LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 33
CAPÍTULO 33 – El caballero de Olmedo
Desperté sobresaltada por el sonido de las
campanas que anunciaban la misa. Hank no estaba a mi lado en la cama y cuando
palpé las mantas entorno mío me asusté tanto que me incorporé llena de espanto.
Las últimas noches las había pasado entre sueños confusos, pesadillas
desagradables y despertares precipitados.
—¿Hank? –Le llamé, y apareció por la
puerta de la habitación arremangándose la camisa dentro de los pantalones, con
una mirada asustada de mi tono de voz lastimero. Casi creyó que aún seguía en
el sueño y le llamaba dentro de una pesadilla. Cuando me vio incorporada sobre
el camastro me sonrió con candidez desde el umbral de la puerta y volví a
desplomarme sobre las mantas.
—No remolones mucho. Tenemos que ir a
misa.
—A misa. –Murmuré y me volví de lado
acurrucándome mejor entre las mantas. Si me concentraba, podría haberme
sumergido en un sopor cálido y suave, blanco y acogedor. Pero Hank regresó a
los segundos, y me atusó el cabello con dulzura.
—¿Te encuentras bien?
—Solo estoy cansada.
—¿Quieres quedarte en casa? Le diré a la
señora Constanza que te encuentras mal…
Aquella compasión me hizo sentir culpable
y acabé incorporándome a fuerza de remordimientos. Me vestí a prisa y salimos
antes de que la señora Constanza pasase a buscarnos. La misa fue lenta y
tediosa, y creo que en algunos instantes incluso pude dar alguna cabezada, pero
me consoló saber que no sería la única. Después de misa comimos en la taberna
con la familia de la señora Constanza y a eso de las cuatro de la tarde
regresamos al taller. El silencio del interior nos reconfortó a ambos. Subimos
a la cocina y mientras yo preparaba un poco de café él partía unas nueces.
Rescaté los últimos manuscritos que había adquirido de la casa de Paola y
comencé a leerlos y hacer anotaciones en un cuaderno personal. Entre los
papeles, Hank extrajo el retrato del padre de paola y se lo quedó mirando largo
rato.
—Parece un hombre entrañable. –Murmuró,
casi más para sí, como una anotación personal que como un comentario al uso.
—Sí, sí que lo parece.
Cuando nos estábamos terminando el café
sonaron unos golpes en la puerta de la tienda. Yo me levanté como un resorte,
medio sorprendida y asustada. Hank asintió, otorgándome la oportunidad de ser
yo quien bajase a atender a quien fuese. Cuando llegué a la puerta y la abrí,
estuve a punto de cerrarla de golpe. Es más, ni siquiera tuve el valor de
abrirla del todo una vez distinguí los rostros que estaban allí detrás. Jantine
y Angelien, las esposas de mis hermanos, aguardaban pacientemente acompañadas
del frío y de ligeros soplos de viento helado. Cuando me vieron detrás de la
puerta, en parte sorprendida y en parte acobardada, se volvieron con sus
rostros pálidos y sus expresiones sonrientes en mi dirección. Hubo un momento en
que el cruce de miradas se prolongó tanto que debió parecer absurdo, en medio
de aquel silencio gélido.
La señoritas van der Bee, porque eran
hermanas, seguían siendo tan hermosas como las recordaba. Para mi, Jantine
siempre había sido como una institutriz. Era esbelta y pálida, con ojos claros
y el cabello oscurecido por los años. Siempre vestía ropas oscuras a la moda de
los protestantes, y aquella ocasión no era diferente. Portaba un traje de talle
ajustado con una falda no muy ancha. En su cuello y sus puños tenía unos
bordados blancos. Aquella vestimenta, junto con su carácter serio y gélido, la
dotaban de una edad que no tenía, realmente. No sobrepasaba los veintiocho,
pero como siempre había sido mayor que yo, había guiado mis pasos en la vida de
las mujeres, a falta de una hermana o una madre. Se comprometió con mi hermano
muy joven, apenas contaba ella con quince años, cuando llegamos a Amsterdam
desde la Rochelle y ambas familias acordaron el enlace. Pero no fue hasta años
después que no se celebró el matrimonio. Yo asistí a él.
Angeline sin embargo era un año más joven
que yo, y tanto mi matrimonio como el suyo se acordaron muy a la par. Por
suerte yo no asistí a ninguno de los dos. Ella había desempeñado el papel de
prima, de compañera de juegos en una adolescencia lejos de la Francia que me
había visto nacer. Era de una estatura más corta y seguía conservando unos
cabellos rubios que siempre adornaba con cintas de seda de colores diversos. Su
ropa estaba más adecuada a la moda italiana o francesa, con la seda azul del
vestido abultada alrededor de su cadera y la blusa blanca saliendo a través del
corte del vestido en el cuello, y debajo de las amplias mangas de este. Las dos
se habían hecho con sus respectivas capas para protegerse del viento pero aquel
frío Mediterráneo no las escandalizaba.
Verlas allí delante de mi tienda me supuso
una sorpresa que no supe gestionar. Yo me había quitado la ropa de los domingos
y me había puesto las prendas que solía usar para el trabajo. Al verlas a ellas
fui consciente del contraste, como de seguro lo fueron ellas, y no pude evitar
restregarme las manos en el mandil, pues estaban sucias de restos de nueces y
café.
