LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 22
CAPÍTULO 22 – Niña de papá
Aquel lunes empezaron las primeras nieves.
No cuajarían, no al menos en el pueblo, donde había estado lloviendo durante
días y el suelo húmedo derretiría la nieve. Sin embargo sí que comenzaba a
aglomerarse en la rivera del río y en las montañas que se divisaban a lo lejos.
Mientras tanto nos helábamos de frío y la nieve que caía nos estorbaba para
todo. Sin embargo, una navidad sin nieve, que cosa tán triste. Nathan ya me
esperaba al otro lado de la puerta, arrecido de frío, con los brazos cruzados
frotándose con las manos para entrar en calor. Miraba a todas partes,
distrayéndose en lo que aguardaba fuera. Cuando abrí la puerta para dejarle
entrar y volviendo el cartel de “Cerrado” a “Abierto”, dio un respingo asustado
por el sonido de los cerrojos y el de los goznes tronando. El sonido de las
campanillas sin embargo le hizo esbozar una sonrisa.
—Qué puntual. –Le dije al verle entrar con
una superficial capita de nieve sobre el cabello y los hombros—. ¿No habrás
esperado mucho fuera?
—Apenas unos minutos. –Me dijo
encogiéndose de hombros. Justo en ese momento descendía desde la escalera de la
casa Hank. Cruzaron una mirada, se saludaron y se despidieron adentrándose este
en el taller para comenzar el trabajo.
—Espero que vengas desayunado, porque ya
tienes que volver a partir.
—Sí, no se apure. –Dijo y puso ambas manos
en sus caderas—. Lo que mande la señorita.
—Bien. –Volví hasta el mostrador y él me
siguió, raudo—. Varias cosas. Esto. –Le extendí un sobre algo voluminoso—.
Tienes que llevarlo a la dirección que pone ahí. Es para el marqués de
MontBlanc. Es un presupuesto aproximado y unas indicaciones escritas. Espero de
ti la máxima discreción. Llévalo a la casa, y si te ordenan quedarte o recibes
una carta como respuesta, habrás de recogerla y traerla aquí de inmediato. –El
muchacho asintió cogiendo el sobre—. Si no, ve al mercado. Aquí tienes una
lista de la compra, y aquí el dinero pertinente. No debe sobrarte mucho. ¡Me
traerás la vuelta! Me parece bien si no vas al puesto de Miguel, pero habrás de
ir al quesero que me gusta y al puesto de la familia de Pietro. ¿Entendiste?
Diles que vas en mi nombre. ¡No se te olvide!
—No se me olvidará.
—Bien. Cuando hayas comprado volverás.
Dejarás la compra y entonces te haré otro encargo. ¿Entendido? Tal vez tengas
que pasarte por la tienda de Paola, ¿Si? Aún tengo que hacer inventario y te
proporcionaré una lista.
—¿Eso es todo?
—Todo, por ahora. –El muchacho partió con
la lista, el sobre y el dinero.
Después de que se marchase me metí en el
taller y respiré profundamente el olor de la resina y el barniz. Hank ya se
había puesto a la tarea y modelaba las alas de un pequeño angelito. Las piezas
a medio pintar se acumulaban en la mesa de trabajo y los colores no se habían
hecho. Hank me lanzó una mirada de soslayo y al captarla sonrió de lado. Sabía
que la tarea de hacer los colores era de lo más tediosa para mí pero le
divertía ver mi frustración.
—Tengo que hacer inventario. –Le dije—.
Tal vez hoy o mañana le haga llegar un encargo a la señorita Paola.
—Mejor hoy que mañana. Necesitamos cola de
conejo para el estuco. –Dijo meditabundo—. Y tal vez algo de cera.
—Y algunos pigmentos. –Suspiré—. Después
de la hora de comer mandaré a Nathan.
