renacer su ira y cuando quiso volverse hacia Carlos, este había aprovechado el momento de distracción para escapar, como un ratoncillo. Se había deslizado fuera del taller en dos zancadas, y en otras dos estuvo fuera de la tienda. Las campanillas sonaron con estrépito y la puerta al cerrarse golpeó con un sonido seco. Ese sonido nos rodeó unos instantes antes de desaparecer. Y cuando lo hizo, se llevó consigo la tensión y el calor de la escena.

—Hank… —Murmuré mientras este se debatía en si salir tras él o quedarse conmigo.

—¿Por qué no me has dejado que le aplaste la cabeza? –Me preguntó, aún con el martillo de la mano.

—Es mi hermano, Hank… —Murmuré comenzando a temblar. Después del momento de ansiedad, ahora me sentía fatigada y dolorida.

—Como si es el Papa. –Rezongó con los dientes apretados—. Santo cielo, iba a matarte. –Dijo, y soltó el martillo, como siendo por primera vez consciente de ese hecho.

Al volverse en mi dirección me vio con las manos sujetando el bajo de mi vestido, ensangrentado. Me cogió en volandas y me sentó al borde de la mesa de trabajo. Me levantó el vestido y observó los cortes que tenía en las piernas. También tenía algunos en los brazos. Nada que necesitase ir con un médico.

—Podría haberte matado. –Murmuró él de nuevo, lleno de temor y angustia—. ¿Se puede saber qué diablos quería? ¿Por qué ha venido?

—Tenemos que terminar con esto de una vez. –Dije yo mientras sujetaba sus manos temblorosas—. Hay que firmar la herencia. Hay que deshacerse de ellos ya.

 

 

 

 

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