LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 31

CAPÍTULO 31 – Una partida de trampas

 

 

Al día siguiente, siendo sábado, cerramos un poco antes el negocio y Hank y yo recogimos y limpiamos meticulosamente el taller. Cuando hubimos terminado, o por lo menos cuando Hank decidió que era suficiente, dejó la escoba a un lado y volvió a sentarse en una de las mesas de trabajo. Yo subí al piso de arriba, me aseé y me cambié de ropa. Me puse algo más de abrigo y antes de salir me pasé por la puerta del taller para ver como Hank terminaba de estucar una pequeña pieza.

—¿Me adelanto?

—Sí, ve yendo tú. Aún quiero asearme.

—¿Y si dejas eso para otro momento?

—Este estuco ya tiene un par de días, no llegará al lunes sin empezara a pudrirse.

—Está bien. –Asentí y suspiré, pero sin marcharme de allí. Me quedé apoyada en el umbral viendo como trabajaba en silencio. Me encantaba ver como fruncía el ceño y apretaba los labios extremadamente concentrado, como si aquel mundo que nos rodeaba hubiese desaparecido y solo tuviese aliento para terminar aquella pieza. Era una Magdalena penitente.

—¿Qué me miras? –Me preguntó con tono ronco y grave pero lleno de rubor infantil.

—Te miro a ti. –Le dije y eso no pareció decirle mucho. Acabó gruñendo y yo me reí de su respuesta—. Iré a buscar compañía por ahí.

—Sal, diviértete. –Me dijo encogiéndose de hombros. Nada servía para provocarle—. Yo iré en un rato, y si tengo que hacerme a un lado, ni me verás.

—Que victimista. –Suspiré y me anudé la bufanda al cuello.

Cuando salí al exterior no hacía aquel viento gélido que me había imaginado. La temperatura era baja pero como no había nevado desde hacía días el clima no parecía tan helador. Solo la calzada parecía ligeramente húmeda y desde mi aliento nacía una densa nube de vaho. Metí mis manos dentro de los bolsillos de la falda y salté de la acera con el rostro vuelto a la fachada del edificio.

—¡George! –Grité mientras todo alrededor de mi rostro se llenaba de una nubecilla vaporosa—. ¡George!

Su madre se asomó a una de las ventanas con pasmo y sorpresa.

—¡Señorita Leroy! ¿Qué quiere de mi hijo a estas horas? –Preguntó contrariada—. Ya ha trabajado toda la mañana en su taller. ¡Déjelo descansar!

Por su tono parecía que bromeaba, pero con aquella forma tan brusca de hablar no se podía estar seguro. Me hizo reír, sin embargo y aquello provocó una sonrisa en su faz.

—Dígale que baje, que le invitó a un vino en la taberna.

George se asomó detrás de su madre alzándose de puntillas para ver por encima de ella.

—¡Bajo enseguida!

—¡Abrígate! –Le gritamos y su madre y yo a la par, lo cual me provocó aún más risa. Apenas unos segundos después ya se escuchaban los pasos que bajaban a trompicones por las escaleras. Una vez fuera George saltó de la acera hasta la calzada donde estaba yo y pasó su brazo por mis hombros. Se había hecho con una gruesa chaqueta marrón y se había anudado una bufanda beige de lana sobre el cuello. Estaba radiante de contento.

—¿Cómo estás, mozo?

—Muy bien. –Dijo, exultante—. ¿Así que mi ama me va a invitar a un vino?

—Esperaba tener algo más de compañía. –Le dije y él pareció decepcionado, aunque un poco confuso—. ¿Sabes donde vive Enzo? Tal vez podamos hacer que venga con….

—¡Sí! –Asintió y tiró de mi mano calle adelante. Corrimos saltando los adoquines húmedos de la calle hasta cruzar varias manzanas de distancia. Entre callejones y escondrijos dimos con una ventana que aparecía medio iluminada por el débil resplandor de una vela. Nuestros pasos se detuvieron justo debajo y mientras yo hacía lo posible por recobrar el aliento, Goerge rebuscó en el suelo alguna piedrecita que poder lanzar en su dirección. encontró una con el tamaño adecuado, la sopesó en su mano y dio con ella en el marco de la ventana. Como nadie parecía haberse dado por aludido ya rebuscaba otro guijarro entre la sombras del suelo cuando alguien abrió la ventana y se asomó afuera.

