LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 34
CAPÍTULO 34 – Una historia (I)
—Despacio. –Le dije a Hank mientras
embestía apurado.
Habíamos cerrado el taller un poco más
pronto de lo habitual el miércoles aquél de la última semana de febrero.
Habíamos tenido un día agotador y ambos teníamos la mente y la vista agotadas,
deseábamos desconcertar, ser un poco irresponsables y pecar de pereza. O por lo
menos, dejar a un lado la laboriosidad. Después de cenar las sobras de la
comida subimos al dormitorio y yacíamos mientras escuchábamos afuera el sonido
del ir y venir de las personas que, como nosotros, regresaban a casa o iban a
la taberna más cercana para desahogar las penas de un duro día de trabajo.
Nuestras respiraciones se volvieron gemidos y el sonido de nuestras pieles
acaparó todo el dormitorio.
Sus manos alrededor de mis muñecas, de mis
caderas, la fuerza de sus brazos moviéndome o sujetándome, era todo lo que
necesitaba para arder.
—Más deprisa. –Murmuré, ahogada por los
gemidos.
Él se alejó de mí precipitadamente y
culminó fuera, dejándome a mí aún temblorosa de excitación. Cuando hubo
sofocado su ardor, me ayudó a terminar introduciendo varios dedos dentro. Me
llenó el rostro y el cuello de besos y mordiscos y cuando cerré mis piernas
alrededor de su mano él aumentó el ritmo hasta hacerme culminar. Agotada y
sudorosa, volví el rostro a un lado y él se tumbó cerca de mí, aún sofocado.
Nos miramos y sonreímos, como siempre hacíamos, como si aquello nos hiciese
gracia. Como si hubiéramos incumplido una norma celestial o desoído una
advertencia. Reíamos como niños malos que hubiesen hecho algo travieso. Y nos
encantaba esa sensación. Y nos sentíamos poderosos al poder tomar ese camino de
la desobediencia. Éramos salvajes y subversivos.
Cuando retomó el aliento nos cubrió con
las mantas y se volvió hacia mí para pasar su brazo alrededor de mi cintura. Él
se durmió pronto pero yo no pude conciliar el sueño después de que el cansancio
me abandonase. Las sombras y luces que se desdibujaban en el techo del cuarto
me llevaron al remordimiento y la angustia del recuerdo de mis hermanos. Los
días pasaban, y cada vez que pensaba en la fugacidad del tiempo la piel se me
levantaba a tiras, y alguien echaba sal en las heridas mal curadas. Las
lágrimas acudían a mis ojos y mi respiración desaparecía. Cuanto más pensaba en
ello, más grande era mi ansiedad y más difícil me resultaba evadirme de ello.
No se lo había comentado a Hank pero saber que quedaban menos de dos semanas
para que terminase el plazo había hecho que el sueño me fuese esquivo las
últimas noches. Tal vez él lo había notado, y no había dicho nada para no
hacerme sentir peor. Pero convivir a solas con la angustia era agónico.
Me incorporé en el lecho y comprobando que
Hank seguía profundamente dormido salí de debajo de las mantas y me puse de
nuevo la ropa. La cocina estaba fría y solitaria y aunque me hubiera gustado
sentarme y beber aunque fuese un vaso de agua o uno de vino, no me sentí segura
quedándome allí en medio de la oscuridad. El taller era un espacio lúgubre y
melancólico sin Hank así que me puse un chal de lana sobre los hombros,
rodeándome el cuello con un extremo, y salí fuera de la tienda. Al sentir el
gélido viento del exterior golpeándome las mejillas me sentí ligeramente
reconfortada, y como no deseaba dejar la casa o por lo menos no irme muy lejos,
y menos con aquél frío, me senté en el bordillo de la calzada.
El viento se había detenido y aunque el
frío era cortante, al menos no sentía como se me metía hasta los huesos. Mi
aliento se evaporaba en pequeñas nubes de vaho y miré directamente hacia las
estrellas. La luna estaba desaparecida por culpa de las nubes y aunque no había
mucha claridad en el cielo sí que alcancé a distinguir algunas estrellas y las
luces y sombras de las nueves más gruesas. A lo lejos se oía el paso de algún
transeúnte que regresaba a casa. Ya habían dado las doce hacía algún tiempo.
