LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 24

CAPÍTULO 24 – Año nuevo

 

 

En año nuevo Hank y yo fuimos invitados por la señora Constanza a comer en su casa. Yo llevé conmigo un pastel de zanahoria. Pensé que su marido no nos recibiría de buen grado pero resultó que perder por un rato la atención de su mujer sobre él le alivió bastante. Aquellos días de fiesta ya cansaban y las cenas y comidas y reuniones y villancicos, todo era ya demasiado. Los muchachos alborotaban emocionados y contentos por nuestra presencia allí y mientras Marianita quería llamarme la atención para contarme no sé qué cosa había hecho el día anterior, George me preguntaba por cómo iban los bocetos para el San Sebastián, y su hermano pequeño revoloteaba fuera de la mesa tirándome de las mangas para que prestase atención a unos nuevos movimientos que había aprendido con el títere. Hank y el marido de la señora Constanza entablaron una conversación sobre política y por consiguiente toda la atención de los chicos, así como de la madre, recayó en mí.

Cuando salimos de allí me sentí fatigada y algo mareada, con los gritos y las discusiones, con aquella incesante cháchara desde todas direcciones. Hank se sonreía al ver mi expresión abatida y cuando llegamos a nuestro piso y me deshice del abrigo y los zapatos, se me quedó mirando con una mueca curiosa.

—¿Qué tienes? –Le pregunté, sentándome cerca del fuego y colocando los pies cerca de él.

—No sirves para tener una copiosa prole, ¿verdad?

—Ni copiosa ni pobre. ¿Ha sido interesante la conversación con el señor Erik?

—No especialmente. Tiene unas ideas de la política de guerra un tanto extrañas. Y sobre todo del trato que se ha de dar a los protestantes. Estos gobiernos no dejan de lanzar leña al fuego para que mentes como las suyas se vuelvan incendiarias. No me extrañaría que de aquí a unos años comenzasen persecuciones contra los protestantes, en especial contra los hugonotes.

—¡Calvinistas!

—Al parecer es la rama del protestantismo que predomina aquí en Francia. Ya han habido varios arrestos y trifulcas. Ya sabes, un vecino acusa a otro…

—Santo Dios. No nos libraremos de las cazas de brujas ni en el fin del mundo. ¿Y qué clase de ideas son las que rondan por la mente de ese hombre? Pareció un poco alterado en algunos momentos.

—Solo apasionado, nada más. –Hank se Inclinó y se sentó en el suelo frente a mí, con la espalda contra la pared. Soltó un quejido y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Tiene una visión muy piadosa de la vida, pero me asusta sobremanera que sugiera que deba ser la iglesia el brazo ejecutor de la justicia, y no el juez o el alcalde. –Yo rodé los ojos—. Por lo que sé, o por lo que he oído decir en la taberna, no es un hombre que goce de especial fama. Sí, se codea con el alcalde y con nuestro casero, pero poco más.

—No parece un hombre muy simpático.

—Es peculiar. Yo no me involucraría mucho en sus quehaceres y él no se involucrará en los nuestros.

—Qué miedo. –Suspiré. Hank cogió uno de mis pies y se lo puso en el muslo. Me rodeó el tobillo con las manos y subió hasta la parte de atrás de la rodilla. Sentí un escalofrío recorrerme y a él le llegó, haciéndole soltar una sonrisa.

—Procuremos no hacernos enemigos. No creo que sea un inquisidor, pero tampoco es un cordero. ¿Si?

—Gozamos del beneplácito del Marqués, eso puede granjearnos una buena reputación.

—Sí… —Soltó unos segundos de silencio que se escucharon como un grito. Al fin pudo continuar, con lo que estaba dándole vueltas desde hacía unos minutos—. Es año nuevo. ¿Qué te parece si cuando hayan pasado estas fiestas y volvamos a tener una rutina de trabajo normal, comenzamos con el papeleo para rechazar la herencia?

—¡La herencia! –Dije como si aquella idea no hubiese pasado por mi cabeza desde hacía días. Acababa de abrir un cajón y arrojar todo su contenido al suelo de un solo golpe. Yo medité despacio y al verme indecisa, pareció temer algo.

