LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 26

CAPÍTULO 26 – Protestante y mosquetero

 

 

Una semana después.


—Encontré esto en uno de los cajones del tocador. –Le dije a Robert, descubriendo debajo de unas telas una modesta y hermosa gargantilla de oro. Los eslabones eran tan pequeños y finos que había aparecido echa un revoltijo al fondo de un cajón. De ella colgaba una perla, enmarcada en un pequeño revoltijo de hilos de oro. Se lo extendí y él la ojeó por todas partes. Su hermana que estaba delante con la niña en brazos inclinó el tronco para verla también. Ambos estaban sorprendidos y fascinados. Pero como era natural, no era de ninguno de nosotros y la había encontrado al fin y al cabo en un tocador. Lo raro habría sido encontrarla entre las tripas de una trucha.

—¿No quieres quedártela? –Me preguntó a modo de broma, o tal vez de prueba, el carpintero. Su hermana le reprendió al instante por aquella sugerencia.

—Es de su dueño, no se te ocurra decir esas cosas.

—Ni mucho menos, no soy de llevar oro y perlas. –Me encogí de hombros y se la volví a extender aún en el pañuelo de algodón—. Para eso se la he traído, para que se la devuelva al dueño. Tal vez la estuvo buscando mucho tiempo o puede que no. Pero es suya. Estaba al fondo de uno de los cajones de la derecha, el del medio. Estaba hecha un lío, ¿ve lo fina que es? Estaba en una esquina. He tenido que sacar los cajones para trabajar mejor y me la encontré allí. Si no es por eso, también a mí me habría pasado desapercibida.

—La madre de tu conocido debía tener un gusto exquisito en joyas. –Dijo la hermana, soltando a la niña que empezaba a patalear en su regazo y haciéndose con la gargantilla. La extendió en sus manos y la ojeó por todas partes—. ¿No crees, Eleanora?

—No entiendo mucho de joyas, señora.

—Pensé que todas las mujeres entendían de joyas, o al menos las ambicionaban.

—No crea. –Suspiré encogiéndose de hombros y la señora Claudia depositó la gargantilla de nuevo en el pañuelo de algodón. Cubrió el collar con las dobleces y se lo llevó.

—Lo guardaré para cuando informes a tu conocido de su hallazgo. Seguro que le hace mucha ilusión saber que se ha encontrado en buen estado.

—Sí, seguro que sí. –Dijo Robert y cuando su hermana desapareció y nos quedamos a solas, su expresión dulce y amable desapareció, o más bien se disolvió por culpa de malos pensamientos que habían acudido a su mente. Tal vez desde hacía un rato. Su mirada se volvió algo alicaída y su mueca severa—. Mi hermana no te preguntará al respecto, no al menos delante de mí. Y como tienes prisa, no te quedarás mucho rato…

—Estoy bien. –Solté, como un mantra.

—Sé que estás bien. Ya te veo, laboriosa como una hormiga y fiera como un lince. –Me hizo reír con aquello y la risa fue sincera y cándida. Me cubrí la sonrisa, avergonzada. Él rió conmigo—. Solo quería saber cómo están las cosas. No quiero parecer morboso, pero… ¿Está todo bien? ¿Ha vuelto a aparecer? Desde que lo supe, no he podido quedarme tranquilo. Pensé en pasarme por la tienda, pero quedaría como un curioso y un morboso. Seguro que ha recibido visitas de todo el mundo. Se ha corrido la voz como la pólvora…

—Odio que la gente sienta pena por mí. –Solté, en el mejor tono que pude—. Es asqueroso, ¿no cree? Sentir lástima, como si una vez que te cuelgan el cartel de víctima ya no pudieras deshacerte de él y toda la vida dependieras de la lástima de los demás para salir adelante.

—No quería causar esa impresión. No siento pena, sino rabia, impotencia. Tengo una hermana, y una sobrina, y si a alguna de ellas le pasase algo parecido, montaría en cólera. Casi pierdo la cabeza cuando me enteré de lo suyo, señorita. Ya no porque usted sea una mujer, también porque es del gremio, porque es una amiga y porque la aprecio. Y no me gustaría que le pasase nada malo.

