LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 38

CAPÍTULO 38 – Eres estúpida

 

 

Algunos oyeron gritos, otros una discusión o un forcejeo, pero ante los amigos y vecinos hubimos de disculparnos, pues nosotros no habíamos oído nada. Fingimos que la herida que adornaba una de mis manos se había producido en el trabajo, y como el resto de marcas y cortes los cubría la ropa, no había que excusarlos. Sin embargo tenía un ojo amoratado. Ese sí que era un problema y algo que nos acusaba como cómplices del alboroto que se había producido el día anterior. Las personas, al verme, no indagaron demasiado, pues era claro y evidente lo que había sucedido: Hank me había golpeado. No era algo extraño que un padre maltratase a su hija, y para los que ya sabían que éramos amantes, mucho menos sospechoso. Les dejé pensar de esa manera, porque intentar explicar lo que había sucedido de verdad, era mucho más complicado de lo que pareciera a simple vista. Es más, las personas que hablaron con nosotros mostraron claros indicios de preocupación pero nada más. No comentaron o preguntaron demasiado, pues la excusa de que el culpable había sido Hank, y de que lo que había sucedido era una riña familiar, era algo demasiado personal como para inmiscuirse.

George, poco después de verme, trajo al taller a Enzo, o más bien este vino por su cuenta, al saber lo que debía haber sucedido, pero al verme no tuvo duda en que había debido ser alguno de mis hermanos. Y más después de haber sido oyente de mi vida. Tampoco hizo demasiadas preguntas porque el color de mi pómulo era suficientemente imponente como para no encontrar palabras de consuelo. Tampoco había lugar para la curiosidad en una escena tan triste. Sin embargo Hank se pasó aquella noche y el día siguiente a la trifulca mimándome y cuidándome como a una enferma.

—Siempre me salvas. –Dije cuando nos habíamos metido ya en la cama. Aquello le enfureció más que alagarle.

—Siempre te salvo. –Repitió, arrugando la nariz.

—Tal vez si seas un poco como un caballero o un príncipe. –Dije a lo que él negó.

—Solo soy una persona que te ama. –Suspiró—. Nada más.

Al día siguiente, cuando ya recogíamos el taller y apagábamos las velas en el interior de la tienda, la puerta se abrió con temor y algo de timidez. Por entre el marco de esta se asomaba el rostro de Jantine, la esposa de mi hermano Felipe. Se asomó al interior cauta y algo avergonzada, a lo que yo tensé todo mi cuerpo por la sorpresa. Pero no llegaba a ser una sorpresa agradable. Su expresión estaba algo abatida y preocupada y cuando me encontró en medio de aquella oscuridad neblinosa, abrió los ojos con sorpresa y con un interrogante en la faz me preguntó si podía entrar.

—Pasa. –Le dije, con tono seco y cortante. No deseaba verla, pero tampoco podía rechazarla. Ella no me había hecho nada.

—Querida… —Murmuró, a lo que yo di un paso atrás, algo desconfiada.

—No me trates de querida. –Le advertí. Y por su expresión me figuré que sabía todo lo que había sucedido el día anterior. O por lo menos, la versión que mi hermano le hubiera dado—. Carlos vino ayer tratándome de hermana y estuvo a punto de…

—Lo sé. –Murmuró, cortando mi explicación. Ante el sonido de su voz, Hank se había levantado de su mesa de trabajo y salió del taller, colocándose delante del mostrador con los brazos cruzados—. Buenas noches, señor Leroy.

—Buenas noches, señora. –Cruzaron una mirada que no supe interpretar. Por parte de ella era de súplica y perdón, pero con un toque de altanería. Hank era todo frialdad y enojo.

—¿A qué has venido? –Le pregunté—. Vayamos al grano.

—Al grano iremos. –Contestó ella y con sus manos apretaba y retorcía el pequeño bolsito que había traído. Si me asomaba un poco afuera, podía distinguir los caballos de la calesa que la había traído hasta la tienda.

—¿Te has escapado o te mandan?

—¿No tengo acaso voluntad en mis actos? –Preguntó y por su tono de voz supe que estaba errada.

—¿Os habéis escapado?

—Solo a dar un paseo. –Dijo ella pero su tono era valeroso.

—Y supongo que habéis venido hasta aquí para interesaros por mí. –Aventuré con sarcasmo.

—No podía creer lo que Carlos nos contó ayer. –Dijo—. Llegó malherido, ha pasado una noche horrorosa.