—Baja. –Murmuró George lleno de ansiedad creciente—. Vamos a la taberna.

—Bajo en un minuto. ¡Qué bien acompañado vienes esta noche!

—La mejor compañía. –Dijo riéndose y yo sonreí también. Los ojos de Enzo pasaron de George a mí con una reluciente expresión de felicidad. Después desapareció entre las luces y sombras que se vislumbraban dentro y al instante la vela se debió apagar. Poco después George aparecía por la puerta frente a la que estábamos. Salió con pasos sigilosos y cuando estuvo a nuestra altura pasó los brazos por nuestros hombros, colocándose en medio y dirigiéndose a la taberna.

—¿Está tu padre en casa? –Le preguntó George.

—Sí, se pasó la tarde en la taberna y llegó hace una hora, borracho como una cuba. ¡Ya sabes!

—¿Volvió a pelearse?

—Hoy no. No se ha metido con el jugador de cartas. –Dijo , refiriéndose seguramente al page que habían traído mis hermanos consigo—. Ya ha aprendido la lección.

 

 

Cuando llegamos a la taberna estaba algo atestada de gente. La mayor parte de las mesas estaban ocupadas como era lógico en un sábado después de que todos, o la mayoría, cerrasen sus negocios. Ya era noche cerrada y la taberna olía a callos y guiso de legumbres. También a orín, madera ácida y sudor, pero eso era normal. En la parte izquierda una mesa se disputaba unas cuantas monedas en una partidas de poker, mientras que algunas personas cercanas, incluida la tabernera, observaba de lejos. No estoy muy segura de sí a lo que estaban expectantes era la partida en si, o el riesgo por que se produjese un altercado, pues parecíamos haber encontrado la situación un tanto tensa. Señalé con la mirada un lugar en la barra que daba la espalda a la partida de poker. Yo me senté en un taburete y George en otro, a mi izquierda. Enzo se mantuvo de pie y le cedí su taburete a otra persona a su lado. Con las manos apoyadas sobre la barra me quedé mirando de frente como unos vidrios colocados tras la barra me permitían ver parcialmente la partida.

—¿Quién va ganando? –Preguntó Enzo a la tabernera, la cual se acercó a nosotros con una expresión angustiada.

—El hombre rubio. –Dijo ella—. ¿Cómo no? Seguro hace trampas.

—¿No puede ser que le sonría la suerte? –Le pregunté yo a lo que ella se encogió de hombros.

—Ya lleva varios fines de semana viniendo, y siempre acaba desplumando a todos mis clientes. Al final la que perderá soy yo. ¡Veras! En fin… —Limpió la barra en el lugar donde estábamos. Yo levanté las manos—. ¿Qué os pongo, mozos?

—Una jarra de vino y tres vasos.

—Marchando, hermosa. –Me dijo ella y salió en busca de la comanda. Enzo se había apoyado en la barra de tal manera que podía estar pendiente de la partida pero dándonos la cara a nosotros.


Yo miré al hombre rubio, el page de mis hermanos, desde la vidriera que me proporcionaba la barra. Era un hombre apuesto, rubio como le habían descrito, con el pelo corto y rizado lo poco que se había dejado crecer. Sus patillas ya clareaban con canas plateadas y su bigote se extendía con unas curvas en sus extremos que le conferían una sonrisa galán y novelesca. Sus ojos azules y su rostro alargado, con pómulos marcados y figura esbelta. Estaba vestido con mucho cuidado, con ropas costosas, de cuero marrón. Tenía unas botas altas que de vez en cuando hacía sonar sobre el suelo con gesto de impaciencia fingida. Las pocas veces que sonrió durante aquellas partidas se desdibujaban unas arruguitas en los extremos de su ojos que le hacían ver, irónicamente más dulce e infantil que cuando endurecía sus rasgos afilados.

Enzo no podía quitarle los ojos de encima, y aunque al principio pensé que era solo por el juego, me di cuenta de podría estar fijándose también en su atractivo. Me volví hacia él y le sonreí con picardía.

—Hermoso, ¿cierto?

—Muy apuesto. –Dijo él encogiéndose de hombros. Pero sin duda no solo era el hombre, también su juego, el suyo. Sin saber cómo se hacía con ases, con colores que necesitaba, con reyes que llegaban para salvar la partida. Estuvimos al menos media hora viéndole jugar hasta que me cansé de mirar de soslayo y me volví hacia el interior de la barra.

