LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 28

CAPÍTULO 28 – El muñeco de nieve

 

 

Aquella noche se hizo esperar. Oscureció a la misma hora que solía en aquella estación pero a mí me pareció que el tiempo no corría y cuando parecían ser las nueve solo eran las seis y media. Eran mis ganas por que llegase la hora, y contradictoriamente, mi miedo y mi ansiedad porque eso sucediese. Como fui incapaz de conciliar aquellas dos emociones dispares acabé por sumirme en un huracán de incertidumbre y pesadumbre. Hank fue consciente de ello durante todo el día pero no dijo nada porque debía intuir lo que estaba sucediendo. Me dejó hacer hasta que llegadas las nueve y cuarto, según las campanas que repiquetearon en la iglesia, me levanté de la mesa de la cocina y me dirigí casi como por un impulso con los trastes al barreño de agua. Comencé a lavarlos meticulosamente y casi mecánicamente los secaba y apilaba en el mueble. Hank me miraba desde la mesa mientras pelaba una pera con su navaja. Podía sentir su mirada picoteando mi espalda.

—Tengo que salir. –Le dije mientras él seguía silencioso. Me contestó con un quejido de su garganta de forma afirmativa y me dejó hacer.

—¿Vas a ver a tu hermano?

—Sí. –Suspiré y él pareció algo tranquilizado.

—¿Carlos?

—Carlos.

—¿Has contactado tú con él?

—No. Él. Esta mañana. –Le mostré la carta que había estado guardando en el delantal durante todo el día y él la leyó repetidas veces. Acabó arrugando la nariz pero me devolvió la carta con aire ausente.

—¿Quieres que vaya contigo?

—No, estaré bien. Le pediré que me acompañe después un trecho. Ya está oscuro afuera, pero la gente se está moviendo aún. No pasará nada.

—Te esperaré despierto.

—Sí, por favor. –Le dije y cuando terminé de limpiar los platos me metí en la habitación para cambiarme de ropa. Me puse algo más de abrigo y sobre todo aquello, la capa con la capucha. Antes de salir de casa pasé de nuevo por la cocina para despedirme de Hank pero lo noté algo inquieto y preocupado. Como meditabundo. Como si una nube gris se hubiese cernido sobre su cabeza y lloviese sobre el brillo de sus ojos—. ¿Estás bien?

—Sí, ve.

—Mi hermano Carlos siempre ha sido bueno conmigo. –Le recordé mientras él seguía dándole vueltas a la pera ya pelada—. Nunca puso problemas a nuestra relación.

—Ninguno de tus hermanos lo hizo. –Dijo él, encogiéndose de hombros—. Porque les venía bien que tu padre te desheredara y te repudiase. Recuerda Brujas, querida. No te dejes llevar por la fraternidad sentimentalista de Carlos.

—Lo tendré en cuenta. –Dije mientras me cubría la cabeza con la capucha y me despedí de él con un beso sobre su coronilla.

Afuera el frío no era tan cortante como me habría supuesto pero la temperatura me congeló los huesos antes de haber recorrido un par de calles. En la rivera del río si que soplaba el viento y se me hizo difícil mantener la capucha sobre mi cabeza. A cada segundo estaba tirando de ella hacia delante y cuanto más hacía por colocármela de nuevo, más parecía resistirse a mi agarre. Acabé dándome por vencida y la dejé atrás. Cuando divisé el cobertizo medio derruido me sentí desanimada y algo asustada, porque allí no parecía haber nadie. El silencio era sepulcral y lo único que se oía era el paso del agua a través de la corriente y el viento haciendo entrechocar las hojas de los árboles. La nieve que había desperdigada por los pequeños valles que formaba el terreno estaba pisoteada por niños o animalillos. Y en alguna esquina había medio construido un muñequito de nieve, con un par de palos haciendo de extremidades y unas piedras para las facciones. Estaba sucio y medio decrépito.


