LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 35
CAPÍTULO 35 – Una historia (II)
»Salí de la tienda y me dirigí a mi casa
temblando, completamente compungida. Deseaba llorar con todas mis fuerzas y
cuando llegué y me quité la ropa, las limpiadoras me reprendieron por haber
destrozado un vestido que estaba prácticamente nuevo. En la hora de la cena mi
padre se enteró del desastre que había hecho del vestido pero yo no podía
pensar más que en una cosa.
»—Quiero tomar clases de escultura. –Dije
mientras mi padre se llevaba un pedazo de carne a la boca—. Talla de madera. Me
interesa. –Dije, a lo que él pareció complacido con aquella iniciativa. Por lo
general solía aborrecer a los profesores de pintura o danza que me había
conseguido, pero esta vez podría ser diferente.
»—¿Talla en madera? ¿Eso no es muy sucio?
»—Estará ocupada todo el día, y así no
dará la lata. –Dijo Felipe comiendo como si no estuviese en la conversación.
»Mi padre me concedió el capricho, y en
menos de una semana contactó con un ebanista que conocían unos conocidos suyos.
El hombre, rechoncho como un cerdo en época de matanza y sudoroso como un pavo
al horno llegó con un maletín de herramientas y varias tablillas de madera. Me
até un delantal sobre el vestido y tras que el hombre me diese unas
indicaciones básicas sobre las nociones más elementales de la madera,
comenzamos a tallar una flor sobre una tablilla de madera. Un bajo relieve muy
mediocre que a duras penas conseguí sacar. Al día siguiente me presenté en el
taller del señor Leroy y le mostré la flor que había tallado.
»—¿No le dije que no volviese por aquí,
señorita?
»—He hecho esta flor. –Se la extendí y él
la cogió con una mano. La miró por encima y evitó poner un mal gesto. Pero fue
evidente que ganas no le faltaron. No supe si le desagradaba, si estaba
incómodo, o estaba tan avergonzado que le daban ganas de soltar una carcajada.
Yo me tiré del vestido—. ¿Qué opina? Para ser la primera vez, no está mal,
¿cierto?
»La verdad es que estaba horrible. Ni
siquiera estaba terminada. Le faltaba el lijado, el barnizado… parecía una
madera reventada por el casco de un caballo más que una talla. Él la tiró por
encima de la mesa y la dejó delante de mí.
»—¿Y qué quieres que haga con esto?
»—¿Eh? –Pregunté sin comprender—. Solo
espero que me admita como ayudante.
»—¡Ayudante! –Exclamó—. ¿Así que no es un
capricho…?
»—No señor. Estoy decidida a ser su
ayudante.
»—Eso no me importa. –Se encogió de
hombros y volvió a su trabajo. Yo me quedé mirando la flor, con desdén—. Es
horrorosa. No tiene técnica y ni siquiera está terminada. Parece una basura.
»Aquello no me hirió. Todo lo contrario.
Sabía que después de aquella crítica vendría un dulce.
»—Además, algo plano no tiene mérito. Haga
algo en bulto redondo y entonces, si es decente, puedo pensármelo…
»—Le diré a mi maestro que me enseñe.
–Dije a lo que él dio un respingo, lleno de orgullo herido.
»—¿Está tomando clases? ¿Desde cuándo?
»—Desde ayer. –Señalé la flor—. Este es mi
primer trabajo.
»—¿Y quién le está enseñando? –Yo le dije
el nombre del ebanista que había contratado mi padre y al oírlo arrugó la nariz
con aire orgulloso—. Si ese hombre es quien le está dando lecciones de talla,
no aprenderá nada.
»—Se lo he pedido a usted, pero parece que
no quiere ni oír hablar de ello. –Me ignoró. Y como parecía dispuesto a seguir
con aquella conversación, me marché del negocio, dejándole allí la flor.
»Al día siguiente cuando el ebanista
volvió le exigí:
»—Quiero tallar algo en bulto redondo.
