LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 25

CAPÍTULO 25 – Solo un susto

 

 

A partir de mediados de enero el invierno se recrudeció. Era difícil trabajar en el taller con aquellas temperaturas, y había días en que para estar allí me tenía que hacer con una bufanda o un grueso chal de lana. Apretujarme dentro de él y sacar el pincel entre los pliegues para pintar alguna figurilla o revolver alguna resina pigmentada para reconstruir la madera del tocador. El frío no nos era algo desconocido y solíamos trabajar con braseros en el taller de Brujas, pero aunque allí a orillas del Mediterráneo, el invierno llegó algo más tarde, llegó de todas maneras, y con un frío seco y cortante como no había conocido yo. El viento viene desde las montañas, y como están nevadas, es gélido, solían decir los paisanos a los que se les cuestionaba por el frío. Por las noches nos metíamos la estufa con ascuas calientes debajo de las matas o de lo contrario el frío que se nos había metido durante el día hasta el tuétano, no nos dejaría dormir.

Era por aquellas fechas que siempre recordaba mis abrigos de pieles de oso o de zorro. Esas peludas mantas que nos echábamos en las camas mis hermanos y yo las noches de invierno y los gorros suaves y acolchados. Recordar todas aquellas capas de ropa sobre la piel me reconfortaban como el recuerdo del infierno en un helado día de invierno. Como el sonido del agua reconforta a quien tiene sed. Solo una ilusión, pero muy hermosa.

La escultura del San Sebastián y la restauración del tocador fueron suficiente trabajo durante algún tiempo. Nos llegaba algún que otro encargo, pero a excepción de que fuesen pequeños exvotos, figurillas que ya tuviésemos hechas en el almacén o encargos con límite de tiempo, no nos hicimos con más obligaciones. Ni teníamos materiales suficientes ni tampoco disponíamos de tiempo para realizarlos. El cuerpo del San Sebastián ya empezaba a verse a través de la madera. Por lo menos el torso y las piernas se estaban haciendo en el mismo bloque, y el desbastado dejaba entrever la cintura y la gruesa columna en la que iría sujeto el mártir. También llenaba todo el suelo del taller de virutas y limaduras de madera que se acababan acumulando por todas partes. Por mi parte iba impregnando todo de un olor resinoso y denso por culpa de los preparados para reconstruir la madera perdida. Muchos días estuve a punto de devolverle a Robert su tocador, porque era muy hermoso de primeras pero tras un exhaustivo examen, cada vez se descubrían más pérdidas y daños.

Hank y yo no nos habíamos hablado como era debido desde hacía al menos unas semanas. Desde la última vez que se mencionó el tema de la herencia. La convivencia ya había sido así antes, en momentos de tensión o por culpa de mis familiares. Aquella vez, como las otras, nos limitábamos a hablar lo justo y necesario y si aquella era una pelea personal, fruto de los roces maritales, el trabajo no tenía nada que ver con aquello, y ambos hicimos un esfuerzo porque la calidad de nuestra relación como maestro y alumna, o como compañeros de taller, no sufriese nuestros arrebatos de orgullo. Era una especie de pacto ilícito, si estábamos en el taller, el trabajo estaba por encima de nuestras discrepancias. Pero las noches se hacían muy largas y el silencio, que de normal era tranquilo y natural, se había vuelto duro y tenso. Como hacíamos lo posible por no hablar del tema, todo eran conversaciones banales y triviales: la comida, el desayuno y la cena; los materiales que encargaríamos; la colada; la lista de la compra que debía ir a hacer Nathan.

