LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 30
CAPÍTULO 30 – Entrega de la talla
Febrero llegó silenciosamente, casi de
forma imperceptible ya estábamos terminando la primera semana de aquel corto
mes cuando un mozo mensajero llegó al taller a primera hora del viernes
ataviado con una bandolera de cuero y una pluma enorme y blanca coronando su
sombrero. Ya me había parecido verle antes y al distinguirle como el mensajero
del Marqués de MontBlanc sentí un repentino vértigo. El mozo me dejó una carta
sobre el mostrador y se marchó tras saludarme. George que estaba a mi lado
barriendo se me quedó mirando fijamente en cómo me debatía si abrir o no la
carta, pues no me transmitía buenas sensaciones. Era un veneno, estaba segura.
—Ábrela. –Me dijo impaciente ante mi
indecisión.
La carta versaba así:
Señor y
señorita Leroy:
Escribo estas
líneas llena de consternación y decepción. Mi marido, su ilustrísima el Marqués
de MontBlanc confió en su negocio para realizar un encargo a tamaño natural de
una talla representativa del santo mártir Sebastián, pues es muy devoto de su
imagen.
Pero nos han
llegado rumores de que su presupuesto, aunque en primer momento parece
aceptable, está realizado con malicia, malversando nuestro dinero en compañía
de diferentes carpinteros de nuestra comarca, subiendo los precios de ciertos
materiales con la idea de que todos puedan llevarse tajada de semejante
embuste.
Siendo
nuestras fuentes de confianza y dado el rango que nuestra familia tiene, les
encomiendo encarecidamente de que se olviden que he hemos colaborado con su
negocio, exigiéndoles, claro está, que se devuelva a la casa MontBlanc el
dinero que se puso como adelanto para la obtención de las materias primas.
Siéntanse
afortunados, pues nos abstenemos de denunciar su comportamiento a las
autoridades y nos conformamos con la devolución del dinero. De la confianza que
hemos depositado en ustedes, pueden olvidarse.
Vstd: Marquesa de MontBlanc.
Cuando terminé de leer aquella carta las
manos me temblaban y la vista se me había nublado por la tensión y la
impotencia. En un arrebato irracional de ira rompí la carta en pedazos
asustando a George que se agarró al palo de la escoba lleno de pasmo. Apreté
los dientes y contuve un grito que quería salir de mi garganta fuera como
fuera. Se me taponaron los oídos y sentí un vértigo al bajarme del taburete.
George se apartó al verme dirigirme hacia el taller y cuando vi a Hank
extendiendo la cera sobre la escultura le llamé con un “eh” grave e iracundo.
—¿Para cuándo estará la escultura?
—Solo me queda dejar que seque la cera y
pulirla. –Dijo como un alumno que se amedrenta frente a su maestro. Después
tenemos que encargar una caja para transportarla. ¿Crees que Robert…?
—Yo me encargo de Robert. Voy a salir.
–Dije y volví a la tienda dejando a Hank con una expresión llena de susto y
sorpresa y a George con otra similar.
—¿Qué ponía en la carta? –Me interrogó
mientras me ponía la capa y me anudaba una bufanda al cuello.
—Que soy idiota, nada más. –Musité y
volviéndome al mostrador recogí los pedazos de la carta y me los metí en el
interior del bolsillo de mi vestido. Salí a toda prisa de la tienda pero en el
umbral le advertí que si venía alguien a la tienda que exigiese verme, lo
despidiese golpeándole el lomo con el palo de la escoba.
Caminé calle abajo hasta llegar al taller
del carpintero Robert y cuando entré, Ferdinand levantó la mirada sonriéndome
con una cálida expresión, como si al verme un rayo de luz iluminase el taller,
pero mi expresión le hizo enmudecer.
—¿Está tu señor ocupado?
—No, ahora mismo está solo con papeleo.
—Vamos, acompáñame. –Le dije y con un
gesto del mentón le pedí que me siguiese hasta el despacho. Una vez allí
introduje al mozo tirándole del brazo dentro del despacho y Robert levantó la
mirada al principio asustado al vernos entrar tan precipitadamente, pero
después preocupado al distinguir nuestras expresiones de susto y terror. Cerré
la puerta detrás de mí y me aseguré de que las ventanas estuviesen echadas.