»Primeramente, el hombre se desternilló, y
al comprobar que mi petición iba enserio, enloqueció diciendo que yo era una
idiota si pensaba que podría tallar algo en bulto redondo con tan solo una
clase y que no perdería su tiempo enseñando a una inconsciente. El hombre se
marchó alegando frente a mi padre que yo no era más que una niña caprichosa. Lo
que me costó una dura reprimenda por parte de mi padre. Tal que llegó a
abofetearme en varias ocasiones.
»Como yo seguía con aquella idea, a la
mañana siguiente me acerqué a una librería especializada y compré varios tomos
sobre talla en madera. A los días también me hice con algo de instrumental y
cuando conseguí un pequeño taco de madera me dispuse a realizar cualquier cosa
que fuese fácil de tallar y vistosa de ver. Lo primero que se me ocurrió fue
una oveja. Pero como no encontré nada mejor decidí sacarla de entre las hebras
de madera. El resultado era una mezcla de oveja, perro godo y animal semi
mitológico. De frente estaba torcido y tenía una pata más delgada que las
otras. La lana no parecía esponjosa, sino que parecía un animal saliendo de un
pedrusco. Lo llevé al taller del señor Leroy y lo puse delante de él en su mesa
de trabajo. Él se lo quedó mirando más impactado que la vez anterior. Mi credibilidad
retrocedía a pasos agigantados.
»—¿Qué es exactamente? –Preguntó y yo
quise decir que aquello era una oveja, pero ahora que lo miraba más de lejos,
habría podido decir que era una tortuga y cualquiera me hubiera creído.
»—Una oveja… creo.
»—¿Una oveja? –Preguntó en forma de
meditación personal. Ni siquiera la tocó—. No está muy lograda.
»—Tiene una pata deforme. Me pasé con la
talla. Se me fue el formón.
»—Todas son deformes. –Aseguró y yo me
mordí el labio inferior—. ¿Qué pretendes que haga con ello?
»—Quedárselo. –Murmuré—. No sirve para
mucho.
»—Ni siquiera podré venderlo. –Dijo—.
Tendría que pagar para que alguien quisiera llevárselo.
»—Ya… —Suspiré y ambos cruzamos una mirada
interrogante. Yo había hecho una talla de bulto redondo, pero él no consideraba
lo mismo. Me marché de la tienda llena de desánimo. Pero cuando regresé a casa
y me quedé mirando los materiales a medio recoger, llena de congoja, busqué
otra nueva figurilla que hacer. Mi padre se hubiera puesto como una fiera si
hubiera descubierto que ojeé algún que otro libro de iconografía para buscar
alguna santa o algún mártir que poder tallar. Pasé de Santa Catalina de Alejandría*
a Santa Genoveva de París. Pero me decanté por una Santa Elena*. No era muy
complicada, pensé. Una mujer con una cruz al lado. Estuve al menos dos semanas
para conseguir un resultado más o menos decente. Una figura humana parecía,
pero la cruz había tenido que hacerla aparte y no tenía cola para pegarla a la
figura. Cuando la consideré terminada me la quedé mirando sobre la mesa y me
hundí en mi propia autocompasión. Era horrorosa y si le llevaba aquello al
señor Leroy acabaría por no tomarme en serio. La idea, la fantasía, de que me
despediría de su tienda con insultos, hastiado de mí, me aterraba. Pero como
era incapaz de hacer nada mejor me la llevé conmigo y la puse sobre su mesa de
trabajo ante su atenta mirada. Sus ojos siempre me producían un escalofrío en
la espalda cada vez que me miraba directamente. Y cuando no lo hacía,
disfrutaba de observarlos, como a escondidas.
»—¿Qué es eso ahora? –Preguntó, un poco
hastiado.
»—Santa Elena. –Dije encogiéndome de
hombros. Señalé la cruz que había al lado de la figurilla—. Esto debería ir en
su mano, pero… no tengo cola.
»—¿La mano? Ni se distingue del resto del
cuerpo. Parece una figura de cera a medio derretir.
»—Señor Leroy. –Dije sobresaltada, a lo
que él me lanzó una mirada distante.
»—¿Qué esperas conseguir con ese
maestrillo tuyo?