—El póker no es cosa de mujeres. –Musitó George y yo sonreí de lado con sorna.

—No pierdas de vista su mano derecha. –Dije, aunque desde donde estábamos, lo teníamos un poco complicado. Sin embargo hicieron el esfuerzo. Yo seguí la partida por el reflejo de las vidrieras—. Va a guardarse una carta en la siguiente ronda. Y apoyará la mano sobre su muslo, sujetando el mazo con la izquierda.

—No veo la carta. –Dijo Enzo pensativo pero se quedaron mudos cuando el hombre puso la mano sobre su muslo.

—Esperará mínimo una ronda para sacarla y sustituirla por otra.

La partida terminó y no pareció que nadie hubiese notado nada. Mis dos acompañantes parecían haberse quedado un tanto intranquilos como si la partida no hubiese acabado para ellos pero al mismo tiempo me miraban llenos de escepticismo.

—Se ha guardado un as o un rey. –Dije y miré a Enzo de reojo—. En la siguiente, como mínimo, tendrá pareja de ases.

—¿Lo has visto?

—No. –Me encogí de hombros.

Como hube vaticinado, el rubio cambió una de las cartas que tenía en el mazo por aquella que tenía escondida, o por lo menos eso intuí, y puso sobre la mesa un póquer de reyes. George y Enzo no dijeron nada en absoluto, meditando si mis predicciones habían sido pura suerte o había algo de brujería detrás de aquello. Bebieron en silencio sin perder de vista la partida y yo bebí, solo pensando en cuál podría ser su siguiente jugada.

—¿Reparte él?

—No, otro. –Dijo Enzo.

—Vale. –Esperamos un par de partidas más y cuando le tocó repartir les advertí–: Se repartirá una carta de más. No sé si aún tiene la otra carta escondida o se ha deshecho de ella. Fijaos, con la uña del pulgar derecho parece que araña la carta en la parte inferior.

—Está nervioso, seguro que tiene una mala jugada.

—Está marcando las cartas. Es un caballo.

—¿Un caballo?

—Arriba es un as, a la izquierda es un rey, abajo es un caballo y a la derecha una J.

—¿Cómo? –Me preguntó George volviéndose a mí con pasmo mientras se arrimaba todo lo que podía, para que el revelase el secreto—. ¿Cómo sabes eso?

—Lo sé. –Dije y le insté a seguir mirando.

—¿Son las cartas de la taberna? –Le pregunté a la camarera.

—Así es. Las han acaparado toda la tarde. –Yo asentí mientras me bebía un poco de mi vino. Cuando la ronda hubo terminado él consiguió hacer un póquer de cuatros, pero entre su mano había un caballo.

—Las marca, para reconocerlas después.

—Estás haciendo trampas, tramposo. –Le dijo uno de los jugadores, levantándose con todo el desparpajo que pudo. El page se encogió de hombros y le pidió explicaciones con un acento holandés cargado de convicción.

—¿Qué estoy haciendo?

—Te escondes cartas.

Ante aquella acusación el hombre rubio levantó la mano que había tenido apoyada sobre el muslo y con esta le entregó todas las cartas que estaban en su poder sobre la mesa.

—Cuéntalas, no falta ninguna.

—Ahora ya no. –Murmuré para Enzo y George, que suspiraron asombrados.

Hubo un forcejeo que nos obligó a todos a mirar en aquella dirección. El hombre que le había acusado levantó de la pechera al page y coló sus manos por todos los pliegues de la camisa que salía por encima del chaleco de cuero. Hurgó en sus mangas hundiendo las manos hasta las muñecas, sin resultado. El page se dejó hacer a sabiendas de que nada encontraría y el hombre se quedaría más que satisfecho si al menos se dejaba manosear un poco sin mostrar resistencia. Como el parroquiano no encontró nada se hastió y empujó al page contra el asiento, el cual se dejó caer y se recostó sobre el respaldo, sonriéndole con aire de galán.

—¿Ya me has toqueteado bastante o te apetece seguir un rato más? –Aquella fue una provocación innecesaria.

El hombre ya estaba demasiado caliente y en un impulso intentó abalanzarse contra él, pero los otros dos jugadores se levantaron de sus asientos y se interpusieron para evitar que aquella disputa llegase a las manos. El hombre forcejeó unos segundos pero rápido se lo llevaron de allí y uno de los que habían ayudado a ello regresó a la mesa unos instantes después, algo más calmado, y al mismo tiempo interesado en continuar la partida. El que había decidido reincorporarse a la partida se sentó a la izquierda del rubio y llamó a otro acompañante para que jugasen.