—¿Qué ocurre, señorita Leroy? –Me dijo
levantándose de la silla apoyándose con las manos en la mesa, en actitud desafiante,
por la sorpresa de la intromisión. Yo lancé los trozos de papel que tenía en mi
bolsillo sobre su escritorio.
—Acabo de recibir una carta del marqués
del MontBlanc. De la marquesa, para ser más precisos. –El carpintero se sentó
de nuevo, asustado e intimidado.
—¿Y bien?
—Me acusa de haber malversado con su
dinero, señor. Regalando tantos por cientos a carpinteros del pueblo a cambio
de su colaboración. –Aprendiz y maestro se miraron con temor en los ojos—. Sé
quienes les han proporcionado esa información, malos hombres con intención de
destruir mi negocio. Lo que me falta por saber es de dónde han obtenido esa
información.
—¡Señorita Leroy! –Exclamó Ferdinand, con
mezcla de ofensa y miedo—. Nosotros no hemos ido diciendo nada malo de usted, y
mucho menos los chanchullos que nos traemos…
—¿No le han comentado nada a nadie? ¿No
han dejado caer ninguna broma o comentario que pueda malinterpretarse? ¿Con
quienes han estado hablando?
—Con nadie, señorita Leroy. –Dijo el
carpintero lleno de pasmo—. ¿Quiénes intentan hostigarla, díganoslo?
—Dos hombres, adinerados. Un poco mayores
que yo, que han venido hasta aquí persiguiéndome, con intención de acabar
conmigo y con mi negocio. –Solté—. No necesitan saber nada más.
—Nosotros no hemos dicho nada. –Dijo el
carpintero, no del todo seguro—. Debería contestar al marqués de MontBlanc y
decirle que ha sido todo un malentendido y que no debería confiar en los
rumores, y mucho menos si va a obtener un trabajo tan bueno como el que ustedes
van a entregarle.
—Ya no lo quiere. –Solté, a lo que el
carpintero palideció.
—Oh, señorita…
—No me importa. Se lo llevaré de todas
maneras. Y se lo haré tragar, si es necesario. Hágame una caja. –Le exhorté.
—¿Cómo?
—Tienes las medidas, ¿cierto? Hágame una
caja para transportarlo. De madera de pino. Haga hueco en su agenda, porque la
escultura está casi terminada. Mañana mismo tendrá las medidas y el material en
un boceto que le enviará mi trabajador.
—No sé si esas son las formas más
adecuadas para hacerme un encargo. –Dijo lleno de resentimiento, pero
comprendía mi preocupación y al mismo tiempo estaba confundido e indeciso por
no saber toda la trama que vaticinaba detrás de mi enfado—. ¿Qué está
ocurriendo, señorita? ¿Así que no es del protestantismo de lo que viene huyendo
desde Bruselas, no?
—Del diablo, señor. Vengo huyendo del
diablo.
…
Justo una semana después, el viernes de la
segunda semana de febrero la escultura estuvo lista, embalada y preparada para
llevar a la Mansión principal del Marqués de MontBlanc. No se me había ocurrido
siquiera escribirles avisándoles de que no aceptaba su rechazo y de que
llevaría la escultura de igual manera. Estaba temblando mientras Enzo, George y
Hank subían la escultura a un carro y la ataban con cuerdas para que no se cayese
o moviese demasiado durante el trayecto. Me sudaban las manos y las axilas como
si estuviese a punto de comparecer frente al rey, o peor, frente a mi padre.
Pero ni el rey ni mi padre estaban allí y aunque mi nerviosismo estuviese
justificado, sabía que en unos minutos se acabaría sustituyendo por enfado. En
realidad era ira contenida que irradiaba a modo de temblores.
—¿Seguro que no quieres que te acompañe?
–Me preguntó Hank mientras Enzo se montaba en la parte frontal del carro
asiendo las riendas del carro y George terminaba de atar la caja de madera con
gruesas cuerdas.
—No, mejor quédate aquí. No quiero dejar
el taller solo.