»—Se despidió. –Dije, encogiéndome de
hombros—. Estoy intentando aprender por mi cuenta.
»—Santo cielo… —Murmuró, más cansado que
sorprendido.
»—¿Va a aceptarme ya como discípula?
»Ante mi pregunta se levantó con ímpetu de
la mesa de trabajo y se dirigió a donde yo estaba. Aquello me hizo tensar todos
los músculos del cuerpo y al ver como se acercaba no pude evitar retroceder
hasta sentir la pared a mi espalda. Me pitaban los oídos y todo mi cuerpo
estaba alerta. Cuando levantó su mano me protegí el rostro con mis antebrazos y
me encogí, levemente. Él se quedó estático, tan asustado por mi reacción como
yo por su gesto. Como no se produjo el golpe escruté al escultor a través del
hueco entre mis brazos y él me miraba tan pasmado como yo a él. Bajó el brazo
con un Cristo crucificado que había descolgado de la pared a mi espalda y me lo
extendió. Yo lo sostuve con ambas manos aún temblorosa y él posó su mano sobre
mi cabeza. Aquello volvió a ponerme en tensión, pero su tacto fue tan cálido, y
sus dedos se hundieron tan suavemente entre los mechones de mi frente, que no
pude evitar cerrar los ojos, agradecida de aquella caricia.
»Cuando se separó de mí lo hizo con un
suspiro y volvió a la mesa de trabajo de donde se había levantado. Me señaló el
crucifijo con una mirada despreocupada.
»—Haz una copia de eso. Talla un Cristo
igual, y podrás trabajar aquí conmigo.
»—¿Igual? –Pregunté pasmada. Era un
crucificado lleno de detalles, desde la expresión de su rostro, agónica, hasta
la contracción de su cuerpo en una postura desde luego incómoda y difícil de
tallar. Incluso había venas en sus pies que sobresalían a través de su piel. Y
la corona de espinas, y los mechones sobre su rostro. Yo palidecí.
»—No sé hacer esto.
»—Ya me figuro. –Dijo encogiéndose de
hombros. Casi sonrió maliciosamente. Ahora estoy segura de que pensé que
aquello era suficiente como para desanimarme y hacer que desistiese de ser su
aprendiz. Era una forma fácil de deshacerse de mí.
»—¿Puedo llevármelo para tomarlo como
referencia?
»—Puedes hacer con ello lo que quieras…
—Dijo encogiéndose de hombros de nuevo, y como volvió al trabajo, me dio pie a
marchar.
»Estuve días decidiendo qué hacer.
Intentar hacer una copia exacta me llevaría meses, incluso años, si es que era
capaz de conseguirlo alguna vez. Y durante el proceso de creación de la oveja y
la Santa Elena, me había debatido en si realmente aquello era lo mío o como me
habían dicho, sólo era un capricho. Supongo que la decisión la tomé más por
orgullo que por placer al arte. Aunque algo de eso había. También por Hank
también para huir en cierto modo de mi realidad, y de mi familia.
»Hice varios intentos pero resultaron ser
solo Cristos medio derretidos y amorfos. Consulté a varios escultores que había
conocido los últimos tiempos y me aconsejaron métodos y técnicas que pudiesen
venirme bien. También me hice con un par de libros más sobre talla. Pero un mes
después, no había conseguido avanzar casi nada. Hice cientos de bocetos, para
hacerme una idea de las proporciones y las formas, medí cada detalle, cada
brazo y cada dedo, la distancia entre los ojos, el largo de las piernas. Pero
nada. La imagen de aquel Cristo macilento me atormentó durante meses enteros.
Gasté madera que después arrojaba a la chimenea. Llegué a quemar más Cristos a
medio tallar de los que pude contar. Probé diferentes maderas, pino, álamo o
nogal. Pero nada hacía que el resultado fuese tan exacto o preciso.