—Sus intenciones no son suficientes. –Dije pero me mordí el labio inferior y suspiré—. Perdóneme, cómo ve aún me llevan los demonios al recordarlo. No quiero tomarla con usted. –Él me disculpó, posando su mano sobre la mía en un gesto de cariño y soporte—. Estoy bien, no fue gran cosa. –Le mostré la mano—. Cómo ve, solo esto es importante. Lo demás son moratones que desaparecerán con el tiempo. Esto también lo hará. El mozo se llevó una buena, como ya sabrá. Así que ojo por ojo.

—¿Le ha vuelto a ver?

—No, y espero no verlo. Le arrearé con el martillo la próxima vez.

—Todo el pueblo lo sabe ya, y usted es apreciada. No le dejarán volver a las andanzas.

—Lo mejor que puede hacer es irse del pueblo. –Dije con un suspiro—. Cuando se comete esta clase de errores, te persiguen como el diablo.

—Seguro que se marchará, si es un chico listo.

—¡Señorita Leroy! –Exclamó Claudia apareciendo por la cocina con una tinaja de barro cargada de leche—. Nos trajeron varios litros esta mañana. No podremos beberla toda…

—¿Tiene también proveedores de alimentación? –Le pregunté a Robert que me miraba con una sonrisa divertida—. Dejen de pedir al por mayor.

—Me temo que tendrá que complacer a mi hermana. –La excusó—. No la dejará marchar si no se lleva algo. Aunque sea un poco de leche.

 

 

De vuelta al taller iba cargando con la tinaja de barro apoyada en la cadera cuando George salió a mi encuentro cuando aún me quedaban un par de calles que recorrer. Venía corriendo en mi dirección, con la expresión angustiada y sofocada. Al verme de lejos pareció complacido y agradecido de ello y cuando llegó a mi altura se tomó unos segundos para recomponerse. Había salido al parecer corriendo del taller en mi busca.

—¿Qué ha ocurrido? –Le pregunté mientras tomaba aliento. Su nerviosismo me angustió.

—Han llegado dos hombres a la tienda. –Dijo irguiéndose y poniendo las manos en las caderas, con el aliento entrecortado—. Han preguntado por una tal… Eleonora de Vigny. –Pronunció no muy seguro—. O algo así. Les dije que se habían confundido, que allí solo residían Hank y Eleonora Leroy, pero no me han querido hacer caso y se han puesto como unas fieras. Hank salió del taller y me ha echado de la tienda. No sabía qué hacer… he salido a…

El sonido de la tinaja rompiéndose reverberó por toda la calle e hizo a George dar un respingo. Al recaer en mi expresión, la cual pudo ver solo un instante, palideció hasta parecer un fantasma. Reflejo de lo que vio en mí. Yo salí corriendo calle adelante, levantándome la falda para poder sortear todo lo que se pusiera por delante. Creo que jamás he corrido tanto y tan rápido en toda mi vida, sentía que volaba y la sangre bullía dentro de mis venas. Las piernas me temblaban y creía que me caería al primer traspié, pero no podía permitirme eso. Fui apartando a todas las personas que se interpusieron en el camino y se me nublaba la vista a cada segundo, no sé si de las lágrimas o el terror. No sabía hasta ese momento que el terror tenía sabor y olor. Era caliente y sabía amargo como las almendras prodridas. Toda la boca se me llenó de ese sabor, como si hubiese ingerido veneno, o me estuviese surgiendo del fondo de la garganta. La cabeza se me embotó y solo podía pensar en la efervescencia de la sangre en mi interior. También burbujeaba en mi cabeza. Por culpa del miedo y la ansiedad todo pareció quedar en silencio y solo era capaz de escuchar mi respiración y el sonido de mi corazón latiéndome en los oídos. Incluso cuando alcancé la tienda y entré precipitadamente, no sonaron las campanillas. George se quedó afuera tras el portazo que di al entrar y a los pocos segundos desapareció. Sabe Dios a donde.