—¿Qué? –Preguntó el page recorriendo con la mirada y la voz el resto del local—. ¿Van a creer a ese insidioso o alguien más va a querer jugar?

Enzo se movió a mi lado, dejando con un golpe seco la copa de vino, como si aquella incitación le hubiese provocado en su ego y estuvo a punto de abandonar la barra donde estábamos, pero yo le detuve sujetándole del brazo. Aquello le hizo dar un respingo y salté del taburete. No necesitó que le dijese nada, soltó una risa de sorpresa y me robó el asiento donde yo estaba, acercándose George y pasándole la mano por el brazo, expectante.

Yo me dirigí a la mesa donde habían dejado un asiento libre en frente del page, el cual estaba repartiendo las cartas con la mirada fija en aquellos movimientos de manos que tantos ases le estaban proporcionando. El primero que recayó en mí fue el hombre que se sentaba a la derecha de este, y al azar la mirada y ver que me dirigía hacia ellos me señaló la copa de vino que tenía a medio llenar y un plato con queso, pan y un cuchillo.

—Sírveme otro vino, preciosa.

Yo ignoré aquel comentario y me arremangué la falda para sentarme cómodamente en el asiento que había libre. El page levantó la mirada para otear a su siguiente víctima pero al recaer en mi mirada, después en aspecto y por último en las facciones de mi rostro, dio tal respingo que se levantó de la silla y a punto estuvo de volcarla. La sujetó con una mano temblorosa y yo puse las manos sobre la mesa, solté unos cuantos francos y le señalé con el mentón.

—¿Hay sitio para mí?

—¿Vas a jugar tú? –Me preguntó el hombre que me había pedido el vino mirándome de soslayo mientras dirigía una estupefacta mirada al hombre que tenía enfrente. Yo solo tenía ojos para el paje, y él para mí.

—Reparta, buen hombre. No tenemos toda la noche.

Aquello pareció despertarlo de su ensoñación y se dejó caer de nuevo en el asiento. Nadie tomó aquella actuación en serio, todos creyeron que sería parte de sus payasadas, como llevaba haciendo varias noches. Yo me limité a no tomarle demasiada importancia y hacer como si nada. Enzo y George miraban desde la barra como si delante de ellos se desarrollase un espectáculo de magia o títeres. Les había dado las claves para ver los hilos, y ahora sería doblemente interesante.

—¿Quiere repartir usted, señorita?

—No, hágalo usted. –Le dije, temerosa de haber perdido habilidades con el paso del tiempo, y aún más teniendo los dedos fríos y desentrenados. El page se encogió de hombros y repartió como de costumbre. Ya supe que me había dado una carta de más. Ese era el primer paso. Las oteé a simple vista y escondí un rey que no me ayudaría en aquella ronda. Mis mangas eran grises y anchas y las cartas casi se escurrían dentro. Nadie esperaría que yo hiciese trampas, y por poco se asombraron de que supiese las normas del juego.

Me pregunté a mi misma si desearía que jugásemos por libre o por el contrario quería una estrategia conjunta. Como me había dado una carta de más, me lo tomé como que deseaba una ayuda mutua. Nos miramos, y como ya nos conocíamos nuestras miradas y aquello era un juego que había conocido desde niña, sus expresiones sutiles como el peso de plumas, me lo iban diciendo todo. También yo lo hice. Jugué a un juego de dos.

—¿Cómo se llama, caballero? –Le pregunté, mordiéndome el labio inferior a lo que él respondió:

—Johannes. —Musitó con el ceño fruncido y la mirada concentrada en sus cartas—. Johannes Nider.

—¿Alemán?

—Holandés, señorita. Para servirla.

—Para coquetear váyanse a otro lado. –Escupió el jugador a mi derecha.

Aquello ya me había valido para marcar un par de cartas e indicarle a Johannes que tenía una mala jugada en las manos. Él tampoco tenía nada bueno. Así que dejamos correr la partida. La siguiente ronda la repartió el jugador a mi izquierda. Dos reyes, un as y un dos. Saqué el rey que tenía guardado en la manga y me escondí el as. Junto con las cartas en la mesa al final de la partida obtuve un trío de reyes y un trío de doses.