—Señoritas van der Beer. –Murmuré y al
decirlo ellas debieron retrotraerse a aquellos momentos de adolescencia donde
aún prometidas con mis hermanos yo seguía llamándolas por el apellido de su
familia.
—Señorita de Vigny. –Me saludó Jantine con
una amable sonrisa que no supe muy bien cuánto en ella sería forzada.
—¡Eleanora! –Exclamó Angelien, ella sí con
entusiasmo verdadero.
—¿Qué hacen en mi tienda, señoritas?
—Señoras. –Corrigió Jantine. Yo bajé la
cabeza con una sonrisa, avergonzada por mi error.
—Disculpenme. Señoras. ¿Qué hacen aquí?
—No podíamos perdernos la oportunidad de
verla. –Dijo Angelien llena de reproche—. Hemos viajado desde tan lejos, ¿no va
a invitarnos a pasar?
—Ah. –Suspiré con pasmo y aunque ellas
hicieron un leve amago de entrar, yo dudé—. ¿Realmente quieren entrar aquí?
Miren que esto no es un palacio.
—No importa, querida. –Dijo Jantine,
indicando con un gesto de sus hombros que le traía sin cuidado—. Déjanos pasar.
—Está bien. –Musité y me hice a un lado,
dejándoles espacio para que entrasen en la tienda. No pudieron evitar mirar a
todas partes llenas de curiosidad y sorpresa. Jantine supo disimular mejor y se
contuvo lo suficiente como para hacer que no veía nada. Pero Angelien no era
tan buena así que no pudo contenerse a toquetear cada figurilla y cada exvoto.
Lo hizo como una niña que ve a través de sus manos y no solo de sus ojos.
—Angelien, por favor. –Le reprendió su
hermana pero yo no pude evitar que se me escapase una risa. Ambas me miraron
avergonzadas y al verlas tan tranquilas, inocentes e incómodas, supe que sus
intenciones si al menos no eran buenas, no serían terribles.
Subí delante de ellas las escaleras y
cuando llegué a la cocina Hank se me quedó mirando con curiosidad, pero se
irguió en su asiento al ver a mis dos cuñadas detrás de mí, subiendo los
últimos escalones y quedándose petrificadas ante la figura de Hank allí en la
cocina. Ellas saludaron con la mayor cortesía que pudieron en un Holandés que
yo ya casi había dado por olvidado. Hank las imitó y hubo cierta pleitesía en
aquellos ademanes, así como un poco de complicidad, no por el idioma o la patria,
sino por la raza y la sangre. Hank se puso en pie y me lanzó una mirada
interrogante. Yo asentí a su expresión.
—Estaré en el taller. No quiero molestar.
—No es una molestia. –Dijo Jantine con
algo de vergüenza y Hank sonrió con cierta incomodidad.
—Está bien. De cualquier manera no soy
buen anfitrión. He abierto unas cuantas nueces.
—Gracias. –Murmuré. Sin más las esquivó y
bajó las escaleras hasta que el sonido de sus pasos desapareció en el taller.
De forma natural ellas se sentaron a la
mesa y yo puse más café a calentar. Mientras, saqué un par de tazas, unos higos
y un poco de pan. Lavé la taza de Hank y cuando el café estuvo listo lo serví
en las tres tazas que había sobre la mesa, ellas dos se sentaron de espaldas a
la ventanita que daba al exterior y yo frente a ellas. Por la forma en que
tomaban la taza en sus manos y pegaban la mirada a ella como evitando la mía,
me di cuenta de que estaban terriblemente incómodas y desorientadas.
—¿Qué tal el viaje? –Les pregunté, a pesar
de que este hubiera sido hacía semanas, y aún interesada, la pregunta sonaba
trivial y extraña.
—Muy largo. –Dijo Angelien con una risa
final. Miró a su hermana que estaba erguida sobre la mesa con las manos
rodeando la taza, parecía una figura de cera.
—Seguro. –Asentí y me mordí el labio
inferior—. ¿Y qué tal es la finca de los delfines blancos?
—¡Es hermosa! –Exclamó la más joven—.
Tiene unos mosaicos de unos delfines a la entrada. Por eso se llama así.
¿Sabías?
—No, no lo sabía. –Dije y ella sonrió con
extrañeza—. No he estado nunca.
—Ah, ya, claro. Bueno… Es muy bonita. Y
por nuestra parte puedes ir a visitarnos siempre que gustes...
—Angelien. –Volvió a reprender su hermana.
Ambas cruzaron una mirada cargada de reproche y culpa. Angelien bajó la mirada
volviendo a tensar lo poco que habíamos conseguido aliviar.
—¿Y bien? –Pregunté—. Supongo que esto no
es solo una visita de cortesía. ¿No es cierto? ¿También sois títeres de mis
hermanos? –Aquello les hizo dar un respingo en sus asientos. La mayor de ellas
me lanzó una mirada ofendida, pero al ver que yo sostenía aquella expresión,
acabó por retirarme la mirada, llena de orgullo herido.
Aunque esperé y esperé, ninguna de las dos
quiso desmentir o afirmar aquella declaración y como el silencio cada vez era
más extraño y antinatural, aparté la taza de café que había para mí sobre la
mesa y me recliné en mi asiento, cruzándome de brazos hasta que ellas se
dignasen a decir cualquier cosa. Las dos me lanzaron una mirada extraña.