—¿No me digas que aún no has tomado una resolución al respecto? Pensé que lo mejor era deshacernos de ella, por ti y por tu bienestar…

—Aún tenemos algo de tiempo. Además, no hay que precipitarse. Si ocurriera algo que nos obligase a aceptarla…

—¿Es algo más que el dinero lo que te mantiene en este impasse? –Sugirió, apoyando la cabeza en la pared y mirándome con ojos entrecerrados—. ¿Es por el recuerdo de tu padre? ¿O porque te hace sentir bien ese poder que te otorga la decisión de aceptar la herencia, aunque no la reclames?

—Es por todo. –Asentí, tal vez había dado en el clavo—. Creo que es justo que pueda aceptarla, y que no debería temer que me cortasen la cabeza por ello, porque es parte del patrimonio de mi madre, porque ahora es mío, legalmente, y porque tengo derecho a que mi padre me pague de alguna forma todo lo que nos hizo, a mí, a mi madre y a mis hermanos…

—Tienes razón. –Sentenció pero no pareció concorde con aquella idea. Soltó mi pie depositándolo en el suelo con cuidado y se levantó tras soltar otro quejido. Se alejó en silencio y yo me quedé allí, con la mirada perdida en el fuego que comenzaba a crepitar.

 



 

A la mañana siguiente un carromato aparcó justo delante de la tienda, arrastrándose y haciéndose paso a través de la nieve que se había acumulado durante los días de fiesta. Nathan asomó la cabeza por el taller y me hizo salir afuera. Robert había llegado, acompañado de su ayudante, con el tocador sobre un remolque y cubierto con una gruesa manta de lino para cubrirlo de la posible nieve que pudiera sorprenderlos en el camino.

—Aquí se lo traigo, señorita. –Dijo Robert, subiéndose al carro y levantando el lino para que viésemos el mueble. Era muy hermoso, algo austero pero con unas decoraciones maravillosas y una talla exquisita. Tenía un bonito espejo circular en el centro y unos preciosos cajones a los lados. Los pomos eran bronce y las patas estaban talladas como si fuesen garras de león. Sin duda una preciosidad que ya quisiera yo poseer—. Es estupendo, ¿cierto?

—Muy hermoso. –Dije, subiéndome al carro con él y ojeando todos los detalles con entusiasmo.

—Bueno, bueno. Ya tendrá tiempo de verlo cuando lo tenga en el taller.

—Sí, es cierto. Tendrán ustedes prisa. ¡Vamos! Metámoslo dentro. Nathan, echarnos una mano.

A pesar de la insistencia de Ferdinand porque yo no colaborase, fue mucho más fácil bajar el mueble de aquel carromato si dos estaban abajo recibiéndolo y dos arriba, empujándolo. Lo metimos en la tienda y Hank ya preparaba el espacio para que cupiese en el taller. Cuando lo dejamos allí en medio de la tienda el señor Robert se quitó el sombrero y se paso el dorso de la mano por la frente, perlada de sudor y Ferdinand bromeó diciéndole que ya estaba mayor para cargar muebles, a lo que ambos se lanzaron una mirada cargada de picardía. Nathan se apoyó en el mostrador y se quedó mirando el mueble con curiosidad.

—Comenzaremos con la restauración lo antes posible, aunque tenemos otros encargos, ya sabe. Pero de seguro llegamos al tiempo prometido.

—Estoy seguro de su profesionalidad. –Señaló el mueble—. Ale, ahí lo tiene.

—Parece que ya tenía ganas de quitárselo de encima.

—Es un armatoste. –Suspiró—. Y mientras estuviera en mi taller, solo iba a estar llenándose de polvo.

—Ya veo. –Palmeé el mueble—. Nos pondremos de inmediato a trabajar en él.

—Que sepa, señorita, que ya me han contactado los proveedores del álamo negro, y como muy tarde la semana que viene lo tendrá aquí.

—Eso es una noticia maravillosa. También el álamo blanco llega a principios de la semana que viene.

—En ese caso, queda todo dicho. –Se dio media vuelta para salir por la puerta pero Ferdinand se inclinó en mi dirección y me preguntó discretamente:

—¿No tendrá un vaso de leche caliente un par de pastelitos como la última vez…? –No lo dijo tanto como para pedírmelos, sino para molestar a su amo, el cual se volvió lleno de sorpresa y arrastró al joven fuera.

