LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 31
CAPÍTULO 31 – Una partida de trampas
Al día siguiente, siendo sábado, cerramos
un poco antes el negocio y Hank y yo recogimos y limpiamos meticulosamente el
taller. Cuando hubimos terminado, o por lo menos cuando Hank decidió que era
suficiente, dejó la escoba a un lado y volvió a sentarse en una de las mesas de
trabajo. Yo subí al piso de arriba, me aseé y me cambié de ropa. Me puse algo
más de abrigo y antes de salir me pasé por la puerta del taller para ver como
Hank terminaba de estucar una pequeña pieza.
—¿Me adelanto?
—Sí, ve yendo tú. Aún quiero asearme.
—¿Y si dejas eso para otro momento?
—Este estuco ya tiene un par de días, no
llegará al lunes sin empezara a pudrirse.
—Está bien. –Asentí y suspiré, pero sin
marcharme de allí. Me quedé apoyada en el umbral viendo como trabajaba en
silencio. Me encantaba ver como fruncía el ceño y apretaba los labios
extremadamente concentrado, como si aquel mundo que nos rodeaba hubiese
desaparecido y solo tuviese aliento para terminar aquella pieza. Era una
Magdalena penitente.
—¿Qué me miras? –Me preguntó con tono
ronco y grave pero lleno de rubor infantil.
—Te miro a ti. –Le dije y eso no pareció
decirle mucho. Acabó gruñendo y yo me reí de su respuesta—. Iré a buscar
compañía por ahí.
—Sal, diviértete. –Me dijo encogiéndose de
hombros. Nada servía para provocarle—. Yo iré en un rato, y si tengo que
hacerme a un lado, ni me verás.
—Que victimista. –Suspiré y me anudé la
bufanda al cuello.
Cuando salí al exterior no hacía aquel
viento gélido que me había imaginado. La temperatura era baja pero como no
había nevado desde hacía días el clima no parecía tan helador. Solo la calzada
parecía ligeramente húmeda y desde mi aliento nacía una densa nube de vaho.
Metí mis manos dentro de los bolsillos de la falda y salté de la acera con el
rostro vuelto a la fachada del edificio.
—¡George! –Grité mientras todo alrededor
de mi rostro se llenaba de una nubecilla vaporosa—. ¡George!
Su madre se asomó a una de las ventanas
con pasmo y sorpresa.
—¡Señorita Leroy! ¿Qué quiere de mi hijo a
estas horas? –Preguntó contrariada—. Ya ha trabajado toda la mañana en su
taller. ¡Déjelo descansar!
Por su tono parecía que bromeaba, pero con
aquella forma tan brusca de hablar no se podía estar seguro. Me hizo reír, sin
embargo y aquello provocó una sonrisa en su faz.
—Dígale que baje, que le invitó a un vino
en la taberna.
George se asomó detrás de su madre
alzándose de puntillas para ver por encima de ella.
—¡Bajo enseguida!
—¡Abrígate! –Le gritamos y su madre y yo a
la par, lo cual me provocó aún más risa. Apenas unos segundos después ya se
escuchaban los pasos que bajaban a trompicones por las escaleras. Una vez fuera
George saltó de la acera hasta la calzada donde estaba yo y pasó su brazo por
mis hombros. Se había hecho con una gruesa chaqueta marrón y se había anudado
una bufanda beige de lana sobre el cuello. Estaba radiante de contento.
—¿Cómo estás, mozo?
—Muy bien. –Dijo, exultante—. ¿Así que mi
ama me va a invitar a un vino?
—Esperaba tener algo más de compañía. –Le
dije y él pareció decepcionado, aunque un poco confuso—. ¿Sabes donde vive
Enzo? Tal vez podamos hacer que venga con….
—¡Sí! –Asintió y tiró de mi mano calle
adelante. Corrimos saltando los adoquines húmedos de la calle hasta cruzar
varias manzanas de distancia. Entre callejones y escondrijos dimos con una
ventana que aparecía medio iluminada por el débil resplandor de una vela.
Nuestros pasos se detuvieron justo debajo y mientras yo hacía lo posible por
recobrar el aliento, Goerge rebuscó en el suelo alguna piedrecita que poder lanzar
en su dirección. encontró una con el tamaño adecuado, la sopesó en su mano y
dio con ella en el marco de la ventana. Como nadie parecía haberse dado por
aludido ya rebuscaba otro guijarro entre la sombras del suelo cuando alguien
abrió la ventana y se asomó afuera.