También se podía oír el jolgorio de la taberna de La tortuga coja al final de
la calle. Y alguna discusión en alguna casa cercana. Aquella inmensidad me hizo
sentir un poco mejor, aunque aún me reconcomía la ansiedad.
—¿No puedes dormir? –Preguntó la voz de
Enzo venida desde alguna parte. Yo miré en torno mío y como no distinguí a
nadie, me incorporé, asustada. La risa de Enzo se hizo oír entre el vacío de la
calle y alcé la mirada para encontrarle asomado a una ventana sobre mi cabeza.
era la casa de la señora Constanza. Del interior salía la luz titilante de una
vela y su cuerpo, apoyado en el alféizar, me miraba con una expresión dulce y
divertida.
—Esta noche el sueño me es esquivo.
—¿Solo esta noche? –Preguntó como si me
hubiese leído el pensamiento. Como no contesté, suspiró, resignado—. Sube, te
daremos una copa de vino.
—Por cierto, ¿qué haces tú ahí? Si te
pillan, te echarán a palos de la casa.
—No están. –Dijo él, encogiéndose de
hombros—. El señor y la señora Perrault se han ido a pasar unos días a P*. Falleció
un familiar de ella. Se han llevado a Donatien con ellos, así que la casa es
nuestra.
—Cuando el gato se va…
—Los ratones montan fiesta. –Dijo,
finalizando el refrán.
—Bien, pero solo un vaso de vino.
–Suspiré, adentrándome dentro del portal. Goerge me recibió en la puerta y me
condujo a través de la semioscuridad de la casa hasta la cocina, donde una vela
alumbraba levemente los rostros y los ángulos de los muebles que había allí
reunidos. El brillo de la vela se reflejaba en las sartenes, algunos cazos y en
algunas copas. En medio de la mesa se extendía un austero bodegón compuesto por
una jarra de arcilla de vino tinto y tres vasos. Ahora ante mi presencia
añadieron uno más a la colección. También había un poco de queso cortado, unas
empanadillas de carne y pan desmenuzado. También algo de embutido del que
habían picoteado. Todo estaba algo apartado, como si el banquete hubiese
terminado hacía unas horas.
—Buenas noches, señorita Leroy. –Me saludó
Marianita que se había sentado cerca de la chimenea, en la que solo quedaban
unas brasas encendidas. Enzo cerró la ventana y volvió a sentarse dándole la
espalda al exterior. Yo me senté delante de él y George enfrente de Marianita.
—¿Qué hacía a estas horas en la calle,
señorita? –Me preguntó Geroge mientras me servía vino en el vaso que acaba de
acercarme—. Se congelará de frío.
—No podía dormir. Eso es todo. –Dije pero
como si todos hubiesen hecho oídos sordos, siguieron reprendiéndome.
—¿Solo con ese chal? –Preguntó ella—. ¿No
se ha puesto nada más?
—No lo he pensado. –Suspiré. Cuando el
vaso estuvo lleno me lo acerqué a los labios pero Enzo se incorporó e interpuso
su mano entre el borde del vaso y mi boca.
—Ah, ah, ah. –Negó con el rostro, al
tiempo que esbozaba una malévola sonrisa—. El vino no es gratis. Y nuestra
caridad merece un pago.
—¡Vaya! –Dije, soltando el vaso de vino
sobre la mesa, llena de sorpresa fingida—. ¿Cómo podría esperar algo de buena
voluntad por parte vuestra? –Como todos parecían concordar con aquella
querella, me resigné, cruzándome de brazos mientras me reclinaba en el
asiento—. ¿Y bien? ¿Cuál es el precio a pagar? ¿Una prenda? ¿Un chiste? ¡Un
chisme, tal vez!
—Un cuento. –Dijo Enzo, mirándote
perversamente.
—¿Un cuento?
—Una historia. –Aclaró Marianita—. La
vuestra, señorita.
—¿Mi historia?
—La vuestra. –Repitió Geroge.
—¡Mi historia! –Exclamé y medité aquella
propuesta. Los miré a los ojos y en ellos vi demasiada osadía. También yo había
confiado lo suficiente en ellos como para ir descubriéndoles poco a poco mi
vida, pero toda de golpe, por una copa de vino. Aquello era una jugarreta.
—Habéis estado especulando sobre mí, ¿no
es cierto?
—Así es. –Dijo Enzo encogiéndose de
hombros—. No hemos podido evitarlo.