Mencionar el tema del testamento o la herencia era abrir un arcón lleno de orgullo y resentimiento, y cuantos más días pasaban más parecíamos asentarnos en nuestras determinadas posiciones, como piezas de ajedrez pegadas con cola al tablero. Estábamos enrocados en una discusión que iba mucho más allá del dinero y del orgullo, también había algo de resentimiento mal curado y tal vez miedo. Miedo a provocar la ira del fantasma de mi padre si aceptaba la herencia, miedo a arruinarnos si no disponíamos de aquel colchón de dinero para un futuro próximo. Ya nos habíamos arruinado una vez, no deseábamos caer en la misma desesperación. Fuera lo que fuera, no era por el pasado por lo que yo necesitaba aquella cantidad de dinero, sino por el futuro incierto en el que nos habíamos acostumbrado a vivir. Tal vez aquella forma de pensar, él lo achacase a las comodidades con las que yo había crecido, y él al no disponer de ellas nunca, no se viese tan preocupado. Y puede que tuviera razón, pero aquel miedo a la quiebra no era por mí solo, sino también por él. Yo ya me suponía un lastre, deseaba por una vez disponer de un rescate.

Pero estábamos juntos, y aquello de discutir, y enfadarnos, y dejar de hablarnos, había sido algo normal entre nosotros desde que había entrado en su taller como aprendiz. Yo tenía muy mal carácter y a él no le gustaban los enfrentamientos, así que acabábamos ignorándonos el uno al otro algunas temporadas. Pero estábamos juntos, menos mal.

A finales de aquella segunda semana de enero, cuando bajaba de haber limpiado los trastes después de la hora de la comida, me encontré el taller vacío y Nathan perdía el tiempo sentado en el mostrador hurgándose la roña de debajo de las uñas con una pequeña navaja.

—¿Dónde está mi padre? ¿Ha salido?

—Sí hará unos cinco minutos.

—¿A dónde ha ido? –Por mi tono ya adivinó no solo que no me había informado de ello, sino que no me había hecho ninguna gracia que se fuese así sin más, sin advertirme.

—Me dijo que iría a la armería, a preguntar por las puntas de flecha para el san Sebastián y así dejarlas encargadas.

—Ah. –Dije, algo más tranquila, pero igualmente mosqueada—. ¿Ha salido abrigado?

—Eso me pareció.

—Bien. –Suspiré y me volví hacia el taller con las manos en la cintura y una mirada cargada de frustración—. Aprovechemos que ha salido y limpiemos el taller. Se acumulan pedazos de madera por todas partes.

Juntos pudimos sacar primero la mesa de trabajo, después el tocador y por último el bloque de madera que conformaba el cuerpo del San Sebastián, así como otros bloques que serían los brazos y la cabeza. Cargando con aquello fuera del taller se destensó el ambiente y estuve a punto de reírme cuando, intentando sacar la mesa de trabajo, con enseres encima, maniobrábamos y equilibrábamos los movimientos para evitar que se cayesen. Un bote de cola de conejo estuvo a punto de volcar, pero Nathan lo sostuvo a tiempo para evitar pringar toda la mesa. Después barrimos y ordenamos un poco las estanterías, que ya hacía falta, pues un par de semanas enclaustrados allí nos habían vuelto ermitaños y desordenados. Limpiamos las espátulas y los pequeños cuchillos, también las lijas y las escofinas.

—Cuando mi madre falleció trabajé algún tiempo con un zapatero. –Comenzó a narrar, dado que el silencio se había hecho incómodo—. El olor de la cola y el de las pieles era horroroso. Creo que no lo he pasado tan mal en mi vida en un trabajo.

—¿Tan malo era?

—El hombre era agradable, pero me hacía mancharme las manos con aquel pegamento denso y oloroso. Se me quedaban las manos terribles después de aquello, incluso parecía que masticaba el penetrante olor aquel. Estos olores no están tan mal. –Dijo acercándose un bote de pintura oleosa a la nariz—. Huele a aceite. Es un olor no tan desagradable…

—¿Y después, en qué trabajaste después? –Le pregunté mientras recogía las birutas y el polvo que habíamos acumulado en un montículo.

—Estuve algún tiempo como repartidor de pan. Pero me pillaron comiendo el pan, y después de darme una buena paliza, me echaron de allí.

—¿Es la norma general? –Le pregunté, levantándome y poniendo los brazos en jarra—. ¿Engañar y robar?