—Baja. –Murmuró George lleno de ansiedad
creciente—. Vamos a la taberna.
—Bajo en un minuto. ¡Qué bien acompañado
vienes esta noche!
—La mejor compañía. –Dijo riéndose y yo
sonreí también. Los ojos de Enzo pasaron de George a mí con una reluciente
expresión de felicidad. Después desapareció entre las luces y sombras que se
vislumbraban dentro y al instante la vela se debió apagar. Poco después George
aparecía por la puerta frente a la que estábamos. Salió con pasos sigilosos y
cuando estuvo a nuestra altura pasó los brazos por nuestros hombros,
colocándose en medio y dirigiéndose a la taberna.
—¿Está tu padre en casa? –Le preguntó
George.
—Sí, se pasó la tarde en la taberna y
llegó hace una hora, borracho como una cuba. ¡Ya sabes!
—¿Volvió a pelearse?
—Hoy no. No se ha metido con el jugador de
cartas. –Dijo , refiriéndose seguramente al page que habían traído mis hermanos
consigo—. Ya ha aprendido la lección.
…
Cuando llegamos a la taberna estaba algo
atestada de gente. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas como era lógico
en un sábado después de que todos, o la mayoría, cerrasen sus negocios. Ya era
noche cerrada y la taberna olía a callos y guiso de legumbres. También a orín,
madera ácida y sudor, pero eso era normal. En la parte izquierda una mesa se
disputaba unas cuantas monedas en una partidas de poker, mientras que algunas
personas cercanas, incluida la tabernera, observaba de lejos. No estoy muy
segura de sí a lo que estaban expectantes era la partida en si, o el riesgo por
que se produjese un altercado, pues parecíamos haber encontrado la situación un
tanto tensa. Señalé con la mirada un lugar en la barra que daba la espalda a la
partida de poker. Yo me senté en un taburete y George en otro, a mi izquierda.
Enzo se mantuvo de pie y le cedí su taburete a otra persona a su lado. Con las
manos apoyadas sobre la barra me quedé mirando de frente como unos vidrios
colocados tras la barra me permitían ver parcialmente la partida.
—¿Quién va ganando? –Preguntó Enzo a la
tabernera, la cual se acercó a nosotros con una expresión angustiada.
—El hombre rubio. –Dijo ella—. ¿Cómo no?
Seguro hace trampas.
—¿No puede ser que le sonría la suerte?
–Le pregunté yo a lo que ella se encogió de hombros.
—Ya lleva varios fines de semana viniendo,
y siempre acaba desplumando a todos mis clientes. Al final la que perderá soy
yo. ¡Veras! En fin… —Limpió la barra en el lugar donde estábamos. Yo levanté
las manos—. ¿Qué os pongo, mozos?
—Una jarra de vino y tres vasos.
—Marchando, hermosa. –Me dijo ella y salió
en busca de la comanda. Enzo se había apoyado en la barra de tal manera que
podía estar pendiente de la partida pero dándonos la cara a nosotros.
Yo miré al hombre rubio, el page de mis
hermanos, desde la vidriera que me proporcionaba la barra. Era un hombre
apuesto, rubio como le habían descrito, con el pelo corto y rizado lo poco que
se había dejado crecer. Sus patillas ya clareaban con canas plateadas y su
bigote se extendía con unas curvas en sus extremos que le conferían una sonrisa
galán y novelesca. Sus ojos azules y su rostro alargado, con pómulos marcados y
figura esbelta. Estaba vestido con mucho cuidado, con ropas costosas, de cuero
marrón. Tenía unas botas altas que de vez en cuando hacía sonar sobre el suelo
con gesto de impaciencia fingida. Las pocas veces que sonrió durante aquellas
partidas se desdibujaban unas arruguitas en los extremos de su ojos que le
hacían ver, irónicamente más dulce e infantil que cuando endurecía sus rasgos
afilados.
Enzo no podía quitarle los ojos de encima,
y aunque al principio pensé que era solo por el juego, me di cuenta de podría
estar fijándose también en su atractivo. Me volví hacia él y le sonreí con
picardía.
—Hermoso, ¿cierto?
—Muy apuesto. –Dijo él encogiéndose de
hombros. Pero sin duda no solo era el hombre, también su juego, el suyo. Sin
saber cómo se hacía con ases, con colores que necesitaba, con reyes que
llegaban para salvar la partida. Estuvimos al menos media hora viéndole jugar
hasta que me cansé de mirar de soslayo y me volví hacia el interior de la
barra.
