LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 23
CAPÍTULO 23 – Navidad
La Nochebuena la pasamos en casa. No fue
muy diferente a otros años cuando estuvimos en el norte del continente. El día
se notaba diferente solo por el olor, y extrañamente la luz también parecía
extraña. Cuando terminamos de trabajar pasadas las ocho cerramos la tienda,
recogimos el taller y nos subimos a la parte de arriba para comenzar a hacer
vida allí. El fuego chisporroteaba con una calidez hogareña y la vela sobre la
mesa de la cocina nos recogió con dulzura. El silencio se rompía por el sonido
de los platos y cubiertos, por el ir y venir de nuestros pasos y el arrastrar
de sillas. La casa olía a carne e higos. Y a nueces y castañas. También a
dulces de miel. Cenamos en silencio el guiso de carne que nos había sobrado de
la mañana y él dio gracias a Dios por la comida y deseó unas felices fiestas y
una navidad dulce y agradable, tranquila y sin trabajo. Yo cené en silencio.
Cuando hubimos dado cuenta del guiso empezamos a pelar nueces y castañas
asadas. En esos minutos sí que hablamos, nostálgicos de las navidades pasadas y
de lo felices que solíamos ser dentro de nuestra incertidumbre.
En el aire flotaban los fantasmas que nos
habían estado rodeando los últimos años como si en navidad se les pudiese
invocar sin querer, como polillas que llegan a nosotros por culpa de la
hogareña luz de las velas, y del dulce olor de la navidad. Nos contuvimos de
hablar de mi padre y de su precipitada muerte, así como del espectro de mi
madre que rodeaba toda mi estela. Tampoco quisimos hablar de mis hermanos ni de
los amigos que habíamos dejado atrás en Brujas o en Ámsterdam. Tampoco en La
Rochelle teníamos ya amigos. Mucho menos quisimos hablar del presente que era
nuestro día a día. Los nuevos amigos los sentíamos aún momentáneos y fugaces,
efímeros. Así como el trabajo en el que estábamos asentando unas sólidas bases.
Temíamos hablar de ello y que se desmoronara como un castillo de arena.
De lo que hablamos no fueron más que cosas
triviales, como el tiempo o el frío que hacía aquellos días. Lo dulces que
estaban aquellos higos secos y lo difícil que resultaba pelar las nueces. Se
las daba a él para que las estrujase con sus manos y no pudo hacerlo más que un
par de veces hasta verse vencido por ellas. Las castañas quemaban y los
pastelitos de miel volaron. Después nos servimos algo de vino para templar el
cuerpo y brindamos por unas prósperas fiestas y un nuevo año que se aproximaría
lleno de trabajo y felicidad. A lo lejos podíamos oír a los vecinos, la familia
de la señora Constanza, reír y hablar llenos de jolgorio y felicidad. Al menos
nosotros no teníamos necesidad de fingir una fiesta, pensé, nos bastaba con
nuestra modesta austeridad.
Cuando cenamos recogimos todo como
habíamos hecho un par de horas antes en el taller y nos desplazamos hasta el
dormitorio. Apagamos todo y la casa quedó en silencio. Solo se escuchaba el sonido
del exterior, los vecinos aún con algo de ánimo y nuestros pasos a través del
dormitorio. Nos desnudamos y nos metimos en la cama, entre quejidos por el frío
y el movimiento de las mantas. Cuando me acurruqué a su lado, al fin musité:
—¿Son aquí más bonitas las fiestas?
—Son bonitas en todas partes.
—¿Hicimos bien en huir?
—No es hora de preguntarse eso. Ya es
tarde para arrepentirse. –Suspiró, llenándose de paciencia—. Creo que fue lo
mejor.
—¿Y si tenemos que huir de nuevo? ¿Si los
jinetes del apocalipsis vuelven para llenarnos de peste, comenzar una guerra,
provocarnos el hambre y prometernos la muerte?