—¡No! Señorita Leroy, juro que no es así. Pero cuando los amos son malos o uno pasa por dificultades económicas, no le queda más que sobrevivir. No he tenido una vida fácil, siempre me he tenido que buscar la vida desde pequeño porque mi madre trabajaba por dos duros en un bar como camarera y no he tenido padre. Ya ve, he sido un bastardo siempre, y ahora además huérfano.

—¿No has querido buscar a tu padre?

—Si él no me ha querido buscar a mí, ¿de qué serviría?

Poco a poco fuimos metiendo los muebles en el interior del taller. Él seguía hablando.

—También trabajé como ayudante del relojero que pone en hora el reloj de la iglesia, pero no es un trabajo que me diera de comer. Solo ganaba alguna moneda de vez en cuando. Intenté trabajar con el copista, pero mi letra no es muy buena y leo con dificultad, ya se puede imaginar cuánto tiempo estuve allí.

—¿Cuándo empezaste a trabajar para el frutero?

—A eso de los dieciocho o diecinueve años. Me encontró por ahí y le debí dar pena. O tal vez algún conocido suyo le suplicase que me acogiese. Sabe Dios. Me ofreció el trabajo y ya está. Ha sido un hombre horrible conmigo. Siempre dejándome en ridículo delante de los clientes o golpeándome…

—Sí, ya vi aquellas escenas. Me puedo imaginar…

—No, no se lo puede imaginar. El muy… tenía una habitación de sobra en su casa y me hacía dormir en los almacenes junto con las verduras. Algunas semanas se ahorraba mi estipendio por el placer de regañarme y cuando no nos veían, me daba puntapiés o me ponía la zancadilla para que me tropezase y tirase la fruta.

—¿Es eso verdad? –Le pregunté, aunque no estaba del todo segura de que estuviese siendo sincero.

—Claro que es verdad. –Dijo, más ofendido que sorprendido—. Todo lo que le digo es verdad. ¿Para qué le mentiría?

Cuando dejamos la mesa de trabajo en su sitio se apoyó en ella, cansado y fatigado, soltando un suspiro y yo hice lo propio.

—Pero aquí estoy encantado, por muy difícil que sea usted, señorita Leroy, o por mucho que me mire con desdén, Santo Dios, esto es el cielo.

—¿En serio lo crees?

—¡Pues claro que lo creo! Trabajar en un taller como este, donde se hacen unas figuras tan hermosas, es algo inimaginable. Ha puesto tanta confianza en mí, como nadie nunca había hecho. –Me miró con ojos castaños y con sus mejillas sonrosadas por el esfuerzo y con pecas esparcidas, parecía dulce e inocente como un cachorro—. Ha sido como un ángel, desde el primer momento en que se acercó al puesto del señor Miguel. Desde que la vi, supe que formaría parte de mi vida para siempre.

Yo le lancé una mirada suspicaz que él ignoró, y comenzó a rodear la mesa para acercarse a mí.

—Ahora solo estoy haciendo las funciones de mensajero y limpiador, pero así es como se empieza en un negocio, ¿no?

—¿Acaso tienes aspiraciones de convertirte en un escultor? –Le pregunté y él alzó las cejas como si aquella pregunta le hubiese sorprendido.

—Pues claro que sí. ¿No funcionan así los gremios? ¿Cómo empezó usted? Seguro que barriendo y limpiando para su padre. Así se empieza.

—No, así no es como yo empecé. –Solté, pero él negó con el rostro, quitándole importancia a mi declaración.

—Si de todas maneras no tengo aptitudes como escultor, siempre puedo llevar las cuentas del negocio, y quitarle a usted esa pesada carga. Créame que sé de números. Y cuando su padre fallezca, necesitará a alguien a su lado que lleve el taller con usted…

—¿Cómo? –Pregunté, pero para entonces ya estaba a mi lado y me sostuvo las manos entre las suyas. Yo temblé de pies a cabeza.

—Ya he hablado con su padre, señorita Leroy. Sé que es dura para los sentimientos y no es nada romántica, como suelen ser las mujeres, pero mejor para mí. No soporto esas cursiladas.

—¿Qué es lo que ha hablado con mi padre, exactamente?