—El póker no es cosa de mujeres. –Musitó
George y yo sonreí de lado con sorna.
—No pierdas de vista su mano derecha.
–Dije, aunque desde donde estábamos, lo teníamos un poco complicado. Sin
embargo hicieron el esfuerzo. Yo seguí la partida por el reflejo de las
vidrieras—. Va a guardarse una carta en la siguiente ronda. Y apoyará la mano
sobre su muslo, sujetando el mazo con la izquierda.
—No veo la carta. –Dijo Enzo pensativo
pero se quedaron mudos cuando el hombre puso la mano sobre su muslo.
—Esperará mínimo una ronda para sacarla y
sustituirla por otra.
La partida terminó y no pareció que nadie
hubiese notado nada. Mis dos acompañantes parecían haberse quedado un tanto
intranquilos como si la partida no hubiese acabado para ellos pero al mismo
tiempo me miraban llenos de escepticismo.
—Se ha guardado un as o un rey. –Dije y
miré a Enzo de reojo—. En la siguiente, como mínimo, tendrá pareja de ases.
—¿Lo has visto?
—No. –Me encogí de hombros.
Como hube vaticinado, el rubio cambió una
de las cartas que tenía en el mazo por aquella que tenía escondida, o por lo
menos eso intuí, y puso sobre la mesa un póquer de reyes. George y Enzo no
dijeron nada en absoluto, meditando si mis predicciones habían sido pura suerte
o había algo de brujería detrás de aquello. Bebieron en silencio sin perder de
vista la partida y yo bebí, solo pensando en cuál podría ser su siguiente
jugada.
—¿Reparte él?
—No, otro. –Dijo Enzo.
—Vale. –Esperamos un par de partidas más y
cuando le tocó repartir les advertí–: Se repartirá una carta de más. No sé si
aún tiene la otra carta escondida o se ha deshecho de ella. Fijaos, con la uña
del pulgar derecho parece que araña la carta en la parte inferior.
—Está nervioso, seguro que tiene una mala
jugada.
—Está marcando las cartas. Es un caballo.
—¿Un caballo?
—Arriba es un as, a la izquierda es un
rey, abajo es un caballo y a la derecha una J.
—¿Cómo? –Me preguntó George volviéndose a
mí con pasmo mientras se arrimaba todo lo que podía, para que el revelase el
secreto—. ¿Cómo sabes eso?
—Lo sé. –Dije y le insté a seguir mirando.
—¿Son las cartas de la taberna? –Le
pregunté a la camarera.
—Así es. Las han acaparado toda la tarde.
–Yo asentí mientras me bebía un poco de mi vino. Cuando la ronda hubo terminado
él consiguió hacer un póquer de cuatros, pero entre su mano había un caballo.
—Las marca, para reconocerlas después.
—Estás haciendo trampas, tramposo. –Le
dijo uno de los jugadores, levantándose con todo el desparpajo que pudo. El
page se encogió de hombros y le pidió explicaciones con un acento holandés
cargado de convicción.
—¿Qué estoy haciendo?
—Te escondes cartas.
Ante aquella acusación el hombre rubio
levantó la mano que había tenido apoyada sobre el muslo y con esta le entregó
todas las cartas que estaban en su poder sobre la mesa.
—Cuéntalas, no falta ninguna.
—Ahora ya no. –Murmuré para Enzo y George,
que suspiraron asombrados.
Hubo un forcejeo que nos obligó a todos a
mirar en aquella dirección. El hombre que le había acusado levantó de la
pechera al page y coló sus manos por todos los pliegues de la camisa que salía
por encima del chaleco de cuero. Hurgó en sus mangas hundiendo las manos hasta
las muñecas, sin resultado. El page se dejó hacer a sabiendas de que nada
encontraría y el hombre se quedaría más que satisfecho si al menos se dejaba
manosear un poco sin mostrar resistencia. Como el parroquiano no encontró nada
se hastió y empujó al page contra el asiento, el cual se dejó caer y se recostó
sobre el respaldo, sonriéndole con aire de galán.
—¿Ya me has toqueteado bastante o te
apetece seguir un rato más? –Aquella fue una provocación innecesaria.
El hombre ya estaba demasiado caliente y
en un impulso intentó abalanzarse contra él, pero los otros dos jugadores se
levantaron de sus asientos y se interpusieron para evitar que aquella disputa
llegase a las manos. El hombre forcejeó unos segundos pero rápido se lo
llevaron de allí y uno de los que habían ayudado a ello regresó a la mesa unos
instantes después, algo más calmado, y al mismo tiempo interesado en continuar
la partida. El que había decidido reincorporarse a la partida se sentó a la
izquierda del rubio y llamó a otro acompañante para que jugasen.