Cuando me tocó el turno de repartir no solo le puse una carta de más a él, sino que me ayudé del filo de un cuchillo de untar para ver en el reflejo las cartas que iba repartiendo. Al hombre de mi derecha le había salido un trío de caballos y con lo que había en la mesa, realizaría póker. Me mordí el labio y puse una extraña mueca. Mi acompañante se retiró y yo hice lo propio.

Se sucedieron dos partidas más hasta que pude sacar el as, escondiendo otra carta que no me servía de nada y me pasé la lengua por los labios.

—¿Quiere que le traiga algo de vino? –Me preguntó Johannes con curiosidad y yo negué con la mirada.

—No se preocupe, no tengo sed.

Mi acompañante se retiró y yo hice póquer de ases, llevándome todo lo que había sobre la mesa. Como los dos hombres que jugaban con nosotros me miraron algo extrañados, yo me encogí de hombros.

—Mi padre me enseñó a jugar. –Dije. Era la ronda en la que más dinero me llevaba y aquellos se sorprendieron de verme tan poco ilusionada—. ¿Jugamos una más? Este juego es casi todo suerte, uno puede recuperar lo que ha perdido y más.

Aquello les convenció y se limpiaron su resquemor. Hank llegó al rato y al ver a George y Enzo en la barra se acercó a ellos y como estos estaban expectantes a la partida, también dirigió hacia aquí la mirada. Al verme, no pude evitar soltar una risa llena de gracia y se contuvo una carcajada. Pidió vino y se apoyó en la barra tal como hubiera estado unos minutos antes Enzo, vuelto hacia la partida.

Unas rondas más, justo al repartir, Johannes se limpió las comisuras de los labios, pensativo y reclinado sobre la silla. Aquello era una escalera. Estaba segura. Pero yo también tenía una buena mano. Había apostado bastante dinero y si me retiraba lo perdería. Cruzamos una mirada pero en vez de ser chispeante y cargada de tensión, él me contuvo con una expresión dominante. Asentí para mis adentros y me retiré. El hizo escalera de color y aquello remató los bolsillo de nuestros acompañantes. Se levantaron y nos despidieron con quejidos y rebuznos. Cuando nos dejaron a Johannes y a mí a solas sobre el tapete cruzamos una mirada cargada de risa contenida y se me enrojecieron las mejillas por la emoción y la adrenalina que salían a través de mi cuerpo.

—Excelentes jugadas, señorita… —Dijo el paje, mirándome con mezcla de nostalgia y asombro.

—Señorita Leroy. –Dije—. ¿Es usted nuevo aquí, ¿cierto?

—¿Acaso gozaba usted ya de buena fama en el póker? Debieron advertirme entonces…

—No, hacía tiempo que no jugaba. –Suspiré—. ¿Desea acompañarnos? –Pregunté señalando a Hank, George y Enzo que nos miraban desde la barra. La mayoría lo hacían—. Estoy acompañada de mi padre y unos compañeros, y si lo desea, estaríamos encantados de que nos acompañase un rato.

—¿Está bien? –Me preguntó, más a la actriz que al personaje.

—No hay problema. –Suspiré y él acabó asintiendo.

Se levantó a la par que yo, recogió su vaso de vino y nos recogimos los cinco en una mesa alejada, entre las tinieblas de las profundidades de aquella taberna. Cuando nos sentamos, yo me puse en un extremo contra la pared, Johannes justo enfrente de mí, Hank a mi izquierda, George al lado de este y Enzo a la derecha de Johannes. La tabernera nos trajo una nueva jarra de vino y Johannes la pagó con una sonrisa ilusionada. Cuando la tabernera se fue y no hubo ojos indiscretos, me pasó por el lateral de la mesa una ristra de monedas. Todos los que estábamos allí lo vimos, pero solo nosotros.

—Muy buenas jugadas. Tu parte. ¡Pensé que no me dejarías hacer escalera!

—Yo tenía un full, maldito.

—No me importa, granuja. –Se inclinó sobre la mesa y me sacó la lengua—. Yo tenía la mejor jugada.

—¡Qué egocéntrico!

