LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 27
CAPÍTULO 27 – Yogur
A los minutos de que mis hermanos se
marchasen George apareció por la puerta oteando hacia el interior, buscándome
con la mirada. Me encontró al otro lado del mostrador garabateando algo en la
agenda. Unos momentos antes me había puesto a trabajar pero era incapaz de
concentrarme y mis manos temblaban aún, por lo que Hank me aconsejó que lo
dejase para otro momento. Indiqué a George que podía entrar y lo hizo, despacio
y midiendo sus pasos, mirando a todas partes temeroso por si aquellos hombres
seguían allí. Como le sonreí con algo de tristeza terminó por acercase a mí y
preguntarme qué había pasado.
—Unos antiguos conocidos. –Dije sin querer
excusarme más. Como sabía que aquello no sería suficiente, volví a sonreír con
pena—. Sabían que habíamos abierto un negocio aquí y se pasaron para saludar.
Nada más.
—¿Sabes que mientes muy mal? –Me preguntó
poniendo sus manos en jarra. Yo me encogí de hombros.
—¿Sí? Qué le vamos a hacer… También se me
da mal decir la verdad. Así que tendrás que conformarte con lo que te he dicho.
–Se obligó a resignarse y soltó un bufido.
—El cántaro de leche. –Mencionó. Yo ya ni
lo recordaba—. Se ha roto. He tirado los pedazos. La leche, se ha echado a
perder…
—Sí. Supongo. –Volví a sonreírle y él
frunció el ceño.
—¿No pasa nada?
—No, tranquilo. No pasa nada.
—¿Quieres que vaya a comprar un poco de
leche?
—Tengo leche de sobra. No tienes de qué
preocuparte. Puedes volver a casa, por hoy ya está bien. –Mi tono sonó mucho
más fatigado de lo que habría deseado y él dudó en si obedecerme—. ¿Le has
contado a alguien?
—¿Debería?
—No. –Él asintió—. No deberías. Mejor así.
—¿Conocidos? –Indagó—. ¿Seguro?
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Primos. –Soltó, con media sonrisa
divertida. Creyó dar en el clavo así que yo me encogí de hombros.
—Si eso te parece mejor, dejémoslo en que
son primos.
—Bien. –Asintió y tras una breve despedida
se marchó.
Aquella noche no pude pegar ojo, y Hank
tampoco, acompañándome en aquel desvelo lleno de remordimientos y pesadillas.
Acordamos no hacer nada permanente ni tomar decisiones precipitadas. Dejaríamos
estar la situación unos cuantos días a ver cómo se desarrollarían los
acontecimientos y cómo actuaban mis hermanos a partir de entonces. Ya habían
llegado al pueblo y esperarían una contestación por mi parte. De no obtenerla,
tal vez moviesen alguna pieza que nos diese la oportunidad de contraatacar. Nadie
les impedía viajar hasta allí y nadie les obligaba a alojarse en alguna de las
residencias del Marqués de MontBlanc, pero hostigarnos de forma directa era
otra cosa diferente y dado que ya gozábamos de fama y de amigos en el pueblo,
tal vez pudiésemos sacar ventaja de alguna manera.
Aún quedaban algo más de seis semanas para
que se terminase el plazo de la herencia, y no teníamos prisa por obtener ese
dinero, tampoco por rechazarlo. Dejamos pasar el fin de semana que transcurrió
sin incidentes y en algunos momentos incluso llegué a pesar que no había
sucedido nada, que mis hermanos no habían aparecido y que todo había sido un
mal sueño que se desvanecía con los deberes diarios. Pero de vez en cuando
volvían a mi mente sus rostros en aquella dantesca escena y se me clavaban
alfileres en el pecho, impidiéndome por unos segundos respirar con normalidad.
Al tiempo me recordaba que debía dejarlo estar y se me pasaba un poco.
El lunes por la mañana fue un día como
cualquier otro, me desperté y ya a primera hora estaba preparando el desayuno
para Hank y para mí. Vertí un poco de mermelada de arándanos en su pan y él me
sirvió un poco de leche en un vaso. Tuvimos una conversación casual, que apenas
recuerdo, y cuando nos pusimos a trabajar George llegó con algunos pedidos que
habíamos encargado en la tienda de Paola.
—¿No has tenido problemas con tus padres
por trabajar aquí? –Le pregunté de repente, dejándole un poco asustado.