Allí en la tienda estaban Hank de cara a mí, apoyado contra el mostrador y con los brazos cruzados sobre el pecho, y mis dos hermanos uno a cada lado, vueltos en mi dirección al verme entrar tan precipitadamente. Mi hermano mayor también cruzado de brazos y el menor sujetando unos papeles debajo del brazo. Yo cogí aire y apreté los puños, pero no me salió nada. No tenía palabras para aquella imagen. No podía ni siquiera moverme de donde estaba. Allí estaban ellos, mis dos hermanos, salidos como de la nada de nuevo formando parte de mi vida. En un sueño lo habría achacado a una pesadilla y me habría obligado a despertar. Pero aquello me pareció tan real que ni siquiera pensé en que tendría esa alternativa. Antes de poder pensar en ello me había quedado paralizada de miedo, ni podía avanzar ni podía retroceder.

—Hermana. –Soltó Felipe, mi hermano mayor. Lo hizo con una media sonrisa nada agradecida de verme pero al mismo tiempo aliviada de que al fin estuviese allí. Aquel apelativo no le agradaba, pero era tan potente y verídico que no había peor forma de insultarme.

—Onora… —Musitó Hank lleno de terror y enfado. Sus ojos me atravesaron y aunque no me culpaba por la presencia de aquellos dos allí, supe que la sorpresa le gustaba tan poco como a mí.

—¿Qué… qué estáis haciendo vosotros aquí?

—¿Así es como recibes a tus hermanos después de tanto tiempo sin vernos?

—¡Largo! –Grité, fuera de mí, y al decirlo tuve la certeza de que era gritar en vano. Ellos no se irían y yo quedaría como una histérica—. Fuera de mi casa. Sois como la peste, por mucho que huya de vosotros, volvéis para castigarme…

—No te pongas así, te lo ruego. –Musitó mi hermano Carlos, el mediano de los tres. Lo dijo con un tono apenado y conciliador. Siempre fue el más dulce de los tres, un Juan sin tierra en medio de una familia dotada de gran carácter—. Hemos venido con las mejores intenciones.

—No sabéis lo que es eso. No te hagas el dulce conmigo, no funciona.

—Eleanora. –Me detuvo el mayor con voz ronca pero fatigada, con un tono serio y judicial—. Cálmate. No hemos venido a hostigarte.

Lancé una mirada a Hank, en busca de su apoyo o tal vez su opinión al respecto, pero le encontré frunciendo el ceño en mi dirección. Si no fuera porque lo sabía de mi lado, habría jurado que aquello era una conjura contra mí. Fui capaz de moverme y poco a poco de andar y acercarme a ellos. Tragué en seco. Mi hermano Felipe seguía oliendo igual, aquella mezcla de rosas y perfumes caros. Cuando llegué a su altura, mi hermano Carlos me sonrió con dulzura con una mueca cargada de nostalgia y tristeza.

Supongo que es un buen momento para describirles, no hay otro momento mejor. Mi hermano Felipe siempre había sido el más alto de los tres, aunque Hank seguía sacándole un buen trecho. Era moreno, como lo fuera nuestra madre. Con el pelo oscuro y ondulado, generalmente se lo dejaba suelto pero desde que había tomado cierta posición en la familia se lo anudaba en la nuca con un lazo de seda. Supongo que para no parecer tan descuidado. Sus ojos eran oscuros como los de los tres hermanos que éramos. Sus pómulos rosados pero de cutis pálido, de pequeño era enfermizo. Siempre le gustó vestir bien, a la moda, y aquella no era una excepción, incluso después de tan largo viaje. Lleva un traje como los que se habían puesto de moda por aquellos años a principios de siglo. Un jubón con faldón acampanado, de color negro, o tal vez era un marrón tan oscuro que no se distinguía. Los pantalones largos, del mismo color, remetidos en unas botas negras y brillantes, con las punteros ensuciadas por el barro y la nieve que había caído estos últimos días. Bajo el cuello tenía una valona blanca, igual que los puños, ambos de encaje. Debajo de su brazo sujetaba su sombrero negro de fieltro con una pluma grisácea un poco humedecida. Parecía un muñequito, recién sacado de una comunidad protestante. La tela era cara y hermosa, y podía hacerme una idea de cuánto costaba toda aquella indumentaria, más de lo que ganaríamos Hank y yo en un mes. Mucho más.