—Sentimos mucho lo de vuestro padre…
—Murmuró Jantine—. Fue una tragedia.
—Hay muchas tragedias en el mundo. –Dije y
ellas palidecieron. Se miraron entre ellas y cambiaron de tema.
—Aquí no hay tanta humedad como en el
norte. –Dijo Angelina con una sonrisa extraña.
—No. En Ámsterdam te cala hasta los
huesos, ¿cierto? Además, las casas siempre tienen filtraciones de agua. Aquí
tenemos otros problemas, pero el de la humedad no es tanto…
—¿Habéis alquilado la casa?
—Sí. No está mal, ¿cierto?
—¡Oh, por el amor de Dios! –Exclamó Jantine,
exasperada. Como si la absurda conversación se hubiese pasado una vuelta de
rosca—. ¿Cómo puedes estar viviendo así? –Me preguntó cargada de resentimiento.
Miró alrededor pero no estaba segura si era la casa o el taller a lo que se
estaba refiriendo, si era una crítica a todo mi nuevo estilo de vida o si por
el contrario se refería a la vida angustiosa y extraña en la que había estado
viviendo los últimos años.
—¿A qué te refieres?
—A todo. Santo Dios. –Apretó con sus manos
la taza de café—. ¿Te parece razonable esta vida que estás llevando?
Arrastrando a un pobre hombre contigo, huyendo de los infortunios del pasado.
Yo suspiré cargándome de paciencia.
—Siempre he intentado llevar la vida que
me ha placido. Y nunca he hecho daño a nadie con ello. Si eso le molesta a
alguien, no estoy segura de que sea mi problema. Y mucho menos tengo que pagar
por mi propia libertad, como si no la consiguiese al proponerme alcanzarla.
—Dices que no has hecho daño a nadie, pero
a tu padre le destrozaste el corazón, y tus hermanos se vieron envueltos en un
escándalo terrible que nos afectó a todos.
—Mi padre no tenía corazón. –Dije,
levantando la mirada y dirigiéndola directamente hacia ella—. Y si mis hermanos
fueron víctimas de un escándalo, es porque a la gente le encantan las intrigas.
Si cada uno pensase en sus cosas y no se entrometiese en la vida de los demás,
a juzgar lo que ellos no conocen, no había habido escándalo ninguno.
—Qué pragmática. –Dijo Jantine con
resentimiento—. Está bien. –Musitó en tono más calmo—. Nadie te hubiera culpado
por intentar romper el enlace con lord Ulrich Molitor, todas las mujeres
tenemos un alma romántica. Pero de ahí a fugarse con un escultor más anciano
que vuestro propio padre. Eso es demasiado.
—¿No es ya muy tarde para que me recriminéis
esto? –Pregunté encogiéndome de hombros—. De eso han pasado ya unos cuantos
años. ¿No creéis?
—No tuve oportunidad de decírtelo en su
momento. –Murmuró, dolida—. Te marchaste, así sin más.
—No fue sin más.—Dije—. Ya lo llevábamos
meses planeando.
—¡Meses!
—El tiempo suficiente como para
establecernos cómodamente en Brujas.
—¿No os habéis casado aún? –Preguntó
repentinamente intrigada la más joven, inclinándose un poco sobre la mesa.
—No. No estamos casados. ¿Qué tiene eso?
—¿Veis lo que os quiero decir? –Continuó
Jantine—. Esta vida que os habéis montado no se sostiene. No tiene unas bases
sólidas ni…
—Y si las tuviese, vuestros maridos se
encargarían de tirar abajo pilar tras pilar, hasta hacer del palacio un amasijo
de escombros. –Suspiré—. Volvemos a lo mismo de antes, nadie tiene por qué
importunarnos en nuestra intimidad. Somos escultores, y eso es lo único que
tiene que importarle a la gente.
—Vuestros hermanos solo quieren lo mejor
para usted. –Murmuró Angelien, a lo que yo quedé congelada allí en la silla. La
miré fijamente y mordiéndome la lengua me hice con la taza de café y di un
pequeño sorbo—. Seguro que aún estáis a tiempo de renunciar a esta vida que os habéis
montado aquí y volver. ¿Sí? Podríamos volver a ir a fiestas juntas, como
antaño. Podríamos ir de compras en París o en Ámsterdam. Si nuestros maridos
quisieran, podríamos ir de vacaciones todos juntos, tal vez a Londres o a
Bruselas. ¿No nos echa de menos, señorita?
—Echo muchas cosas en falta. –Reconocí, algo
que hizo que sus ojillos brillasen. Tenía una expresión dulce e infantil que se
rompió al continuar hablando—. Pero es algo de lo que soy consciente cuando
tomo una decisión. Cuando elijo un camino en la vida, soy plenamente consciente
de lo que estoy dejando atrás, pero eso justamente me ayuda a tomar siempre la
mejor decisión. Toda elección entraña unos riesgos, lo sé. Y si os dejé atrás
fue porque algo mejor me estaba esperando. Si hubiese podido, os habría llevado
conmigo. Pero nunca habríais aceptado, y desde luego tampoco os habrían dejado.
En el fondo estoy segura de que tanto mi padre como mis hermanos estaban
felices de que desapareciese de sus vidas, incluso si moría en el intento. Pero
la gente comenta, y eso es lo que ellos no pudieron tolerar.
