LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 32

CAPÍTULO 32 – Roma no paga traidores

 

 

El taller estaba tranquilo la mañana de un miércoles. Fuera el día estaba gris, y esa luz tan fría entraba a través de los vidrios del escaparate, llenando el interior de la tienda de una quietud fantasmal. El día no había terminado de amanecer porque el sol pasaba por tal filtro de nubes que apenas llegaba a posarse sobre la tierra. También las personas preciaron inundarse de aquella atmósfera y la quietud y el silencio eran patentes en todas partes. Si de normal las personas deambulaban con voces y gritos por las aceras, hoy todos parecían meditabundos. Incluso en el interior del taller cada uno estábamos a nuestra labor. Marianita estaba en la parte de arriba haciendo un guiso de garbanzos que le llevaría toda la mañana. Hank estaba reconstruyendo una de las molduras del tocador, yo estaba haciendo las cuentas de los últimos pedidos de materiales que habíamos hecho, y George barría el interior de la tienda con una expresión apagada y pensativa. Parecía realmente concentrado en lo que estaba haciendo y con la escoba describía ondulantes dibujos con el serrín del suelo. Había estado las primeras horas de la mañana haciendo inventario y después de aprenderse de memoria todos los pigmentos, los tipos de cola, las herramientas y las clases de madera, parecía estragado.

—Recoge eso ya, Nathan. –Le dije, al ver que parecía más entretenido en marear el polvo que en recogerlo.

—¡Nathan! —Exclamó ofendido. Yo di un respingo y su expresión de sorpresa me indicó qué había dicho. Bajé la mirada sonriéndome, llena de vergüenza por aquello. Él se postró apoyado en el palo de la escoba y me lanzó una mirada fulminante, cargada de resentimiento—. ¿Me habéis llamado Nathan?

—Eso creo. Discúlpame…

Él ignoró mi disculpa y se limitó a terminar de barrer. Yo me mordí el interior del carrillo y cuando hube meditado sobre mi falta, levanté la mirada para encontrarle con el ceño fruncido y una mueca disgustada. Parecía fingida pero no era a él a quien veía, sino a Nathan.

—Sube. –Le pedí—. Y pregúntale a tu hermana si necesita algo que le compre del mercado…

—No. –Negó con el rostro—. Subí antes y me dijo que tenía todo lo necesario.

—Alístate igual. –Le pedí y bajé del taburete de detrás del mostrador—. Tenemos que ir al mercado a comprar unas cosas.

—¿Qué cosas? –Me preguntó lleno de morbosa curiosidad—. ¿Estabais pensando en Nathan?

—Ve a por la cesta, granuja. –Le exhorté, y él salió disparado con una mueca indescifrable. Cerré el libro de cuentas y me puse un chal de gruesa lana negra.

Al entrar en el taller advertí a Hank de que iríamos al mercado.

—Cómprame algo de miel. –Me dijo mientras levantaba una mirada suplicante por encima de la pieza que tallaba. Yo hice un mohín con los labios y él se sonrió con malicia.

George y yo pusimos rumbo al mercado. Como yo no dije una sola palabra durante el camino, él tampoco dijo nada, pues con leer en mi expresión dio por hecho que estaba maquinando algo. El día amenazaba seriamente con comenzar a llover, o por lo menos la humedad que se respiraba lo vaticinaba así. Para cuando llegamos al mercado los dependientes iban recogiendo el género y asegurándose de que no se mojase con la lluvia que se avecinaba. Algunos truenos sonaron al fondo y como si aquello fuese una señal para despejar la calle, la mayor parte de los que estaban comprando apresuraron sus compras y se marcharon del mercado. El aire golpeaba en los toldos y las telas y levantaba al vuelo los bajos de los vestidos.

Primero esperamos a que se despejase el puesto del pescado y compramos un poco de bacalao en sal, después al de especias y nos hicimos con un poco de canela y anís.

—Mi madre nos ha pedido a Marianita y a mí que le enseñemos a hacer yogur. –Me dijo George en lo que esperábamos a que el tenderlo metiese unas cuantas estrellas de anís en un saquito.

—¿Entonces no sabía hacerlo?

—Eso parece. –Dijo y se cubrió la boca mientras reía—. Pero no me perdonará si sabe que se lo he dicho.

—Tenemos que comprar unas manzanas. –Le dije y le extendí la cesta—. Ve primero, yo miraré si encuentro unas gasas baratas, para unos remiendos. El tiempo se ha revuelto y quiero volver a casa antes de mojarme.

—¿Dónde nos encontramos?

—En la entrada del mercado.