—Soportas una carga muy pesada. –Murmuró—.
¿Lo sabes? Llevas todo el peso de la culpa, cuando debería ser yo…
—Creo que no soportaría tener que marchar
una tercera vez. Eso ya sería demasiado.
—¿Estás diciendo que quieres renunciar a
la herencia de tu padre? –Conjeturó, y aquello era justo lo que estaba
queriendo decirle, sin decírselo claramente.
—Desde aquel día no paro de imaginar a mi
padre buscándonos aquí, en el sur. No puedo sacármelo de la cabeza. A veces me
lo imagino al otro lado del cristal de la tienda, mirando adentro, buscándonos.
Sé que no es posible, pero su fantasma… el resentimiento que dejó aquí, para
mí, en este mundo antes de marcharse al siguiente… aún me atormenta. Él ya no
puede dar conmigo, pero su odio sí.
—Esa es la carga que no deberías soportar.
Si tu padre te odiaba, eso no deberías llevarlo sobre los hombros, y mucho menos
con tu padre ya bajo tierra. Eso le da poder. Si le materializas en tu mente,
acabará consumiéndote en vida.
—Me gustaría poder llegar a ser una mujer
tan fuerte y valiente como Leonor de Aquitania. –Dije casi como una ensoñación
que verbalicé sin querer—. O como Doña Urraca de León
Volví el rostro para mirar a Hank a los
ojos, vidriosos y fríos como el cristal pero llenos de ternura y comprensión,
que brillaban tenuemente con la poca luz que se colaba del exterior.
—Dos reinas guerreras y madres dulces, que
lidiaron con la violencia de unos maridos terribles. –Apuntó.
—Pero soy Juana de Castilla, La loca.
–Solté, con pasmo—. Arrastrando un cadáver a cuestas.
…
El día de navidad lo pasamos la mayor
parte del tiempo en la taberna. Nos levantamos tarde tras retozar un par de
horas y quedamos allí en la taberna con Paola y su prometido para comer juntos
el día de navidad. Pedimos un par de truchas a la plancha y dimos cuenta de
ellas en un santiamén. Hicimos comparación entre ambos negocios, cuando abriríamos
o cerraríamos aquellos días, las horas que habíamos estado trabajando en Nochebuena,
si el día de año nuevo abriríamos o no. Ellos, dada la falta de clientes,
podían permitirse cerrar, y aunque nosotros no abriésemos cara al público,
trabajaríamos en el taller, irremediablemente. Paola cruzó impresiones conmigo
acerca de haber contratado a Nathan.
—Cuando lo vi llegar a la tienda me
asusté, pero cuando me dijo que venía de vuestra parte, casi le doy un
garrotazo, por mentiroso.
—Siento mucho no haberla avisado, Paola,
pero todo fue muy precipitado.
—¡Debería haberlo hecho! Por un momento no
supe si darle el pedido, pero cuando reconocí su letra, Eleanor, me quedé más
tranquila. Se dice que Miguel lo mandó a paseo por ladrón…
—Si, eso parece. –Dije encogiéndome de
hombros pero ella no pareció más tranquila. Hank me lanzó una mirada de
preocupación.
—Cuente bien las vueltas, ¡eh! –Me
advirtió Jonathan—. Y si sufre algún disgusto, siempre puede contar conmigo
para cantarle las cuarenta al mozo.
—Tendré en cuenta su ofrecimiento. –Dije
con media sonrisa y Paola le miró con dulzura, por su valentía.
La tarde se fue alargando y cuando pasaban
de las cinco nos levantamos y les acompañamos a casa. Una vez allí insistieron
en que tomáramos una copa de vino con ellos y accedimos porque no pretendíamos
trabajar aquel día. Mientras que abajo tenían el almacén y la tienda, en la
planta de arriba tenían una coqueta casa, pequeña pero muy acogedora. Se notaba
que había una vida que se desarrollaba allí cada día, en los pequeños detalles,
en los pequeños objetos dejados como por azar sobre los muebles o por el sueño.
