LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 29

CAPÍTULO 29 – Un retrato

 

 

—¿Me estáis escuchando, querida? –Me preguntó Paola, inclinando el rostro para ver si podía dar con mi mirada, que se había perdido por algún lugar de la mesa. Aquello me hizo dar un respingo y lo primero que hice fue sonreír como una boba, en su dirección, llena de vergüenza y susto. Ella sin embargo no se reiría de aquello porque en su mueca se reflejaba la preocupación—. No me estabais escuchando.

—Lo siento mucho, tengo la cabeza en otro sitio. –Dije pero me acomodé en mi asiento para hacer evidente que quería retomar la conversación pero ella ya no parecía estar de ánimo.

Era sábado, había pasado más de una semana desde que mis hermanos habían arribado en aquel pueblo y desde el lunes que no sabía nada de ellos, al despedirme de Carlos en el río. A veces no podía evitar pensar en qué habían estado haciendo mis hermanos desde la última vez que los había visto en Brujas hasta que habían llegado hasta aquí, persiguiéndome. Me los imaginaba planificando el viaje hasta el sur de Francia, o conviviendo en plácidas estancias con sus esposas.

Era capaz de imaginarme el frío sol del norte entrando por entre los cristales vidriados de esas frías casas de Ámsterdam, inundando las habitaciones con una vaga sensación cálida. Las faldas de sus esposas cayendo a través de los pies de alguna mecedora y sus pies saliendo tímidamente por entre los pliegues. Allí los cuatro reunidos como los restos de una familia desmembrada que está en proceso de curación y reconstrucción. Podía imaginarme a alguna de ellas embarazada, y aquella idea ya me conducía irrevocablemente a la imagen de una cuna o un moisés relleno de mantas de seda y algodón blancas, con bordados y puntillas, y algún muñeco en el interior, porque era incapaz de imaginarme a un niño.

Y todo aquel conjunto de imágenes me reconfortaba, porque los situaba lejos, muy lejos, y a la vez al sentir esa comodidad me recordaba que estaban aquí, y que el sol debía ser cálido y luminoso, y las vidrieras se cambiarían por vidrios lisos, y la cuna puede que estuviese habitada. Y saberles aquí me punzaba como un escalpelo a través de los miembros.

—Si, tienes razón. Estoy un poco distraída. –Dije, intentando excusarme, pero al mismo tiempo demostrando que ya volvía a estar presente. Aquella falta me costaría una intensa investigación por su parte. Seguía mirando mis facciones como buscando el signo que le diese la clave.

—¿Mucho trabajo? Me dijisteis que por un tiempo no ibais a aceptar encargos.

—Y así es. –Dije, negando con el rostro— No creo que sea cosa del trabajo. Vamos bien de tiempo, y la escultura del San Sebastián ya está casi terminada. No. Debo haber dormido mal, solo eso. –Como en su gesto se mostraba una mueca insatisfecha yo me limité a encogerme de hombros—. Sígame contando lo que estaba diciendo.

—Ya no sé si quiero. –Dijo súbitamente recelosa y se reclinó en la silla, cruzándose de brazos. Estábamos en su casa, era sábado por la tarde y Hank se había ido a la taberna al cerrar el taller. La señorita Paola me había invitado hacía días a su casa para tomar algo de vino y charlar. Pero no parecía haber dado con un buen día, porque después de casi toda una semana sin saber noticias de mis hermanos la paranoia comenzaba a hacer mella en mi atención.

—Por favor, continúa… —Supliqué pero me miraba desde el otro extremo de la mesa con una expresión indescifrable.

—Dicen que han venido unos primos suyos a Saint André de Vence. ¿Es eso cierto? ¿Es eso lo que la tiene tan turbada?

—No estoy turbada, solo distraída. Nada más.

—¿Es o no cierto?

—Es cierto. –Dije encogiéndome de hombros—. Han venido con sus esposas una corta temporada, para alejarse de los aires fríos del norte. Pero nada más. Nuestra relación es buena pero no muy cercana así que simplemente nos vemos muy de vez en cuando.

—Entiendo.