Sabiendo que el último sitio donde compraría las manzanas sería en el puesto de Miguel, yo me conduje en esa dirección. El viento me soltó parte de los cabellos y me acabé quitando el recogido. Las ancianas se agarraban el pañuelo sobre la cabeza con esfuerzo, el gentío se había convertido en un caos por el sonido de la tormenta que se acercaba, el viento y el frío que calaban hasta los huesos. Allí las personas se arremolinaban alrededor del tendero y de su sobrino, que extendían a las clientas el género y hablaban con ellas gritando, por encima del sonido del gentío y la ventisca.

—¡Esos pimientos no, los alargados!

—Tenemos los limones en oferta. ¿Quiere llevarse el doble por la mitad de precio?

—¿A cuánto tiene la remolacha?

—¡Nathan!

—Mande.

—Trae un par de cajas de chirimoyas del almacén. Se nos están acabando.

El muchacho salió de detrás de una pila de cajas y se adentró en el laberinto de calles formadas por los puestos que conducían fuera del mercado, hacia una callejuela donde el hortelano tenía su mercancía. Yo le seguí a distancia y cuando hubo desaparecido detrás de una puerta me acerqué hasta ella. Dentro se vislumbraban pilas de cajas de producto, algunos muebles viejos que seguramente al tendero le sirvieran como escritorio u oficina donde hacer las cuentas y los vestigios de un pequeño camastro que desde hacía semanas nadie ocupaba. Se oía dentro el movimiento de cajas y los quejidos por parte de Nathan. Desde el interior salió un aroma a plátanos maduros y naranjas ácidas. Y pimientos.

Cuando Nathan estuvo a punto de cruzar la puerta con varias cajas de chirimoyas en los brazos yo me hice a un lado y le dejé cruzar la puerta. Apoyó la caja en el suelo y cerró detrás de él. Pero para cuando quiso volverse yo le había sujetado un brazo y se apoyaba con la mejilla en la puerta, mientras su brazo derecho se retorcía haciéndolo aullar del susto.

—Que ruidoso. –Murmuré en su oído. El sonido de mi voz le hizo palidecer más de lo que hubiera esperado y cuando volvió su rostro en mi dirección, mirándome por el rabillo del ojo, su mueca de susto se volvió lívida como la nieve.

—¿Eleanora?

—La misma. –Murmuré y saqué la navaja que llevaba escondida en el bolsillo del vestido. Saqué la hoja con un sonido seco que hubiera alertado a cualquiera y apoyé la punta en el costado del joven. Eso no le hizo palidecer más que mi voz.

—¿Qué diablos quieres? –Preguntó lleno de pánico—. ¿Acaso no te valió con abrirme la cabeza? Hube de ir al curandero para que me vendase…

—No es suficiente. –Suspiré y él intentó revolverse pero yo hundí un poco más la punta de la navaja, provocándole un respingo.

—¡Bueno, bueno! –Si hubiera tenido las manos libres las hubiera levantado, con expresión de rendición—. Dime, qué es lo que quieres. Arreglemos esto, ¿sí?

—No hay nada que arreglar, hijo de una…

—Ya todo el pueblo sabe lo que pasó. –Murmuró, con voz victimista—. ¿No tengo bastante con eso? Todas las personas que vienen al puesto se mofan o me miran con asco. ¿Qué pasa con eso?

—Igual que a mí, que me miran con pena. Pero lo que ocurrió aquel día me trae sin cuidado. –Aquello le hizo tensarse, se puso rígido bajo mi mano—. ¿Qué? ¿No vas a confesar? ¿Tengo que buscar en tus tripas para encontrar la verdad?

—¿De qué verdad hablas?

—Te han dado dinero por contar mis chanchullos con Robert, el carpintero. ¿Verdad? –Aquella rigidez fue disminuyendo y su mirada se volvió altiva. había dado en el calvo, pero eso no le asustaba. Incluso se tomó la osadía de reírse.

—¿Por qué tendría yo que ir divulgando esas cosas?

—No hablo de divulgación. Alguien te ha pagado por algo de información relevante, algo que pueda hacerme daño. Reconozco que si eso es lo mejor que ha conseguido sacarte, no tengo mucho de lo que preocuparme. Pero aún así, odio que se entrometan en mi vida. No me importa cuántos peniques te hayan dado, voy a rajarte el vientre y a sacarte todas las tripas.

Volvió a soltar una media carcajada.

—Tiene usted enemigos poderosos, señorita. –Dijo con altanería—. ¿Han venido de muy lejos? ¿Solo para hostigarla? Eso es que va haciendo enemigos allá donde va.