»Y mientras pasaban los meses yo era
incapaz de regresar al taller de Hank por miedo a llegar con las manos vacías,
o lo que era peor, un Cristo incompleto o inexacto. Aquellas pesadillas
comenzaron a hacer mella en mi humor y
me volví distante y gruñona. Había días en los que pasaba por delante del
taller y no podía evitar echar una mirada dentro, pero rápido volvía el rostro
por miedo de enfrentar su mirada. Estaba segura de que se estaría riendo de mí,
y de mi falta de ánimo para continuar su labor. Estaba segura de que estaría
agradecido de haberse librado de mí y de mi insistencia. Durante mis clases de
latín, pensaba en el Cristo, y en las de historia, en el Cristo nuevamente. Por
las noches pensaba en Hank, pero cuando amanecía, el Cristo volvía a
absorberme. Sus formas, sus colores.
»No fue hasta dos años después que conseguí
crear un Cristo digno de ser mostrado. Tenía las proporciones exactas y la
expresión correcta. Tal vez el meñique era un poco más corto, o los ojos no
miraban exactamente en la misma dirección. Pero era muy similar. Salí corriendo
a la tienda y cuando entré, precipitadamente, Hank posó su mirada en mí y pude
ver un atisbo de felicidad llena de nostalgia en su expresión. Había pensado
cientos de veces en qué le diría cuando al fin lograse hacer una talla de su
gusto, pero cuando llegó el momento no fluyeron las palabras y me limité a
dejar que mi trabajo hablase por sí mismo. Le devolví el Cristo que me había
dado dos años atrás y posé el mío sobre la mesa. Él se incorporó, sorprendido,
y me lanzó una mirada llena de júbilo. Seguro que ni siquiera se acordaba del
Cristo, ni de mí, ni de su promesa.
»—¿Se acuerda de mí, señor Leroy?
»—Me acuerdo. –Dijo, absorbido por la
talla que le había dejado delante—. Desde luego que me acuerdo. ¿Ha dedicado
dos años a esto?
»—¿Le parece mucho? –Pregunté—. Me ha
llevado dos años poder hacer algo decente que mostrarle. No volvería a pasar
por la vergüenza de que criticase mi trabajo. –Suspiré—. He practicado todos
los días. Y he quemado más Cristos que brujas se hayan quemado nunca. ¡Me he
dejado los dedos y la cabeza para poder hacer algo simplemente parecido! El
meñique es un poco más corto, los ojos no miran al mismo sitio, y la cruz es un
par de milímetros más pequeña, pero la madera que conseguí no era precisa. Me
pasé con la lija en las espinillas y no se aprecian tan bien las venas. Pero
creo que es algo digno.
»Él no dijo nada. Se limitó a mirar la
talla por todas partes. Le dio varias vueltas en sus manos, pasó sus yemas por
todas partes y después me lanzó una mirada cómplice y traviesa. Dejó el Cristo
sobre la mesa y me extendió sus manos vacías.
»—Deme sus manos, señorita.
»—¿Cómo? –Pregunté y él se sonrió, ladino.
»—Muéstreme sus manos. Si es verdad lo que
me ha dicho, que ha tallado todos los días, tiene que tener las manos ásperas,
callosas y fuertes. Déjeme ver sus manos. –Estaba tan sonriente como un
chiquillo, convencido de que le había engañado.
»Pero cuando posé mis manos sobre las
suyas, solo ese gesto, le valió el desconcierto. Tenía las manos cálidas y
firmes, y sus dedos rodearon los míos, y sus yemas palparon mis palmas, llenas
de heridas, callos y arrugas. Pareció decepcionarle aquella imagen, sin
embargo. Y cuando me soltó las manos se sentó en su mesa de trabajo, se reclinó
en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos y piernas. Yo me quedé allí,
sintiendo aún en las manos el tacto de sus dedos.
»—¿Y bien? –Me preguntó, como si yo tuviese
la respuesta a aquel conflicto.
»—¿Y bien qué?
»—¿Qué demonios hago contigo? –Yo me
congelé en aquel instante. Había pasado tanto tiempo deseando entregarle una
talla digna de ser mostrada que se me había olvidado por completo el fin de
aquel examen.
»—Bueno, me prometió que me aceptaría como
aprendiz.