—¿Qué? –Preguntó el page recorriendo con
la mirada y la voz el resto del local—. ¿Van a creer a ese insidioso o alguien
más va a querer jugar?
Enzo se movió a mi lado, dejando con un
golpe seco la copa de vino, como si aquella incitación le hubiese provocado en
su ego y estuvo a punto de abandonar la barra donde estábamos, pero yo le
detuve sujetándole del brazo. Aquello le hizo dar un respingo y salté del
taburete. No necesitó que le dijese nada, soltó una risa de sorpresa y me robó
el asiento donde yo estaba, acercándose George y pasándole la mano por el
brazo, expectante.
Yo me dirigí a la mesa donde habían dejado
un asiento libre en frente del page, el cual estaba repartiendo las cartas con
la mirada fija en aquellos movimientos de manos que tantos ases le estaban
proporcionando. El primero que recayó en mí fue el hombre que se sentaba a la
derecha de este, y al azar la mirada y ver que me dirigía hacia ellos me señaló
la copa de vino que tenía a medio llenar y un plato con queso, pan y un
cuchillo.
—Sírveme otro vino, preciosa.
Yo ignoré aquel comentario y me arremangué
la falda para sentarme cómodamente en el asiento que había libre. El page
levantó la mirada para otear a su siguiente víctima pero al recaer en mi mirada,
después en aspecto y por último en las facciones de mi rostro, dio tal respingo
que se levantó de la silla y a punto estuvo de volcarla. La sujetó con una mano
temblorosa y yo puse las manos sobre la mesa, solté unos cuantos francos y le
señalé con el mentón.
—¿Hay sitio para mí?
—¿Vas a jugar tú? –Me preguntó el hombre
que me había pedido el vino mirándome de soslayo mientras dirigía una
estupefacta mirada al hombre que tenía enfrente. Yo solo tenía ojos para el
paje, y él para mí.
—Reparta, buen hombre. No tenemos toda la
noche.
Aquello pareció despertarlo de su
ensoñación y se dejó caer de nuevo en el asiento. Nadie tomó aquella actuación
en serio, todos creyeron que sería parte de sus payasadas, como llevaba
haciendo varias noches. Yo me limité a no tomarle demasiada importancia y hacer
como si nada. Enzo y George miraban desde la barra como si delante de ellos se
desarrollase un espectáculo de magia o títeres. Les había dado las claves para
ver los hilos, y ahora sería doblemente interesante.
—¿Quiere repartir usted, señorita?
—No, hágalo usted. –Le dije, temerosa de
haber perdido habilidades con el paso del tiempo, y aún más teniendo los dedos
fríos y desentrenados. El page se encogió de hombros y repartió como de
costumbre. Ya supe que me había dado una carta de más. Ese era el primer paso.
Las oteé a simple vista y escondí un rey que no me ayudaría en aquella ronda.
Mis mangas eran grises y anchas y las cartas casi se escurrían dentro. Nadie
esperaría que yo hiciese trampas, y por poco se asombraron de que supiese las
normas del juego.
Me pregunté a mi misma si desearía que
jugásemos por libre o por el contrario quería una estrategia conjunta. Como me
había dado una carta de más, me lo tomé como que deseaba una ayuda mutua. Nos
miramos, y como ya nos conocíamos nuestras miradas y aquello era un juego que
había conocido desde niña, sus expresiones sutiles como el peso de plumas, me
lo iban diciendo todo. También yo lo hice. Jugué a un juego de dos.
—¿Cómo se llama, caballero? –Le pregunté,
mordiéndome el labio inferior a lo que él respondió:
—Johannes. —Musitó con el ceño fruncido y
la mirada concentrada en sus cartas—. Johannes Nider.
—¿Alemán?
—Holandés, señorita. Para servirla.
—Para coquetear váyanse a otro lado.
–Escupió el jugador a mi derecha.
Aquello ya me había valido para marcar un
par de cartas e indicarle a Johannes que tenía una mala jugada en las manos. Él
tampoco tenía nada bueno. Así que dejamos correr la partida. La siguiente ronda
la repartió el jugador a mi izquierda. Dos reyes, un as y un dos. Saqué el rey
que tenía guardado en la manga y me escondí el as. Junto con las cartas en la
mesa al final de la partida obtuve un trío de reyes y un trío de doses.