—Si, —asentí—, me imagino.

—Pero veo que vos os habéis llevado la peor parte.

—Como siempre. –Dije. Ella me miró de arriba abajo y después miró a Hank de reojo, llena de temor y prisa—. No vienes solo por eso…

—Quiero que esto se acabe. –Dijo ella, con tono fatigado y triste—. Esto ya dura demasiado. Todo se ha malogrado.

—Sí, yo también lo creo. –Dije—. La última vez me sugeriste que rechazase la herencia. ¿No es así? ¿Vas a seguir con eso?

—Solo os pido que toméis una resolución, y la llevéis a cabo. No nos martiricéis más con vuestra quietud.

—¿Una resolución? Solo aceptaréis la que os convenga.

—No. –Negó, en rotundo—. Lo habéis conseguido, habéis puesto a vuestros hermanos contra la pared. Ahora aceptarán cualquier cosa que ofrezcáis, con tal de que se solucione de una vez por todas el tema de la herencia.

—En una semana se acaba el plazo. –Dije cruzándome de brazos—. ¿Acaso ocurre algo la semana que viene que obligue a Felipe a tomar de una vez las riendas de la empresa? –Ella me miró con sorpresa, como si hubiese adivinado algún pensamiento oculto.

—El lunes, querida. –Dijo ella, desmoronando su fachada de frialdad—. El lunes es su última oportunidad para poder llegar a un acuerdo comercial. El comprador ya no quiere esperar más, tiene otras ofertas mejores. Nos ha concedido prórrogas en los tiempos porque ya ha comerciado antes, en tiempos de vuestro padre, con esta empresa. Pero nos ha dado un ultimátum. Es este lunes o nada.

—¿Y aún no es tarde?

—No. Solo tiene que presentar el lunes a primera hora ante el notario que habéis resuelto el tema de la herencia. Cuando lleve los papeles con vuestra firma, Felipe será heredero de la empresa, dueño legítimo, y podrá maniobrar a placer con ella. Mientras tanto, sigue con las manos atadas.

—¿Tan grave es el asunto este? –Pregunté—. ¿Tanto necesita cerrar este trato?

—Es importantísimo. –Asintió ella—. Tenemos la miel almacenada, y no se pondrá en mal estado pero pasados varios años pierde sabor y calidad. Y ya lleva año y medio allí. Ya no puede venderla como recién envasada. Ya no sirve igual. No nos la venderán igual. Tendremos que tirarla y puede suponer la ruina de…

—¿La ruina? –Pregunté—. Por eso quieren asegurarse también mi parte de herencia, supongo…

—Sí, así es. –Dijo ella, pero levantó la mirada con un deje esperanzado—. Pero ya no les importa, mientras cierren el trato. Es lo único que quieren. La dejarán tranquila, se lo aseguro.

—Me lo aseguráis. –Dije y suspiré. Hank no pronunció una sola palabra y yo me volví hacia el mostrador, extraje una carpeta con la documentación, rellenada, firmada y sellada y se la extendí. Ella se quedó perpleja y cuando descubrió qué contenía aquella carpeta de cuero, levantó la mirada con expresión triunfal.

—¿Habéis firmado?

—Sí, así es. –Murmuré, cruzándome de brazos—. Acepto la herencia. Lo que me corresponde, por los daños causados, por el dolor y el exilio al que me he visto obligada a recurrir en dos ocasiones.

Jantine nos miró a Hank y a mí alternativamente y después revisó el papeleo con minuciosidad. Leyó en silencio, para sí, y cuando hubo terminado volvió a levantar la mirada, llena de asombro y pasmo. Hank se descruzó de brazos y regresó al interior del taller. Supuso que yo no tenía ningún peligro que correr y que de ahora en adelante podía manejar yo sola la situación. Jantine se le quedó mirando y después me miró a mí. Me devolvió la carpeta pero yo negué con el rostro, interponiendo las manos entre ella y yo.

—Es tuyo. Envíalo por correo, quédatelo, enséñaselo a mis hermanos. Préndele fuego, haz lo que te venga en gana con ello. No quiero volver a verlos. Que corra de tu riesgo y cuenta que lleguen al abogado de mi padre.