—Qué horrible visión tiene de sus
hermanos. –Exclamó Angelien.
—Cada uno se gana su propia imagen.
–Murmuré.
—¿Vos también? – Preguntó Jantine.
—Yo también.
Después de aquello siguió un silencio
incómodo, y Angelien lo rompió con insidiosas preguntas.
—¿No extrañáis poneros vuestros bonitos
vestidos? Siempre habéis sido una de las mujeres más hermosas de Ámsterdam. Y
vuestros vestidos eran los más elegantes. ¿Qué? ¿No los extrañais?
—Los vendí. –Dije mientras hacía memoria—.
Solo conservo el de los domingos, nada más.
Ellas se me quedaron mirando con pasmo y
horror. Me encogí de hombros.
—No teníamos casi dinero en Brujas para
huir. Estábamos en quiebra. Y mis vestidos ya no me los iba a poner más.
Gracias a ellos pudimos venir hasta aquí y establecernos en un nuevo lugar.
—¿Y vuestras joyas?
—Las vendí también. No tenía muchas. La
mayoría eran de mi madre y se quedaron en Ámsterdam.
—¿Si tanto despreciáis el lujo, por qué
queréis haceros con la herencia que os dejó vuestro padre? –Preguntó Angelien,
apresuradamente y sin saber qué estaba diciendo. Jantine la reprendió con una
severa mirada y yo solté una sarcástica sonrisa, apoyándome en el respaldo de
mi silla.
—Así que es eso, ¿hum?
—Así es. –Asintió Jantine—. Nuestros
esposos están aquí para llevar a buen puerto el tema de la herencia. Para
buscar una solución al problema. La empresa está a semanas de entrar en una
crisis, si es que no nos estamos precipitando hacia ella, y todo nuestro
patrimonio puede estar en peligro.
—¿Y os mandan a vosotras como último
recurso antes de venir ellos mismo a romperme el cuello?
—¡Santo Dios! –Exclamó Angelien.
—No. Nosotras mismas nos hemos ofrecido a
venir, para intentar llegar contigo a un acuerdo. Por la confianza que nos
tenemos, por el amor que nos profesábamos hace años.
—¿Qué sabéis de amor? –Pregunté y ellas se
quedaron frías y tensas. Se miraron la una a la otra y después suspiré, con
remordimientos—. No necesito que me recordéis nuestra amistad para tomar una
decisión. La tomaré en base a mi propio bien, no a chantajes emocionales.
—Le dijisteis a Carlos que habíais
aceptado la herencia. –Dijo Jantine—. Pero no es cierto. ¿verdad?
—No. No fue cierto. Fue solo un farol.
–Dije.
—El abogado no nos ha informado de ningún
cambio en la toma de decisiones de la herencia. ¡Quedan justo dos semanas para
que termine el plazo! ¿Es que planeáis llevarnos a la ruina?
—No estaría mal. –Dije, encogiendome de
hombros—. Ojo por ojo, ¿no?
Ellas se miraron de nuevo entre si y
cuando sus ojos recayeron en mí, estaban asustadas como si no reconociesen del
todo a la persona con la que estaban hablando. O como si la situación en la que
creían estar se les escapase de entre las manos pues fuese algo mucho mayor y
complejo de lo que alcanzaban a imaginar. Angelien se llevó las manos al
vientre, tal vez por el susto, y se quedó en esa postura un rato. Yo no me
había acordado de aquel bebé en su vientre hasta ese momento en que su gesto lo
delató. Le hubiera dado la enhorabuena en el momento, pero conocía al padre y
prefería no ser optimista.
—¿Habéis venido a asesorarme? ¿A
amenazarme o coartarme? Vamos a darnos prisa. No me gustan los preámbulos.
—¡No! –Exclamó Angelien.
—No deseamos obligarle a nada. –Dijo
Jantine—. Pero sí venimos a darte nuestro punto de vista, y nuestro consejo.
—Me conozco el punto de vista. Y el
consejo me lo puedo imaginar. Queréis que firme los papeles rechazando la
herencia. Así todos salimos ganando. ¿No?
—Si. –Dijo Angelien, pero Jantine negó.
—No. No es porque ganemos todos. Es porque
es lo más sencillo y rápido. Es la mejor forma de que todos lleguemos a buen
puerto. Vos no ganais nada, no voy a ignorar eso. Pero podéis no perder…
—Qué amenaza tan sutil. –Dije, acentuando
el sarcasmo.
—Si no lo hacéis por vos, hazlo al menos
por el señor Leroy. –Murmuró—. Hazlo por él. para no darle más quebraderos de
cabeza.
—Por él es por quien estoy luchando esto.
–Dije—. Es él el que quiere que aceptemos la herencia. No por el dinero, sino
por mi orgullo que vuestros esposos han pisoteado de continuo estos últimos
años.
Jantine y Angelien bebieron silenciosas de
la taza de café que tenían delante de ellas, meditando mis palabras, y las
siguientes que ellas dirían, pero como el silencio nos conducía peligrosamente
a un turbio desenlace, suspiré:
—¿Qué tal el embarazo?