Cuando me tocó el turno de repartir no
solo le puse una carta de más a él, sino que me ayudé del filo de un cuchillo
de untar para ver en el reflejo las cartas que iba repartiendo. Al hombre de mi
derecha le había salido un trío de caballos y con lo que había en la mesa,
realizaría póker. Me mordí el labio y puse una extraña mueca. Mi acompañante se
retiró y yo hice lo propio.
Se sucedieron dos partidas más hasta que
pude sacar el as, escondiendo otra carta que no me servía de nada y me pasé la
lengua por los labios.
—¿Quiere que le traiga algo de vino? –Me
preguntó Johannes con curiosidad y yo negué con la mirada.
—No se preocupe, no tengo sed.
Mi acompañante se retiró y yo hice póquer
de ases, llevándome todo lo que había sobre la mesa. Como los dos hombres que
jugaban con nosotros me miraron algo extrañados, yo me encogí de hombros.
—Mi padre me enseñó a jugar. –Dije. Era la
ronda en la que más dinero me llevaba y aquellos se sorprendieron de verme tan
poco ilusionada—. ¿Jugamos una más? Este juego es casi todo suerte, uno puede
recuperar lo que ha perdido y más.
Aquello les convenció y se limpiaron su
resquemor. Hank llegó al rato y al ver a George y Enzo en la barra se acercó a
ellos y como estos estaban expectantes a la partida, también dirigió hacia aquí
la mirada. Al verme, no pude evitar soltar una risa llena de gracia y se
contuvo una carcajada. Pidió vino y se apoyó en la barra tal como hubiera
estado unos minutos antes Enzo, vuelto hacia la partida.
Unas rondas más, justo al repartir,
Johannes se limpió las comisuras de los labios, pensativo y reclinado sobre la
silla. Aquello era una escalera. Estaba segura. Pero yo también tenía una buena
mano. Había apostado bastante dinero y si me retiraba lo perdería. Cruzamos una
mirada pero en vez de ser chispeante y cargada de tensión, él me contuvo con
una expresión dominante. Asentí para mis adentros y me retiré. El hizo escalera
de color y aquello remató los bolsillo de nuestros acompañantes. Se levantaron
y nos despidieron con quejidos y rebuznos. Cuando nos dejaron a Johannes y a mí
a solas sobre el tapete cruzamos una mirada cargada de risa contenida y se me
enrojecieron las mejillas por la emoción y la adrenalina que salían a través de
mi cuerpo.
—Excelentes jugadas, señorita… —Dijo el
paje, mirándome con mezcla de nostalgia y asombro.
—Señorita Leroy. –Dije—. ¿Es usted nuevo
aquí, ¿cierto?
—¿Acaso gozaba usted ya de buena fama en
el póker? Debieron advertirme entonces…
—No, hacía tiempo que no jugaba.
–Suspiré—. ¿Desea acompañarnos? –Pregunté señalando a Hank, George y Enzo que
nos miraban desde la barra. La mayoría lo hacían—. Estoy acompañada de mi padre
y unos compañeros, y si lo desea, estaríamos encantados de que nos acompañase
un rato.
—¿Está bien? –Me preguntó, más a la actriz
que al personaje.
—No hay problema. –Suspiré y él acabó
asintiendo.
Se levantó a la par que yo, recogió su
vaso de vino y nos recogimos los cinco en una mesa alejada, entre las tinieblas
de las profundidades de aquella taberna. Cuando nos sentamos, yo me puse en un
extremo contra la pared, Johannes justo enfrente de mí, Hank a mi izquierda,
George al lado de este y Enzo a la derecha de Johannes. La tabernera nos trajo
una nueva jarra de vino y Johannes la pagó con una sonrisa ilusionada. Cuando
la tabernera se fue y no hubo ojos indiscretos, me pasó por el lateral de la
mesa una ristra de monedas. Todos los que estábamos allí lo vimos, pero solo
nosotros.
—Muy buenas jugadas. Tu parte. ¡Pensé que
no me dejarías hacer escalera!
—Yo tenía un full, maldito.
—No me importa, granuja. –Se inclinó sobre
la mesa y me sacó la lengua—. Yo tenía la mejor jugada.
—¡Qué egocéntrico!
—Pero veo que no has perdido práctica.