Cuando llegué al cobertizo me dio reparo llamar a Carlos por su nombre y lo busqué entre todas y cada una de las sombras que la luna casi llena desdibujada. Mi respiración comenzó a ser entrecortada y llena de terror decidí darme media vuelta y marcharme a casa, antes de que aquella soledad fuese más peligrosa que cualquier monstruo que saliese de mi imaginación. Al darme la vuelta unos brazos me rodearon y yo di un salto llena de espanto, pero los brazos no me soltaron y el rostro del hombre que me sujetaba se escondió en la línea de mi hombro. Estuve a punto de gritar pero mi hermano me estrechó con más fuerza, lleno de nostalgia y vergüenza.

—Pensé que no vendrías. –Murmuró con sus manos rodeándome la espalda. A medida que el susto se desvanecía pude sentir la candidez de su contacto y el calor que desprendía su cuerpo. Me abracé a él y apoyé mi nariz en su hombro.

—Me has dado un susto de muerte, Carlos.

—¿Si? Perdoname, querida.

—¿Has estado esperándome mucho tiempo?

—Tanto tiempo… Eleanora.

—No seas melodramático. –Le dije riendo y separándome de él—. Vayamos al cobertizo, estoy congelada hasta los huesos, y allí al menos nos refugiaremos del viento.

El me siguió y nos adentramos entre las paredes medio caídas de aquel cobertizo. La luz de la luna se colaba por un par de rendijas y el brillo de las aguas se hacía entrever por algunos recovecos. No solo nos libramos de parte del viento allí dentro, también del sonido del exterior. Nuestras respiraciones entrecortadas por culpa del frío se hicieron más evidentes y no pudimos evitar abrazarnos de nuevo protegidos por aquella oscuridad. Me levantó del suelo con su abrazo y se me escapó la risa. Él se rió conmigo y cuando me bajó de nuevo al suelo aún no me soltaba. Quise despegarme de él y volverme a abrazar infinitas veces.

—¿Por qué aquí, en el río? –Le pregunté—. ¿No habría sido más fácil que te pasases por mi casa?

—¿Acaso no ves que me he escapado para verte? Cualquiera en el pueblo que me hubiese visto entrar en la tienda le habría ido con el cuento a mi hermano, o a cualquiera. y tampoco a ti quiero causarte molestias con mi presencia allí. Ya vi como el cachorro ese que tienes de mozo en la tienda te defendió a capa y espada. Y Hank otro tanto…

—Si vas con buenas intenciones nadie tiene por qué reprocharte nada.

—Sabes que las cosas no son tan simples. –Suspiró y se desmoronó en un pequeño taburete que había allí. Yo me senté a su lado y sujeté sus manos en las mías. Aquel gesto pareció despertarle de una ensoñación, o sumirle en una—. Estás aquí, hermosa. Pensé que no vendrías. Has cambiado un poco. Tiene los ojos más oscuros…

—Son solo las sombras de este lugar.

—No, no. –Negó con el rostro—. El otro día. Tienes un carácter mucho más fuerte, y siempre lo tuviste extremadamente agresivo. Sinceramente, temí que nos sacases un ojo con un abrecartas. ¡Entraste como una loba que encuentra intrusos en su madriguera!

—Fue exactamente así. –Mi declaración pareció dolerle y decepcionarle pero acabó asintiendo como si comprendiese la verdad de su metáfora—. Estoy aterrorizada. –Reconocí a lo que él apretó más mis manos en las suyas.

—¿De qué  tienes miedo, querida?

—De vosotros, Carlos. ¿De quiénes si no? Padre me hizo la vida imposible primero en La Rochelle, luego en Ámsterdam y después en Brujas. ¿Qué no puedes ver que solo intento huir de vosotros? De esa vida de sufrimiento y aislamiento. Padre nunca me quiso, eso es algo que todos sabemos. Debía ver a madre en mí o algo parecido, pero desde que tengo memoria me hizo de lado y cuando se fijaba en mí era para reprenderme, apalearme o…

—Ya basta. –Me detuvo lleno de espanto—. Padre ya no está, así que no hables de él en esos términos. Si le temías, ya no debes hacerlo porque murió. ¿Aún te atormentas por todo eso?