—¡Ah! –Exclamó Angelien llena de júbilo
por la sorpresa de la pregunta—. ¡Bien! La verdad es que apenas lo he notado
hasta hace poco. Pocos vómitos, y por lo pronto estoy durmiendo bien. Pero ya
no puedo comer merengue. –Me dijo y sonrió llena de confusión—. Ahora me siento
mareada y me dan náuseas si lo huelo.
—Es una pena. –Dije y me relamí pensando
en un pastelito de merengue.
Ella se llevó la mano al vientre, como
recordándose a sí misma que seguía llevando una criatura dentro y se acarició
sobre la tela de seda azul. Estaba lozana y sonrosada, como una mujer sana y
dulce, llena de miel. Cuando levantó la mirada y me observó con esos ojos que
siempre serían inocentes y castos, la pregunta que soltó salió sola.
—¿Cómo es? –Murmuró, inclinándose sobre la
mesa, temiendo que los platos y las cacerolas nos escuchasen.
—¿Cómo es el qué? –Pregunté inclinándome a
su vez, movida por su miedo.
—El amor. –Musitó—. ¿Cómo es estar
enamorada?
—¡Angelien, por favor! –Exclamó Jantine, y
se incorporó para levantarse de la silla. Dio media vuelta y se cruzó de brazos
yendo en dirección a la ventana. Miró hacia el exterior con aire indiferente,
queriendo desentenderse por completo de aquella chiquillada. Como si no fuese
con ella, como si a ella no le interesase tampoco saber la respuesta.
Angelien me miraba con ojos suplicantes y
una expresión curiosa.
—El amor. –Musité, recostándome sobre el
respaldo de la silla. Paladeé esa palabra como si acabase de metérmela en la
boca, y no supiese si conseguiría digerirla o me atragantaría con ella.
—¿Cómo es? –Preguntó de nuevo, aún más
excitada al verme pensar—. ¿Cómo los poemas de Lope de Vega*? ¿Cómo la historia
de El Caballero de Olmedo*? Como los versos de Ovidio*: El deber de un soldado es
el largo camino. Envía tú lejos a una joven: el valiente amante la seguirá al
fin del mundo. ¿Es así? Tan caballeresco como en la Edad Oscura? ¿Es como la
historia de amor prohibido entre Abelardo y Eloisa*? ¿O algo trágico como la
historia de Inés de Castro* y su esposo, quien se comió el corazón de los
asesinos de su amada?
—Y luego la hizo coronar reina una vez
muerta, colocando el cadáver en el trono… —Dije, con una sonrisa irónica—. No,
nada de eso…
—¡El poema de Quevedo*!:
Es hielo
abrasador, es fuego helado,
Es herida que
duele y no se siente,
Es un soñado
bien, un mal presente,
Es un breve
descanso muy cansado
Es un
descuido que nos da cuidado,
Un cobarde
con nombre valiente,
Un andar
solitario entre la gente,
Un amar
solamente ser amado.
Es una
libertad encarcelada,
Que dura
hasta el postrero paroxismo;
Enfermedad
que crece si es curada.
—Este
es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál
amistad tendrá con nada
El que en
todo es contrario a sí mismo! –Terminé yo
de recitar.
—¿Fue así? ¿Así es el amor con el señor
Leroy?
—Angelien, por Dios. Déjalo ya. –Le
reprendió su hermana—. No seas tan infantil. ¿Qué clase de preguntas son esas…?
—No, no es así el amor. –Dije, y al ver su
expresión de decepción, me sentí culpable. Acabé encogiéndome de hombros—. No
es caballeresco. No hay princesas ni dragones. No es un rey que me corone su
reina y tampoco un poeta que me escriba versos.
—¿Entonces? –Preguntó, aún aferrándose a
un hilillo de esperanza inocente—. ¿Cómo es?
—Es… —Dije, meditando. Incluso en ese
instante Jantine, que había permanecido ajena a aquello, se volvió ligeramente
en mi dirección, mirándome por el rabillo del ojo tanto o más curiosa que su
hermana—. Es… tranquilo.
—¿Tranquilo?
—Es como acostarse en un colchón de
plumas, y arroparse con gruesas mantas de piel en pleno invierno. –Aquella
respuesta parecía más un acertijo que una metáfora, y como ambas me miraron
llenas de incomprensión yo sonreí, avergonzada—. No es un príncipe que venga a
rescatarme de ningún castillo, ni tampoco un caballero que se bata en duelo por
mi honor, o mi favor. Tampoco un zagal que me corteje a través de una
celestina, y mucho menos me ha conquistado con poemas o versos. –Me mordí el
labio inferior—. Somos dos guerreros contra la batalla, como Aquiles y Patroclo
ante las puertas de Troya, o la reina Isabel de Castilla y el rey Fernando de
Aragón, reinando cada uno en sus respectivas tierras pero siendo justos los
reyes de España. No somos Paolo y Francesca*, de la novela de Dante,
descubiertos en medio del amor pasional. Somos Dante* y Virgilio*, dando un paseo
por los infiernos.
Jantine perdió el interés en mi
explicación y Angelien pareció tan decepcionada que su rostro mudó de expresión
y, abatida, asió la taza de café en sus manos con melancolía. Yo me mordí el
interior del carrillo justo cuando sonaban las campanillas de la entrada de la
tienda. Alguien las atendería.