—Pero no me turba su presencia. –Dije y algo dentro de mí estuvo a punto de echarse a reír, o llorar. No estoy segura.

—Bueno. –Asintió algo un poco más satisfecha—. Me arriesgaría a decir que aún se siente intranquila por el incidente con Nathan, pero de eso ya hace un par de semanas…

—Eso no fue nada.

—Yo aún seguiría temblando.

—Ya. –Musité y me incliné sobre la mesa, intentando rodear la taza de té caliente con las manos pero ella aún seguía allí, cruzada de brazos.

—Dice ser mi amiga pero no es capaz de sincerarse conmigo. –Dijo, llena de resentimiento.

—Créame que no es nada personal. Mi padre es la única persona con la que puedo sincerarme. Y créame que no me ocurre nada, simplemente estoy distraída, pensando en mil cosas. Solo eso.

—Bueno, está bien. –Dijo volviendo a inclinarse sobre la mesa para ponerse a mi altura y continuó aquello de lo que hablaba al principio—. Como iba diciendo, cuando mi padre se estableció aquí, pues al principio todo el mundo le hizo un poco la vida imposible. El negocio aún no era por entero de mi padre, sino de mi abuelo. Se mudaron aquí aunque el negocio ya existía desde hacía décadas. Eran originarios de P, un pueblo al norte de aquí. Por cuestión de oferta y demanda se mudaron aquí y consiguieron sacar adelante el trabajo. Lo hicieron porque oyeron que un pintor abriría una taller de pintura en este lugar, un paisajista italiano, si no recuerdo yo mal. Apenas conocí aquellos tiempos cuando el taller de pintura florecía.

—¿Qué hizo que cerrase?

—Murió el pintor, desde luego. –Dijo como si fuese lo más natural del mundo—. Era ya muy anciano cuando yo nací, y al parecer los últimos años el taller lo llevaban uno de sus hijos y un par de sus discípulos. El pobre ya ni veía y apenas podía caminar. Pero siguió funcionando bien hasta la muerte de este.

—Pero, ¿por qué no continuaron con el negocio?

—El pintor murió. –Dijo ella—. Y el resto solo eran aprendices. Con buena mano, es cierto, pero si muere el pintor, ¿qué sentido tiene seguir manteniendo aquello? Después cada artista se volvió a sus ciudades natales y algunos abrieron sus propios talleres, firmando las obras ya con sus propios nombres. La vida de los artistas, supongo que ya la conoces. Seguro que tú firmas tus tallas con el nombre de tu padre.

—Con su apellido. –Dije, pensativa—. Leroy. Pero es también una forma de marca comercial. Yo también soy Leroy.

—Hum, entiendo. –Meditó—. Supongo que en caso de hijos directos la cosa puede tener un cariz diferente. Pero, ¿no le gustaría firmar alguna vez con su propio nombre?

—¿Para qué? No tengo que poner mi nombre para que la gente sepa que he contribuido a crear una talla, y tampoco tengo necesidad de inflar mi ego de esa manera. Soy Leroy, y me gusta ser una prolongación del trabajo de mi padre. Mientras me paguen las tallas por lo que valen, me siento suficientemente valorada.

—Hay tantas mujeres y alumnos que se ven obligados a firmar con el nombre de sus padres, maridos o maestros que la historia se pierde a grandes artistas… —Musitó con un tono de pena que más bien parecía una ensoñación.

—Pero sus obras están ahí. –Dije—. Y ellas mismas lograrán el reconocimiento que se merecen sin son buenas, pero solo con el tiempo… Espera. –Dije, frunciendo el ceño—. ¿Has dicho que le hicieron la vida imposible?

—Ah, sí. A mi padre. Así es.

—¿Qué? ¿Cómo es eso?

—Bueno, esta gente es muy… conservadora. Ya te habrás dado cuenta. El antiguo marqués de MontBlanc era un tirano. –Dijo ella llena de espanto—. Yo lo conocí antes de que muriese, y era todo un ogro. La gente estaba atemorizada cuando bajaba al pueblo desde su mansión porque se peleaba con todo el mundo, y la mayor parte del tiempo estaba ebrio o furioso. O las dos cosas, lo cual era mucho peor. ¿No os han hablado de él?