»—Pero sabes que eso no puede ser,
¿cierto? No eres tan estúpida como para creer que yo puedo permitir algo así.
–Aquello me dejó helada. Yo le miraba a él y al Cristo, alternativamente. Había
pasado tanto tiempo intentando sacarle de debajo de tantas capas de madera que
ahora para mí era una entidad particular.
»—Pero… el Cristo…
»—Está bien que una señorita de su clase
tenga aficiones. En mi opinión creo que debería tener aficiones más limpias y
delicadas, como la pintura o la danza. Pero se ha empeñado en aprender talla.
Muy bien. Pero no puede trabajar aquí.
»Yo palidecí. Creo que estuve a punto de
desfallecer, o de llorar.
»—Sería una deshonra para su familia.
Además solo tiene catorce años. ¿Quince? No importa. Este no es su sitio. La
prometerán con un buen hombre, se casará y abandonará esta ciudad. Tendrá
muchos hijos y tendrá una vida plena y feliz. ¿Qué espera encontrar aquí?
»—A usted. –Solté, y aquello le hizo
enmudecer. Yo paseé la mirada por la tienda y él volvió a fruncir el ceño—. Es
un hombre sin honor. Me prometió algo que no pensaba cumplir de todas maneras.
Me ha hecho perder dos años de mi vida demostrándole que soy digna.
»—Lo estoy haciendo por usted.
»—Lo hace por usted. –Dije y él me fulminó
con la mirada.
»—¿Acaso no se ha parado a pensar,
señorita, que no deseo verla por aquí? No quiero verla revoloteando alrededor.
Ni necesito un ayudante ni quiero tener a una compañera, ni una amiga, ni una
hija. Nada. –Yo sentí como se me agolpaban las lágrimas en los ojos—. Y si
vuelve a aparecer por aquí, no tendré más remedio que dirigirme a su padre en
persona y contarle lo que está pasando. No estoy dispuesto a perder mi negocio
por una muchacha caprichosa.
»—N-no le tengo miedo a mi padre. –Mentí,
temblorosa. Aquella amenaza se me había clavado en el pecho como un cuchillo, y
él había notado aquel efecto por la palidez que empezó a asomar en mi faz.
Convencido de que había sido suficiente se volvió al banco de trabajo y yo salí
de la tienda con las rodillas temblorosas.
»Aunque llegué a casa compungida y llena
de pena, aquello no me alentó a dejar de insistir. Volví varios días aquella
misma semana pensando que Hank habría reconsiderado mi oferta, pero como siguió
negándose, al fin tuvo que asistir a mi casa. Mi padre por entonces abusaba de
mí. Estábamos en su despacho, yo intentando zafarme de sus golpes y sus dedos
largos y húmedos como tentáculos colándose en el interior de mi ropa cuando el
mayordomo avisó de la presencia de un escultor que quería hablar con él. Me
dejó tirada en un diván que había en su despacho a la espera de que yo me
compusiese para poder recibir la visita. No fue hasta que no me pasé la mano
por las mejillas que no me di cuenta de que tenía un corte en el pómulo.
Seguramente estaba hinchado y se enrojecería en unos minutos. También los
labios me sangraban.
»Cuando Hank entró en la estancia lo
primero que hizo fue fijar la mirada en mí, y aquello le hizo detenerse antes
de llegar al escritorio de mi padre. Este, recolocándose el cabello con un pase
de su mano y sentándose detrás de la mesa, alentó al desconocido a presentarse.
»—No he hecho llamar a ningún escultor. ¿A
qué ha venido?
»Hank se había quedado mudo y alternaba la
mirada entre mi padre y yo. Sus manos comenzaron a sudar y se pasó los dedos
por el cabello, por encima de la oreja, pensativo.
»—Yo… pues verá… —Como volvió a mirarme,
mi padre se enfureció.
»—Si no me dice ahora mismo qué es lo que
quiere, puede marcharse. Estoy seriamente ocupado.