—Es usted una mujer tan fascinante y
misteriosa. –Dijo Marianita y yo enrojecí, en parte porque me gustaba esa idea
que se había formado de mí, y al mismo tiempo, temía decepcionarles si les
descubría toda la verdad.
—¿Empiezo por el principio? Yo nací…
—Dije, en forma exagerada, y Enzo negó con el rostro, muerto de impaciencia.
—Vaya al grano.
—¿Qué grano? –Pregunté, llena de pasmo—.
La historia de una vida empieza en el momento del nacimiento. No conozco el
momento de la concepción, así que tendremos que empezar por ahí.
—¡Deja que cuente todo lo que quiera!
–Exclamó Marianita, también impaciente. Geroge se había agarrado al vaso de
vino como temiendo perder el equilibrio. Tal vez estaban todos un poco más
ebrios de lo que me hubiese imaginado. Yo di un trago al vaso de vino y aquel
calor que inundaba mi cuerpo me hizo aceptar aquella propuesta.
—¿Por dónde debería empezar?
—Por donde quiera. –Me alentó Marianita
pero Enzo negó.
—Antes necesito saberlo. –Exigió—. ¿Son
sus hermanos los dos hombres que se han presentado aquí? Esos ataviados con
ropas elegantes, los que están en la finca de los Delfines Blancos. –Aquellos
detalles me sorprendieron—. Ya lo saben todos. Son amigos del marqués, ¿no es
cierto? Dicen que han venido de vacaciones. ¡Mentira! Son sus hermanos,
¿cierto?
—Sí. Así es. –Asentí, a lo que todos
parecieron volver a tener aliento. Sonrieron y se miraron entre ellos, llenos
de júbilo.
—¿Y las mujeres que ví el domingo en su
casa? ¿Sus hermanas?
—Las esposas de mis hermanos. –Dije a lo
que ellos no parecieron del todo decepcionados—. Nos conocemos desde jóvenes.
Los prometieron pronto. –Aclaré—. Son como primas o amigas para mí. –Suspiré—.
O al menos antes lo eran. Nunca hemos sido realmente íntimas, pero la
proximidad nos hizo ser cercanas.
—¿Se casaron con ellas para tener buena
posición? –Preguntó Marianita, sonriente. Tal vez con una expresión soñadora—.
¿No se casará usted también con un hombre de alta cuna? ¿Han venido a verla a
usted y a su padre?
—Mi padre murió hace unos meses. –Aclaré,
a lo que todos volvieron sus miradas en mi dirección, llenos de pasmo e
incomprensión. A los segundos estalló una carcajada general por parte de Geroge
y Marianita, pero Enzo me miró aún con sorpresa. Su faz se nubló con la verdad.
—¿Cómo va a estar muerto, si lo he visto
esta mañana en el taller?
—El señor Leroy no es mi padre. –Musité,
con una sonrisa incómoda. Verbalizarlo me resultó extraño al paladar.
—¿Cómo? –Pronunciaron ambos hermanos a la
par.
—Es su esposo, ¿verdad? –Musitó Enzo a lo
que yo negué.
—Solo somos amantes. No nos hemos casado.
–Aclaré. El silencio que vino después de aquello fue sepulcral. Yo me mordí el
labio inferior y le di otro trago a la copa. Me lo había ganado—. ¿Estais
seguros de que queréis oír mi historia?
Se miraron entre ellos y el brillo de la
vela iluminó sus ojos con una luz llena de curiosidad y miedo. Los tres
asintieron.
—Entonces comenzaré con mi nacimiento. Es
la forma más fácil de narrar una vida.
»Nací el dieciséis de abril del año 1596,
en la Rochelle. El parto al parecer se complicó, y mi madre, la condesa Agnés
de Vigny falleció en el alumbramiento. Mi nodriza me solía decir que falleció
al poco de cogerme en brazos, por culpa de la sangre perdida. Mi padre solía
decir que fue por el disgusto producido al verme. Yo creo que murió, sin más.
Mi madre era condesa de unos condados al este de la Rochelle, amasaba una pequeña
fortuna comparada con la que disfrutaran sus antepasados, y por eso se casó con
mi padre, un comerciante de miel que se había enriquecido tras años de duro
trabajo explotando a trabajadores inmigrantes y especulando con los precios de
sus competidores. El matrimonio fue acordado, los hijos deseados. La hija, no
tan apreciada.