—Me enamoré de él porque es un buen
hombre, y quiero ser una buena mujer a su lado. Porque siempre quiere aprender,
y tiene ganas de enseñar. Es inteligente y habilidoso. Disfruta de la sencillez
y nunca me ha hecho daño, en ningún sentido. –Ellas estaban completamente
ausentes—. Le quiero, porque la vida a su lado parece menos dolorosa.
Ambas volvieron a mirarme y yo les sonreí
llena de entusiasmo infantil.
—Olvidadlo. No tiene importancia.
Unos sonidos de pasos que subían por la
escalera hasta la cocina nos alertaron a las tres, y pensando que podría ser
Hank, me volví en mi asiento para recibirle de nuevo, o para recibir las
noticias que estuviera a punto de compartir, pero quien atravesó la puerta
entornada de la cocina fue Enzo, con una bandeja de arcilla roja en sus manos,
cubierta por un trapo a cuadros. Metió primero la cabeza y oteó la estancia con
una mirada de disculpa y cuando entró por entero me extendió la bandeja,
sonriendo con vergüenza. Su expresión denotaba una gran sorpresa al descubrir a
dos mujercitas tan bien vestidas en mi cocina. Las miró igual que si se hubiese
encontrado en la estancia un caballo bayo.
—Buenas tardes, señoritas. –Dijo él
inclinando la cabeza mientras esperaba a que yo me pusiese en pie y le
recogiese la bandeja de las manos. Angelien se incorporó de un salto y saludó
con un ligero y sutil ademán de su cabeza. Jantine hizo lo mismo aún con medio
cuerpo vuelto hacia la ventana. Ambas estaban evidentemente encarnadas.
—No sabía que tenía visita, señorita
Leroy. –Dijo Enzo y no pude evitar fijarme en las expresiones que debieron
poner mis cuñadas al oír que alguien me llamaba de aquella manera. Pero ninguna
debió recaer en ello. Ambas se habían quedado hipnotizadas.
—No es molestia. ¿Qué me traes ahí?
—Mi madre hizo una empanada de carne para
comer. Y ha sobrado bastante, así que me pidió que le trajese un pedazo. –Dejé
la bandeja sobre la mesa y descubrí el interior retirando el trapo. Un olor a
masa horneada nos golpeó a todos haciéndonos suspirar, por lo menos a mí.
Cuando quise levantar la mirada Enzo sujetaba la mano de Angelien con tanto
cuidado y gentileza como si sujetase el ala de una mariposa—. Es un placer,
señorita…
—De Vigny, Angelien de Vigny. –Dijo ella y
Enzo le besó el dorso de la mano que sujetaba. Ella se cubrió la sonrisa
infantil y bobalicona con la otra mano. Aquello era demasiado para Jantine, que
miró con desdén e incomodidad aquella escena. Yo me reí, pero sentí lo mismo
que ella.
—¿Y usted, señorita?
—Señora Jantine de Vigny, soy su hermana.
—Es un placer conocerlas, señoritas. Es
una pena que no haya podido traer más empanada para ustedes. De haberlo sabido…
Todo su porte estaba estirado e inflado,
como un pavo real. Solo estaba jugando con ellas, o tal vez conmigo. Fruncí el
ceño en su dirección y él me lanzó una mirada cómplice.
—Es tarde, Angelien, tenemos que
marcharnos antes de que empiece a oscurecer.
—¿Han venido en coche? Tal vez pueda
acompañarlas un trecho si no se sienten seguras. Parecen extranjeras...
—¿Sería tan amable…? –Preguntó Angelien,
con ojos chispeantes, y yo negué con el rostro.
—No será necesario. Las señoras seguro que
han venido en coche, y no necesitan a caballeros galantes que les hagan la
corte. –Pisoteé el pie de Enzo y este dio un respingo. Angelien se rió de aquella
escena y Jantine no pudo evitar mostrar una ligera mueca divertida.
—En ese caso marcho. –Dijo Enzo—. Mi madre
se preguntará dónde estoy.
—Bien. Marcha. Saluda a tu madre de mi
parte. Es muy amable.
Cuando Enzo salió por la puerta el estado
en que nos había dejado era mucho más amable y divertido del que habíamos
partido. Las tres contuvimos la risa, aunque nos miramos con expresiones
cómplices.
—¿Es un amigo vuestro? –Pregunto Angelien,
llena de curiosidad.
—Así es. El hijo de la carnicera.
—Antes te codeabas con lores y marqueses.
–Dijo Jantine, con un deje irónico—. ¿Prefieres ahora a los carniceros?
—Siempre he preferido al estrato más bajo
de la sociedad. –Dije, encogiéndome de hombros—. Escultores, pages, cocineros…
esos son los que hacen que el mundo avance, aunque les hagan creer que no.
—¿Qué edad tiene? ¿Cómo se llama? ¡Ni
siquiera ha dicho su nombre!
—Déjalo estar, querida. –Le dijo Jantine a
su hermana, posando su mano sobre el hombro de ella, haciéndola avanzar a lo
largo de la cocina ahora que habíamos dejado de oír los pasos de Enzo por las
escaleras— Vayámonos, es tarde.
—¿Tan pronto? –Pregunté, no supe muy bien
si como una respuesta convencional a su marcha, o en cierto sentido había
sentido algo de nostalgia de su presencia y ahora no quería soltarlas tan
fácilmente. Sus formas, sus colores y sus olores. Las había echado en falta,
aunque fuera un poco. Pero al verme con ellas no pude evitar volver a
engrandecer mi imagen con gestos de antes, con expresiones de antes. Pero yo ya
no pertenecía a ese mundo, así que las dejé marchar y les sujeté la puerta de
la cocina mientras pasaban por ella.