—Solo conozco a su hijo. El actual marqués.

—¿Visteis como todo el mundo le recibió en el mercado el día de San André? Como un ángel. Es un ángel. –Acentuó—. Nos deja pacer y vivir a nuestro aire. Se dedica a sus cosas y sus fincas y aunque tampoco es un gran servidor de la caridad, por lo menos no va exigiéndonos altos impuestos ni nos doblega con absurdas normas o leyes. El alcalde no está muy conforme con él, pues ya le había cogido el truco a su padre. Y el párroco tampoco. Comulgaban con su conservadurismo. Pero esto va por oleadas, ¿no? A veces los gobernantes son conservadores y luego liberales. ¿Así funciona?

—Eso parece. –Dije—. ¿Qué les pasa al alcalde y al párroco? ¿Qué problema tienen con el marqués?

—Pues que no obtienen el apoyo de este para ninguna clase de nueva normativa ni cosas así. Reconozco que no sé mucho de política ni entiendo muy bien toda esta clase de tejemanejes que se traen los poderosos. –Dijo ella con una sonrisa cargada de disculpa—. Pero no se ponen de acuerdo muy bien en cómo gobernar. Al final, el alcalde y el párroco no son figuras tan relevantes en la política internacional como el marqués, que tiene amigos por todo el continente. Pero al final son ellos quienes hacen las leyes y a los que el pueblo teme más que a nadie. Porque si el alcalde decide llevarte al cuartelillo y te manda a un par de gendarmes a buscarte, puedes darte por presa. El marqués está la mayor parte del tiempo fuera, de viaje o bien prefiere no inmiscuirse en esa clase de temas.

—Así funciona la vida política. –Suspiré sin darle más importancia de la que se merecía.

—Al antiguo marqués no le gustó ni la tienda de mi padre ni mucho menos la escuela de pintores. A pesar de que después se nutrió de un par de retratos y un paisaje.

—¿Qué clases de cosas le hicieron a tu padre? Ya sabes, para hacerme a la idea por si debo defenderme…

—No creo que sea el mismo caso. El marqués ya no es el mismo, y el alcalde y el párroco no creo que tengan tiempo de preocuparse por su negocio. –Meditó unos instantes—. Puso a varios clientes en contra de la tienda, divulgando bulos y esas cosas. En más de una ocasión pagó a ladrones o bandoleros para que asaltasen la tienda y se llevasen la recaudación. En alguna ocasión también coló a varios vándalos en la escuela de pintores y destrozaron varios encargos. Al principio la gente pensó que eran cosas casuales, pero tras unos años se fueron haciendo a la idea de que era un plan organizado. Pasados unos años el marqués dejó de insistir, porque debió darse cuenta de que ni le iban ni le venían aquellos negocios y como debieron regalarle algunos retratos bien hermosos, pues la idea que tuviera sobre ellos puede que se dulcificase. Incluso a mi abuelo le llegó una denuncia, falsa, desde luego, de falta de pagos de impuesto. Y estuvieron a punto de llevárselo al calabozo. Si no fuera porque mi abuela tenía bien guardado todo el papeleo se lo hubieran llevado preso, a él y a mi padre, seguro.

—Vaya matones. –Suspiré y ella asintió, encogiéndose de hombros. De repente dio un respingo y se puso de pie.

—¡Casi lo olvido! Acompáñeme. –Me dijo y tiró de mi muñeca para levantarme de la mesa casi a la misma velocidad a la que lo hizo ella. Como me llevara al sótano ya me figuré que algo interesante habría encontrado en los almacenes o en laboratorio de su padre que quisiese enseñarme. Cuando llegamos allí sacó un manuscrito de la estantería, uno alto pero de pocas hojas que a mi me había pasado desapercibido en las ocasiones que hube estado allí. Siempre que entraba en aquel almacén me inundaba el olor de las resinas y los pigmentos y entre la tenue luz que se desdibujaba y las fragancias que nos alimentaban, me hacía sentir en una pequeña madriguera donde podría recogerme por lo menos todo un invierno.

—¿Qué es lo que quieres mostrarme?