—Pero veo que no has perdido práctica. –Dijo volviéndose a recostar sobre el asiento—. Temía que se te cayesen todas las cartas de las mangas. –Miró a mis acompañantes con los que creyó tener la suficiente confianza como para empezar a soltar anécdotas—. Una vez, cuando tenía dieciséis años, comenzamos una partida y estaba tan borracha que se le cayeron todas las cartas que tenía escondidas en las mangas. Al menos media docena de ases y reyes. ¡La muy estúpida se olvidó de ir devolviéndolos al mazo! ¿Os lo podéis creer? Tuvimos que salir corriendo de allí, porque como iba vestido de varón pues querían apalearlo y colgarlo del primer árbol que encontrasen.

—¡No cuentes esas cosas! –Dije, medio asustada y divertida, inclinándome sobre la mesa en su dirección. Él se desternilló solo al recordar la anécdota. Yo enrojecí, llena de vergüenza pero George dio un respingo y Enzo al lado de Johannes se volvió en su dirección, sorprendido.

—¡Ustedes se conocen! –Exclamó George, lleno de pasmo, pero todos le chistamos y le contuvimos en su sorpresa.

—¡Calla, mozo! –Le dijo Johannes—. ¿No querrás que nos apaleen aquí también?

—¿De qué se conocen? –Preguntó lleno de ansiedad y como yo mirase a Johannes con una expresión de indiferencia, él se inclinó sobre la mesa y musitó:

—Soy el page de sus hermanos. Desde hace décadas sirvo en su familia.

—¡No seas exagerado! –Le dije—. A lo sumo dieciocho años.

—Lo que sea. Han venido aquí, y yo les acompaño. –Asentí en su dirección, dando por finalizada aquella explicación.

—Lo contratamos cuando nos mudamos a Ámsterdam. Me fugaba con él a las tabernas cuando terminaba su jornada y me enseñó a jugar a las cartas, a hacer trampas a marcarlas y… bueno… a todo.

—¡Y a beber!

—¡Y a beber! –Dije y brindamos. El resto se unieron.

—Hermanos. –Musitó Enzo en mi dirección con una sonrisa pícara. Acababa de descubrir la trama que se escondía detrás del engaño, y George y él se miraban intercambiando información y emociones con expresiones silenciosas.

—Pero… ¿Qué hace aquí? –Me preguntó Johannes, como regresando de un leve sopor—. ¡Oh, dios mío! Casi se me sale el corazón al verla sentarse ahí, delante de mí. ¡Pensé que me había pasado con el vino y una musa me acompañaría en el juego!

—El juego no tiene musas.

—¿Y la fortuna? ¿Qué es?

—Una diosa. –Musité y él arrugó la nariz. Yo sonreí ocultando mi sonrisa con la copa de vino. Él y Hank cruzaron una mirada.

—Es un placer volver a verle. –Se estrecharon las manos. Su tono fue algo más serio y respetuoso que conmigo—. Veo que ha estado cuidando de ella.

—Más bien ella ha cuidado de mí.

—Le creo. –Dijo y ambos me miraron con una sonrisa, Hank divertida y Johannes ladina.

—Dios mío… —Suspiró, después de beber un trago de vino—. Que insensible por mi parte… ¡Ya entiendo la premura de sus hermanos por venir aquí! ¡Casi no puedo creerlo!

—Creaselo, Johannes. –Suspiré—. Es lo mismo que en Brujas.

—Lo mismo que en brujas. –Asintió y cruzamos una mirada un tanto preocupada.

Con el paso de los minutos la conversación se fue destensando y todo fluyó con mucha más naturalidad. Hablamos sobre el pueblo en el que estábamos y de los paisajes que se divisaban desde los caminos que llevan a la montaña, del clima tan diferente a Ámsterdam y de todo lo que el cambio había supuesto en él, que pocas veces había salido del norte del continente. Al rato George y Enzo se disculparon y se fueron primero. Cuando Hank, Johannes y yo nos quedamos a solas el propio silencio tensó la situación y nuestras miradas se volvieron mucho más serias y melancólicas. Johannes contuvo el vaso de vino entre sus dos manos como si temiese que se fuese a escapar volando.

—Espero no haberla comprometido delante de sus amigos…

—No me ha comprometido. De alguna forma se acabarán enterando de todo…

—Señorita… si hubiese sabido para qué veníamos…

—No se disculpe. –Le exhorte—. Ni se le ocurra. ¡Cuánto me ha alegrado verle! Ya se ha hecho una fama terrible con sus trampas en el juego…

—No quiero contribuir en esto, señorita de Vig… —Miró a Hank con una expresión de disculpa—. Señorita Leroy.