Cuando llegamos abajo se pusieron las
capas y los sombreros pero antes de salir afuera las detuve.
—Un momento. Quiero regalaros algo. –Dije a
lo que me adentré en el taller a prisa y Hank levantó la mirada con algo de
sorpresa. Me siguió con la mirada hasta un arcón donde guardábamos algunas
piezas envueltas—. ¿Sobraron figurillas de San André?
—Creo que un par. –Dijo él no muy seguro,
mirando por encima de mí en el arcón, aunque desde donde estaba no llegase a
distinguir nada—. Creo que están envueltos en trapos blancos.
—Sí, ya los tengo. –Dije sacando dos
figurillas envueltas de San André. Las sostuve unos momentos en mis manos y
después cerré el arcón. Cuando me incorporé Hank me miraba con una expresión
mezcla de pena y ansiedad. Estaba curioso por saber qué habíamos hablado y si
la conversación definiría la estrategia que seguiríamos en adelante. También
estaba preocupado por saber como la presencia de mis cuñadas sentaría a mi
ánimo, pero al verme en buen estado con media sonrisa de resignación él pareció
un poco más calmado. Se levantó del banco de trabajo y cogió las figurillas que
estaban en mis manos. Las desenvolvió con cuidado para cerciorarse de que eran
efectivamente figurillas de san André y después cuando me las devolvió me
acarició la mejilla.
—¿Estás bien?
—Bien. –Dije y jugueteé con la cuerda que
envolvía una figurilla—. ¿Estás afilando los formones?
—No sabía qué hacer. –Dijo algo
avergonzado, al haberse visto forzado al salir de la cocina—. Y ni de broma
salgo a dar un paseo. No quiero dejarte sola y tampoco cogerme la muerte con el
frío que hace fuera…
—Ahora vengo y te ayudo con eso. –Musité y
él cogió mis dos manos en las suyas y se las llevó a los labios. Me besó las
falanges y me liberó, volviendo al banco de trabajo.
Cuando salí del taller sorprendí a mis
cuñadas retrocediendo asustadas, por haber sido sorprendidas espiando dentro
del taller. Yo sonreí avergonzada por lo que pudieran haber visto, pero desde
luego que no estaba sorprendida, yo había sido cómplice de sus fisgoneos cuando
éramos jóvenes. Les extendí las dos figurillas y cada una recogió la suya de
mis manos. Angelien la desenvolvió y se quedó mirando el pequeño santo con una
expresión pasmosa.
—¿Lo hiciste tú?
—Lo hicimos los dos. –Dije y ellas se
miraron con una sonrisa cómplice. Estaban algo temblorosas y excitadas, como si
hubiesen sido testigos de un gran secreto. El rostro de Jantine se había
relajado lo suficiente como para volver a recordarla como era, avispada e
ingeniosa. Los años de esposa le habían acidificado el carácter y ahora solo en
contadas ocasiones podía permitirse liberarse de las ataduras de una máscara de
porcelana.
—¿Podemos entrar y despedirnos de él?
–Pregunto Angelien a lo que Jantine dio un respingo, más avergonzada que
ofendida, pero antes de que pudiera replicarle a su hermana yo asentí, contenta
de aquella proposición.
Las acompañé hasta la puerta del taller y
se asomaron ligeramente dentro. Hank dio un respingo que las hizo reír por lo
bajo. Hank enrojeció hasta las orejas, con un formón a medio afilar en sus
manos y una dulce mirada de inocencia.
—¡Buenas tardes, señor Leroy! –Musitó
Angelien, llena de entusiasmo.
—Buenas tardes, señor. Que pase una
agradable velada de domingo. –Se despidió Jantine en un tono mucho más formal.
—No trabaje demasiado. –Finalizó Angelien.
—Muchas gracias. –Dijo él, levantándose
del asiento mientras se limpiaba las manos en el delantal. Ellas volvieron a
reírse, por su actuar tan galante y al mismo tiempo, tan avergonzado—. Espero
que tengan un buen camino de regreso a la finca.
—Ale, ale. –Dije tirando de los brazos de
cada una fuera del taller—. Suficiente.
Ellas dos se terminaron de alistar y
salieron del taller entre risas mal disimuladas y miradas cómplices. Aún eran
jóvenes y lozanas, aunque yo habría actuado de igual manera en su misma
situación. Para ellas, mi vida no era más que una novela de aventuras, o un
buen cotilleo del que extraer un delicioso jugo. Pero me caldeó el corazón
verlas reírse y retirarse asidas del brazo, la una a la otra. Parecían jóvenes
de nuevo, no parecían ser esposas ni madres, solo muchachas. De repente me
sentí terriblemente mayor y cansada y me retiré al taller, sentándome al lado
de Hank, justo en su mismo banco de trabajo. La conversación no se hizo
esperar.
—Enzo nos ha traído un poco de empanada de
carne.
—Sí. —Asintió—. Me la enseñó antes de subir
a la cocina.
—Ellas se ruborizaron como niñas al verle
entrar.
—Es un mozo muy hermoso. –Musitó y ambos
pensamos en la escultura de San Sebastián—. Las han mandado tus hermanos.