—No. –Negó—. Mi madre está bastante más
contenta con este cambio porque al menos traigo dinero a casa. De la otra
manera, ayudando a mi padre, no contribuía demasiado. Solo me tenía limpiando
de vez en cuando y soportando sus quejas.
—Tengo que ir al mercado. –Le dije y él
rápido se hizo con la cesta de mimbre y me sonrió de oreja a oreja.
—¿Voy yo o le pido a mi hermana que vaya?
—Iremos juntos. Tu y yo. ¿Te parece? Tal
vez cargue con algo más de comida.
—Bien. –Dijo él y yo asentí, llevándomelo
fuera de la tienda enhebrando mi brazo en el suyo. El frío me hizo encogerme en
mí misma y me subí el cuello de la capa para que no se me colase por entre los
pliegues de la ropa. El joven, lleno de vitalidad y energía no parecía notar el
frío a pesar de que de sus labios salía un denso vaho nebuloso.
El mercado estaba abarrotado, como cada
lunes. El pescado, pensaba, se conservaría bien con aquel frío, igual que la
carne. Y al fondo habían montado un pequeño puesto de dulces que estaban
friendo en el momento. El olor inundaba todo el mercado y el humo que salía del
aceite se expandía por todo el cielo que llegábamos a ver. En la carnicería
Enzo nos saludó cortésmente y no pude evitar darme cuenta de aquella sonrisa
coqueta que nos lanzó, igual que una mirada suspicaz y un poco siniestra.
—¿Con que al fin nos digna con su
presencia? –Me dijo él, amenazándome con su machete ensangrentado—. Siempre
manda a este rufián. ¡Más vale que la tenga bien cuidada!
—Es del muchacho del que debe preocuparse.
–Dije yo zarandeando levemente a George con mi brazo en el suyo—. Ponme un
costillar. Para eso lo traje, para que me haga de mula de carga.
—Bueno, en ese caso le daré el costillar
más grande, para que demuestre su fuerza.
—Dame el pequeño. –Le aconsejé, y él me
obedeció—. No confío tanto en su resistencia.
Después de compartir diversas risas nos
desplazamos hasta el puesto de frutos secos y me hice con un saco de avellanas.
También con algo de cacao. El quesero me regaló una cuña de un queso azul que
decía venía de Alemania, pero yo sabía que mentía. Aún así acepté. Compré un
litro de leche. Un poco de perejil y un poco de menta. Cuando me dispuse a ir
al puesto de Miguel, George me desvió disimuladamente y yo caí en la cuenta de
que algo estaba intentando ahorrarme.
—¿No compras donde Miguel?
—No. –Dijo en rotundo.
—¿Cómo es eso?
—Lo hice uno de los primeros días pero me
acosó a preguntas sobre usted de tal manera que me sentí realmente incómodo.
Sobre el incidente… ya sabe.
—¿Solo eso?
—Dicen que lo ha vuelto a contratar,
aunque no lo he visto atendiendo a las personas en el mercado. Tal vez solo lo
tenga en el almacén cargando y descargando.
—¡Ah! –Asentí y me di por satisfecha.
Aquella declaración me dejó un tanto pasmada pero como confiaba en su criterio
y todos los chismes al final siempre tenían algo de verdad prefería no
arriesgarme. Fuimos a otro sitio y allí cogimos varios tomates, un par de
limones y media calabaza.
Antes de marcharnos me detuve en el puesto
de mieles. Solo me detuve momentáneamente y no pude evitar acercarme hasta que
el bajo de mi vestido rozó la madera que hacía la base del tenderete. Miré
atentamente la miel de romero de La Rochelle y la chica ya estaba a punto de
extenderme uno de esos botes que acostumbraba a comprar.
—¿Quiere uno? Compró un tarro de miel la
semana pasada… —Suspiró un tanto pasmada, pero agradecida de que volviese en
tan corto periodo de tiempo. Yo negué con un gesto de la mano y ella se quedó
allí sujetando el bote de miel con una expresión curiosa y confundida.
—¿Sabe que el dueño de la empresa de esa
marca ha fallecido hace algún tiempo? –Le dije, casi con una sonrisa en los
labios. George esperaba a mi lado cargando con la cesta repleta de productos.
La jovencita miró el tarro que tenía en las manos con aire de curiosidad
fingida y moduló una expresión pasmada para deleitarme a mí.
—¿Ah, sí?