—Vuestra presencia aquí es como la prolongación de su sombra que llega a cada parte del mundo con el fin de castigarme por mi existencia.

—Solo hemos venido a zanjar el tema del testamento, porque a Felipe se le están complicando las cosas en la empresa. La competencia se ha enterado de la muerte de nuestro padre y ahora quieren tomar ventaja, pero como Felipe tiene las manos atadas por culpa del testamento se nos están poniendo las cosas muy difíciles. ¿No lo entiendes? Solo hemos venido a solucionar este tema lo más rápido posible, y después desapareceremos tan rápido como hemos llegado.

Yo negué repetidas veces con el rostro, soltándome de su agarre. Él pareció meditar mi gesto pero no me dejó negar por más tiempo.

—Cuando todo haya terminado, si lo deseas, no volverás a vernos. No tenemos intención de hacerte más daño. Bastante difícil ha sido ya la vida, ¿verdad?

—Lo que queréis es que rechace la herencia. –Murmuré y le miré directamente a los ojos. Estaban clavados en mí.

—No negaré que ese es el camino fácil. Y también el que mejor nos viene. Este último mes desde el fallecimiento de padre la empresa ha decaído un poco y estamos perdiendo dinero. Felipe quiere que lo rechaces y así compensarnos el tiempo que has tardado en decidirte con el dinero que nos cederías.

—Sois unos egoístas. –Suspiré, con más tristeza que enfado. Puede que gracias a ese tono condescendiente Carlos no lo tomase tan en serio como debiera—. Y tú eres el peor de los dos, con esos ademanes dulces y tiernos. Pareces estar de mi lado, pero solo te interesa complacer a Felipe como un cachorro que espera la aprobación del amo. Con padre eras igual. –Me levanté pero él me detuvo sujetándome por la muñeca. Aquello parecía más una súplica que un gesto de enfado, así que me quedé allí delante de él.

—No digas eso, te lo ruego. Siempre hemos estado juntos, ¿cierto? ¿No recuerdas cuando éramos niños y saltábamos por la ventana de la biblioteca de padre y huíamos al campo o al río y nos bañamos allí?

—Lo recuerdo, lo recuerdo todo. Y también recuerdo cómo después padre solo me reprendía a mí por creerme instigadora de aquel alboroto. Y tú, su dulce cachorro, te escondías entre sus piernas mientras yo era castigada. –Me solté de su mano.

—Hermana, por favor. Medita sobre ello. Todo será mucho más fácil si haces lo que Felipe quiere, y es que nos dejes tu parte de herencia. ¿Para qué la necesitas? Además, si tanto odiases a padre, ¿serías capaz de aceptar su dinero?

—Era la parte de la herencia de madre.

—Tú no conociste a madre. –Murmuró, y al instante sintió arrepentirse por aquello, por el daño que pudiera causarme su sinceridad, pero yo ya estaba curada de espanto.

—No, no la conocí pero, ¿qué importa eso?

—Padre tenía razón cuando hablaba de ella. –Dijo para intentar borrar el mito que tenía en la mente sobre la figura de mi madre—. No estaba sana mentalmente. Siempre tuvo una salud un poco frágil pero su carácter era desequilibrado hasta unos límites insospechados.

—No digas tú también que estaba loca, te lo ruego.

—En la historia han habido muchos nobles con personalidades peculiares. Y nuestra madre era uno de esos personajes, que era mejor haber encerrado en una torre que desposar con un marido como padre. Siempre fue una mujer peligrosa, y padre temió que nos hiciese daño cuando éramos niños. Ya antes de casarse luchó con su familia para que no la desposase con un comerciante, pero su familia estaba casi arruinada. Padre nos contó que se introducía hierbas o ungüentos en su intimidad para impedir quedarse en cinta y que cuando nació Felipe jamás atenció a sus lloros o quejidos. Un día que la matrona no estaba dejó llorar a Felipe en medio de unas compulsiones por una fiebre alta, y cuando nuestro padre le preguntó, si no le importaba que el niño muriese, ella se levantó los refajos del vestido, le enseñó su intimidad y le dijo: Con esto pudo hacer todos los hijos que yo quiera.