Carlos sin embargo parecía todo un mosquetero, con un jubón y unos pantalones anchos marrones claros y unas botas amplias, de un tono parecido. Se traslucía una camisa blanca saliendo por su pecho y sus mangas, amplias y vaporosas. En sus manos portaba unos guantes negros de cuero y en su cabeza un sombrero oscuro con una cinta marrón alrededor de la copa. El pelo siempre lo llevaba suelto, y era castaño claro como el cabello de nuestro padre. Se había dejado un bigote claro por encima del labio superior que se enroscaba a ambos extremos. Nunca le había conocido con él, y ahora el verle, me pareció que se acentuaba su sonrisa infantil y aniñada. Aunque todo lo que tuviera de feminidad había desaparecido. Su piel estaba algo bronceada porque de seguro había seguido montando a caballo como siempre le había gustado hacer cuando éramos pequeños. A mí también me gustaba, hasta que mi padre me obligó a dejarlo. Cuando me puse a su lado posó una de sus manos enguantadas sobre mi hombro, como forma de reconfortarme, y aquello me produjo un escalofrío tal que no pude evitar desembarazarme de su tacto con un gesto de mi hombro.

—¿Y bien? ¿Cruzáis el país con intenciones amistosas? ¿Cuáles son esas intenciones, pues?

—¿No te lo imaginas? –Preguntó Hank encogiéndose de hombros y soltando un resoplido de hastío.

—Me hago una idea…

—Nuestro padre falleció, Eleanora. –Dijo solemnemente Felipe y bajó la mirada cargada de pena. Una pena demasiado teatral, en mi opinión—. ¿Te llegó la noticia?

—Así es. –Dije y mi frialdad pareció herirle—. Me llegó la carta del abogado. ¡Y sabe Dios cómo supo encontrar esta dirección! –Les miré a ambos, alternativamente—. Ninguno de los dos la conocía, ¿cómo la obtuvo?

—Los abogados tienen conocidos en todas partes y pueden encontrar hasta una aguja en un pajar. –Dijo cínicamente Felipe. Carlos aún miraba abajo, y se había quitado el sombrero al mencionar la muerte de nuestro padre.

—Mentiría si dijese que siento la muerte de nuestro padre. –Volví a mirarles alternativamente—. Y nadie mejor que vosotros comprenderá mi indiferencia. Así que os ruego que no le mentéis, no en mi propia casa.

—Entonces no le mencionaremos. Pero inevitablemente debemos hablar del testamento que dejó.

—Así que es eso…

—El abogado no ha recibido noticias de tu decisión…

—Aún no me he decidido. –Dije y miré a Hank que no mutó su expresión. Aquello me dio fuerzas para continuar—. No es una decisión fácil, aunque creo que teneros aquí es el peor escenario que me había podido imaginar que traería este testamento consigo.  

—Ya nos tienes aquí, pues. Es hora de que tomes una decisión.

—Te traíamos unas copias del testamento y de toda la documentación para aceptarlo o rechazarlo… —Dijo Carlos, poniendo una carpeta de cuero negro sobre el mostrador, al lado de Hank—. Temíamos que no lo hubieses recibido. No teníamos señales de ti y el abogado nos aseguró que dio con tu dirección. Pero no llegaba nada…

—Tan solo hace unas semanas que llegó la carta del abogado… —Musité.

—¡Hace casi dos meses! –Exclamó Felipe a lo que yo debí quedar atónita. Negué con el rostro, excusándome.