Su mano se posó en mi hombro con aire
reconfortante y soltó una sonrisa que me llenó de paciencia y confianza.
—Ten cuidado, ¿sí?
—Claro. No tienes de qué preocuparte.
–Tras decirle eso se metió dentro de la tienda y yo me subí a la parte trasera
del carro, me senté al lado de George y le pedí a Enzo que nos condujese a la
mansión.
A medida que pasaba el tiempo el frío comenzaba a hacer mella en nuestros cuerpos pues al salir del pueblo al aire soplaba con mayor fuerza. El silencio sin embargo fue algo reconfortante y estuve tentada de pedirle a Enzo que detuviese el carro y disfrutásemos de unos instantes de tranquilidad en medio de la nada. Pero si todo salía bien, podríamos hacerlo al regresar.
Llegamos antes de lo que me hubiera imaginado y
detrás de unas colinas apareció una mansión de mediados del siglo XV rodeada de
jardines de árboles pelados y pinos florecientes. Nos detuvieron en la entrada,
vallada con una gran reja metálica y un guarda nos hizo descender del carromato
para observarnos con cautela.
—¿Quiénes sois vosotros, mozos?
—Traemos un encargo para el Marqués. Una
talla de madera que encargó el dos de diciembre al taller de Exvotos y tallas
Leroy. –Aquello no pareció convencerle. Sus cejas, pobladas y oscuras como su
tez miraban de soslayo por encima de nuestras cabezas la caja enorme de madera
que portábamos en el carro. Dio un rodeo a este y señaló con el mentón la caja
que había allí maniatada.
—¿Esa es la talla?
—Esa es señor. –Dije y negó con el rostro,
desconfiado.
—Abrirlo. Quiero verlo.
—Por supuesto, señor. –Dijo George al
verme asentir con el rostro y saltó al carro para deshacer las correas que
ceñían la caja. Al abrir el lateral que portaba unas bisagras dejó al
descubierto una talla medio envuelta en paños para rellenar los huecos de aire
y el guarda se quedó largo rato mirando aquel rostro con sorpresa. Después
desvió la mirada a Enzo y no pudo evitar esbozar una leve sonrisa. Enzo se puso
rígido como un pasmarote y enrojeció.
—Está bien. –Asintió el guarda y entró
dentro del palacio para pedir que saliesen a buscar aquella escultura.
Estuvimos esperando al menos diez minutos
hasta que aparecieron dos trabajadores de la finca con un carretillo y bajaron
la caja de nuevo cerrada para postrarla sobre aquello. Yo les pedí a George y a
Enzo que esperasen fuera a que regresara y cuando estaba a punto de entrar
detrás de los trabajadores el guarda me detuvo.
—¿A dónde te crees que vas, muchacha?
—¿Cómo? Pues a ver al Marqués.
—No vas a ver al Marqués. –Sentenció lleno
de arrogancia—. ¿Pero quién te crees que eres?
Llena de cólera saqué la carta que me
escribiera el Marqués como prenda del encargo y se la mostré al guarda.
—Soy Eleanor Leroy, la escultora. Tiene
que dejarme entrar para comprobar que al marqués le complace la talla y para
que me page el resto del precio acordado.
Como aquella letra del marqués tenía más
valor que mi palabra el guarda asintió aún a regañadientes y me dejó pasar
detrás de los trabajadores. Cuando me puse a su altura ellos me lanzaron una
mirada cauta pero amable y les seguí hasta que llegaron a uno de los salones
del palacio. Parecía un salón de recreo, con sofás y mesas pequeñas, con
algunas tallas en mármol colocadas sobre altos pedestales y una chimenea bajo
un gran cuadro de una escena de guerra. Parecía una guerra en Flandes, por el
paisaje.
El ambiente que se respiraba era cálido
pero fresco, lleno del perfume de flores silvestres secadas en varios cuencos
alrededor de la estancia. Cerré los ojos y respiré aquello, era como estar en
un pasado que me había despegado de la piel como una postilla, o como una
sanguijuela. Y aún así, el olor era nostálgico. Una vida limpia, con olores
exóticos y frescos. Aquí no llegaba el olor de la mezcla de sangres de pescado
y carne del mercado.