—Creo que sí. No me creo que hayan querido
pasar este trago por ellas mismas.
—Pero se han ido con una buena impresión,
creo. –Dijo mirándome lleno de vergüenza.
—Eso creo yo también. –Sonreí—. Aunque al
principio estaban frías y temerosas.
—¿Te han pedido que renuncies a la
herencia?
—Así es. –Dije y él dejó el trabajo que
estaba haciendo para volverse hacia mí.
—¿Y qué piensas hacer? Aún estamos a
tiempo de dar marcha atrás.
Yo no pude evitar soltar una carcajada.
—No, —Suspiré—. Ya hace muchos años que no
hay vuelta atrás. Si empiezo a agachar la cabeza ahora, eso sí que será
irremediable.
*Lope de Vega
Carpio (Madrid, 25 de noviembre de 1562-Madrid,
27 de agosto de 1635)3 fue uno de los poetas y dramaturgos más importantes del
Siglo de Oro español y, por la extensión de su obra, uno de los autores más
prolíficos de la literatura universal.
*El caballero de Olmedo es una obra de teatro de Lope de Vega escrita seguramente entre 1620 y 1625, y basada, como otras obras del mismo autor, en una canción popular:
Que de noche le mataron
al Caballero,
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.
La obra suele clasificarse como una
tragedia (o tragicomedia), ya que introduce elementos propios de este género en
su tradición clásica, como la presencia de un coro, el desenlace fatal de su
protagonista o la temática del destino como fuerza inexorable que se impone a
los personajes. Pese a ello, los dos primeros actos de la obra contienen muchos
elementos en común con otras comedias lopescas de tema romántico.
*Publio
Ovidio Nasón (Sulmona, 20 de marzo de 43 a. C.-Tomis,
17 de marzo de 17 d. C.) fue un poeta romano. Sus obras más conocidas son Arte de amar y Las metamorfosis, ambas en verso; la segunda recoge relatos
mitológicos procedentes del mundo griego adaptados a la cultura latina de su
época; también gozaron de cierta fama las Heroidas, cartas de grandes
enamoradas, y sus Tristia, poemas
elegíacos en que lamenta su destierro.
*Pedro
Abelardo y Eloísa
son dos jóvenes amantes que en un contexto religioso medieval se amaron
intensamente y a escondidas, pero que al ser descubiertos los obligaron a
separarse y cambiar de vida, para más tarde construir otra forma de relación,
que narra Alberto Garín.
*Inés de
Castro (Galicia, c. 1320-Coímbra, 7 de enero de
1355). Noble gallega, perteneciente a la poderosa Casa de Castro, emparentada
con los primeros reyes de Castilla, hija de Pedro Fernández de Castro «el de la
Guerra», primer señor jurisdiccional de Monforte de Lemos y de Aldonza Lorenzo
de Valladares. Fue media hermana de Fernán Ruiz de Castro «Toda la lealtad de
España», III conde de Lemos y de Juana de Castro «la Desamada» y hermana de
Alvar Pérez de Castro «el Viejo».
Inés llegó a Coímbra como doncella de su prima Constanza Manuel de Villena, que era esposa por poderes del infante Pedro de Portugal, con quien finalmente celebró su matrimonio. Al fallecer Constanza durante el parto de Fernando I de Portugal, Inés inició una relación con el infante Pedro de Portugal, lo cual provocó el rechazo del rey Alfonso IV de Portugal y especialmente de la nobleza portuguesa (en total tuvieron cuatro hijos considerados ilegítimos).
En 1354 Alfonso IV se trasladó con su
corte a Montemor-o-Velho e inició una conspiración junto a sus consejeros para
desvincular a Inés de Castro de la corona, ante un inminente casamiento con
Pedro y la posible anexión de Portugal al Reino de Castilla.
Inés fue asesinada con el consentimiento
de Alfonso IV, en la Quinta das Lágrimas en enero de 1355. De manera póstuma,
fue proclamada reina consorte de Portugal en 1357 (manifestando Pedro I de
Portugal un supuesto casamiento encubierto).
*Francisco
Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos (Madrid, 14 de septiembre de 15801-Villanueva de los
Infantes, Ciudad Real, 8 de septiembre de 1645) fue un noble, político y
escritor español del Siglo de Oro.
*Paolo
Malatesta y
Francesca da Polenta fueron nobles italianos que vivieron en Rímini durante
la Edad Media. Francesca se casó con Gianciotto, el hermano de Paolo. Los
Malatesta eran los señores de Rímini, por lo que también se los conoce como
Paolo y Francesca de Rímini. Cuando se conocieron, Paolo estaba casado con
Orabile Beatrice, pero sus respectivos votos matrimoniales no les impidieron
enamorarse.
*Dante
Alighieri, bautizado Durante di Alighiero degli
Alighieri, fue un poeta y escritor italiano, conocido por escribir la Divina comedia, una de las obras
ornamentales de la transición del pensamiento medieval al renacentista y una de
las cumbres de la literatura universal.
*Publio
Virgilio Marón , más conocido por su nomen Virgilio,
fue un poeta romano, autor de la Eneida,
las Bucólicas y las Geórgicas. En la obra de Dante Alighieri
la Divina comedia aparece como su
guía a través del Infierno y del Purgatorio.
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