»Yo le lancé una mirada suplicante, pero
no sabría decir para qué. Quería que se marcharse, para que no fuese blanco de
la ira de mi padre ni tampoco siguiese con aquella expresión de lástima en el
rostro. También para que no diese una sola explicación de su presencia allí.
Pero al mismo tiempo deseé que se quedase y me salvase, me protegiese, o me
auxiliase. Un cálido abrazo, aquello me habría bastado. Incluso una mirada de
valor, cualquier cosa menos aquella mueca de lástima.
»—Verá, mi nombre es Hank Leroy, y poseo
una tienda de talla en madera en el número 43 de esta misma calle, al otro lado
del canal…
»—¿Y?
»—Yo… —Murmuré—. Mejor me voy.
»Sin esperar a que mi padre me detuviese,
salté del diván y salí por la puerta de la estancia, dejándole con una mueca
enfurecida por haberme dejado escapar. Después regresaría a buscarme, pero al
menos me libraba de aquella escena tan horrorosa. Me quedé en el pasillo,
escuchando cómo se desarrollaba todo.
»—¿Y qué quiere?
»—Me habían informado de que usted es un
gran aficionado a las tallas y esculturas y…
»—Somos protestantes. –Exclamó mi padre,
como si con aquello sentenciase la discusión. Hubo un breve intercambio de
palabras en forma de despedida y Hank salió del despacho cerrando la puerta
detrás de él. Me descubrió allí al otro lado, escondida y silenciosa. Cruzamos
una breve mirada de compasión y se marchó con la cabeza baja y el cuerpo
encorvado en una postura derrotada.
»Después de aquel encuentro sentí tanta
vergüenza que evité en todo lo posible volver a encontrarme con él. Ni acudí a
su tienda ni me paseé por delante de ella. Pero la vida tiene un agudo sentido
del humor. Por aquel entonces ya me codeaba con el page de mi padre, Johannes,
y cuando oscurecía y mis hermanos y mi padre se acostaban, yo salía por la
ventana, me ponía ropas de hombre y nuestro page y yo nos íbamos a cualquier
taberna a beber y a jugar a las cartas. Con tan mala suerte que un par de
noches después de que Hank se presentase en mi casa, lo encontré bebiendo en la
barra de una taberna, llamada El barril del tuerto. Solíamos ir allí, timar a
un par de clientes con nuestros trucos de cartas y volvernos a casa con un par
de cervezas en el estómago. Para cuando quise darme cuenta de que Hank estaba
en la barra, yo ya estaba en medio de una partida. Perdí el hilo de la trampa,
así como de la partida, y antes de darnos cuenta habíamos perdido una buena
cantidad de dinero. Johannes me llevó aparte y me preguntó si no estaba
teniendo un buen día. Aún me duraban los cardenales que mi padre me había
pintarrajeado en la cara, a lo que yo me encogí de hombros con indiferencia.
»—Puede que haya bebido de más. La cabeza
me da vueltas.
»—En ese caso siéntate, yo continuaré la
partida. No bebas más. –Me advirtió con una sonrisa fraternal.
»Yo me fui a sentar al lado de Hank, que
meditabundo miraba la copa de vino en su mano. Sin hacer caso de mi compañero,
le pedí a la camarera una copa de vino, que puso delante de mí llenándola casi
hasta el borde. Hank dio un respingo al reconocer mi voz y se volvió de lado,
con el rostro contraído en una mueca de sorpresa. Si no me reconoció por la
ropa, si lo hizo por las heridas.
»—Le prometo que no he venido a
molestarle. –Me excusé—. Solo he venido a jugar.
»—Está bien. –Dijo él y volvió su mirada
al vaso de vino. Yo hice lo mismo y nos mantuvimos en ese extraño silencio
durante al menos media hora. Estuve la mayor parte del tiempo mirando sus
manos, la forma de sus dedos, esas venas que se veían a través de la piel y
algunas heridas que tenía en ellas. La forma de su muñeca y la fuerza de su
mano al asir el vaso de vino. Pasado aquel tiempo comenzó un serio alboroto
donde el page de mi padre estaba jugando a las cartas y me volví en su
dirección, con el ceño fruncido y una mano en el interior de mi chaleco.