Uno de los trabajadores habló con una de
las doncellas y esta salió a prisa a buscar a alguien. Me dejaron a solas un
buen rato en el que no me alejé ni un solo paso de la caja que habían puesto de
pie en medio del salón. Comencé a cambiar el peso de mi cuerpo de un pie a otro
sintiendo como las rodillas me temblaban de pura impaciencia. La estancia era
luminosa, toda la luz entraba por unos largos ventanales que había distribuidos
por la habitación.
Cuando los goznes de una puerta rechinaron
justo enfrente de mí di un respingo y fijé la mirada en aquella mujer que
recordaba haber visto paseándose en el mercado el día de San André. De pelo
largo, ondulado, alta y grácil como una reina se acercó hasta donde estaba yo
con pasos cada vez más imponentes. Cuando llegó a un par de metros de distancia
se me frunció solo el ceño, y apreté los labios inconscientemente. Ella me
lanzó una mirada ofendida.
—¿Qué haces aquí, muchacha? ¿No te llego
mi carta?
—Me llegó, Marquesa. –Asentí, con
decisión.
—¿Así que esto es fruto de la osadía? Ya
veo. –Asintió, mirando la caja de arriba abajo.
—Aquí la tiene. –Metí la mano en el
bolsillo de mi vestido y le tiré a los pies los pedazos de la carta que ella me
había escrito. No sé si llegó a reconocerlos pero solo ese gesto me costó que
me fulminase con una mirada asesina.
—¿Cómo te atreves…?
—Exijo ver al Marqués. –Dije, mirándole
directamente a los ojos.
—Voy a llamar a la guardia y que te azoten
hasta que te…
—Llame al Marqués. –Le repetí y ella se
sintió aturdida.
—El Marqués no está en casa, y no sé cuándo
volverá, así que…
—Ya sé que no está aquí. Está en la finca
de los delfines blancos, tomando el té con mis dos hermanos. –La marquesa hizo
un extraño gesto con los labios. Primero los frunció y los apretó, pero luego
abrió la mandíbula como si fuese a decir algo pero creo que solo fue la
impresión de reconocerme. Hubo de mirarme una segunda vez para cerciorarse de
con quién estaba hablando. Seguro que me recordaba cuando aún tenía nueve años
corriendo por el prado con sus dos hijos siguiéndome.— Hágale venir.
Su obediencia no se hizo esperar. Yo bajé
la mirada al suelo y noté como salía corriendo de la estancia por la puerta por
la que habían desaparecido los trabajadores. La oi hablar con alguien pero no
llegué a entender qué decían. Durante al menos una hora no apareció nadie más
por aquella habitación. El silencio se rompía de vez en cuando por algún
suspiro de mi parte y aunque deseaba irme de allí corriendo, era incapaz de
moverme del sitio como si tuviese los pies pegados al suelo. Vi como la sombra
de los objetos reflejada en el suelo se iba moviendo poco a poco. Transcurrido
un tiempo sonaron unos pasos que se acercaban por el pasillo que yo había
recorrido para llegar a aquella estancia. Después se escuchó la puerta a mi
espalda y a mi lado apareció el Marqués, con una sonrisa ladina y una expresión
tranquila. Pasó por mi lado, me sobrepasó y se sentó en uno de los sillones
cerca de donde se había mantenido su esposa de pie. Se sentó como si el viaje
le hubiese fatigado. Cruzó una pierna sobre la otra y apoyó sus manos sobre su
regazo. Si estaba esperando a que yo dijese algo, debía saber que yo estaba
esperando lo mismo de él. El cruce de miradas fue tenso pero curioso.
—No es común que una ebanista cualquiera
llegue a mi casa, y en mi ausencia, me haga llamar solo para que revise el
encargo que le dejé. –Soltó, y si no hubiese tenido un tono tan jovial, hubiese
creído que me estaba recriminando. Pero su sonrisa le delataba—. Normalmente
dejan los encargos afuera. –Sin poder evitarlo dirigió una mirada a los trozos
de papel que había por el suelo y su sonrisa se agrandó. Los ignoró por el
momento, sin embargo.