—El otro día, revolviendo entre los papeles de mi padre, encontré un retrato suyo que debieron hacerle en la escuela de pintores, como regalo o favor. No sé. –De entre las páginas extrajo un papel ya amarillento con una de las esquinas dobladas por haber estado mal conservado, con un retrato a carboncillo en el medio.


Lo alcancé con mi mano y lo puse bajo la luz de la ventanita que había allí, pero no era suficiente como para distinguir las facciones. Paola salió corriendo a buscar una vela y cuando la acercamos al dibujo pudimos distinguir entonces bien todos los trazos y sombras.

—Es tal como me lo había imaginado. –Dije, para sorpresa de ella que se volvió a mí con pasmo.

—¿Enserio?

—Sí. –Dije y sonreí.

Aquel dibujo mostraba a un hombre que sin necesidad de dibujarlo, parecía de complexión pequeña y enjuta, pero bien proporcionado. Espalda pequeña, por la distancia entre sus hombros. El retrato estaba hecho a tres cuartos y su rostro parecía un poco vuelto al espectador, mientras que sus hombros se desdibujaban ladeados. Su nariz pequeña pero achatada y sus ojos grandes, vivos y llenos de inocente jovialidad. En su sonrisa se mostraban las arrugas de los largos años modulando expresiones y su pelo cano estaba algo ondulado y revuelto, sin una sola falta en todo su cráneo. Tenía largas patillas que enmarcaban unas orejas grandes y atentas. Toda su expresión parecía la de un duende o fauno dulce y jovial. De esos que seguro paseaban, lira en mano, cantando canciones alabando la belleza de la naturaleza, con cero instinto sexual o mórbido. Parecía un ser sacado del folclore de alguna región medieval.

—¿Qué te parece? –Me dijo al verme en silencio durante largos minutos.

—Es extraño otorgarle al fin rostro al hombre del que he leído tanto en sus manuscritos. Y al mismo tiempo es como si ya le conociese. Creo que tiene una expresión muy dulce.

—También yo lo creo.

Le habría dicho que hubiera sido capaz de enamorarme de aquel hombre, pero me lo guardé, no quería contribuir a crearme una imagen demasiado perturbadora.

—Creo que ya le dije. —Musitó, en un tono triste—. Murió de tuberculosis.

Yo la miré con una sonrisa triste, y de nuevo me contuve para no decirle: mi padre también ha muerto de eso.

 

 

Cuando comenzó a anochecer hasta el punto en que ya me daba algo de reparo salir a la calle Paola me exhortó a marcharme o me dispondría una cama en su casa para que no tuviese que recorrer el camino a solas. Como cuando yo salía, su prometido Jonathan llegaba a casa, se ofreció en acompañarme un trecho del camino. Yo accedí pues aunque tampoco estaba tan lejos no me sentía segura por aquellas calles desde que hubieron llegado mis hermanos. Sin dar explicaciones, y para contentar a Paola, acepté el ofrecimiento y el mozo y yo nos pusimos en camino.

Por el camino me agradeció sobremanera que le hubiese hecho compañía a su prometida toda aquella tarde y se alegraba de que no hubiésemos estado en la taberna.

—¿Ha ocurrido algo?

—El padre de Enzo se ha peleado con unos cuantos parroquianos. –Dijo encogiéndose de hombros, como si aquello no fuese algo extraño—. Al final se ha montado una buena. La tabernera lo ha conseguido echar de muy malas formas, y sabe Dios si ahora no lo pagará con su hijo o su mujer. Pero había señoras en la taberna, y temían por ellas también.

—¿Por qué tanto revuelo?

—Una partida de cartas con un bufón.

—¿Un bufón? ¿Ha venido hasta aquí la corte del rey? –Me reí pero él se rió conmigo negando con el rostro.

—Un payaso, un maleante. No sé si era un trabajador de Marqués o un ayudante, o sabe Dios. Un hombre vestido con unas buenas ropas de paje que ha llegado al bar con intención de beber y sacar algún dinero con las cartas, pero le han acusado de hacer trampas un par de veces. Y ya la cosa se calentó.