—Creo que has hecho lo correcto. –Dijo ella, asintiendo y recuperando parte de su insensibilidad y su fuerza de carácter. Me pregunté si toda aquella suplica y pena no habría sido fingida. Como un niño que se hace el tullido para pedir una limosna. Aquella mujer, de ojos oscuros y mejillas pálidas me miró, y estoy segura de que si no hubiera estado casada con mi hermano, hubiéramos podido ser grandes amigas, o feroces enemigas. Habría sido una buena rival, pero nunca supuso una competencia para mí, en ningún sentido. Teníamos un carácter parecido, y al saberlo, me preocupé por haber confiado en ella los papeles de la herencia.

—¿De verdad lo crees? Yo ya no estoy segura de qué es lo correcto y qué no. –Murmuré, intentando sentirme un poco menos distante de ella.

—Mientras tengáis la conciencia tranquila, sabréis que habéis hecho lo correcto. –Aquellas palabras me sorprendieron y cuando levanté la mirada me sonrió con una mueca llena de pena y tristeza. Se acercó a mí y posó una mano sobre mi hombro, como un gesto de camaradería—. Vuestro padre os ha dejado una honda huella de dolor y miedo en vuestro interior. Pero habéis sabido sobreponeros. Eso es encomiable.

—Gracias… —Murmuré.

—Todas nos merecemos una tregua al dolor. –Suspiró—. Tal vez una venganza.

—¿Venganza? –Pregunté. Ella se acercó a mí y posó sus labios sobre mi mejilla, cerca de la comisura. No se estaba despidiendo, me estaba condenando, como Judas. Cuando salió de la tienda con la carpeta bajo el brazo me di cuenta de que era incapaz de mover un solo músculo. Me había quedado helada, destemplada y aturdida.

Continúe apagando las velas que había por la tienda y cuando Hank y yo cenamos y nos metimos en la cama me quedé largo rato mirando el techo de la habitación. Las luces y sombras que se desdibujaban creaban formas fantasmales y mitológicas. Me quedé dormida mirando aquellos espectros como embobada, con miles de ideas danzando en mi mente. Soñé con fuego. Con luces y gritos. Con el rostro de mi hermano Felipe oscurecido por las sombras del recuerdo de mi padre. Con un bebé, llorando.

 

 

Cuando desperté a la mañana siguiente me sentí como si me hubiese liberado de un peso que me venía arrastrando desde hacía tiempo. Me noté ligera y más alegre. Fuimos a misa sin rezongar y atendimos a las palabras del párroco con diligencia. Después nos pasamos por la taberna y comimos allí, rodeados de los vecinos y conocidos. Estuvimos en la taberna la mayor parte del día. Después de comer jugamos a las cartas con Paola y su prometido. Después cenamos allí algo que la tabernera nos sacase para acompañar las jarras de vino de las que íbamos dando cuenta y cuando ya era noche cerrada regresamos a casa.

Aquel domingo lo recuerdo como un pequeño sueño antes de recaer en la realidad.

El lunes comenzamos a trabajar como cada día. Desayunamos contundentemente, ordenamos un poco el taller antes de ponernos a la tarea, hice varios colores con los pigmentos, puse un pequeño cazo al fuego para derretir un poco de cola de conejo, afilé las gubias y cuchillos. Hank devastó un pequeño madero. Y todo aquello en silencio. La armonía era hermosa mientras fuese equilibrada y buscada. Aquella mañana Marianita había salido al mercado y George se quedó con nosotros en la tienda. Hizo las veces de mercader, vendiendo algunas figurillas que había expuestas en los escaparates. Yo observé ese gesto desde el interior del taller.

—Tal vez podrías dedicarte a esto. –Le dije con una sonrisa ladina.

—Tiene mejor carácter que tú para lidiar con los clientes. –Murmuró Hank alzando las cejas.

—La mayoría son idiotas. –Me defendí, haciendo un mohín con los labios y volviendo al trabajo. 

Cuando Marianita regresó dejó la cesta de la compra que había traído y se excusó, diciendo que su madre la reclamaba en casa y no podía ayudarme con la comida. La despedí y yo me subí con la cesta de mimbre hasta la cocina. Vertí algo de aceite y sofreí unas verduras. Después vertí dentro pedazos de carne troceados para dorarlos, y cuando estuvieron listos vertí varios cazos de agua hasta cubrirlo todo. Removí hasta que volví a ver burbujear el fondo y lo cubrí todo para que se cocinase.

Mientras aquello burbujeaba esparcí harina sobre la mesa de la cocina y me dispuse a hacer algo de pasta mezclando huevos sobre aquel montículo de harina, pero las campanillas sonaron abajo y dejé que la puerta volviese a cerrarse, confiada en que George y Hank sería suficientes para atender a los clientes. Las voces subían algo distorsionadas, pero pude oír claramente a George preguntando con un tono trémulo y tembloroso:

—¿Ha ocurrido algo?