—Basta de fingimientos. Mis hermanos
seguro que le han informado de todo. –El marqués se reclinó un poco, en actitud
tranquila—. Seré breve. Esa mujer a la que han venido a buscar, ya no existe.
Me reclaman una deuda que no les pertenece y se han entrometido en una vida que
me ha costado sangre, sudor y lágrimas construir. Le ruego que no haga caso de
sus insidias y acepte la talla como si no hubiese pasado nada. Pero si no lo desea,
no me haga más encargos en el futuro.
—Has alterado bastante a mi mujer. –Dijo
él, como si hubiese ignorado todo lo que le había dicho.
—Es una mujer susceptible.
—No, no lo es. –Negó—. Pero me la he
encontrado blanca como la nieve, jurándome que estaba viendo un fantasma.
—¡Un fantasma! –Dije llena de sorpresa.
Pero él no me sacó del pasmo. Se levantó y señaló con la mirada la caja que
estaba a mi lado y de la que yo casi me había olvidado por completo.
—Quiero verlo.
Sin dilación abrí la tapadera y saqué las
telas que había en el interior para que pudiese ver bien toda la talla. Aún
rodeada de las sombras que le confería estar dentro de la caja, se veía muy
hermosa. Yo también la miré. El álamo negro brillaba como el ébano.
—¿Qué le parece? –Pregunté llena de
impaciencia y él volvió a sentarse en el sofá, cruzando de nuevo las piernas
como si no se hubiese levantado del sitio.
Aquel silencio me mataba. Incluso se llegó
a inclinar y recogió un pedazo de papel de los que había tirados por el suelo.
Lo leyó para hacerse el interesante y dejar que me devorase la impaciencia.
—¿Desde cuándo lo sabe?
—¿El qué?
—Se lo ruego, no sea tan cruel conmigo.
Necesito explicaciones pero si no va a concederme ese favor, dígamelo que aún
estoy a tiempo de marcharme conservando algo de dignidad.
—¿Qué clase de explicaciones necesitas?
¿No me has pedido que hagamos como si nada?
—¿Cuándo lo ha sabido? –Repetí—. No fue en
el mercado, ¿cierto?
—No. –Negó, sonriéndose—. Fue al recibir
una carta de sus hermanos avisándome de que pararían en este pueblo una
temporada, y preguntándome si disponía de espacio para alojarles.
—¿Lo supo entonces?
—Me acordé de la hermana que tenían, y de
repente su rostro acudió a mi memoria. Créame que me llevó días hacerme a la
idea e incluso hasta ahora no he tenido la completa certeza de que seáis vos,
señora de Vigny. –Yo le aparté el rostro con una mueca de dolor, como si oírme
llamar por mi verdadero nombre me hubiese quemado.
—Espere. ¿Entonces usted no me reconoció
antes? ¿Entonces cómo supieron mis hermanos que yo estaba aquí?
El marqués se encogió de hombros como si
aquello no fuese con él.
—Eso no lo sé. Ni siquiera me han dicho
que vengan a por usted. –Meditó—. Aunque reconozco que se les nota algo
inquietos y…
—¿No sabe cómo me han encontrado? –Él me
miró lleno de confusión. Pero debía ser la mía propia, reflejada en su
semblante—. Pensé que había sido usted…
—¿Yo?
—Mi hermano Carlos me dio su tarjeta, diciéndome
que se alojaban en la finca de los delfines blancos. Yo lo relacioné, y pensé…
—Pensó mal. –Dijo pero yo no estaba del
todo segura de que no me estuviese mintiendo. ¿Y si lo estaba haciendo? Fruncí
el ceño en su dirección desconfiando de él pero no parecía estar diciendo una
mentira.
—¿De dónde ha sacado que malverso con su
dinero?
—¿Es un interrogatorio? Apúntese a la
inquisición. No se salvará ninguna bruja…
—¿Quién se lo ha dicho?
—Sus hermanos se lo comentaron a mi
esposa. Y como es lógico, ella le escribió, llena de indignación.
—Eso ya lo he intuido yo sola. Pero,
¿quién se lo ha dicho a mis hermanos? ¿Cómo lo han averiguado?