–Dijo volviéndose a recostar sobre el asiento—. Temía que se te cayesen todas
las cartas de las mangas. –Miró a mis acompañantes con los que creyó tener la
suficiente confianza como para empezar a soltar anécdotas—. Una vez, cuando
tenía dieciséis años, comenzamos una partida y estaba tan borracha que se le
cayeron todas las cartas que tenía escondidas en las mangas. Al menos media
docena de ases y reyes. ¡La muy estúpida se olvidó de ir devolviéndolos al
mazo! ¿Os lo podéis creer? Tuvimos que salir corriendo de allí, porque como iba
vestido de varón pues querían apalearlo y colgarlo del primer árbol que
encontrasen.
—¡No cuentes esas cosas! –Dije, medio
asustada y divertida, inclinándome sobre la mesa en su dirección. Él se
desternilló solo al recordar la anécdota. Yo enrojecí, llena de vergüenza pero
George dio un respingo y Enzo al lado de Johannes se volvió en su dirección,
sorprendido.
—¡Ustedes se conocen! –Exclamó George,
lleno de pasmo, pero todos le chistamos y le contuvimos en su sorpresa.
—¡Calla, mozo! –Le dijo Johannes—. ¿No
querrás que nos apaleen aquí también?
—¿De qué se conocen? –Preguntó lleno de
ansiedad y como yo mirase a Johannes con una expresión de indiferencia, él se
inclinó sobre la mesa y musitó:
—Soy el page de sus hermanos. Desde hace
décadas sirvo en su familia.
—¡No seas exagerado! –Le dije—. A lo sumo
dieciocho años.
—Lo que sea. Han venido aquí, y yo les
acompaño. –Asentí en su dirección, dando por finalizada aquella explicación.
—Lo contratamos cuando nos mudamos a Ámsterdam.
Me fugaba con él a las tabernas cuando terminaba su jornada y me enseñó a jugar
a las cartas, a hacer trampas a marcarlas y… bueno… a todo.
—¡Y a beber!
—¡Y a beber! –Dije y brindamos. El resto
se unieron.
—Hermanos. –Musitó Enzo en mi dirección
con una sonrisa pícara. Acababa de descubrir la trama que se escondía detrás
del engaño, y George y él se miraban intercambiando información y emociones con
expresiones silenciosas.
—Pero… ¿Qué hace aquí? –Me preguntó
Johannes, como regresando de un leve sopor—. ¡Oh, dios mío! Casi se me sale el
corazón al verla sentarse ahí, delante de mí. ¡Pensé que me había pasado con el
vino y una musa me acompañaría en el juego!
—El juego no tiene musas.
—¿Y la fortuna? ¿Qué es?
—Una diosa. –Musité y él arrugó la nariz.
Yo sonreí ocultando mi sonrisa con la copa de vino. Él y Hank cruzaron una
mirada.
—Es un placer volver a verle. –Se
estrecharon las manos. Su tono fue algo más serio y respetuoso que conmigo—.
Veo que ha estado cuidando de ella.
—Más bien ella ha cuidado de mí.
—Le creo. –Dijo y ambos me miraron con una
sonrisa, Hank divertida y Johannes ladina.
—Dios mío… —Suspiró, después de beber un
trago de vino—. Que insensible por mi parte… ¡Ya entiendo la premura de sus
hermanos por venir aquí! ¡Casi no puedo creerlo!
—Creaselo, Johannes. –Suspiré—. Es lo
mismo que en Brujas.
—Lo mismo que en brujas. –Asintió y
cruzamos una mirada un tanto preocupada.
Con el paso de los minutos la conversación
se fue destensando y todo fluyó con mucha más naturalidad. Hablamos sobre el
pueblo en el que estábamos y de los paisajes que se divisaban desde los caminos
que llevan a la montaña, del clima tan diferente a Ámsterdam y de todo lo que
el cambio había supuesto en él, que pocas veces había salido del norte del
continente. Al rato George y Enzo se disculparon y se fueron primero. Cuando
Hank, Johannes y yo nos quedamos a solas el propio silencio tensó la situación
y nuestras miradas se volvieron mucho más serias y melancólicas. Johannes
contuvo el vaso de vino entre sus dos manos como si temiese que se fuese a
escapar volando.
—Espero no haberla comprometido delante de
sus amigos…
—No me ha comprometido. De alguna forma se
acabarán enterando de todo…
—Señorita… si hubiese sabido para qué
veníamos…
—No se disculpe. –Le exhorte—. Ni se le
ocurra. ¡Cuánto me ha alegrado verle! Ya se ha hecho una fama terrible con sus
trampas en el juego…
—No quiero contribuir en esto, señorita de
Vig… —Miró a Hank con una expresión de disculpa—. Señorita Leroy.