—Sí, de tuberculosis, creo.
—¡Vaya! ¿Cómo sabe eso, señorita? –Me
preguntó, pero George, también curioso, se volvió repentinamente, con una mueca
de sorpresa—. ¿Son de La Rochelle? ¿Tiene noticias de allí?
—Unos primos que han venido a verme, son
de La Rochelle. –Dije—. Me trajeron esa noticia. Allí consumen esta marca
también, son muy conocidos allí…
—¡Vaya! Familia en La Rochelle. ¿Y han
venido de visita?
—Así es. Se enteraron de que estaba aquí y
quisieron conocer el lugar.
—¡Eso es genial!
—Bueno. –Me despedí—. Que tenga un buen
día, muchacha. Vendré pronto a por un tarro de miel.
La muchacha, dejando de lado ya la
incomodidad se despidió de mí con una amplia sonrisa y un asentimiento de la
cabeza. Sus trenzas se movieron ligeramente, parecía una abejita obrera, de
esas que se queda en la puerta de la colmena recogiendo el polen que otras
traen, dando y recibiendo informaciones con esos dulces zumbidos.
—¿Es eso verdad? —Me preguntó George mientras salíamos del
mercado.
—Sí. El dueño de esa marca falleció hace
unas semanas…
—No. –Negó con el rostro, riéndose—. Me
refería al hecho de que sus primos han venido a verla. ¿Son aquellos que
aparecieron tan groseramente en la tienda? ¡Ah! Ahora entiendo. Falleció algún
familiar suyo, ¿verdad? ¿Está usted emparentada con el comerciante de la miel
de romero?
—¡Qué avispado! –Dije, con un tono no muy
halagador. No había que ser un adivino para darse cuenta de que algo raro
estaba sucediendo, y menos si convivía habitualmente conmigo.
—¿He acertado? –Preguntó con una mueca
llena de orgullo.
—Un poco. Pero no del todo.
—Bueno. Pero habré de conformarme con
esto, ¿verdad? No va a darme algo más que mascar.
—Con esto ya se te caerán los dientes.
Cuando llegamos al taller George y yo
subimos a la parte de arriba y dejamos todo en la cocina. Mientras él se
concentraba en colocarlo todo yo bajé al taller y descubrí a Hank haciendo
algunos retoques en el boceto del San Sebastián. Algunas medidas no se ajustaban
bien y la mano tal vez tendría que girarla un poco para que anatómicamente
fuese un poco más elegante. O fácil de tallar. O simplemente había visto algo
extraño en él.
—¿Cómo va todo en el mercado?
—Parece que nada ha cambiado. Todo el
mundo sigue sus vidas como si la nuestra no pendiese de un fino sedal. –Aquello
le hizo sonreír, como si mi hipérbole no fuese en serio. O tal vez era de la
realidad pintada en aquella declaración lo que le hacía gracia.
—¿Y por qué iban siquiera a inmutarse?
—Pues no lo sé. –Cómo él continuara con su
trabajo, le dije—. ¿Puedo tomarme el resto de la mañana libre? Es ya casi medio
día y tengo que ayudar a Marinita con la comida…
—Puedes hacer lo que te venga en gana.
–Dijo ahora sí alzando la mirada, pasmado por mi sugerencia—. ¿A qué viene
pedirme permiso?
—Me hace recordar a los viejos tiempos.
Cuando yo solo era una aprendiz. –Me crucé de brazos y me apoyé en el umbral de
la puerta. Hank detuvo sus manos casi tembloroso y yo me reí de su pasmo tanto
como él de mi exageración.
—¿Qué quieres? –Me preguntó, intentando
leer un doble sentido en aquellas coqueterías.
—Nada. –Me encogí de hombros—. Solo
provocarte. –Me reí y él bufó, volviendo al trabajo, a regañadientes.
Cuando subí a la cocina puse un puchero al
fuego y le pedí a George que llamase a Marianita.
—¿Sabes hacer yogurt? –Le pregunté
mientras estaba cruzando la puerta de la cocina. Negó repetidas veces con el
rostro.
—Mi madre lo compra en el mercado. Poco. A
ella no le gusta mucho.
—¿Y tu hermana, sabe hacer yogur?
—No, no sabemos hacer yogurt. Mi madre
puede, pero nunca lo ha hecho.