»Desde el momento en que nací mi cuidado
fue encomendado a una nodriza que había cuidado también de mis hermanos. Eran
poco mayores que yo. Felipe, el mayor, me sacaba cuatro años, Carlos, el menor,
solo tres. Nací en el seno de una familia protestante y como una hija de
burgués adinerado y protestante me educaron. Recibí la mejor educación, siempre
centrada en los idiomas, la pintura, la música y la historia. De las materias científicas
no se preocuparon mucho y yo tampoco albergué un gran interés. La historia me
apasionó desde bien pequeña y siempre leí con voracidad todos los libros que mi
padre albergaba en su biblioteca.
»Pero a parte de una educación
intelectual, también se me enseñó las labores básicas que toda esposa debería
conocer. Me enseñaron a coser, planchar, cocinar, y a llevar las cuentas de un
hogar. No éramos nobles, no estaba pensado que yo me casase con uno. Siempre
cabía la posibilidad de que me desposasen con cualquier burgués medio en ruina,
por eso me enseñaron a ser un tanto independiente. También me enseñaron cómo
vestir, como comer, como comportarme, como maquillarme, como hablar, como
sentarme, como estornudar y como saludar. Me enseñaron a crear una bonita
máscara de cera que me pusiese al salir del hogar. Mis hermanos y mi padre
siempre se dejaban la suya puesta. Era horroroso.
»La diferencia de edad que mis hermanos me
llevaban les otorgaba el privilegio de gastarme bromas pesadas y a veces de
golpearme o abusarme. Pero por lo general simplemente me ignoraban. Felipe era
un rey dentro del hogar y Carlos su fiel escudero que le seguía a todas partes
con tal de tener su favor. Yo a veces no pasaba de ser más que una mascota a la
que a veces tiraban del rabo o hacían rabiar. Nada más. Eso me animó a buscar
mis propios entretenimientos, ya fuera en la biblioteca de mi padre con el
estudio, cosiendo o zurciendo, o cocinando. Eso en cierto modo, a ojos de mis
familiares, me rebajó en ocasiones a una sirvienta más del hogar. Cosa que de
puertas para dentro les beneficiaba, pero que no debían traslucir cuando había
invitados en la casa.
»Cuando cumplí doce años nos mudamos a
Ámsterdam. Fueron varios los motivos por los que esa mudanza se llevó a cabo.
En primer lugar mi padre ya había llenado Francia con su miel, en casi todas
partes se comerciaba y en aquellos lugares en que no, los había dejado atrás,
sin pensar. Necesitaba un nuevo terreno donde expandir sus ansias laborales y
su ambición por el dinero. Ámsterdam era un buen lugar, debió pensar, y allí
fuimos. Otro motivo que propició aquella mudanza fue la mala fama que tenía mi
madre en La Rochelle. Aún muerta, su sombra nos perseguía a todos, y como a su
familia siempre se la había conocido por padecer agudos ataques de histeria,
depresión o locura, sus hijos por ende estaban manchados con aquel estigma. Mi
padre no consiguió ninguna prometida para sus hijos y su hija comenzaba a
mostrar el mismo carácter que su madre. Solía colarme en la habitación de mi
hermano Carlos y me ponía su ropa, y salía así a la calle. Me gustaba codearme
con las cocineras y los sirvientes más de la cuenta. También con sus hijos e
hijas, y a las niñas me gustaba llevármelas conmigo a los jardines o a mis
aposentos y llamarlas “hermanas” o “esposas” y besarlas y abrazarlas. Aquello
era demasiado para mi padre y acabó por prohibirme acercarme al servicio. Eso
me volvía histérica y loca, gritaba y peleaba, hasta que me acallaba con un
bofetón.