—¿Ha estado mi padre allí todo este tiempo?

—Se fue pronto. –Dijo encogiéndose de hombros—. No estuvo presente en la pelea. Pero he visto a tu casero meterse en medio, aunque no me queda claro si para separarlos o para arremeter también contra el paje.

—¿Se ha ido muy lastimado?

—¿El paje? No creas. Sacó una daga y la cosa se relajó. Pero el señor Pietro estaba fuera de sí, como un ogro, y todos hicimos lo posible por sacarlo de allí.

—Las cosas de taberna. La próxima vez si llego a saber que hay espectáculo no me lo pierdo.

—¡No diga eso, señorita! Las peleas de taberna no son para muchachas…

—¿Ah no? –Saqué la navaja que llevaba en el bolsillo del vestido y el mozo dio un salto atrás, espantado por el brillo del metal bajo la luz de la luna—. Esto no es solo para partir pan o queso. Esto ha amedrentado a más borrachos de los que se caen al canal en Ámsterdam a lo largo de un año.

Entre risas y pasos silenciosos llegamos a la puerta del taller. Me despedí de Jonathan y mientras me adentraba y me deshacía de la capa comencé a oír voces que venían de la cocina. La luz que descendía por las escaleras me indicaba que por lo menos Hank estaba despierto, y por lo tanto acompañado. Las voces eran tranquilas, quietas y también estaban acompañadas del sonido de algunos vasos y platos.

Cuando llegué a la cocina, ya con una mueca de curiosidad, me asaltó la presencia de Carlos sentado a la mesa con Hank enfrente. Compartiendo un plato con quesos y mermelada de membrillo y una jarra de vino tinto.

—¡Hermana! –Exclamó Carlos, casi aliviado. Se levantó de su asiento y acudió hasta mí, para darme un abrazo como me diera en la ribera del río, fuerte y lento. Yo miré a Hank por encima del hombro de mi hermano, buscando una explicación en su expresión que me sacase de mi sorpresa. Pero se limitó a mirarme indiferente con el rostro apoyado en la palma de su mano.

—¿Qué haces aquí? –Le pregunté, separándome de él casi a la fuerza, alejándole con mis manos sobre su brazos. Él me miró aún con ternura en su mirada.

—Me escapé un rato. –Dijo como toda justificación—. Vine a buscarte, y hablar contigo un poco. Y disculparme por lo del lunes. Fui un poco insensible y no me gustó la sensación con la que llegué a casa. Ahora mismo se lo decía al señor Leory. –Se volvió para señalarle con un gesto cordial de su mano—. Pero cuando me dijo que no estabas en casa, me preocupé un poco. Tan tarde… —Negó con el rostro—. Bueno, siempre has sido así. Siempre te escapabas hasta bien entrada la noche

—Ya veo que has estado siguiendo mi ejemplo. –Le dije y le señalé la mesa para que volviese a sentarse. Yo me hice con otra silla y me entre medias de ambos. Con Hank a mi derecha y Carlos a mi izquierda. De soslayo miraba a Hank con la intención de buscar algo en su expresión o en su mirada, pero al parecer estaba tan curioso y expectante como yo. Tampoco le habían dado muchas explicaciones a él. Ya estaba deseando quedarme a solas con él para preguntarle qué había sucedido, de qué habían estado hablando y si no había insistido en echarle de allí. La verdad es que la idea de que estuviese en el interior de mi casa me hacía sentir un poco incómoda, pero no podía tampoco expulsarle sin más. No con el ánimo con el que había venido.

—Ha traído un vino excelente. –Dijo Hank vertiendo un poco del vino en un vaso para mí.

—Lo he sacado de las bodegas del Marqués. –Dijo Carlos, como si hubiese cometido una chiquillada—. Nos dijo que podíamos disponer de ellas, aunque no creo que vea del todo bien que vaya por ahí regalándolo.

—Seguro que no le importa. –Dije con algo de apuro.

—He pensado mucho estos día en ti, querida. –Dijo con tono melancólico—. Ojalá un día te escapases y fueses a verme al palacio de los delfines, donde estamos alojados. Igual que yo vengo aquí. ¡Dios santo! Me haces sentir como cuando éramos pequeños, lo reconozco. Pero cuánto echaba eso en falta.