»—¡Eres un mentiroso! –Dijo un hombre,
tirando de la manga de mi compañero y haciendo que una carta se deslizase palma
abajo. Cayó como una pluma, condenando a mi compañero a una buena reprimenda.
Yo salté del taburete donde estaba y llegué a su lado en dos saltos, asiendo la
muñeca del hombre que zarandeaba a mi compañero y sujetando una navaja debajo
de su cuello. El resto de personas se alejaron, por lo menos dando un paso
atrás, llenas de pasmo.
»—Toca a mi amigo, y te saco las tripas
por el cuello. –Murmuré en su oído, pero el hombre, medio arrodillado en el
suelo, ya clamaba que le dejase ir. Le dirigí a Johannes una mirada suplicante
y este soltó el dinero que había ganado en las partidas y se lo devolvió al
hombre, aceptando su parte de culpabilidad.
»Cuando solté al hombre lo hice dándole un
puntapié y alejándolo de la mesa donde habíamos estado jugando. Desvié la
mirada hacia la barra y Hank nos miraba por encima del hombro.
»—Vámonos. –Supliqué a mi compañero, a lo
que asintió, cabizbajo. Rescatamos nuestras pertenencias, pagamos la cuenta y
cuando nos hubimos alistado salimos al exterior. Era verano, pero soplaba un
airecillo agradable. La calle estaba a oscuras y el sonido de nuestros pasos
era casi reconfortante, aunque debíamos ser la imagen misma de la miseria—.
Perdóname. –Dije, compungida—. No he tenido un buen día.
»—No pasa nada. –Dijo con camaradería,
pasando su brazo alrededor de mis hombros—. El juego es así. A veces se gana, y
otras se pierde.
»—Hoy ha sido un suicidio. –Dije y él se
rió, haciendo que su risa reverberase por todas las calles. Cuando esta se
silenció fuimos conscientes de unos pasos que se acercaban, a prisa, hacia
nosotros. Johannes fue el primero en ponerse en guardia, afianzando su agarre
sobre mis hombros para protegerme, pero cuando levanté la mirada por encima de
su brazo distinguí a Hank unos pasos más atrás. Tuve el presentimiento de que
quería darnos alcance, así que me detuve y Johannes se volvió a mí con pasmo.
»—¿Lo conoces?
»—Sí, es un amigo. Vuelve a casa. –Le
dije, alzando el mentón, intentando fingir un poco de autoridad.
»—No voy a dejarte sola. –Murmuró
acercándose a mí con preocupación—. Si te llegara a pasar algo, me destrozas el
corazón, criatura…
»—Ve a casa. –Repetí, más dulcemente—. Es
un amigo, te lo prometo. Ve. Tiraré una piedra a tu ventana antes de entrar,
para que sepas que he regresado.
»Aquello pareció convencerle y se despidió
de mí plantando un beso en mi mejilla, lleno de cariño fraternal. Para entonces
Hank ya nos había alcanzado y se detuvo a mi lado, con la mirada temblorosa y
el gesto preocupado.
»—Vamos. —Le dije—. Regresemos dando un
paseo. ¿Sí? –Él asintió y emitió un quejido como respuesta. Pero no dijimos
nada más la mayor parte del camino, supongo que no hizo falta. No supe muy bien
si me había querido alcanzar por saber que regresaba bien a casa o si realmente
tenía algo que decir. Pero hasta que no vimos mi casa a lo lejos, no se atrevió
a verbalizar algo.
»—¿Es algo común?
»—¿El qué?
»—Que metes a la gente en problemas. ¿Es
algo normal en ti, o lo haces a posta?
»—Creo que es algo intrínseco. –Dije,
soltando una risa. Creyó que me lo tomaría a mal, o que me enfadaría y le
respondería secamente. Pero me hizo gracia aquella observación—. Sí, tal vez
tengas razón…
»—¿No ves que eso que has hecho hoy ha
sido muy peligroso? –Preguntó deteniéndose a mi lado. No quiso avanzar más. ¿Me
estaba reprendiendo?