—Si no lo haces tú, contratarán a otro que
haga las veces de page. No tienes culpa de lo que está sucediendo.
—¡Murió su padre! ¿Se enteró? Supongo que
sus hermanos vinieron para advertirla. ¡He pensado tanto en usted desde que se
fue de Brujas…!
—Me enteré por una carta que me llegó del
abogado de mi padre. Su muerte no supone nada para mí. El problema es que me ha
legado la tercera parte de la herencia. Las tierras de mi madre. Mis hermanos
no pueden permitirlo, como comprenderá. Son unos avariciosos y desean todo el
patrimonio para ellos.
—Compréndalos. –Me dijo, resignado—. Usted
huyó de su familia, de su apellido y de su clase. También de su país. ¿Y ahora
acepta un dinero que le llega desde esa vida que ha abandonado? Es un poco
interesado ese gesto, ¿no cree? Aunque comprendo, —dijo tristemente—, que es un
dinero que le pertenece y que si desea obtenerlo, está en su legítimo derecho.
Sus hermanos, señorita, son como su padre. No cejarán hasta arrebatarle todo lo
que posea.
—¿Qué me aconseja que haga, Johannes?
—¡Me pide consejo! –Exclamó, y miró a Hank
buscando confort en su apoyo. ¡Yo solo entiendo de cartas! Yo no soy nadie para
decirle a usted qué hacer.
—Reconozco que a mí tampoco me vendría mal
escuchar algún consejo. –Suspiró Hank con una sonrisa dulce—. Estamos un poco
perdidos.
—¿Han tomado alguna decisión?
—He amenazado a mis hermanos con aceptar
la herencia, algo que aún estaba en el aire, y les he mentido diciéndoles que
he enviado ya los papeles al abogado. Han intentado sabotearme una venta. –Hice
memoria—. El plazo para firmar el papeleo es el día siete de marzo.
—En tres semanas y un día finaliza el
plazo. –Apuntó Hank.
—Tres semanas. –Musitó Johannes, pasándose
la mano por el mentón, pensativo—. Tal vez aún tengáis un poco de margen para
actuar. ¿Qué ocurre si no firma los papeles?
—Mi parte de herencia se repartirá a
partes iguales entre mis hermanos.
—¿No hay más opciones?
—¿Cómo?
—Tal vez que otra persona acepte en su
nombre o que usted acepte pero legue el dinero a otra persona para que no
puedan…
—La herencia es lo de menos. –Suspiró
Hank—. Incluso ya habíamos hablado de rechazarla antes de que sus hermanos
apareciesen aquí. –Johannes pareció entender nuestra actitud solo con aquella
aclaración—. Pero esto ya es suficiente. No quiero que nos hostiguen por más
tiempo.
—Sí, es lógico. ¡Son unos cerdos!
—¿No sabrás por casualidad cómo se han
enterado de que residimos aquí? –Le pregunté, seriamente, a lo que él negó en
rotundo con el rostro.
—Ni idea. ¡Ni sabía que usted estaba aquí!
Nos han vendido la idea de que vienen de vacaciones, para alejarse del invierno
del norte. Incluso han estado hablando de volver a mudarse a La Rochelle y
llevar desde allí la manufactura de miel. ¡Sabe Dios! Uno ya no se cree nada.
—Si lo sabes, si consigues averiguarlo,
por favor. Debes informarme. ¡No quiero comprometerte, pero tienes que ayudarme
a saber quienes les dan información! Ya han intentado sabotear la venta más
importante que hemos tenido desde que estamos aquí. Y si continúan por el mismo
camino, acabaremos huyendo como ocurrió en Brujas. Casi con la soga al cuello.
—Por lo pronto no sé mucho. –Intentó hacer
memoria y pareció que algo se iluminaba en su mirada—. Creo que tiene problemas
con la empresa. La verdad es que no hemos oído hablar mucho del testamento por
la casa, y dado que ni siquiera sabíamos que le había dejado una tercera parte
de la herencia, no podíamos imaginarnos lo que estaba sucediendo detrás. así
que dimos por hecho que Felipe habría heredado los mandos de la empresa, aunque
Carlos hace algunas funciones como mediador entre clientes. –Se encogió de
hombros—. Tienen en manos un problema.
—Sí. –Asentí—. Hasta que yo no acepte o
rechace la herencia, él no tiene el control total sobre la empresa. Cosas
legales…
Johannes negó rotundamente con el rostro,
como un rumiante alejando moscas con el morro.