—¡Malcría usted a mi ayudante! –Me gritó mientras se marchaba, haciéndose oír entre las risas de Ferdinand.

Nathan y yo cruzamos una mirada cuando nos quedamos a solas y nos reímos por la situación. Con su ayuda conseguimos meter el tocador en el taller y una vez estuvo allí oficialmente sentí la carga del trabajo acumulándose.

 

 

Tal como predijimos aquella segunda semana del mes de enero ya teníamos el taller abarrotado con los bloques de madera para la escultura de San Sebastián. Hubimos de trasladar una de las mesas de trabajo fuera del taller y llenarla de objetos a modo de expositor para los clientes. Dividimos de taller de forma que Hank pudiese empezar a ensamblar las piezas de madera para hacer la talla y yo me dedicase a estudiar el tocador. Nathan se encargó de llevar todo el peso de los encargos y pedidos, de la compra en el mercado y de limpiar el taller. A pesar de que su presencia no era del todo agradable sí que se podía percibir su trabajo, o por lo menos, esa ilusión creció. Poder dedicarnos todas las horas posibles al taller era todo lo que deseábamos.

De vez en cuando yo interrumpía mi trabajo para mirar por encima de mi hombro y ojear el trabajo que iba realizando Hank silenciosa y metódicamente. La gubia iba hundiéndose en el cubo de álamo negro para ir formando la base de la escultura y las virutas  iban cayendo, una tras otra, formando montañitas en el suelo. Como si mi mirada le hubiera pellizcado, levantó el mentón y me miró con curiosidad a lo que yo le sonreí llena de sorpresa, pero él se limitó a esbozar una media sonrisa y volvió a su trabajo, concentrado.

—¿Aun no te convence el álamo negro?

—La verdad es que es muy hermoso. –Dijo, pero no pareció querer complacerme. Parecía más una puntualización imparcial y objetiva.

—Sí que lo es. –Suspiré y volví a mirarle por encima del hombro—. Y el tocador… Yo tenía uno parecido en Ámsterdam. No sé si alguna vez lo llegaste a ver…

—No, no lo recuerdo. –A sus palabras siguió el sonido de la gubia hundiéndose en la madera y sacando láminas que se curvaban como tirabuzones y caían al suelo, como barquitos a la deriva.

Me levanté de mi asiento y me dirigí hacia él, limpiándome las manos sobre el mandil. Me incliné y acaricié su nuca, fingiendo que estaba interesada en su labor, mirándola por encima de su hombro. Acaricié su cuello y su cabello. Después su oreja y cuando sostuve su mentón entre mis dedos, lo volví hacia mí, arrancándole del trabajo unos segundos. Los músculos de sus brazos se destensaron y dejó apoyados la gubia y el trapo que tenía en la mano sobre la madera, rindiéndose a mi tacto. Cerró los ojos mientras acariciaba su sien y su mejilla. Soltó un suspiro cargado de cansancio y resentimiento.

Apoyando su cabeza sobre la línea de mi cuello, murmuró:

—Déjame trabajar, querida niña.

—Solo unos segundos, te lo ruego. –Ante mi tacto soltó un caliente suspiro sobre mi piel y rozó su nariz con mi clavícula. El sonido de las campanillas afuera en la puerta nos hizo dar un respingo y él se volvió pesadamente al trabajo, con una expresión abatida. Yo me quedé allí a su altura con una mano sobre su hombro. Nathan apareció por la puerta del taller con una mueca de pocos amigos.

—El hijo del carnicero está aquí.

—Ya voy. –Dije y palmeé la espalda de Hank y besé su coronilla.

Cuando salí del taller encontré a Enzo cruzado de brazos mirando de soslayo a Nathan que se apoyaba dominante sobre el mostrador.

—Ve arriba, espérame allí. –Le dije a Enzo que asintió y se dirigió sin ambages hacia las escaleras. Yo busqué en mis bolsillos y le di a Nathan diez francos, a lo que rápido entendió la situación que ya se había producido antes. Pero esta vez no rezongó y se quedó mirando los diez francos con una mueca curiosa. Se los guardó y se cruzó de brazos. Cuando regresé del taller con el bloc de dibujo y carboncillo bajo el brazo, Nathan seguía allí, meditabundo. Me detuvo.