Ambos se disculparon por el desorden pero a mi me pareció un caos muy familiar
y dulce. El piso de dos enamorados que no tienen tiempo de organizar su espacio
y viven bien dentro de su caos.
Hank y Jonathan se quedaron hablando
animadamente en la cocina mientras Paola y yo bajamos al almacén de la tienda
donde me prometió poder coger un par de manuscritos más. mientras yo los ojeaba
ella se quedó apartada, sin quitarme la mirada de encima, como fascinada.
Cuando me volví para sorprenderla con esa mueca ella se rió, avergonzada.
—Nunca pensé que a nadie le interesasen
tanto estos escritos…
—Son sumamente curiosos, sobre todo porque
puedo aplicarlos al trabajo. –Cogí uno al azar descubriendo un librillo con
apuntes sobre diferentes barnices y sus resultados.
—Espero que no le ofenda, pero tiene la
misma mueca concentrada que solía poner mi padre… —Aquello pareció que se
lescapó de los labios porque se ruborizó al volverme hacia ella, sorprendida.
Me reí con una buena carcajada, más de su inocencia que de su expresión o su
comentario—. ¡No he querido decir que sea usted vieja, ni parezca anciana!
—No la he malinterpretado. –Le dije y
pareció respirar más tranquila—. ¿Tiene su padre alguno sobre trabajos en
madera oscura?
—No. –Soltó, meditabunda. Pero a los
segundos recayó en algo—. Pero creo que tiene algo sobre tratamientos en madera
sin pintar. ¿Es para algún trabajo concreto?
—Tendremos que tallar un San Sebastián,
sin policromar. Y el pedestal será en madera oscura.
—Si quiere algo sobre talla de madera
oscura lo único que puedo ofrecerle es este, sobre tratamientos de barnices y
ceras en todo tipo de maderas. Entre ellos hay algunas oscuras, pero nada
concreto.
—Me lo llevaré igual. –Dije y ella se
abalanzó sobre mí para hacerse espacio y llegar a la estantería. Yo di un
traspié pero no caí. Ella se limitó a disculparse por su empujón y bajó varios
cuadernillos. Me los extendió yo se los agradecí, prometiéndole devolvérselos
cuanto antes.
—No hay ninguna prisa. Nadie los echará en falta el tiempo que los tengáis. –Yo asentí y los ojeé un poco a través de las páginas. Estaban llenas de anotaciones y en los márgenes de la mayoría había dibujos o pequeños bocetos. También había esquemas explicativos y algunas telas pintadas como ejemplificaciones.
—Admiro a su padre sin conocerlo. ¡Cuánto
daría por tener el tiempo y el orden mental como para llevar a cabo unos
estudios tan minuciosos!
—Era un hombre que se implicó al cien por
ciento en sus estudios. –Dijo orgullosa—. Creo que usted tiene la misma pasión
por su trabajo, que consiste en tallar y pintar, no en acumular conocimientos.
Cada uno da de si lo que bien puede.