—Le he pedido su mano. ¿No es así como se debe hacer?

—¿Qué? –Pregunté, o más bien exclamé, pero cuando quise desembarazarme de sus manos sobre las mías, las tenía tan fuertemente cerradas que no pude ir muy lejos.

—Le he pedido su mano en matrimonio. ¿Por qué si no iba usted a elegirme, de entre todos los mozos de este pueblo, para que forme parte de su familia?

Como me había quedado muda, él continuó, divagando.

—Es una mujer a la que hay que entender por los actos, y no por las palabras, ¿verdad? Así es como debería ser.

—¿Qué… qué ha dicho mi padre al respecto?

—Al principio estuvo reticente y no le pareció buena idea. Pero tras haberle estado insistiendo unos cuantos días acabó por dejar que yo mismo me declarase a usted y escuchase de sus labios la confirmación. Le hice ver que somos de edades cercanas, de que soy un joven trabajador y de que me he enamorado de usted, desde el primer momento en que la vi. Estaría dispuesto a ir hasta el fin del mundo, acompañándola. Siendo su compañero, su amante… ¿Qué dice?

—¡Nathan! –Grité porque sus manos estaban aprisionando mis muñecas. Ya no eran los ojos de un cachorro los que me miraban, sino los de un sabueso babeante y desequilibrado.

—Cásese conmigo. No tengo un anillo ni tampoco el completo consentimiento de su padre, pero sé que usted me ama, tanto como yo la amo a usted.

—Suélteme. –Le pedí mientras tiraba de mis manos, pero no lo hizo. No hasta que le escupí en la cara. Eso le hizo quedarse rígido y helado unos instantes. Los aproveché, dado que me comenzaba a arder el rostro por la impotencia y la deslealtad que mostraba el muchacho—. ¡Estás diciendo barbaridades! Solo te contraté porque necesitaba a alguien para los recados y tú me diste pena. ¡Pena! Estás completamente loco si piensas que voy a casarme con un bribón ladronzuelo como el que tengo delante.

El escupitajo que le había lanzado resbalaba por su mejilla y me miró aún atónito, pero recuperando poco a poco el color y la expresión. Frunció el ceño y apretó los dientes.

—Vas a largarte ahora mismo de este taller y no vas a volver a pisarlo nunca. ¿Entendido? Has acosado a mi padre con tu insistencia y me has ofendido. ¡Lárgate! –Me soltó una mano y con ella se limpió la mejilla. Pero aún me contuvo con la otra.

—Eres… eres… —Musitó, mirándome de arriba abajo lleno de resentimiento.

—¡Lo que quieras! Pero lárgate o voy a… —Me abofeteó antes de acabar aquella frase. Volví el rostro lleno de sorpresa y sentí como me picaba de repente toda la mejilla derecha. A mi garganta subieron todas las ganas de llorar que era capaz de generar y aunque me invadía la impotencia y la rabia, también el miedo.

—No tienes opción. Si tu padre acepta, nos casaremos. –Sentenció y yo no pude evitar soltar media risa sarcástica. Eso le volvió loco y me empujó hacia la mesa, boca arriba. Me sujetó ambas muñecas con una sola mano y con la otra me sujetó el pelo. Hundió su rostro en mi cuello para besarme y morderme, y arañarme. Gruñía como un animal y sus manos estaban húmedas de sudor. Hablaba como si estuviese en trance—: ¿No ves que yo te quiero? Nos casaremos y este será nuestro negocio. Sí, eso es. Aprenderás a conformarte, y esto te gustará.

Como no me dejé hacer e intentaba patalear y zafarme me volvió de espaldas a él y me apoyó sobre la mesa, con una mano sobre la nuca, apretando mi rostro en la madera. Aquello fue el límite de mi paciencia, si es que no había llegado antes. Sentir allí su mano, sus dedos alrededor de mi cuello, con tanto ímpetu y determinación que me hicieron enloquecer. Alargué la mano hasta alcanzar una escofina que había sobre la mesa y sujetándola por la parte de la lija, me volví y golpeé su rostro con el mango de madera macizo. Nathan retrocedió al instante y tuve oportunidad de volver a golpearle de nuevo por encima de la sien, justo en el final de su ceja. Comenzó a manar sangre y tropezó, cayendo al suelo con estrépito, llevándose consigo varios listones de madera.