—Cuanto secretismo, ¿no? –Preguntó aunque por su mirada intuí que ya debía saber lo que estábamos haciendo arriba. Yo no me sentí con la imposición de dar explicaciones pero me volví hacia él, porque lo que deseaba decir realmente tardaría en salir.

—Así es. Mucho secretismo. Pero si te despido ahora es porque ya no requiero de tus servicios durante el resto del día. ¿O quieres quedarte por aquí gratis?

—No me estoy quejando, señorita. –Dijo, levantando las manos fingiendo inocencia—. Solo digo que tenga cuidado, si alguien supiera lo que pasa ahí arriba, harían extrañas suposiciones.

—Espero que no seas tú el que elucubre contra quien te da de comer…

—¡Jamás! –Exclamó, y pareció sincero. Se sucedió unos segundos de silencio, en que no se movió—. ¿Está posando para usted?

—Eres muy listo. —Solté, sin reclamación—. Está posando para mí. ¿Quieres mirar? Tendrás que pagarme…

—La próxima vez que necesite un modelo, puede pedírmelo a mi. –Suspiró casi con humildad, como si le costase un esfuerzo ofrecerse a ello, pero lo hiciese galantemente—. No tiene que traer al hijo de la carnicera aquí, y robarle horas de su trabajo. ¿Le está pagando? Yo lo haría gratis…

—Lo tendré en cuenta. –Dije, sin más ambages y le señalé la puerta con un gesto del mentón. Cuando hubo desaparecido pude soltar un largo suspiro cargado de irritación. 

Subí al dormitorio y Enzo ya estaba con el paño anudado a la cintura y sujetaba las cuerdas en las manos. Miraba el perchero dubitativo y cuando me oyó aparecer dio un respingo, asustado.

—¿Qué ocurre? –Le pregunté al ver que se debatía en cómo atarse al perchero—. ¿No esperarás hacerlo tú solo?

—Reconozco que tenía la esperanza de librarte de hacerlo a ti

—Déjame. –Dije y me hice con un taburete al que me subí justo a su lado. Levantó las manos y yo pasé la cuerda repetidas veces por sus muecas hasta que quedaron bien fijadas al perchero. Cuando le anudaba, volvió el rostro hacia mí y me miró coquetamente. Yo le saqué la lengua y enrojeció, pero se rió divertido.

Estuve dibujándole durante al menos una hora y media hasta que me pidió, con los ojos llenos de lágrimas, que le desatase y nos tomásemos un descanso. Yo me levanté de inmediato y le desaté a prisa. Bajó los brazos despacio y adolorido. Se quejó durante al menos cinco minutos y se sentó en la cama, fatigado. Yo le cubrí con una manta y le extendí un poco de leche caliente con miel y unas pastas de jengibre. Comió con voracidad y mientras daba cuenta de ello, miraba de soslayo los dibujos que había estado haciendo.

—¿Esas son mis manos? –Preguntó, más asombrado de lo que esperé de él. Yo no pude evitar reírme.

—¿Y de quién si no? –A mi pregunta se rió, pero no dijo nada más. Yo me volví al dibujo y seguí delineando las cuerdas que sujetaban sus muñecas. Él pareció respetar mi trabajo y se quedó en silencio mientras se echaba un poco más la manta por encima de los hombros. Cuando el silencio debió parecerle demasiado incómodo, soltó:

—Mi madre ha preguntado por usted a menudo. –Dijo como si se acordase de repente, lleno de pena—. Pregunta por qué no la ha vuelto a ver en el mercado.

—Ya sabes, el trabajo… —Dije encogiéndome de hombros.

—No, no. –Negó, y yo levanté un poco la mirada del dibujo—. Lleva semanas sin comprarnos carne. Mi madre cree que la hemos podido ofender en algo, pero no logro adivinar en qué. Supongo que todo el problema con mi padre, y todo aquello…

—Espera, espera. –Le detuve, con un gesto de mi mano—. ¿Cómo que no? Mando a Nathan un par de veces por semana a vuestro puesto. La carne que os compra es para mí.