—¿Puedo confesarle algo? –Le pregunté, a
lo que ella asintió llena de entusiasmo y yo cogí su mano con la mía—. Usted es
la primera amiga que tengo—. Su agarre se hizo más fuerte al oírme pronunciar
aquellas palabras—. Como no he tenido hermanas y siempre he tenido una vida errante
y dedicada al trabajo, usted parece ser la primera amiga que me puede
comprender y ayudar. La siento igual a mí, muy cercana…
—¡Señorita Leroy! Qué cosas dice. –Se
soltó de mi mano y tiró de mí para abrazarme. Yo me dejé hacer. Casi se le
saltan las lágrimas y yo me contuve para no hundir mi rostro en su hombro,
donde su cabello se desperdigaba con bucles castaños y naturales—. También es
usted una preciada amiga para mí. ¡Qué digo! También mi única amiga…
A los minutos de sinceras confesiones
regresamos a la cocina y mientras servíamos vino para nosotras a lo lejos
empezó a sonar una musiquilla llena de jolgorio. Afuera una banda de música
paseaba por las calles con tambores y bandurrias. Sin poder evitarlo, puede que
por efecto del vino o de la copiosa comida, agarré a la señorita Paola de la
cintura y bailé con ella, la cual se dejó hacer y dirigió mis pasos con
divertida diligencia. Bailamos alrededor de la cocina y mientras lo hacíamos
sonaban nuestras risas. No pude evitar que pasase por mi cuerpo la sensación de
que estaba bailando con un espectro que desaparecería como el humo, como el
polvo bajo el peso de la gravedad, esparciéndose por el aire alrededor. Como un
muñeco de papel, un pelele, que se zarandea de un lado a otro. Ella era real, pero
nuestra amistad no podía serlo. No cuando nos ataban tantas mentiras.
…
El lunes veintiocho de diciembre hubimos
de retomar las tareas que teníamos pendientes. Al fin el marqués nos envió su
aprobación del presupuesto y nosotros enviamos todas las solicitudes a los
proveedores para los materiales que necesitaríamos. También escribí una carta
para el señor Robert pidiéndole la cantidad de álamo negro que necesitaríamos y
anunciándole que a partir del día dos podría traernos el tocador. De inmediato
el mensajero regresó con una confirmación.
Pasada la hora de comer George y Enzo
llegaron citados por mí y cuando entraron por la puerta del taller los
escuchaba hablar animadamente, hasta que toparon con Nathan que les recibió con
un saludo que yo no había calificado de cortés, si no agrio y seco. Me despedí
de Hank y cogiendo un bloc de dibujo y un carboncillo salí a la tienda para
recibirles.
—Puedes irte por hoy. –Le extendí diez
francos a Nathan y este se quedó mirándolos lleno de asombro y pasmo.
—¿No le faltan otros diez? –Preguntó
sorprendido. Me ha tenido toda la mañana de un lado a otro con cartas y
material…
—Diez por la mañana, diez por la tarde. Y
te vas a medio día. Así que lárgate y no pidas más de lo que puedes ganar.
–Aquello le dejó en su sitio y me hubiera contestado de nos ser por la
presencia de Enzo y Geroge que le miraban llenos de fiereza contenida. Con la
cabeza se despidió de mí y salió por la puerta esquivando a mis dos invitados.
Cuando nos quedamos a solas yo les sonreí llena de maldad y ellos palidecieron
momentáneamente—. Bien, vas a cobrarme el favor que me debéis.
—¿Yo? –Preguntó Enzo lleno de temor pero
también de curiosidad—. ¿George no colaborará?
—A él no le necesito, no por el momento.
Eres tú quien me interesa… —Aquello contentó a George—. No será rápido, y no te
va a gustar.
—Ya entiendo. –Dijo, bajando la cabeza,
asintiendo diligentemente—. Trabajaré en lugar de Nathan gratis, ¿verdad?
—Nada de eso. –Negué, y aquello le
escamó—. Necesito que poses. Tengo encargado un San Sebastián, y necesito un
modelo. Es una escultura de mi tamaño, así que más vale que tenga unos buenos
bocetos, bien detallados. Y sin modelo, no puedo dibujar bien. ¿Qué opinas?
—¡San Sebastián! –Exclamó George y no pudo
contener la risa. Enzo le fulminó con la mirada pero yo me encogí de hombros.
—Vamos, acompáñame arriba. Lo tengo todo
dispuesto. Puedes acompañarnos. –Dije, dirigiéndome a George—. Pero no puedes
molestar.
—¡Solo cinco minutos! Luego tengo que
volver con mi padre.