—¿Es este el taller de…? ¿Está el señor Leroy? –Aquella me parecía la voz del alcalde. Pero como prefería no enfrentarme a aquel hombre, no bajé de la cocina. Unas palabras entrecortadas de George se mezclaron con el sonido de pasos yendo de un lado a otro en la planta baja. Habría por lo menos tres o cuatro personas solo en la tienda. La voz de Hank despejó por un segundo el jaleo.

—¿Qué están haciendo aquí en mi negocio?

—Venimos a buscarle. –Dijo la voz del alcalde—. Debe acompañarnos.

Aquello me hizo dar un respingo con las manos aún enharinadas. Me las restregué en el mandil y me dispuse a bajar las escaleras cuando sonó un alboroto y una refriega. Un golpe seco y después los gritos de George. Para cuando quise llegar abajo dos gendarmes sacaban a rastras el cuerpo inconsciente de Hank, viéndolas con la puerta, con el sonidito de las campanas y las piernas colgantes del hombre. El alcalde refrenaba a George sujetándole de un brazo, y apoyándole con todos su peso sobre el mostrador. El muchacho gritaba desesperado y horrorizado. Cuando aparecí por las escaleras posó la mirada en mí, casi como aliviado, y señaló a Hank, a quien estaban subiendo en un carro.

—¡Se lo llevan, señorita Leroy! ¡Se llevan a Hank!

Yo estaba helada y paralizada como un animalillo sorprendido en su propia madriguera. Cuando di dos pasos fuera de las escaleras el coche ya arrancó y salió calle abajo. Me sentí débil y pálida, a punto de desvanecerme. Como si todo aquello fuese un sueño neblinoso que estaba a punto de deshacerse en rocío, y me despertaría. El alcalde al fin soltó al mozo que salió corriendo de la tienda y se quedó mirando la dirección en la que había partido la calesa.

—Aquí le dejo la denuncia. –Dijo el alcalde, dejando sobre el mostrador de la tienda un papel. Me miró de arriba abajo con una expresión mezcla de triunfo y asco.

—¿Qué denuncia? –Pregunté, aturdida.

—¿Cómo que qué denuncia? Su padre ha sido denunciado por el señor Carlos de Vigny el protegido del Marqués de MontBlanc. Al parecer hubo una refriega entre ellos y su padre le rompió una muñeca. Ha mostrado en el ayuntamiento el parte médico. Hemos procedido a su detención… —Sus palabras me abrumaron y me pasé el dorso de la mano sobre la frente. Comencé a sudar, con un sudor frío y pegajoso. Me sentí febril. George entró de nuevo en la tienda, lleno de coraje y excitación.

—¿Cómo se atreve a llevarse así a un hombre inocente? Dígale, dígale señorita Leory. ¿Acaso no es inocente su padre?

Yo le lancé una mirada cargada de pena y angustia, y en mis ojos y mis rasgos debió deducir que había errado el tiro. Enmudeció y su mirada se llenó de ansiedad.

—Señorita Leroy…

—Cuando el proceso haya terminado, se le informará de la resolución…—Soltó de forma mecánica el alcalde pero yo no estaba entendiendo nada, sus palabras me sonaban como en otro idioma.

—¿Proceso?

—Investigación, juicio y sentencia. –Aclaró, como si estuviese hablando con una analfabeta.

—El señor Carlos de Vigny ha denunciado a Hank… —Murmuré sin entonación de pregunta. El alcalde, dispuesto a marcharse, se volvió a mí con una mueca de preocupación.

—¿Acaso no me ha entendido nada de lo que le he dicho? –Como yo le miré embobada, él resopló y se colocó el sombrero sobre la cabeza, dando por finalizada la situación—. Puede ir a verlo al cuartelillo cuando la investigación haya terminado y el juicio se haya resuelto.

—Es usted un… un… —Murmuró George pero el alcalde no le tuvo en cuenta aquello.

—Pero… no tiene sentido. –Le dije al alcalde y yo me pasé el dorso de la mano de nuevo por la frente y los ojos—. ¿Cuándo recibió la denuncia?

—A primera hora. –Dijo—. He visto el brazo del señor Carlos, eso no puede fingirse, así que le aseguro que…

—¿Dónde está?