—Si no lo haces tú, contratarán a otro que haga las veces de page. No tienes culpa de lo que está sucediendo.

—¡Murió su padre! ¿Se enteró? Supongo que sus hermanos vinieron para advertirla. ¡He pensado tanto en usted desde que se fue de Brujas…!

—Me enteré por una carta que me llegó del abogado de mi padre. Su muerte no supone nada para mí. El problema es que me ha legado la tercera parte de la herencia. Las tierras de mi madre. Mis hermanos no pueden permitirlo, como comprenderá. Son unos avariciosos y desean todo el patrimonio para ellos.

—Compréndalos. –Me dijo, resignado—. Usted huyó de su familia, de su apellido y de su clase. También de su país. ¿Y ahora acepta un dinero que le llega desde esa vida que ha abandonado? Es un poco interesado ese gesto, ¿no cree? Aunque comprendo, —dijo tristemente—, que es un dinero que le pertenece y que si desea obtenerlo, está en su legítimo derecho. Sus hermanos, señorita, son como su padre. No cejarán hasta arrebatarle todo lo que posea.

—¿Qué me aconseja que haga, Johannes?

—¡Me pide consejo! –Exclamó, y miró a Hank buscando confort en su apoyo. ¡Yo solo entiendo de cartas! Yo no soy nadie para decirle a usted qué hacer.

—Reconozco que a mí tampoco me vendría mal escuchar algún consejo. –Suspiró Hank con una sonrisa dulce—. Estamos un poco perdidos.

—¿Han tomado alguna decisión?

—He amenazado a mis hermanos con aceptar la herencia, algo que aún estaba en el aire, y les he mentido diciéndoles que he enviado ya los papeles al abogado. Han intentado sabotearme una venta. –Hice memoria—. El plazo para firmar el papeleo es el día siete de marzo.

—En tres semanas y un día finaliza el plazo. –Apuntó Hank.

—Tres semanas. –Musitó Johannes, pasándose la mano por el mentón, pensativo—. Tal vez aún tengáis un poco de margen para actuar. ¿Qué ocurre si no firma los papeles?

—Mi parte de herencia se repartirá a partes iguales entre mis hermanos.

—¿No hay más opciones?

—¿Cómo?

—Tal vez que otra persona acepte en su nombre o que usted acepte pero legue el dinero a otra persona para que no puedan…

—La herencia es lo de menos. –Suspiró Hank—. Incluso ya habíamos hablado de rechazarla antes de que sus hermanos apareciesen aquí. –Johannes pareció entender nuestra actitud solo con aquella aclaración—. Pero esto ya es suficiente. No quiero que nos hostiguen por más tiempo.

—Sí, es lógico. ¡Son unos cerdos!

—¿No sabrás por casualidad cómo se han enterado de que residimos aquí? –Le pregunté, seriamente, a lo que él negó en rotundo con el rostro.

—Ni idea. ¡Ni sabía que usted estaba aquí! Nos han vendido la idea de que vienen de vacaciones, para alejarse del invierno del norte. Incluso han estado hablando de volver a mudarse a La Rochelle y llevar desde allí la manufactura de miel. ¡Sabe Dios! Uno ya no se cree nada.

—Si lo sabes, si consigues averiguarlo, por favor. Debes informarme. ¡No quiero comprometerte, pero tienes que ayudarme a saber quienes les dan información! Ya han intentado sabotear la venta más importante que hemos tenido desde que estamos aquí. Y si continúan por el mismo camino, acabaremos huyendo como ocurrió en Brujas. Casi con la soga al cuello.

—Por lo pronto no sé mucho. –Intentó hacer memoria y pareció que algo se iluminaba en su mirada—. Creo que tiene problemas con la empresa. La verdad es que no hemos oído hablar mucho del testamento por la casa, y dado que ni siquiera sabíamos que le había dejado una tercera parte de la herencia, no podíamos imaginarnos lo que estaba sucediendo detrás. así que dimos por hecho que Felipe habría heredado los mandos de la empresa, aunque Carlos hace algunas funciones como mediador entre clientes. –Se encogió de hombros—. Tienen en manos un problema.

—Sí. –Asentí—. Hasta que yo no acepte o rechace la herencia, él no tiene el control total sobre la empresa. Cosas legales…

Johannes negó rotundamente con el rostro, como un rumiante alejando moscas con el morro.