—Ven con tu hermana. Te lo ruego. –Le dije
y él salió corriendo de la casa. Cuando regresó, no habían pasado ni cinco
minutos. Yo ya había vertido la leche que habíamos comprado dentro del puchero
pero aún no estaba caliente. Su hermana llegó algo atolondrada, como si él le
hubiese estado interrogando de camino a mi casa sobre los yogures.
—¿Haremos yogur, señorita? –Me preguntó
Marianita mientras miraba dentro del puchero.
—Haremos, los tres. –Dije y George dio un
respingo lleno de temor y sorpresa.
—¿Yo también? No, señorita. ¿Para qué
quiero saber eso?
—Para saber hacer yogur. No tiene más
misterio. Aprendes algo para saber hacerlo después.
—¿Quiere que le hagamos yogures?
—No. Solo quiero que sepáis. ¿Qué tiene de
malo? –Ambos se miraron entre ellos y de los dos surgió una sonrisa llena de
una natural curiosidad. Asintieron y se animaron a presenciar todo el
procedimiento—. ¿Vuestra madre no os enseña a hacer estas cosas?
—Mi hermano no entra en la cocina, eso es
territorio de las mujeres. –Defendió Marianita con orgullo—. Pero mi madre
tampoco me deja hacer demasiado a mí. Dice que soy un poco torpe…
—Bobadas. –Musité—. Ambos aprenderéis y le
haréis yogures a vuestra madre, o a Donatien.
Cuando la leche comenzó a hervir la
retiramos y dejé a uno de ellos removiendo constantemente hasta que se fuese
enfriando lentamente. Aparte cogí varios tarros de cristal, alguno que había
guardado de la miel y otro de unas frutas en conserva y vertí en ambos un poco
de yogurt sobrante que me había quedado de otra ocasión. Preparé a su vez un
recipiente con agua templada y cuando la leche se hubo enfriado lo suficiente
como para meter un dedo y no quemarme, la vertimos en ambos recipientes.
Después los llevamos al agua templada y cubrimos todo ello con una tapa y una
manta para que no se enfriase por unas horas.
—En unas ocho horas habrá cuajado. –Les
dije pero en su expresión apareció una incredulidad infantil que se deshizo al
verme apoyar las manos en las caderas—. No le digáis a vuestra madre qué habéis
hecho. Mañana a primera hora venid y os daré uno de los botes. Llevádselo.
Mientras limpiábamos los trastes que
habíamos usado sonaron las campanitas en la entrada de la tienda. Yo tenía las
manos metidas casi hasta el codo en un balde de agua, así que George me lanzó
una mirada atenta y yo le asentí, concediéndole el permiso de que bajase y
atendiese al cliente como bien pudiese mientras terminábamos. No debió de
producirse una larga conversación porque antes de transcurrido un minuto George
subió con una misiva pequeña y sellada. Anónima, tanto en el remitente como en
el receptor.
—Un mozo ha traído esto. –Dijo George
extendiéndome la misiva mientras yo me secaba las manos con un paño. La cogí y
la ojeé por todas partes antes de abrirla. Solo el olor que traía me indicaba
de quien era.
Asentí y murmuré:
—¿Conocías al mozo?
—No, pero tenía buena planta, y estaba
bien vestido. ¿Es del marqués?
—No lo sé. –Dije y me encogí de hombros,
pero yo sabía de quién era. Me aparté un metro de ellos y abrí la carta, que
estaba dirigida a mí en un tono de secretismo y siniestra impaciencia que me
dieron un vuelco al estómago.
Querida
Eleanora.
Reúnete conmigo
en la ribera este del río, donde se halla un cobertizo medio derruido. A las
diez de la noche. Puedes venir acompañada de quien plazcas, solo deseo
abrazarte, y si gustas, hablar y rememorar viejos tiempos como solíamos hacer
antes. Verte me ha iluminado el alma y ablandado el corazón. Si faltas a la
cita, iré allí cada noche, por si tus sentimientos cambian. La esperanza de
poder verte será suficiente.
No fue necesario una firma para reconocer
la letra y aunque todo aquel misticismo era maquiavélico, en el fondo sabía que
había buenas intenciones y nada podía haber de malo en reunirme allí con él.
—¿Es del marqués, señorita? –Me preguntó
Marianita, llena de entusiasmo pero yo negué con el rostro, encogiéndome de
hombros.
—Solo un encargo, nada más.
Comentarios
Publicar un comentario