Como no me pareció que el escarmiento hubiese sido suficiente, mientras se llevaba la mano hacia la sien, yo descargué otros tantos golpes sobre sus brazos y piernas. Le pateé y clavé el tacón de mis botines sobre sus riñones, haciéndole gemir de dolor. Si creyó que podría hacerse conmigo, desestimó aquella idea cuando debió notarse alguna costilla rota y salió corriendo del taller. Yo le perseguí y cuando se abalanzó sobre la puerta tropezó con el escalón de la entrada y cayó a la acera, pintados el rostro y las manos con sangre. Espantó a un grupo de muchachos que jugaban a la puerta de la casa de la señora Constanza, entre ellos sus hijos y Enzo. Los gritos y risas cesaron y todos exclamaron asombrados y asustados. Pero palidecieron al verme salir, escofina en mano, en busca del fugitivo, que se recompuso rápidamente.

—Loca. –Musitó, y al ver que se me encendían los ojos como brasas, exclamó—: ¡Loca! ¡Estás loca!

Me lancé sobre él, y en pleno vuelo unos brazos se cernieron sobre mi cintura, reteniéndome al pie del negocio. Nathan aprovechó eso y con aire triunfante se alejó a paso rápido cubriéndose el rostro con la palma de la mano. Enzo estuvo a punto de salir en su busca pero al notarlo Nathan salió corriendo calle abajo.

—¡Suéltame! –Me debatía yo con George y Marianita, que me habían retenido—. ¡Déjamelo! Tengo que abrirle la cabeza. ¡Si vuelvo a verte por esta calle, te desollaré! –Mis gritos fueron suficientes como para alarmar a todo el vecindario y ya se podía ver a las personas saliendo a sus ventanas y asomándose hacia el exterior. Enzo, más asustado que yo, llegó hasta mí y me puso las manos sobre los hombros, para tranquilizarme. Pero vio el moretón que comenzaba formarse en mi mejilla, y las marcas de mordeduras y arañazos en el cuello y el escote. Me contuvo allí unos segundos y miró a los chavales que se habían reunido en torno nuestro.

—No hay nada que ver. ¡Vamos! Fuera…

—¿Qué ha pasado? –Preguntó George, lleno de espanto y susto. Marianita reunía a los niños y los metía dentro de su casa—. ¿Qué ha pasado?

—Ha pasado que el puesto se ha quedado libre. –Le dije, limpiándome el sudor de la frente y el cuello con el dorso de la mano—. ¿Te parece? –Su expresión aún era de susto y no estaba muy convencido de lo que había sucedido pero asintió lleno de emoción y yo señalé el interior de la tienda con un gesto de mi mentón. Él se metió dentro y las campanillas sonaron con violencia y repiquetearon un buen rato.

Enzo aún se mantenía a mi lado, pensativo y calculador. Miraba a todas partes pero sin quitarme el ojo de encima. Sus manos se cernieron sobre mis brazos y se inclinó para mirarme directamente al rostro. Yo aún debía de tener la máscara de una fiera en la cara, o de una loca. Para el caso, era lo mismo. Pero sus ojos se desviaron a mi mano de la que goteaba un pequeño reguero de sangre, hacia el mango de la escofina. No me pareció nada extraño que el mango estuviera manchado de sangre pero Enzo sostuvo mi mano en el aire y me abrió la palma, dedo a dedo. Tenía las púas de la escofina clavadas en la piel de mi mano. Cuando me deshice de ella comencé a temblar por la excitación y el pánico.


—Vamos dentro. –Me dijo y me guió al interior del taller. Me sentó en una de las sillas de trabajo y se me quedó mirando, después todo alrededor y por último a George que miraba paralizado las punzantes heridas en mi mano.