—¿Su padre? Ya le he dicho que se lo han llevado a…

—¡NO! –Exclamé, con las manos temblorosas—. Mi hermano. ¿Dónde está?

—¿Su hermano?

—¡El señor de Vigny! –Aquello le dejó un tanto desorientado, y como George no pareció más asustado que él, palideció hasta el extremo. Después soltó una sonrisa escéptica y se volvió hacia la puerta.

—Esta chica está loca… —Murmuró por lo bajo y salió de la tienda con el cuerpo relajado, como si hubiese zanjado un grandioso asunto.

Yo me limpié las manos en el delantal y sujeté a George por un brazo.

—Cierra la tienda. No quiero que nadie venga en mi ausencia. ¡Cierra todo! Apaga el fuego y vuelve a casa, mozo. Me has servido bien hoy.

—¡Señorita Leroy! ¿Es cierto que…? –No le dejé terminar.

Yo salí a la calle y me quedé mirando la dirección en la que había desparecido la calesa con el cuerpo inconsciente de Hank en ella. Me volví hacia la dirección contraria y salí corriendo en busca de una montura que me permitiese acortar la distancia. Un caballo atado a un carro estaba detenido a la puerta de un  negocio de pescado. Salté sobre el potro y deshice las cuerdas que lo sujetaban a la carreta. El dueño de la montura gruñó unos segundos pero cuando azucé al animal y emprendió el galope, dejé de escucharlo.

Me encaminé hacia la Finca de los Delfines Blancos. No iba en busca de Hank sino de mi hermano, de cualquiera que me pudiese dar explicaciones y soluciones de lo acontecido. Ir en busca de Hank sería perder el tiempo porque si lo habían llevado al cuartel, era para separarlo de mí, y retenerlo. Durante el camino sentía como comenzaba a hervirme la sangre dentro de las venas y la vista se me nublaba a causa de la ira. Todo cuanto sentía era rabia y dolor. Estaba exhausta y al mismo tiempo llena de vida. Capaz de devorar, por puro agotamiento, a cualquiera que se interpusiese entre el descanso y yo. Cuando llegué a la finca avancé con el caballo casi hasta las propias puertas de la casa y cuando desmonté, me sentí impotente y pequeña. La casa era hermosa, enorme, y yo estaba ahí para derribarla. Que estúpida.

Cuando golpeé la puerta nadie contestó. Nadie abrió durante varios minutos. Al fin alguien del servicio se vio obligado a atender los continuos golpes y gritos que azotaban la puerta. Una mujer morena me impidió el paso con excusas vanas. Yo la aparté de un empujón y recorrí las salas hasta con dar algo viviente que me diese explicaciones. Angelien, estaba sentada en un diván, sola y con un pañuelo de algodón debajo de la nariz. Estaba lagrimeando, temblorosa y enrojecida. Yo me detuve a varios pasos de ella y la observé de arriba abajo. Estaba temblando yo también, pero porque deseaba rodear su cuello con mis manos.

—¿Dónde están mis hermanos?

—No están. –Dijo, mientras se limpiaba una lágrima que resbalaba por su mejilla. Evitaba mi mirada porque estaba avergonzada o porque realmente no deseaba enfrentarme. La sirvienta se me enganchó del brazo para tirar de mí hacia afuera pero yo la aparté de un empujón tal que cayó al suelo. Angelien la disculpó y le obligó a marcharse de la sala. La sirvienta se alejó, temblorosa.

—No te he preguntado si están aquí o no. –Le dije, con la voz rota por la rabia—. Te he preguntado que dónde están. ¡Dónde!

—No están aquí. –Dijo ella volviendo su mirada enfadada en mi dirección. Estaba enfadada por mi insistencia, pero por algo más.

—No están. –Repetí—. ¿Están en el cuartel?

—Ve, búscalos tú misma, a mí ya me da igual.

—¿Por qué han llevado a Hank al cuartel? –Le pregunté. Ella lo sabía todo, solo era cuestión de tiempo que me lo dijese. Pero debía intimidarla o acosarla.

—¿No lo sabes? –Me preguntó, casi como si me acusase a mí de aquel resultado.

—¿Romperle la muñeca a tu marido no es suficiente castigo por haber intentado matarme? –Ella no se espantó de aquella confesión, seguramente conocía la historia mejor que yo misma.

—¿Qué? –Preguntó—. No es por eso, estúpida. Eres una estúpida. –Me dijo y yo enrojecí. Jamás se había dirigido a mí con tanta altanería. Avancé con la mano en alto para golpearle la mejilla pero ella volvió su mirada a mí, cargada de resentimiento—. Nos has arruinado, boba. Y tú sola te has metido en esto.