—No lo sé.
—No sabe nada. –Le espeté llena de inquina
y él se encogió de hombros, lleno de calma.
—Dijeron que las fuentes fueron fiables, y
que, bueno, que todo el pueblo lo sabe. Esa declaración, una falacia en mi
opinión, no se puede desmentir así sin más. –Yo puse mis manos sobre las
caderas y resoplé en dirección al techo. El marqués no pudo evitar soltar una
risa.
—¿Qué debería hacer? –Pregunté, casi como
una súplica.
—¿Con qué?
—Con todo, maldita sea…
Como el marqués no dijo nada yo me mantuve
allí plantada dando puntapiés sobre el suelo y con las manos en las caderas,
apretando la tela de mi vestido con mis dedos hasta volverlos blancos. Me mordí
el labio inferior y sentí como las lágrimas se me acumulaban en los ojos. No
había sacado nada en claro y cuanto más pensaba en ello más sola y perdida me
encontraba. El marqués solo estaba divirtiéndose con mi desesperación y si
tenía algo de información no parecía estar dispuesto a dármela.
—Es muy hermosa. –Dijo y yo levanté la
mirada con susto.
—¿Perdone?
—La talla. –Señaló con su mentón—.
Perfecta.
—Ah. –Asentí y agradecí con un gesto de mi
cabeza—. Gracias.
—¿Sabe? Su padre, señorita, era un hombre
muy inteligente y avispado para los negocios. Consiguió amasar una buena
fortuna para no descender de un noble linaje. Muchos nobles le envidiaron en su
tiempo. Pero no era un buen hombre. Y me figuro, que tampoco un buen padre. –Me
miró, y en su expresión pude ver, o a lo mejor me lo imaginé, algo de
complicidad y comprensión—. Pero veo que usted ha logrado reponerse de ello. A
sus hermanos les doy un alojamiento porque mi honor me obliga. Pero no les
proporcionaré la ayuda que necesiten para destruirla, señorita. Porque han
venido a eso. A deshacerse de usted. –Yo temblé de pies a cabeza—. Pero estas
son mis tierras, y una mujer trabajadora que viene a enriquecer culturalmente
mi región será acogida con los brazos abiertos. Está usted bajo mi protección.
Pero en lo que concierne a temas familiares, me es muy difícil entrometerme.
—¿Cómo sabe a lo que vienen?
—Solo hay que verla. –Dijo—. Por lo pronto
han intentado que no me haga con la talla que encargué y la han estado espiando
para sacar información sucia de sus negocios, que si es información verídica o
falsa a mí me trae sin cuidado. Por lo que me dice han recorrido el país para
encontrarla y ahora que la veo ya sé por qué. ¿La herencia?
—¿Se lo han contado?
—No. –Dijo en tono burlón—. Pero me
informaron de la muerte de su padre, y ahora el mayor se ha hecho con el
negocio. Sin embargo le veo angustiado y con un gran quebradero de cabeza. ¿Y
viene hasta aquí para tomarse unas vacaciones cuando acaba de heredar una
empresa?
—Si, entiendo.
—Todo carece de sentido hasta que recaigo
en que usted está aquí. –Yo suspiro—. La última vez que coincidimos con su padre
y sus hermanos fue hace tres años, en Brujas. El Conde de Willendorf preparó
una fiesta y nosotros que estábamos en el norte de Francia, acudimos. Nos
encontramos allí con sus familiares y al preguntar por usted su padre nos dijo
que había fallecido, señorita.
—¿Qué?
—Eso nos dijo. Ahora supongo que fue una
muerte metafórica, casi espiritual. Porque la tengo delante de mis narices. –Yo
resoplé, haciéndome a la idea de que he estado muerta durante más de cuatro
años. Por lo menos para una gran parte de la clase alta del país. Aquello casi
me reconfortó. Cuando volví a mirar al marqués me miraba con una sonrisa dulce
y agradable. Su bigote rubio se curvaba en una forma divertida. Aquello me hizo
destensar el ceño—. Me alegro de que no esté muerta.
—Yo también me alegro. –Dije y él se rió.