—Hay vendas arriba, en una caja de latón en la cocina. –Les dije a ambos—. Trae un pequeño balde con agua limpia.

Ellos obedecieron en silencio y cargados con la excitación de la situación. Ahora comenzaba a arderme la piel de la palma pero el cuerpo aún me temblaba y sentía picazón y ardor en el cuello y la cara. Suspiré y los ojos se me llenaron de lágrimas, pero me las guardé y tragué todo lo que tenía en la garganta. Cuando llegaron con el balde de agua me lavé la mano y gimoteé por el dolor. Enzo ya cortaba un trozo de gasa para vendarme la mano y George me extendió un trapo limpio donde secarme. Enzo se sentó delante de mí y me hizo apoyar la mano en su rodilla, allí la vendó con cuidado y ágilmente. George miraba desde el otro extremo de la mesa, entre divertido y angustiado. Cuando le miré, me devolvió una sonrisa de ánimo, pero la mueca se le quebró, al verme la cara magullada.

—¿Estás bien? –Me preguntó Enzo, en un tono que significaba: ¿Te ha hecho algo más que estas marcas que vemos?

—No ha llegado a más. –Le dije y él asintió—. Le he abierto la cabeza a tiempo.

—¿Pero qué ha ocurrido? –Preguntó George, no muy seguro de si debía hacerme hablar.

—Nathan ha intentado propasarse. –Dije, en un tono calmo—. Pero ha salido escaldado. ¿No crees?

—¡Ya lo creo! –Asintió consciente de ello.

—Si le veo, voy a… —Murmuró Enzo pero yo negué con el rostro.

—No harás nada. Sé defenderme sola. No necesito contratar a matones para que salven mi honor.

Las campanillas de la entrada sonaron con un tintineo natural y tranquilo. Los pasos de Hank se aproximaron al taller cuando Enzo anudaba los extremos de la gasa sobre mi mano. Al ver aquello se quedó rígido y tenso. Pero su expresión se volvió pálida al verme el rostro y el cuello. Yo le lancé una media sonrisa que le tranquilizase pero soltó lo que traía en la mano sobre la mesa de trabajo.

—¿Qué ha pasado? –Su tono, al ser grueso y ronco hizo que George y Enzo se incorporasen y se volviesen.

—Nathan ha… —Comenzó Enzo pero yo le detuve.

—He despedido a Nathan. –Dije y me puse en pie, cruzándome de brazos—. Es un bribón, teníais razón. Ya no volverá por aquí.

—Su hija le ha roto la mollera. –Murmuró Geroge y Enzo le reprendió con una mirada. Ambos se hicieron a un lado dejando el paso a Hank que se aproximó hacia mí y me sostuvo el rostro con una mano en el mentón. Al mirarme, sentí como las lágrimas volvían a mis ojos y le aparté la mirada llena de vergüenza y culpabilidad. Me senté en la silla de nuevo y él se inclinó para arrodillarse y abrazarme la cintura, arrodillado en el suelo. Yo di un respingo y levanté las manos sorprendida.

—¿Estás bien? –Me preguntó, con el rostro hundido en mi falda. Enzo se vio forzado a sacar del taller a George y ambos se quedaron en la tienda. Yo suspiré y solté un gemido de mi garganta, como forma de asentimiento, pero eso no pareció ser suficiente—. Mi niña… mi niña… ¿Qué te ha hecho?

—Se ha intentado propasar, pero no le he dejado.

—¿Te ha hecho daño?

—Sí, un poco. Pero yo me he hecho el peor daño. –Le extendí la mano vendada y él se la llevó al rostro para besarla y acariciarse con ella—. Le he arreado con una escofina.

—Mi niña. Elly, mi ángel… —Me apretó aún más contra él y yo rodeé su espalda con mis manos.

—Solo ha sido un susto… no volverá por aquí.

—Perdóname… perdóname por todo, criatura…

—Ya está todo bien, amor mío. Ya pasó.

  

 

 

 

 

Capítulo 24                    Capítulo 26  

 Índice de capítulos

Comentarios

Entradas populares