»—No oséis reprenderme. –Le espeté, con
tono autoritario. No supe si era la ropa masculina o la noche lo que me daba la
fuerza de contestarle así. Pero se quedó estático y firme. Plantado allí, me
miró con sorpresa—. ¿Os creéis con el derecho de hacerlo? ¿Por qué?
»—Porque soy mayor que tú. –Dijo y yo me
encogí de hombros.
»—Eso me importa un bledo. Es más,
largaos. No quiero teneros revoloteando alrededor, molestando e incordiando.
»Seguí andando pero él me detuvo
sujetándome del brazo. Sentir la fuerza de su mano sobre mí, me hizo temblar de
pies a cabeza y si no hubiera sido porque tenía una navaja en el bolsillo, me
habría sentido febrilmente débil. Él notó aquel cambio en mi expresión y me
soltó de golpe. Se alejó medio paso y miró al frente, pasándose la mano por el
cabello.
»—No tenéis que preocuparos más por mí. No
pienso asistir más a vuestro negocio. Esto terminó ya. –Me encogí de hombros—.
Tenéis razón, os aprecio lo suficiente como para no meternos en más problemas.
Pero vos no os metáis en mi vida, ni me deis consejos de cómo vivirla.
–Sentencié, pero lo que en verdad deseaba decirle, era: Salvándome, salvándome
de esta miseria. De mi misma y de mi realidad.
»Continué caminando pero él siguió
avanzando a mi lado hasta casi llegar a la puerta de mi hogar. Aquella imagen
me acobardó lo suficiente como para mirarle sin hacerlo directamente.
»—Siento haberos causado problemas. El
Cristo que os regalé, podéis venderlo si queréis. Sacad beneficio de mi
molestia.
»—He pensado en ello, los últimos tiempos.
–Dijo él, con las manos en las caderas, buscando las palabras mientras miraba
todas partes—. No se me ocurre una manera de hacerlo, sin crear un problema.
»—¿Hacer el qué?
»—Trabajar con vos. –Sentenció. Yo me quité
el sombrero y lo sujeté a la altura de mi cintura.
»—¿Qué estáis queriendo decirme?
»—Que no se me ocurre la manera de que
podamos trabajar juntos. Tenéis demasiadas ataduras aquí. –Señaló con la mirada
la casa—. Si no fuera así, gustoso te acogería como ayudante.
»—¿Eso es verdad? –Pregunté. Levemente
emocionada.
»—Claro que es verdad. –Asintió—. Pero no
sé si estoy dispuesto a arriesgar todo mi negocio…
»—Entiendo. –Asentí, cabizbaja, pero
cuando cruzamos una mirada, él no pudo evitar esbozar media mueca sonriente. Yo
me dejé llevar por aquel gesto y sonreí como una bobalicona—. ¿Me aceptáis?
»—¡Qué remedio! –Exclamó y dejó caer sus
hombros, con fatiga—. Si no, me atormentareis hasta el final de los tiempos.
»—¡No sabéis lo mucho que os lo agradezco!
–Me acerqué a él y le abracé. Él me devolvió el abrazo y besó mi frente.
»—Ya podéis esculpir, muchacha, para
compensarme todos los disgustos que vais a traerme.
———.———
*Catalina de
Alejandría fue una mártir cristiana del siglo iv. Su
fiesta se celebra el 25 de noviembre. Su culto tuvo difusión por toda Europa a
partir del siglo vi, con énfasis entre los siglos X y XII. Está incluida en el
grupo de los santos auxiliadores y es invocada contra la muerte súbita. Algunos
académicos modernos consideran que la leyenda de Catalina probablemente se basó
en la vida y muerte de Hipatia, con roles invertidos de cristianos y paganos.
*Flavia Julia
Elena, también conocida como santa Elena de la
Cruz y Elena de Constantinopla (Drépano, hacia 250-Roma, hacia 330), fue una
augusta romana, santa de las Iglesias católica, luterana y ortodoxa.
Exactamente no se sabe la fecha exacta de su nacimiento.
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