—Oh, Carlos, no me cuentes esas cosas…

—Cuando naciste tú, mi padre nos contó que madre murió del disgusto de saber que había traído una niña al mundo.

—¡Basta, Carlos!

—Lo que intento decir es que si padre veía a madre en ti, no estaba justificado. Tú eres una mujer fuerte y capaz de vivir una vida libre. Pero sé razonable, y no nos des motivos para pensar que tal vez padre no estaba tan equivocado como pensamos.

—No seas cínico, intentando volver los fantasmas de padre y madre en mi contra.

Mi hermano suspiró lleno de fatiga y se levantó deshaciéndose del polvo o la suciedad que se le hubiesen pegado a la ropa. Yo miré a todas partes, desazonada. Aún quería volver a abrazarle pero el resquemor que me había provocado aquella conversación me quemaba la piel.

—Solo deseaba verte, no hace falta que hablemos más del tema.

—Sí, mejor. –Dije y asintió

Salimos afuera y me ayudó a colocarme la capucha por encima del cabello, y después me anudó mejor la capa. Ya lo hacía desde pequeños, arreglarme la ropa, abotonarme las camisas y ajustarme las cuerdas del corsé. Pero aquello fue una sensación más triste que nostálgica. Cuando terminó me rozó la mejilla con el nudillo del dedo índice y sonrió.

—Que bueno verte de nuevo. Espero que todo termine bien, aunque es una pena que el bien y el mal sean conceptos tan abstractos…

Cuando dijo aquello sentí una picazón en la punta de la lengua, como si me hubiese dado un pequeño mordisco. Al darse la vuelta, lo retuve.

—No. –Negué y él se volvió, algo atónito.

—No, ¿qué?

—Que no son abstractos, ni relativos. Ni subjetivos. –Como me mirase sin comprender, yo fruncí el ceño—. Los conceptos de bien y mal son redondos y concretos. Son objetivos y universales. ¿Acaso no sabes lo que está bien y lo que está mal? ¿No sabes que hacer daño a otra persona está mal? ¿No sabes que robar o matar está mal? El bien y el mal no son relativos. El relativismo es para conformistas que o bien no ven la realidad, o bien, habiéndola visto, no quieren hacerse responsables de ella. Pero los conceptos de bien y mal no son para todo el mundo, Dios lo sabía y era codicioso con el árbol del conocimiento del bien y del mal porque quería crear una humanidad dependiente de las directrices hipócritas y contradictorias de la deidad. Por eso no les dejó comer del fruto a los humanos. Lo que está bien, se sabe; y lo que está mal también. La conciencia de la humanidad es igual para todos.

Carlos se había quedado vuelto de lado, mirándome. Lo hizo con un interrogante escrito en su expresión y después bajó la mirada con una sonrisa condescendiente.

—¿No puede haber algo que para mí esté bien y para ti, mal?

—No lo creo. –Negué—. El bien y el mal son para todos. Creo que confundes hacer el bien con beneficiarte.

Sin querer hablar más del tema se despidió de mí y marchó a buscar su caballo que tenía atado a lo lejos del camino. Yo me quedé allí en silencio, sola y meditabunda hasta que lo vi desaparecer a lomos del caballo. Me volví sobre mis pasos y cuando llegué hasta el muñeco de nieve me quedé mirando esa sonrisa perturbadora que se dibujaba con guijarros sobre su faz. Arrancándole una de sus extremidades le golpeé en la cabeza hasta que solo quedó un cúmulo de nieve sin sentido encima del pasto húmedo. 