Me acompañaron arriba y entramos en el
dormitorio. Yo había recogido la cama y ordenado toda la ropa para que no
pareciese que allí dormíamos Hank y yo, pero en realidad tampoco me importaba
que ellos lo supiesen. Ojo por ojo. Allí había colocado un perchero de metal
que había adquirido por cuatro francos y sobre el perchero colgaban una tela de
algodón blanca y unas cuerdas. Los tres nos quedamos allí parados en la entrada
de la habitación mirando aquel perchero que parecía un mayordomo a punto de
servirnos la mesa.
—¿Qué esperas que haga?
—Qué poses, como san Sebastián. Desnudo,
con el paño cubriéndote las caderas y la entrepierna, y atado con las manos en
el perchero, por encima de tu cabeza. –No pude evitar reírme de su expresión
asustada. Pero se recompuso y asintió, decidido a hacerlo—. Puedo ayudarte yo,
si lo prefieres. Pero supongo que querrás hacerlo solo.
—¡Sí! –Dijo cohibido—. Yo solo…
Salí de la habitación y esperé a ellos dos
se las apañasen para dejarle en cueros, atarle el paño y después anudarle las
muñecas al perchero. Esperé al menos cinco minutos y cuando al fin pude entrar
la situación no podía ser más irrisoria. George conteniendo la risa y Enzo el
sonrojo.
—El nudo por delante, no a un lado.
–Puntualicé señalando con el carboncillo el paño de algodón. George le corrigió
ese detalle y después me quedé mirando al muchacho por todos los ángulos.
—Solo puedo estar aquí una hora, ¿si?
–Dijo advirtiéndome que tenía trabajo después.
—Entonces tendremos que repetir la sesión.
–Dije divertida a lo que él resopló—. Tampoco creo que aguantes más de una hora
en esa postura. Descansaremos de vez en cuando.
Cuando me senté a dibujar no pude evitar
reírme a cada rato porque su piel se ponía de gallina por el frío y sus pezones
se endurecían. Sus ojos evitaban mirarme pero le coloqué el mentón de manera
que su rostro estuviese vuelto hacia arriba. Le pedí que mirase alguna mancha o
algo en el techo y se concentrase en eso. Aquello le borraría la vergüenza y me
daría una imagen más realista. Sufre, le dije, te han atravesado con varias
fechas.
Mientras dibujaba su cuerpo me di cuenta
de lo proporcionado que era, y aunque intenté buscar rastros de humanidad y
naturalidad en su fisionomía, era muy equilibrado. Su cintura era pequeña y su
espalda fuerte, con sus brazos levantados se podían distinguir sus costillas
pero su anatomía seguía siendo fuerte. Sus manos eran finas pero grandes y
recias, igual que sus piernas. Las sombras que se proyectaban en su cuerpo
parecían pinceladas sobre un fondo perlado. Humedecí su cabello para que se
ondulase levemente y así lo plasmé en el dibujo. Sus ojos miraban ya llorosos
hacia el techo cuando decidí desatarlo y dejarle descansar unos minutos. Rotó
los hombros varias veces entumecido. Yo le cubrí con una gruesa manta y le di
un vaso de vino para templarle el cuerpo. Mientras descansaba apuré los
dibujos. Había hecho varios generales de su cuerpo, pero no había podido
detenerme en los detalles. Quería varios bocetos de sus manos y otros de su
rostro y sus pies,
—¿Puedo verlos? –Cuestionó, alzando el
mentón en busca de mis dibujos. Yo me senté a su lado en la cama y se los
mostré. Él, divertido, me preguntó dónde irían las flechas.
—Aún no lo he decidido. Una en el muslo,
otra en el vientre, otra en el brazo, y puede que otra en el cuello…
—Que sádico. –Exclamó.
—Más sádico sería obligarte a portar
flechas, para poder dibujarlo mejor.
—La próxima vez. –Prometió, con una risa
infantil.
—No me debes tanto. –Dije negando con el
rostro, a pesar de que había sido evidentemente una broma.
—Estás muy equivocada. Ni aún así, podría
pagártelo todo..
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