—¿Yo?

—¡Debías haber firmado la aceptación de la herencia! Ya no hay más tiempo. Nos vamos a arruinar…

—¿Cómo? –Aquello terminó por abrirme los ojos y me quedé helada donde estaba. Un sudor frío me recorrió la espalda, no supe qué más decir. No me salieron palabras de la boca. Mi lengua estaba dormida. Ella se pasó el pañuelo de seda por debajo de la nariz y se tocó el vientre. Estaba temblorosa y angustiada. Yo me tambaleé unos instantes y sonreí a medias. Ella vio aquella sonrisa en mi faz y frunció las cejas. Unas cejas rubias, finas y delicadas. De muñeca.

—¿De qué demonios te ríes?

—¿Dónde está tu hermana Jantine? –Le pregunté a lo que ella se encogió de hombros, con aire simplón.

—Marchó.

—¿A dónde?

—A Ámsterdam. –Concluyó con aburrimiento—. Se ha ido al saber que nos arruinaríamos.

—¿Ha dejado a tu hermano?

—No. –Dijo ella, extrañada—. ¿Por qué haría eso?

—Eres tú la estúpida. –Suspiré, y después solté una sonrisa fatigada—. Qué tontas somos…

Regresé andando al taller. Tiré del caballo hasta el lugar de donde lo había sacado y allí estaba el dueño, echando pestes y gritando por todas partes, en busca del animal, y de mí. Cuando me vio aparecer con el jamelgo se lanzó hacia mí y me arrebató las riendas de las manos. Me insultó y me zarandeó del brazo pero yo lo ignoré y me dirigí hacia el taller. Cuando entré en él me sorprendió ver allí a Geroge, con una mirada interrogante y las manos temblorosas. Todo su cuerpo estaba excitado. Su hermana también estaba allí, y Enzo, cruzado de brazos y apoyado en el mostrador.

—¿No te dije que cerrases el taller, granuja? –Le pregunté, con una sonrisa triste. Él me miró, algo desanimado.

—¿Lo ha solucionado? –Preguntó y yo negué con el rostro, abatida. Él me extendió una carta que había ocultado en el bolsillo de sus pantalones. No había remitente ni ningún nombre. Solo la dirección del taller.

—¿Y esto? –Pregunté.

—Llegó hace un rato.

—Quién la trajo?

—Un mozo. No sé quién la envía. –Dijo y yo asentí.

—Yo sí lo sé.

La carta versaba así:

 

Señorita Leroy (como gusta que la llamen ahora):

Cuando lea esto estaré ya muy lejos.

Mi hermana, aún con el deseo y el arrojo de buscarse una mejor vida, sigue sin saber cómo jugar bien sus cartas. Un berrinche no le alejará de su marido. Yo sin embargo, prefiero actuar. No tiene sentido prolongar un matrimonio sin herederos, y aún menos sin dinero. El amor… amor nunca hubo. Tampoco lo necesito. El amor se lo dejo a los que puedan permitírselo.

Siento haberla involucrado en ello, pero para mí usted no es más que un peón dentro de este ajedrez. Y tenía que sacrificarla para librarme del fantasma de vuestro padre, quien mueve a su hermano. Ya no es él mismo. Y yo no quiero cargar con el peso de su avaricia.

Ojalá haberla conocido en otra historia. Ojalá la partida hubiera sido contra usted, habría sido legendario.

Me llevo un majestuoso recuerdo de usted. Supongo que usted de mí, no.

 

Cuando terminé de leer aquella carta que confirmaba las sospechas que ya me había hecho, la doblé y volví a meterla en el sobre. Me la guardé en el bolsillo del mandil y les dirigí a George y a los demás una mirada cargada de rabia.

—Cierra el taller. Y vete a casa. No quiero veros más hoy.

Aquello los dejó de piedra y después de mirarse entre ellos se volvieron hacia la salida y cerraron la puerta con el juego de llaves que le había dejado. Cuando hubieron desaparecido calle arriba yo me volví hacia el mostrador, me senté en el taburete y dejé aquella carta de nuevo abierta delante de mí. La releí cuatro o cinco veces y cuando al fin lo hube asimilado todo, me pasé las manos por el cabello, y por el rostro. Contuve las lágrimas y me reí con ganas.

Me habían traicionado.


 


 

 

 

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