 

Cuando llegué a casa Hank aún me esperaba en la cocina como si no se hubiese movido del sitio desde que partí. Al oírme llegar se levantó algo inquieto y me recibió cruzando sus manos delante de su cuerpo, a la espera de noticias. Yo llegué castañeando los dientes y me deshice de la capa dejándola caer en el respaldo de alguna silla. Rápido me acuclillé delante del hogar y Hank salió a buscar una manta con la que cubrirme. Tenía las manos rojas y entumecidas por haberme desahogado con la nieve y cuando las puse delante del fuego comencé a sentir un agradable cosquilleo recorrerme hasta las puntas de los dedos. Cuando Hank llegó y me echó una manta por los hombros se sentó con dificultad a mi lado en el suelo y se puso de frente a mí, con la espalda apoyada al lado de la chimenea. Yo tirité unos segundos, aún entumecida y después le lancé una mirada divertida.

—¿Tanto frío hace?

—En la rivera corre el aire. Tengo los huesos helados.

—¿Tienes las manos húmedas? –Me dijo y extendió una de sus manos para tocar las mías. Las palmas y los nudillos estaban rojos, casi tanto como debieran estarlo mi nariz y mis mejillas.

—Jugué con la nieve un rato. –Le dije y se sonrió, casi divertido, pero más extrañado.

—¿No ha ido bien la cosa? Pareces un poco irritada.

—Un poco. No ha ido muy bien. Ha sido un poco incómodo, lo reconozco. Pero parece seguir siendo el mismo Carlos de siempre. Solo intenta complacer a su hermano, nada más. Es el segundo, seguramente se enrole en la guerra de aquí a unos años. Quien sabe. Tiene ese porte, ¿cierto?

—No le queda más que eso o vivir de lo que le toque de herencia.

—Si, eso es cierto. Por eso quiere tener a su hermano a bien.

—¿Habéis discutido? –Me preguntó un tanto preocupado, pero no creyó que eso hubiese sucedido.

—No demasiado. Solo hablamos. Están decididos a resolver esto, y aunque me ha jurado y perjurado que en cuanto se solucione el tema del testamento, marcharán, yo no me lo he creído. Es más, no creo que acepten otro resultado que no sea quedarse con mi parte de herencia. –Miré a Hank llena de súplica—. ¿De verdad no crees que darles el dinero sea la mejor solución? Tal vez así tengamos una oportunidad de salir indemnes.

—Ni tú misma puedes estar creyendo lo que dices. –Suspiró—. Pareces no recordar que cuando nos persiguieron hasta Brujas, después de huir de Ámsterdam y abrir un nuevo negocio, fueron allá sin motivo aparente solo por el placer de hundirnos en la miseria. Ahora que tienen un hilo del que tirar, no cejarán hasta no acabar con nosotros. Tus hermanos son el reflejo de tu padre. Y si al menos Carlos no es el instigador de este conflicto, hace las veces de títere de tu hermano Felipe. Lo cual es aún más peligroso.

—Ya lo sé. –Murmuré pero saberlo no nos ayudaba demasiado. Hank se cruzó de brazos y se me quedó mirando con su ceño fruncido. Su pelo estaba revuelto y despeinado y apoyado en la pared se le revolvía aún más. Me acerqué a él y me recosté entre el espacio de sus piernas. Él me rodeó en un abrazo cálido y agradable. Reconfortante. Con mi mejilla sobre su pecho, murmuré—: Hallaremos la manera, ya verás, de salir de esta. No quiero vivir en una huida permanente.

Como Hank no me contestara, le pregunté:

—¿Crees que el bien y el mal son relativos? ¿Dependen de la visión de cada uno o son conceptos universales?

—¿Sabes? –Me preguntó, con tono soñador—. Siempre he pensado que Adán y Eva no fueron expulsados del paraíso. Se fueron por su propio pie al darse cuenta, tras conocer el bien y el mal, que ya no necesitaban a Dios.

—Qué visión tan poco ortodoxa. –Murmuré.  

 


 

 

 

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