—Hemos tenido tanto trabajo que apenas hemos podido pensar en ello…

—¿Así que el negocio te va bien? –Preguntó Felipe, mirando alrededor y en su pregunta estaba implícita la amenaza que podía cernirse sobre nosotros en cualquier momento, si ellos deseaban. Yo temblé de pies a cabeza y Hank se irguió, todo lo alto que era, y después cambió de postura para volver a apoyarse en el mostrador. Estaba más que incómodo.

—Hermano, por favor. –Le imploró Carlos, y Felipe volvió a mirarme con conciliación.

—Queremos que tomes una resolución ya.

—¿Ya?

—Quedan seis semanas y tres días para que se acabe el plazo. –Negó con el rostro—. No podemos esperar tanto. Mientras no tomes una resolución, a nosotros se nos está vedada nuestra parte de la herencia. El negocio lo estoy llevando yo pero tan solo como regente, no como propietario. Y no puedo llevar a cabo la mayor parte de los trámites hasta que no se haya resuelto la herencia. ¿Entiendes en qué situación estamos?

—La entiendo perfectamente. –Dije y solté una media sonrisa confiada—. ¿Así que no os importa qué es lo que decida siempre que tome una resolución inmediata?

Aquello hizo que mis dos hermanos cruzasen una mirada cómplice. Yo sentí un escalofrío y a la par volvieron a mirarme, Felipe con una negativa y Carlos con temor en la mirada.

—¿Para qué quieres ese dinero? Dime. –Me preguntó el mayor de mis hermanos, intentando hacerme ver que yo ya no pertenecía a un estrato social que pudiese disfrutar de esos lujos llamados herencia y dinero—. ¿No me has dicho que tu negocio va bien? Seguro que sí, eres una gran… escultora. O lo que sea. No necesitas ese dinero. Solo te traerá complicaciones.

—Todo es más fácil si renuncias a la herencia. Nos quitas un peso a nosotros y a ti misma. –Dijo Carlos mientras intentaba volver a posar la mano en mi hombro. Yo me deshice de nuevo de ese gesto.

—Ya veo…

—Además, esta resolución del testamento no fue más que un delirio de nuestro padre, antes de fallecer. Estaba con unas fiebres muy altas y nosotros le recomendamos al abogado que no llamase aún al notario. Pero el abogado también hizo la parte de albacea y no podía aguardar más tiempo. A las pocas horas falleció.

—¿Qué me quieres decir con eso?

—Tú no deberías haber heredado nada. –Sentenció—. Nuestro padre ya te había repudiado de todas las formas posibles. Solo te mencionó en el testamento porque estaba delirando. Tal vez el cura con sus oraciones trastornó el juicio de nuestro padre y removió su conciencia. Pero tú tienes mucho orgullo, ¿verdad? –Su mirada fue sincera y llena de halago—. No aceptarías ese dinero porque sabes que viene de la mano de nuestro padre.

—Es de nuestra madre, de quien viene ese dinero. –Solté y enmudeció, pálido como una pared encalada. No había caído en ese detalle y su expresión lisonjera se hundió como un barco encallado.

—Hermana. –Suspiró Carlos—. Solo piénsalo, ¿sí? –Miró a Felipe con una súplica acuciante—. Nos iremos ahora. Consúltalo con Hank, y con la almohada. Estoy seguro de que sabrás tomar la mejor decisión.

—Si. –Asintió Felipe—. La mejor decisión para todos.

Parecieron recogerse y antes de marchar Carlos me extendió una tarjeta con una dirección escrita.

—Si quieres escribirnos, o visitarnos, o lo que quieras, nuestras esposas y nosotros dos estamos alojados en un palacete llamado finca de los delfines blancos, propiedad del Marqués de MontBlanc, conocido de nuestro padre. Está a las afueras, al noreste, por la carretera de los abedules. ¿Sí? –Cogí la tarjeta y asentí. Felipe ya estaba fuera, aguardando mientras se colocaba el sombrero mirándose en el reflejo del escaparate. Carlos me sonrió como despedida y se contuvo para volver a tocarme. En ese momento, extrañamente quise darle un abrazo porque su ternura era capaz de conmoverme, pero me quedé allí petrificada y cuando desaparecieron por la calle rompí en pedazos la tarjeta que me había extendido.