»Todo empeoró cuando nos mudamos. Nada más
llegar mi padre me reunió a parte y me dijo que, si no me portaba bien durante
aquella estancia en Ámsterdam, conocería unas consecuencias que hasta entonces
no había visto nunca. Su voz fue tan seria y sus palabras tan tajantes que
temblé de pies a cabeza. Parecía estar deseando encontrar el momento de
castigarme, y aquello me llenó de pánico. Sin embargo poco tardé en volver a
codearme con el servicio y los ayudantes de mi padre. El paje, el señor
Johannes al que conocimos el otro día en la taberna, lo contrataron al poco de
llegar a Ámsterdam como page de la familia. Al principio solo me gastaba bromas
y me soltaba comentarios divertidos. Pero un día, a modo de broma me propuso
enseñarme a jugar a las cartas y yo esperé pacientemente hasta que terminó su
jornada. Alcancé una caja vacía y dos bancos y le pedí que me enseñase. Supongo
que de no haber aprendido rápido se hubiera aburrido de mí. Después vino la
magia, luego las trampas. Acabó por hacerse a mi compañía y comenzó a parecerle
imprescindible. La confianza fue tal que de noche salía por la ventana y nos
íbamos juntos a la taberna a pasar las horas allí de entre vino y cerveza, y
cartas, y tramas y apuestas. Yo me disfrazaba de mozo, él no se quitaba el atuendo
de page. Era como un cuento que acaba cuando amanece.
»Fue durante los primeros meses de mi
estancia en Ámsterdam que conocí a Hank. Tenía su taller de escultura unas
calles más debajo de donde vivíamos, al otro lado de un canal. La tienda pasaba
desapercibida si no te fijabas en ella, pero si la ibas buscando, te saltaba a
la vista. Era pequeña, muy acogedora, parecida a lo que hemos montado aquí
abajo. Fue pura casualidad que yo entrase allí porque iba de camino a realizar
un encargo para alguno de mis hermanos. Me detuve mirando una figurilla que
había en el escaparate. Era pequeña, no mucho más grande que las figurillas que
hemos realizado para San André. Juana de Arco*. Estaba rodeada de otras santas
y santos, y Cristos y cruces. Mi familia nunca había sido devota de las
imágenes y yo tampoco lo era, pero aquellas figuras eran tan curiosas, con
rostros tan dulces y miradas tan vivas que no pude evitar entrar en la tienda.
Sobre mi cabeza sonaron unas campanillas y estuve a punto de retroceder pero unos
ojos azules y atentos me atisbaron por detrás de un mostrador que hacía las
veces de mesa de trabajo.
»Como yo no le dijera nada él tampoco
pareció responder a mi presencia. Se limitó a seguir trabajando y me dejó echar
una ojeada por todas partes. El olor del interior de la tienda fue lo que me
obligó a volver la vez siguiente, y la siguiente a aquella. Aquel olor de la
madera siendo trabajada. Y los sonidos, el del metal, el de las lijas y los
formones. El tacto de la viruta. Y sus ojos. Sus ojos azules.
»—¿Cuánto por la figurilla de Juana de
Arco? –Le pregunté. Tan solo por escuchar cómo era su voz. O en qué tono me
contestaría.
»—Veinte francos. –Dijo alzando la mirada
con desinterés y volviendo a posarla después en su trabajo. Aquello me hizo
sentir ganas de continuar estirando del hilo que nos había unido brevemente.
»—¿La habéis hecho vos?
»—¿Quién si no? –Dijo encogiéndose de
hombros. Me acababa de dejar como una idiota. Cogí la figurilla con rabia, dejé
los veinte francos en la mesa y me marché.
»Cuando llegué a casa de los encargos que
debía hacer, me escondí en mi cuarto y saqué aquella figurilla que había
ocultado en unos paños. En mi familia no se adoraban imágenes, pero yo ahora
adoraría aquella.
»Al día siguiente regresé a la tienda, y no
quiero decir que mis pies me llevaron allí sin que yo los controlase, pero algó
así sucedió. Me sentí en deuda con aquel sitio, con aquel hombre. Creí que
podría comprarle a mi figurilla un compañero, o una amiga. Necesitaba una
excusa para volver. Pero cuando volví a encontrarme dentro de la tienda y aquel
hombre volvió a mirarme con desdén desde detrás del mostrador, me llené de
impotencia.
»—¿Viene a devolver la figurilla?
–Preguntó de repente lo que me hizo dar un respingo.
»—¿Devolverla? –Pregunté.
»—¿No quiere devolverla?
»—¿Por qué iba a querer devolverla?
»—No lo sé. Llega aquí, arremolinada. Con
una expresión de pocos amigos. Y trae la figurilla en el bolsillo del vestido.