—¿Cómo te atreves…? –Retorcí más su brazo, y después de que soltase un alarido, volvió a reírse, no sé si presa del miedo o por pura histeria.

—Veinte luises.

—¡Veinte luises! –Exclamé llena de pasmo. Aquello eran para mi diez meses de alquiler.

—Ni si quiera regateé el precio. Me pareció tan inverosímil al principio que ni pensé que fuesen a dármelos.

—¡Me has traicionado!

—Ni que usted y yo fuésemos amigos. –Dijo mientras volvía el rostro hacia mí, pero ahora era yo la que estaba lívida de ira.

—Voy a cortarte el cuello. –Dije pero él no mudó su expresión.

—No lo hará. –Murmuró—. Es una mujer demasiado inteligente como para cometer un error así. –Como yo no moví un dedo, él comenzó a preguntar—: ¿Es un novio despechado? Parecía de alta alcurnia. ¿Se codea usted con gente como esa? Tal vez algún cliente al que haya estafado. Pero, ¿qué clase de estafa hace que un hombre así pague tanto dinero por información tan mediocre?

—Cierra el pico, granuja. Aún estoy pensando qué hacer contigo…

—Por un precio justo, yo también puedo darte información. –Aquello me dejó helada.

—¿Cómo?

—Roma no paga traidores, ¿cierto? No espero ser de la confianza de esos señores y dado que ya perdí la vuestra… mi lealtad no es unilateral.

—Tú no sabes lo que es la lealtad.

—¿No? –Preguntó y le solté el brazo. Se sobó el hombro unos segundos y después me lanzó una mirada llena de orgullo—. ¿Qué pago ofrece? No espero veinte luises pero…

—¿Qué clase de información crees que necesito?

—Sé cuántos son, señorita. Cuántos fueron los que me ofrecieron el dinero. Puedo describírselos y también decirle sus nombres. He averiguado desde donde han venido y también que no viajan solos. ¡Ah! –Se inclinó hacia mí como si estuviese a punto de soplarme un aliento mágico lleno de gracia y gloria—. También se dónde se alojan.

Yo solté un suspiro y me pasé la mano por la frente.

—¿Sabes algo más aparte de eso? –Le pregunté decepcionada. Al principio se creyó mi indiferencia pero después pensó que era una estrategia para quitarle valor a su información y se irguió, lleno de orgullo herido.

—Si no quiere saber nada, peor por usted. No me importa si la despedazan. Si no quiere tomar esa ventaja, allá usted. Tener enemigos y no querer saber nada de ellos, es de locos.

—Lo sé todo de ellos. –Murmuré—. Salimos del mismo vientre.

Aquello le hizo enmudecer y como palideciese, yo di media vuelta y salí del callejón. Se me agolparon las ganas de llorar y estuve a punto de arrugar la expresión y romper en llanto, pero me contuve, tragué las lágrimas que se me fueron acumulando y seguí adelante. Nathan había recogido las cajas de chirimoyas y salió disparado del callejón. Cuando llegó a mi altura no pudo evitar detenerse a mi lado y mirarme con pasmo y sorpresa. Estaba navegando entre la risa y el horror.

—¿Sus hermanos?

—Los míos. –Murmuré—. Y ojalá fueran los de otra.

Seguí caminando pero se detuvo delante de mí y me impidió seguir el paso. Me miró con una expresión cargada de pena. Aquello fue incluso peor que el hecho de que me intentase forzar. La pena que su mirada desprendía me hirió como un hierro al rojo.

—Tal vez si tenga algo que pueda interesarle.

—Lo dudo. –Dije pero su expresión estaba seria y decidida.

—Tienen relaciones con el alcalde. –Murmuró, mirando a todas partes con cautela—. Este se pasea de vez en cuando por la finca donde se alojan sus hermanos. No es bueno que se hagan amigos de la ley, pueden volverla en su contra.

—¿Insinúas que intentan ponerle en mi contra?

—No me parecieron hombres que diesen puntada sin hilo. Usted sabrá si son así.

—¿Qué traman?

—Eso no sé. –Musitó—. Pero puede que dentro de poco se lleve una sorpresa desagradable.

Aquello no me dijo nada, pero me puso un malestar en el cuerpo que tardaría días en desaparecer. Con resignación me hurgué en el bolsillo y saqué el monedero, pero Nathan negó con el rostro, dando un paso hacia atrás.

—Está bien así. Tómelo como un regalo. –Dijo con una sonrisa endeble y se apoyó las cajas de chirimoyas en las rodillas para agarrar una de ellas y extendérmela. Yo la cogí con una mano temblorosa y se marchó, ampliando un poco más su sonrisa como despedida.