—Maldito Marqués… Sí que me reconoció.

—Ese es el menor de nuestros problemas. –Dijo Hank, apesadumbrado y cargado de impotencia. Yo comencé a temblar, después de todo el momento de adrenalina y tensión mi cuerpo se volvió frágil y tembloroso como un flan. Creí que mis huesos se volvían de gelatina.

—Oh, dios mío. Dios mío… Se han traído incluso a sus mujeres. ¡Estos van a quedarse aquí, como hicieron en Brujas, para atormentarnos y destruirnos el negocio, a base de ponernos al pueblo en contra! –Me tiré del cabello, de las ropas—. Son una pesadilla, son el diablo mismo. ¡O Dios! Esto es un castigo de divino por haber renegado de todas sus religiones, primero de una luego de otra, y ahora recorremos los nueve círculos del infierno. ¿Cuándo llegaremos al final de esto?

Hank suspiró detrás de mí. Me volví en su dirección y divisé los papeles que había dejado Carlos sobre el mostrador. Me abalancé sobre ellos y rescaté una pluma de debajo del mostrador. Hank se apartó ligeramente para ver qué estaba haciendo y cuando me puse a garabatear sobre los papeles me los arrancó, los levantó sobre mi cabeza para que no los alcanzase.

—¿Qué te crees que estás haciendo? –Preguntó, confundido.

—Dárselo. Dárselo todo. Lo que sea con tal de que se vayan de una vez. –Hank frunció el ceño y yo levanté las manos para intentar alcanzar los papeles. A lo que él los rompió y me devolvió los trozos desgarrados. Yo enmudecí.

—No negocio con matones. Son una panda de bribones que no pararán de hostigarnos. Si no es la herencia buscarán otro motivo. Tu hermano Felipe es una mala persona, como lo fue tu padre. No se cansará hasta que no te mate. ¿No lo ves?

Yo aún temblaba con los papeles sobre las manos. Los intenté arrejuntar sobre la mesa pero Hank se levantó del mostrador y se condujo al taller. Yo le seguí al rato y cuando llegué lo encontré trabajando.

—¡¿Cómo puedes trabajar en un momento así?! No tienes sangre en las venas.

—Y tú tienes demasiada. –Suspiró—. ¿Este es el peor escenario que imaginabas? Pues bien. Ya estamos en él. ¿Qué podemos hacer?

—¡Darles la herencia!

—No. –Negó.

—¿Ahora no quieres que me deshaga de ella? Yo era la orgullosa…

—No es malo el orgullo cuando a uno intentan pisotearlo en su propia casa. Ya está hecho, ya están aquí. Ahora no tiene sentido darles el dinero. Les has atraído hasta aquí. Ahora hay que luchar con todo lo que tengamos. –Yo le miré temblorosa—. No creo que por darles la herencia vayas a librarte de ellos.

—¿No lo crees?

—¿Tú sí? Si crees que dándoles el dinero saldrás indemne, es que eres muy inocente.

No pude decir nada más. Estaba aturdida y mareada. En ese momento solo deseaba cargar a golpes con cualquier cosa por pura impotencia y después romper a llorar para desahogarme. Pero estaba tan débil y fatigada que cualquier movimiento me habría hecho caer. Cuando conseguí recomponerme Hank siguió con el trabajo y yo salí a la tienda y recogí la tarjeta que me había extendido mi hermano y yo había roto en cuatro pedazos. La leí varias veces y tras memorizar la dirección la guardé en la agenda, junto al pedido del San Sebastián. Estaba segura, habría sido el Marqués quien les diese mi dirección.

  

 

 

 


 

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