—No, no, no. Algo más hay. –Aquello me hizo inclinarme sobre la mesa, en su dirección. Hank se cruzó de brazos—. Ahora lo entiendo mejor. Creo que tiene que hacer una transacción importante de miel, y el testamento le está dificultando estos trámites. Vuestro padre abrió mercado en Ámsterdam después de llenar toda Francia con su miel. Y vuestro hermano lo ha intentado en Bruselas, durante este último tiempo que vuestro padre estuvo convaleciente. ¿Sabíais que estuvo en cama algún tiempo?

—¿Tuberculosis?

—Eso mismo. Pues intentó hacerse hueco en ese mercado, pero le han salido varios buenos competidores. –Suspiró y se llevó las manos a la cabeza—. Señorita, vuestro hermano Felipe puede tener un carácter similar la de vuestro padre, pero le prometo que desde que os marchasteis de Brujas y vuestro señor padre enfermó de tuberculosis, su hijo hizo las veces de regente del negocio y ello le ocupaba todo el pensamiento. No creo que planease perseguiros ni nada parecido, pero el tema del testamento lo pone todo al descubierto. No solo se ha visto obligado a perseguiros, sino que además se ha esforzado mucho por ser un buen heredero de este negocio, y si lo pierde por vuestra culpa, o al menos la poca influencia que se había ganado en Bruselas… —Hizo una pausa terriblemente dramática, dejando a mi imaginación el posible resultado de aquella sugerencia.

—Me perseguirá hasta el infierno.

—Veo que me habéis entendido. –Después miró a Hank—. Tampoco creo que tenga nada personal en contra de usted. Nunca vi tan contento al joven como cuando marchasteis de Ámsterdam, y después de Bruselas. No desea vuestro mal, sino la tranquilidad de vuestro padre. ¡Ah! Pero si os entrometéis en sus negocios. Es mucho peor que vuestro padre, lo puedo jurar.

—Madre de Dios… —Musitó Hank, negando pesimistamente con el rostro.

—Creo que se le han juntado muchas cosas. –Repentinamente exclamó—: No intento justificarle, Dios me libre. Solo le hago saber cómo están las cosas.

—¿Qué se le ha juntado, Johannes? –Le pregunté, inquisitivamente.

—Su esposa no se queda en cinta. –Dijo él, o más bien murmuró, lleno de vergüenza—. Lleva ya dos abortos. ¡Desde hace ocho años que llevan casados! Jantine, ¿La recordáis? Se casaron cuando teníais diecisiete años. Pues aún no han tenido un hijo.

—Ya abortó una vez en mi presencia.

—Otra el verano pasado. –Aseguró Johannes—. Creo que está pensando en el divorcio. Pero como ahora la miel es lo primero, tal vez eso lo prorrogue.

—Nunca se quisieron. –Dije yo mientras apuraba la copa y Hank me servía un poco más. Johannes se encogió de hombros.

—Pero para ella es una faena. ¿Quién querrá casarse con ella si no puede dar hijos?

—Tal vez no sea solo ella. –Musité pero Johannes volvió a encogerse de hombros como medio de dar por zanjado el tema.

Después de aquello surgió un extraño y fúnebre silencio que nos heló el cuerpo. Para intentar destensar el ambiente, Johannes se sacó una baraja española de un bolsillo interior del chaleco y me lo extendió, con aire aburrido.

—¿Jugamos al tute? ¿O a la puta?

—Déjame pensar. –Dije y barajé las cartas. Después las fui disponiendo en forma de pirámide sobre la mesa y comencé al finalizar, posé mi mejilla sobre la palma de mi mano.

—¿Qué clase de juego es este? –Preguntó Johannes con confusión.

En total aparecieron el tres de bastos a la inversa; el As de copas y el dos de bastos; el dos de espadas, el rey de espadas y el as de espadas juntos; y el caballo de bastos, el dos de oros y el tres de espadas

—¿Qué estás leyendo? –Me preguntó Hank y yo cogí el Caballo y el tres de bastos en mis manos.

—Enemistad, muerte de un hombre rico, engaño de una persona cercana y… peligro de traición en los negocios confiados a un amigo.

—¿Lees el futuro? –Me pregunto Johannes, inclinándose sobre las cartas como si pudiese ver a través de ellas si cambiaba el foco de visión. Yo fruncí los labios.

—El pasado.

 


 


 

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