—No creo que mi presencia sea bien recibida allí en la mansión donde os alojáis. ¿Estáis con vuestras esposas? ¿Al final te desposaste con Ángelien? –Pregunté, porque hasta donde alcanzaban mis recuerdos nuestro padre y los suyos arreglaron aquel enlace pero tan solo llegaron a prometerse. Para cuando debieron casarse yo ya estaba lejos de aquel círculo.

—Sí, hace ya un par de años. –Dijo dándose cuenta repentinamente de lo que aquello significaba. Como si en su mente fuese algo que hubiese ocurrido semanas atrás.

—¿Y Felipe? –Pregunté—. ¿Qué tal su matrimonio?

—Felipe y Jantine están muy bien. –Dijo asintiendo para sí mismo—. ¿Sabes? Mi esposa está encinta. –Aquello me hizo dar un respingo—. De cinco meses y medio. Ya se le empieza a notar el vientre abultado.

—¿No me digas?

—Sí. Y me haría tanta ilusión que conocieses al bebé… —Al decirlo se dio cuenta de la distancia que nos separaba, no sólo de clase social, sino todo lo que había acontecido entre nosotros, que no pudo evitar oscurecer su expresión con amargura.

—Felicidades. –Dijo Hank casi por cortesía, haciendo salir a Carlos de aquel ensimismamiento. Ambos parecían un poco ebrios por lo que había podido deducir de aquellos primeros minutos en su compañía.

—Muchas gracias.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Al menos una hora. –Dijo y lo pensó profundamente—. ¡Hank me ha enseñado el taller! Que cosa tan maravillosa. Ese San Sebastián es toda una obra de arte. Miguel Angel os envidiaría. Bueno, yo no soy muy versado en el arte, así que no conozco muchas esculturas de él. Pero creo que no tenéis nada que envidiarle…

—¿El taller? –Pregunté, mirando a Hank con media sonrisa socarrona.

—¿Para quién es? –Preguntó Carlos lleno de curiosidad, como si por primera vez cayese en la idea de que el pescadero o el panadero no encargaría tamaña escultura.

—Para un familiar del alcalde. –Mentí—. Un terrateniente del norte, creo. Nos ha hecho el propio alcalde el pedido, como una especie de regalo. No me dieron muchas explicaciones.

—Ah, ya veo. –Dijo, asintiendo—. Parece que está casi terminado…

—Solo le quedan incrustarle las flechas y darle una capa de cera.

—Espero que no le duela. –Dijo con media sonrisa y yo curvé mis labios en un intento por sonreír.

—Bueno, tiene que sufrir un poco. Si no, no es un mártir.

—Ya veo. –Musitó y se llevó el vaso de vino a los labios.

Hank le miraba lleno de expectación, como quien está viendo la mejor parte de una obra de teatro.

—¿Y bien? –Preguntó Carlos dejando la copa de vino a medio terminar sobre la mesa, con un golpe algo sentenciador.

—¿Y bien, qué?

—No quiero sonar muy brusco, pero… ¿Qué vais a hacer con el testamento?

Ante aquella pregunta Hank soltó el vaso que tenía en la mano y se recostó sobre el respaldo de la silla, cruzando los brazos sobre el pecho. Ahora se acercaba el desenlace de la obra.

—Ah. –Suspiré, consciente de que su visita tenía parte de búsqueda de información—. Seguro que en la casona donde estáis no se habla de otra cosa, ¿verdad? Me imagino a Felipe sin poder pegar ojo a causa de la ansiedad que debe producirle saber que su negocio está en mis manos…

—No seas cruel. –Me advirtió con un tono de pena pero yo le reprendí como si fuese su hermana mayor.

—¿Que no te das cuenta de que él y yo estamos en la misma situación? Estamos en tablas, y solo nos quedan los reyes en el tablero. Y tú eres un peón perdido por en medio, que sabe a qué rey obedece pero por sí solo, es inútil. –Como me miraba algo confuso, suspiré—. El negocio de uno está en las manos del otro, y ninguno de los dos quiere una guerra, o al menos no algo más que una guerra soterrada. ¿Es mi turno de mover ficha? Yo llevo una semana esperando que seáis vosotros los que hagáis algo por agilizar el juego.