Cuando hube llegado a la entrada del mercado George ya me esperaba allí impaciente. Se había puesto a llover y miraba a todas partes, buscándome con la mirada angustiada de un cachorro que cree que ha sido abandonado. Cuando llegué a su altura me deshice de la capa y se la puse sobre los hombros, cubriéndole la cabeza con la capucha. Él tuvo un espasmo y se revolvió, impidiendo que yo me quedase sin abrigo pero como no contesté, y debió ver que cargaba con una mueca enfadada y cansada, se limitó a dejarse hacer. Cuando llegamos al taller dejó la cesta sobre el mostrador y me devolvió la capa. Hank salió del taller frotándose las manos con un trapo y le dijo que su hermana ya había hecho la comida y había marchado a su casa.

—Marcho yo también a casa. –Dijo él, sonriéndonos—. Ya casi es la hora de comer.

Hank lo despidió y subió al piso de arriba, desde donde descendía el olor del guiso que Marianita nos había dejado. Subí conmigo la cesta de comida y la apoyé en la mesa mientras Hank se sentaba en ella, soltando un resoplido. Encima de la cesta dejé la chirimoya que había arrastrado conmigo todo el camino. Hank hurgó en la cesta, y con un tono triste, murmuró:

—No has traído la miel…

—¡La miel! –Exclamé, y me volví hacia él con los ojos abiertos hasta el tope mismo de ellos—. Ya no habrá más miel.

 

 

El viernes de aquella semana terminamos el tocador. Ya estaba limpio, reconstruido, repintado y barnizado. Hice llamar a Ferdinand y con la ayuda de George subimos el tocador a un carromato tirado por una mula y lo llevamos hasta el taller de Robert. Ferdinand no escatimó en halagos hacia nuestro trabajo durante todo el camino, como si temiendo que no pudiese hacerlo con la presencia de Robert enfrente. Cuando el tocador estuvo dentro del taller de Robert este se quedó largo tiempo mirándolo, yendo de un lado a otro del taller y acercándose y alejándose del mueble para apreciar tal o cual detalle que recordaba en su memoria haber visto con necesidad de una restauración. Yo crucé mis manos delante de mi cuerpo y esperé un veredicto que no llegaba.

—¿Y bien? ¿Qué le parece el trabajo?

—Un buen trabajo. –Dijo de forma inanimada, sin entonación, sin emoción o veracidad.

—Así dicho no sé si lo dice por mi labor, por la del carpintero que lo hizo, o se lo está diciendo a Dios, por la creación en general…

Ferdinand se desternilló pero yo fruncí el ceño y me crucé de brazos.

—Iré a avisar a Claudia. –Musitó y salió del taller, escaleras arriba. Ferdinand y yo nos quedamos a solas en el taller y cruzamos una mirada. Él portaba una sospechosa sonrisa en los labios, y toda su expresión estaba llena de júbilo y diversión. Yo fruncí el ceño y arrugué la nariz, intentando suplicarle que me contase aquello que le parecía tan divertido, pero ignoró mi gesto. O tal vez no lo interpretó bien. Me limité a esperar de brazos cruzados hasta que Claudia y Robert bajaron de nuevo al taller y allí observaron el mueble. Comentaron su aspecto. Que si aquel detalle de los pomos, que si el pulido de la madera. Los adornos que habíamos reconstruido, el tono y el brillo de la cera…

La señora Claudia miraba y requetemiraba cada detalle y en su cuello una perla sobre una cadena de oro se movía de un lado a otro, como un pequeño punto de luz sobre la pálida piel. Me quedé mirando aquella gargantilla durante un buen rato y la idea que estaba siendo la broma de la que me estaban haciendo partícipe saltó a mi mente como un chispazo. Pero era tan absurdo y osado que ni siquiera quise pensar en ello. Volví a mirar a Ferdinand que ignoró mi mirada, atento al veredicto de Claudia. Y entonces alcé la mirada hasta los ojos de Robert. El choque fue tan preciso y su expresión tan clara que solté un suspiro.

—El tocador es suyo. ¿Cierto?

—¡Oh! –Exclamó Claudia, decepcionada—. ¿Cómo? ¡Hubiera deseado ser yo quien revelase la sorpresa!

—Habéis sido vos. –Dije y señalé mi propio cuello—. Lleváis la gargantilla que encontré en los cajones del tocador.

—¡Ah! –Exclamó ella ocultándose el cuello con las manos a la par que palpaba con las yemas la cadena y la perla, cerciorándose de que allí estaba. Robert miró a su hermana con asombro y Ferdinand irrumpió en sonoras carcajadas.