—¿Qué ha pasado, criatura? –Preguntó con
un tono más cercano, inclinándose en su asiento—. ¿Qué ha pasado para que
lleguemos a estos escenarios tan dantescos?
—No sé si contárselo, Marqués. Puede que
haya prometido estar de mi lado, pero muchos otros lo prometen también y ya veo
que traicionar es gratis.
—Aún te recuerdo cuando eras pequeña, en
tu casa de la Rochelle. Jugabas con mis hijos a las guerrillas. Eras una
general de infantería, y llevabas un gorro de papel sobre la cabeza, como un
caballero de los de antes. Exhortabas a mis hijos a luchar contra un enemigo
invisible. Y cargabas tu sola con un palo cualquiera contra setos y arbustos
como si fuesen ogros o gigantes. Como los molinos del Quijote.
—Si, recuerdo aquello. –Dije, enrojeciendo
por momentos.
—Lo último que supimos, señorita, fue que
la prometieron con lord Ulrich Molitor, hijo del conde Molitor. ¿No?
—Así es. –Asentí.
—Tenían unos hermosos condados en
Alemania, en ¿Baviera?
—Así es, Marqués.
—¿Y qué pasó? –Preguntó lleno de asombro—.
Era un joven bien apuesto, unos años mayor que usted pero era el mayor de una
familia noble terriblemente adinerada. ¿Llegaron a conocerse?
—Sí, señor.
—¿Se rompió el enlace?
—Se rompió. –Dije aunque no estaba segura
de que aquello fuera muy preciso—. Siempre puede preguntarle a mis hermanos qué
ocurrió. Lo saben igual de bien que yo.
—No creo que igual de bien. –Dijo y de
repente pareció ocurrírsele una idea—. Se enamoró, ¿cierto?
—Me enamoré.
—¿De un campesino? ¿De un escultor?
–Preguntó y de repente pareció conocer por completo la realidad de la que yo le
había estado persuadiendo. Me miró con ojos abiertos como platos y se recostó
contra el respaldo del sofá, cruzándose de brazos. Yo entrelacé mis manos
delante de mi cuerpo y le sonreí llena de rubor—. ¿El señor Leroy tiene hijos?
—No, Marqués. No tiene hijos.
Aquella sentencia pareció terminar la
conversación. No pareció decepcionado, todo lo contrario. Parecía haber estado
presenciando un drama digno de una novela. Podía ver como aún se reproducía en
su mente y le daba vueltas y vueltas a la situación. Yo me mordí el interior de
los carrillos y aclaré:
—Me fugué con él. Me negué al matrimonio y
como mi padre no me dejara tomar mis decisiones, abandoné todo aquello y me
mudé a Brujas con él. Desde entonces debí estar muerta para él. No habría sido
una mala solución si hubiese sido verdad, pero me persiguieron hasta Brujas y
me hostigaron hasta que nos hicieron perder el negocio. Y ahora estamos aquí,
empezando de cero. Y de nuevo, vuelven detrás de mí. Como la peste, Marqués.
—Está bien, lo comprendo. –Dijo y se
levantó palmeándose las piernas—. No necesito más explicaciones. Soy un
fanático de las novelas de amor y aventuras, así que le ruego que no me tiente
con su historia. Algún día le invitaré con gusto a tomar el té con nosotros y
nos lo contará todo.
—¿Invita a tomar el té a una ebanista
cualquiera? –Pregunté y se rió con una sonora carcajada. Entre el sonido de su
risa se distinguieron unos cuantos murmullos llenos de curiosidad y pasmo.
Cuando me volví hacia la puerta allí había asomados dos rostros jóvenes y
dulces, que me miraban con esos ojos claros y esas muecas tan atontadas. Sus
hijos, los hijos del Marqués MontBlanc estaban allí asomados, mirándome como si
estuviesen en presencia de un santo o una virgen. Cuando el padre recayó en
ellos, dijo:
—¡La general Eleanor de Vigny ha venido
desde el más allá! ¿No piensan saludar a su general? –Los muchachos rieron
encantados con aquella ocurrencia que les recordaba los viejos tiempos y
salieron de su escondite, los muy mozos ya, para saludarme con lágrimas de
nostalgia.
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