—¿Nosotros? ¿Acaso no te bastó con presentarnos en tu negocio a suplicarte que firmes el papeleo?

—Suplicarte. –Musitó Hank—. Yo no usaría tal palabro.

—Tienes que firmar los papeles. –Me exhortó Carlos, ignorando a Hank con evidente enfado—. Ese es el movimiento que debes hacer.

—Bien. –Asentí y me levanté de la mesa. Ya tenía los papeles firmados abajo y cuando regresé con una carpeta de cuero y se la extendí, a Carlos se le iluminó el rostro como si un ángel hubiese aterrizado justo delante de él. Se puso de pie incluso para recibirlos y una vez en sus manos su cuerpo se relajó y toda su expresión se destensó. El enfado creciente que hubiera nacido minutos antes se había borrado como si una brisa se lo hubiese llevado.

—¡Oh, Eleanora! Qué feliz me estás haciendo. –Dijo aún de pie, y abriendo la carpeta comenzó a ojear el papeleo por encima aún con una amplia sonrisa iluminando su faz—. Felipe se va a quedar muy aliviado cuando se entere. ¡Ya sabes lo que tienes que hacer! Mañana mismo enviárselos al notario y que él resuelva… resuelva… —Quedó pensativo y de repente mudo. Cuando alzó la mirada de nuevo hacia mí, pareció iracundo.

—¿Qué ocurre? ¿Se me ha olvidado la firma?

—¿Qué significa esto? No te hagas la tonta.

—He aceptado mi tercera parte de la herencia. –Decir aquello en alto me produjo un escalofrío que recorrió mi cuerpo entero.

—¿Por qué?

—¿Cómo qué por qué? ¿Acaso no me pertenece? Además, lo que os interesa es que se resuelva cuanto antes la herencia, y Felipe estará igualmente aliviado. ¿Acaso no serás tú el codicioso que finge ser un hermano piadoso y en verdad sólo desea sacarme la última gota de sangre noble que me queda en las venas? –No dijo nada. Se limitó a leer de nuevo el papeleo en busca de una excusa o una contestación que darme—. Es una copia. –Le advertí—. Puedes dársela a nuestro hermano como prueba de mi voluntad y mañana mismo enviaré al abogado de nuestro padre un original, con el que finiquitar este asunto.

Como de repente se sintiera sin voluntad de manejar aquella situación, cerró la carpeta y se la puso debajo del brazo. Me miró con una expresión entre temerosa y cargada de resentimiento.

—A Felipe no va a gustarle esto.

—Ahora lo veo. –Dije, sonriéndome—. Eres el caballero que manda a la batalla, el mensajero y page de tu hermano. ¿Cierto? Y él es el rey que se esconde en las almenas de su castillo infranqueable. ¿Debo sentirme honrada por su visita de la semana pasada a mi humilde negocio? Algo me dice que no voy a volver a verle y que hará cumplir su voluntad a través de ti.

—No seas así, hermana. –Dijo en tono serio.

—Es inútil hablar contigo. –Le dije, volviéndome a sentar en mi silla—. Dile que si quiere algo de mí, si desea llegar a alguna clase de acuerdo conmigo, que se presente aquí y de la cara. Que no envíe a un cachorro que mueve el rabo para ablandarme.

Mi hermano no tuvo nada más que decir. Salió de la cocina herido y con la nariz arrugada y al salir de la tienda dio un portazo que retumbó por toda la casa. Cuando Hank y yo nos quedamos allí solos después de que el sonido de la puerta cesase, le miré con una expresión curiosa.

—¿Sabes que se ha liado una buena en la taberna? Jonathan me lo contó de camino aquí.

—¿Si? No sabía nada. Debí irme antes.

—Eso parece.

—Seguro fue el paje de tus hermanos. ¿Verdad?

—Eso me ha parecido entender. Haciendo trampas a las cartas.

—Que mal nacido.

—Sí, que maldito.  

 

 

 

 

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