—No, no, no. Algo más hay. –Aquello me
hizo inclinarme sobre la mesa, en su dirección. Hank se cruzó de brazos—. Ahora
lo entiendo mejor. Creo que tiene que hacer una transacción importante de miel,
y el testamento le está dificultando estos trámites. Vuestro padre abrió
mercado en Ámsterdam después de llenar toda Francia con su miel. Y vuestro
hermano lo ha intentado en Bruselas, durante este último tiempo que vuestro
padre estuvo convaleciente. ¿Sabíais que estuvo en cama algún tiempo?
—¿Tuberculosis?
—Eso mismo. Pues intentó hacerse hueco en
ese mercado, pero le han salido varios buenos competidores. –Suspiró y se llevó
las manos a la cabeza—. Señorita, vuestro hermano Felipe puede tener un
carácter similar la de vuestro padre, pero le prometo que desde que os
marchasteis de Brujas y vuestro señor padre enfermó de tuberculosis, su hijo
hizo las veces de regente del negocio y ello le ocupaba todo el pensamiento. No
creo que planease perseguiros ni nada parecido, pero el tema del testamento lo
pone todo al descubierto. No solo se ha visto obligado a perseguiros, sino que
además se ha esforzado mucho por ser un buen heredero de este negocio, y si lo
pierde por vuestra culpa, o al menos la poca influencia que se había ganado en
Bruselas… —Hizo una pausa terriblemente dramática, dejando a mi imaginación el
posible resultado de aquella sugerencia.
—Me perseguirá hasta el infierno.
—Veo que me habéis entendido. –Después
miró a Hank—. Tampoco creo que tenga nada personal en contra de usted. Nunca vi
tan contento al joven como cuando marchasteis de Ámsterdam, y después de
Bruselas. No desea vuestro mal, sino la tranquilidad de vuestro padre. ¡Ah!
Pero si os entrometéis en sus negocios. Es mucho peor que vuestro padre, lo
puedo jurar.
—Madre de Dios… —Musitó Hank, negando
pesimistamente con el rostro.
—Creo que se le han juntado muchas cosas.
–Repentinamente exclamó—: No intento justificarle, Dios me libre. Solo le hago
saber cómo están las cosas.
—¿Qué se le ha juntado, Johannes? –Le
pregunté, inquisitivamente.
—Su esposa no se queda en cinta. –Dijo él,
o más bien murmuró, lleno de vergüenza—. Lleva ya dos abortos. ¡Desde hace ocho
años que llevan casados! Jantine, ¿La recordáis? Se casaron cuando teníais
diecisiete años. Pues aún no han tenido un hijo.
—Ya abortó una vez en mi presencia.
—Otra el verano pasado. –Aseguró
Johannes—. Creo que está pensando en el divorcio. Pero como ahora la miel es lo
primero, tal vez eso lo prorrogue.
—Nunca se quisieron. –Dije yo mientras
apuraba la copa y Hank me servía un poco más. Johannes se encogió de hombros.
—Pero para ella es una faena. ¿Quién
querrá casarse con ella si no puede dar hijos?
—Tal vez no sea solo ella. –Musité pero
Johannes volvió a encogerse de hombros como medio de dar por zanjado el tema.
Después de aquello surgió un extraño y
fúnebre silencio que nos heló el cuerpo. Para intentar destensar el ambiente,
Johannes se sacó una baraja española de un bolsillo interior del chaleco y me
lo extendió, con aire aburrido.
—¿Jugamos al tute? ¿O a la puta?
—Déjame pensar. –Dije y barajé las cartas.
Después las fui disponiendo en forma de pirámide sobre la mesa y comencé al
finalizar, posé mi mejilla sobre la palma de mi mano.
—¿Qué clase de juego es este? –Preguntó
Johannes con confusión.
En total aparecieron el tres de bastos a
la inversa; el As de copas y el dos de bastos; el dos de espadas, el rey de
espadas y el as de espadas juntos; y el caballo de bastos, el dos de oros y el
tres de espadas
—¿Qué estás leyendo? –Me preguntó Hank y
yo cogí el Caballo y el tres de bastos en mis manos.
—Enemistad, muerte de un hombre rico,
engaño de una persona cercana y… peligro de traición en los negocios confiados
a un amigo.
—¿Lees el futuro? –Me pregunto Johannes,
inclinándose sobre las cartas como si pudiese ver a través de ellas si cambiaba
el foco de visión. Yo fruncí los labios.
—El pasado.
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