–Yo saqué la mano del bolsillo, donde había estado sujetando la figurilla y él
esbozó un intento de sonrisa. Aquello me punzó como un aguijón. Miré a todas
partes, pero las excusas no aparecían—. Además, no creo que venga a comprar un
Cristo. –Dijo mirándome de arriba abajo. Sabía que era protestante, y tal vez
incluso supiese por entonces quién era mi familia, desde donde habíamos llegado
y por qué.
»—No, no vengo a por ningún Cristo.
»—¿Entonces?
»—Yo… —Se puso en pie y enmudecí. Era más
alto de lo que hubiera imaginado, y haberle sacado de su trabajo me intimidó.
Creí que me alcanzaría, y me amenazaría o me golpearía. Sus ojos eran fríos y
calculadores, y su postura desafiante. Pero no. Se apoyó en el mostrador de
cara a mí y se cruzó de brazos, esperando una explicación, atento e
interesado—. Yo… ¿Puedo ver cómo trabaja?
»Aquello le dejó sin habla y antes de que
pudiese darme una respuesta yo ya me había marchado de la tienda, encarnada y
atontada. Como si me hubiesen dado un golpe en la cabeza. Igual.
»Pasaron semanas hasta que me atreví
siquiera a pasar por delante de aquella tienda. La siguiente vez que lo hice
fue sin querer, y de nuevo el escaparate me detuvo lo suficiente como para ser
consciente de dónde me encontraba. Esta vez fue Hank quien me vio desde dentro
y cruzamos una mirada cómplice a través del cristal del escaparate. Como no
tuve el valor de entrar adentro me limité a seguir calle adelante. A los días
llegó un paquete a la casa, por suerte no estaban ni mi padre ni mis hermanos y
llegó a mí directamente. Era de él, había dado con mi dirección y me escribió
unas líneas, acompañadas de una figurita de Genoveva de París*.
»—Le
propongo algo. –Decía la carta—. Si
es capaz de aguantar una jornada de trabajo a mi lado, le dejaré acompañarme
siempre que lo desee.
»Salí corriendo de la casa y me presenté
en su tienda, muerta de miedo y excitación. Él se esperaba aquella reacción así
que cuando llegué a su lado él me extendió un pequeño banquillo de trabajo y me
obligó a colaborar. Me encomendó las tareas más duras y difíciles, todas las
que pudieran disuadirme de volver a pisar aquella tienda. Lo hizo con malicia
premeditada. Removí durante horas una cola de conejo apestosa, barrí el taller
cada cinco minutos, lijé una mesilla de noche hasta que se me cuartearon los
dedos, y al intentar usar los formones me corté varias veces las yemas por
interponer los dedos. Para fastidiarme, como sabía que yo era protestante, me
hizo limpiar todas las estatuillas, Cristos y santos que había por el taller, y
a la vez, me iba preguntando como un maestro pasando la lección, quienes eran y
qué habían hecho. Cómo eran sus nombres y a qué época pertenecían. Yo recitaba
la lección como una buena alumna, y al contrario que asombrarme o inquietarme,
toda aquella iconografía me parecía fascinante.
»Cuando terminó el día acabé llena de serrín
hasta en el cabello. Había destrozado los bajos de mi vestido y tenía manchas
de cola y pintura en las mangas. Me había puesto varias vendas en los dedos y
todo mi cuerpo clamaba un reposo. Pero en mi interior se removía una
gratificante sensación de satisfacción como no había conocido antes. Después de
un día extenuante veía en mi cuerpo las marcas de un trabajo bien hecho, y
aquello, era cálido y dulce. Calmó la ansiedad que había en mí y me sentí
ligera y mejor. Mejor persona. Mejor.
»Cuando hubo recogido el taller y se
disponía a cerrar yo puse mis manos en mis caderas delante de él y le sonreí
como una idiota.
»—Has hecho un buen trabajo. –Me dijo,
realmente conmovido.
»—¿Entonces? ¿Puedo volver mañana?
»—No. –Negó y lo hizo con tal rotundidad
que me sentí desorientada. Yo destensé mi cuerpo y le aparté la mirada.
»—Pero dijisteis que podría volver, si
aguantaba un día de trabajo.
»—Y habéis aguantado, señorita. Pero no
quiero volveros a ver por mi tienda. Y mucho menos con estas intenciones infantiles.
–Yo enmudecí y miré a hacia todas partes, incapaz de enfrentar su mirada—.