—¡Nathan! –Exclamó y rápido negó con el rostro, sonriéndose por lo bajo. Aquello ya me dijo suficiente.

—No va a vuestro puesto. ¿Verdad?

—No señorita. No lo hemos visto por ahí nunca. Creo que va a otro, el de un conocido. La carne es de peor calidad y es, claro está, más barata.

—Ya veo.

 

 

A la mañana siguiente estuve esperando a Nathan sentada detrás del mostrador. Apareció como de costumbre quejándose del frío, aterido hasta los huesos y quitándose la nieve del pelo y los hombros. Tenía la cara de un granuja, y en verdad lo era. Cuando llegó hasta donde estaba yo y el mostrador nos separaba, me le quedé mirando tamborileando con los dedos sobre la madera.

—¿Qué manda hoy, señorita? Algún encargo que hacer o algo que recoger… ¿Quiere que vaya al mercado?

—Mira que hay que ser tonto… —Murmuré mientras le fulminaba con la mirada. Él palideció y yo me crucé de brazos—. Pero que muy tonto…

—¿Perdone?

—¿Sabe de mi relación de amistad con Enzo y aún así cree que es buena idea engañarme, no yendo a comprar a su puesto? ¿Cree que no me enteraría? ¿Cuánto tiempo estimaba que me podría ocultar algo así?

—¿Señorita Leroy?

—Y no solo desobedeces mis órdenes, sino que además te quedas dinero a mis espaldas.

—¡Yo no haría eso! –Negó, categóricamente como si le hubiese acusado por lo menos de asesinato.

—Claro que sí. Ay, Nathan, las habladurías no solo van en mi contra, también en la vuestra. Desde el primer momento no ha pisado por el puesto de Enzo, he hablado personalmente con su madre y he tenido que pedirle mil disculpas y prometerle que no volvería a suceder. También he hablado con Gerónimo, el carnicero al que le has estado comprando la carne todos estos días. ¿O me equivoco? –Aquello le hizo enmudecer y bajó la mirada cargada de vergüenza—. Me has hecho perder el dinero.

—¡Claro que no! El precio de la carne es el mismo…

—No es cierto. Me he informado. Te has estado llevando aproximadamente cinco francos cada vez que has ido a comprar carne. Y como desde que te he contratado has ido seis veces, eso hace una suma de treinta francos. ¿Qué te parece eso? –No dijo nada, mirando a todas partes, buscando la forma de evitar mi mirada—. Día y medio de trabajo. ¡Y sabe Dios qué más triquiñuelas me has estado colando!

—Nada más, se lo prometo. ¡La casera de la habitación donde resido me ha subido el alquiler, y con veinte francos al día no puedo suplir todos los gastos que supone…!

—Te echaron de un buen puesto como verdulero por ladrón. No puedes ponerte digno ahora, muchacho. –Aquello le dejó helado—. Estamos a viernes. Hoy y mañana trabajarás gratis. Y la semana que viene ya me pensaré si seguir contando con tu trabajo.

—No… no me eche a la calle otra vez, por favor…

—Si me entero de alguna otra jugarreta como esta…

—Yo solo he querido hacer lo mejor para usted, para evitarle todo trato con esta familia de cerdos que son los Dubois.

—¿Cómo?

—Ya sabe todo el mundo que su padre intentó golpearla. O por lo menos, intimidarla. Es un ogro, señorita, y no quiero que gaste su dinero en su negocio. Le está costeando su mala vida y legitima su abuso contra usted…

—¿Eso crees?

—Sí, eso creo. –Dijo, muy firme y convencido pero yo me bajé del taburete y rodeé el mostrador hasta ponerme a su altura.

—Lo que no entiendes es que lo tu creas o dejes de creer me importa un bledo. Si se te manda una cosa, la cumples, y los discursos morales te los guardas. O se los sueltas a tu casera. Aquí no vienes a tomar decisiones por tu propia cuenta, y menos sin consultarme. ¡Y robarme! Te habría dado de palos, si no fuera que por ser mujer tengo más que perder que tú. Date con un canto en los dientes y ponte a trabajar. No quiero oírte más en todo el día.

  

 

 

 

 

Capítulo 23                    Capítulo 25  

 Índice de capítulos

Comentarios

Entradas populares