—Se puso la cadena esta mañana. –Dijo él, divertido—. Cuando supe que traíamos el tocador sabía que no se acordaría de quitársela para daros la sorpresa.

—Ha sido una sorpresa igual. –Musité, sin ninguna emoción.

—¿Cómo te dejas puesto eso? –Le increpó su hermano, a lo que ella no pudo evitar reírse de sí misma, haciendo que Robert sonriese también y acabó encogiéndose de hombros resignado a que así habría de ser la sorpresa—. Pues así es. Era de nuestra madre. Estuvo muchos años acumulando polvo en el trastero. Mi hermana no se lo quiso llevar cuando se casó, pero ahora que vive aquí, hemos decidido desenterrarlo.

—Han hecho bien. –Dije—. Es una pieza estupenda. Pero espero que esta situación no signifique que no voy a cobrar por mi trabajo…

—¡En absoluto! –Dijo Claudia, casi ofendida—. Desde luego que se le pagará lo que corresponda. Es un trabajo muy bueno, sin duda.

—Me alegro de oírlo. ¿Se dejó la gargantilla dentro? Dijo que no habían usado el mueble…

—Lo pusieron como una trampa. –Dijo Ferdinand, mirando en mi dirección con una sonrisa—. La señorita Claudia y su hermano hablaron un día sobre su lealtad hacia ellos. La señorita Claudia defendió su honor aunque Robert dudó de su carácter e intenciones. Se jugaron una apuesta. Dejaron la gargantilla en un cajón para ver si al darse cuenta la devolvía o se la quedaba usted. 

—¡Una trampa! –Exclamé y me pasé la mano por la frente, y los ojos, apretándome estos con el pulgar y el corazón.

—Bueno, prueba superada, señorita. Es de nuestra confianza. –Musitó Claudia mirando a su hermano con expresión victoriosa.

—Esto me ofende. –Murmuré a lo que Ferdinand dio un respingo a mi lado y Claudia volvió la expresión hacia mí, atónita—. ¿Desconfiaban de mí? ¿De mí? –Miré a Robert. Era el único del que me dolía aquella falta de hermandad—. ¿Acaso le he dado muestras de algo que…? –Se me cortó el habla por culpa del nudo que salía a relucir en mi garganta. Tragué en seco y aparté la mirada. Los ojos se me empañaron y creí que rompería a llorar en cualquier momento. Pero me contuve. Todos advirtieron aquello y la señora Claudia se acercó a mí, con aire reconfortante.

—Solo ha sido un juego inocente, muchacha. No teníamos intención de herirte y mucho menos creas que desconfiamos… —Sus palabras vinieron acompañadas de una caricia en mi brazo. Estuvo a punto de asirlo y rodearlo con el de ella, pero yo di un tirón y ella se asustó de tal brusquedad. Robert bajó la mirada, lleno de culpabilidad.

—Estoy cansada, de los juegos, de las intrigas, de buscar las vueltas a ver si tropiezo, a ver dónde caigo… —Suspiré y puse mis manos sobre mis caderas—. ¿Va a pagarme el trabajo ahora o se lo apunto en la cuenta?

—¿No le ha hecho gracia? –Preguntó Ferdinand y yo me mordí el interior del carrillo para tener el valor de ignorar aquello.

—Apúntemelo. –Dijo él, también con las manos en las caderas, con la mirada distraída sobre el tocador, con la excusa perfecta para no mirarme directamente a los ojos.

—Bien. Ya tiene la entrega. Me tengo que marchar, tenemos más encargos…

—¡No! –Exclamó la señora Claudia—. No se vaya de esta manera. No nos deje así, en este estado. Lo sentimos, ¡Robert! Díselo. Discúlpate. Mi hermano es un idiota, fue idea mía lo de poner mi gargantilla ahí…

—No tiene importancia. –Dije, con un suspiro y media sonrisa—. No son ustedes. Es este maldito lugar. Toda esta gente. –Murmuré mirando a Robert—. No me importa que desconocidos me pongan a prueba o se rían de mí. Me tomen por una cría y jueguen conmigo. Pero pensé que ya habíamos superado eso. —Suspiré de nuevo—. No voy a hacer un drama, tal vez solo estoy sacando las cosas de quicio. Tengo que marcharme.

Me dirigí hacia la puerta esperando que él me detuviese o me dijese algo, cualquier cosa para que me quedase. Pero no lo hizo. Ninguno me detuvo, y como nadie me necesitaba allí, me marché.

 


 


 

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