Andad, volver a casa. Os meteréis en un lío si descubren que habéis pasado el
día aquí. Una señorita de vuestra clase. Y yo. Yo también me meteré en un lío.
»De repente creí comprender.
»—¡Yo no le temo a mi padre! Vos tampoco
deberíais…
»—¿Vuestro padre? –Preguntó frunciendo el
ceño, pero después negó con el rostro—. Sois una dama, muy cabezota y pesada,
pero una dama. Y una dama no debería dejarse los dedos trabajando en un sitio
así. –Se apoyó en el mostrador y se cruzó de brazos, o bien mostrando que no
deseaba seguir con la conversación o acomodándose porque preveía que la
discusión continuaría.
»—Eso… eso no me importa. –Murmuré.
»—Ya veo. Pero no es que no le importe. Es
que ni siquiera lo comprende. Lo mejor que puede hacer por los dos es volver a
casa, y hacer que no ha pasado nada. ¿Sí? –Me fulminó con la mirada y aquello
casi hace que se me salten las lágrimas.
»—Es usted el que no comprende. Yo quiero
quedarme aquí. Quiero aprender a hacer figurillas como estas. Quiero remover
potingues y dibujar en la madera. Quiero pintarla y mancharme, y cortarme, y
cansarme. Quiero estar con usted.
»—Que tonterías… —Murmuró, negando con el
rostro.
»—No quiero volver a casa con mi padre, se
lo ruego. –Murmuré en un susurro y aquello le hizo detener su negación—. Sé
escribir y leer, en varios idiomas. Sé llevar las cuentas de un hogar, y sé
mucho de historia y de… —Pensé, pero mis conocimientos no se extendían más allá
de aquello.
»—¿Ahora quiere llevar mi negocio?
–Preguntó, conteniendo una risotada. Yo negué, sonriendo también. Puse mis
manos sobre las caderas. Empezaba a ser consciente de hacia dónde estaba
dirigiéndome y negué yo también.
»—Déjelo. Sí que me buscaré un lío. Y no
quiero causarle problemas. Así que mejor si lo dejamos así. Tiene razón.
–Suspiré y le miré con picardía—. Ha sido un día genial. Tal vez de aquí a unos
años pueda volver a probar suerte.
»—¿No le acabo de decir que no vuelva
aquí? –Preguntó, entre divertido y cansado.
»—Sí, cierto. –Asentí y me mordí el
carillo—. Un placer, señor Leory.
»—Un placer, señorita de Vigny.
———.———
*Juana de
Arco (1412-Ruan, 30 de mayo de 1431) fue una
joven campesina que es considerada una heroína de Francia por su papel durante
la fase final de la Guerra de los Cien Años.
Juana afirmó haber tenido visiones del Arcángel
Miguel, de Santa Margarita y de Catalina de Alejandría, quienes le dieron
instrucciones para que ayudara a Carlos VII y liberara a Francia de la
dominación inglesa en el período final de la Guerra de los Cien Años. El 23 de
mayo de 1430, Juana fue capturada en Compiègne por la facción borgoñona, un
grupo de nobles franceses aliados con los ingleses. Después fue entregada a los
ingleses y procesada por el obispo Pierre Cauchon por varias acusaciones.
Declarada culpable, el duque Juan de Bedford la quemó en la hoguera en Ruan el
30 de mayo de 1431, cuando tenía alrededor de 19 años de edad.
*Genoveva de
París (Nanterre, c. 420 - París, c. 502) fue
una virgen francesa, venerada como santa por la Iglesia católica. Fue nombrada
patrona de la ciudad de París y de su Gendarmería.
Hacia el año 450, Atila, rey de los hunos, vadeó el
Rin y extendió el terror por Europa al mando de su feroz ejército. En 451, al
aproximarse Atila a París, Genoveva, que sólo tenía veintiocho años, convenció
entonces a los habitantes de París de no abandonar la ciudad ni entregarla a
los hunos. Animó a los parisinos a resistir la invasión con estas palabras
célebres: «Que los hombres huyan, si lo desean, si no son capaces de luchar
más. Nosotras, las mujeres, rogaremos tanto a Dios, que Él atenderá nuestras
súplicas.» Estas palabras llenaron de valor al pueblo, que se preparó para la
defensa de la ciudad. Atila fue derrotado en los campos Catalaunicos. Poco
después, los ejércitos romanos de Teodorico y Merovingio derrotaron a Atila.
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