…
Aquel día estuvo cargado de tareas y
movimiento dentro de la casa, no tanto como en el taller. Cuando llegó Natan de
los recados que le había encomendado estudié con detenimiento la compra y el
dinero que me había devuelto. Todo cuadraba, así que lo llevé a la cocina
pidiéndole que fuese a llamar a la señora Marianita en mi nombre a su casa y la
hiciese venir para prepararnos la comida a cambio de unas monedas, si es que
estaba en casa y tenía tiempo para ello. Cuando llegó le dije que tenía
ablandados unos garbanzos y que con algunos cayos y verduras nos preparase un
guiso. Accedió gustosa ante la idea pero se sintió algo inquieta por la
presencia de Nathan allí. Estaba apoyado en el mostrado con aire tranquilo y
desafiante.
—Podría haberme mandado a mí al mercado.
–Me dijo ella pero yo me encogí de hombros.
—Le pago veinte francos al día, tiene que
ganarse su sueldo.
No dijo nada más, se limitó a desaparecer
por las escaleras en silencio y Nathan se la quedó mirando. Yo le reprendí con
la mirada y él sonrió bobaliconamente.
Por la tarde, pasada la hora de la comida,
Nathan regresó y le envié a la tienda de Paola con una lista y una caja de
madera. Se la extendí y le pedí que la trajese con los productos que le había
encomendado, advirtiéndole de que eran importantes y costosos, y no perdonaría
un accidente o una falta.
Durante el tiempo que estuvo fuera llegó
el ayudante del carpintero con una carta para mí. Le pedí al joven que se
quedase allí hasta haber leído la carta. Esta decía:
Querida
amiga, Señorita Leroy:
Hace unos
días me reencontré con un viejo conocido, el cual me comentó que tenía un
hermoso tocador que heredó de su madre al morir, y ahora que su hija va a
casarse quiere regalárselo a ella, pero está en muy mal estado y necesita
algunas intervenciones. Por lo que yo he podido saber no es solo una mano de
barniz lo que necesita, pues tiene hermosos querubines tallados, así como
flores y hojas que requieren unas manos más artísticas de las que yo poseo para
restaurarlos. Si le interesa esta propuesta, aquí le dejo el boceto que él me
enseñó, como mapa de daños, de la pieza en cuestión. Desearía tenerlo antes del
verano próximo, cuando se celebra la boda.
Si está
interesada hágamelo saber, después tendrá tiempo de prepararse un presupuesto y
yo se lo haré llegar a mi conocido, claro está con al menos un cinco por ciento
de comisión por hacer de intermediario. Ya sabe, yo y mis tantos porcientos.
Desearía una
contestación cuanto antes.
Su queridísimo amigo, Robert Martín.
El joven que estaba delante de mí me
miraba expectante con una media sonrisa llena de emoción. Parecía saber no solo
qué decía la carta, sino tener algo que decir al respecto. Tenía los ojos vivos
y divertidos, su expresión era toda una maravilla. Me hizo sonreír y le
cuestioné con una mirada llena de intriga.
—¿Ha visto usted el tocador?
—Ya lo tiene allí en el taller. –Dijo él,
riéndose por lo bajo—. Su amigo se lo ha emplumado y no sabe ni qué hacer con
ello.
—Ya, eso me parecía a mí. ¿Es bonito?
—¡Muy hermoso, señorita! –Aquella
diligencia me sorprendió. La primera vez que me había visto me había tratado
con tanto recelo como un minino callejero. Y la segunda también, ahora que lo
recuerdo. Tenía la nariz roja, congelada por el frío, y todo su cuerpo estaba
rígido, no sabría decir si por la hilaridad de la situación o por el frío que
había cogido de camino.
—¿Es muy grande?
—¡Así! –Dijo, abriendo los brazos,
mostrando más o menos un tocador de mediano tamaño. Me guiaba más de su
percepción que de las anotaciones que adjuntaba el señor Robert en su carta.
—Maldito cinco porciento… —Dije y el joven
se desternillaba de risa.
—Eso ha sido gracias a mí. –Me dijo, y yo
di un respingo—. Quería cobrarle el quince.
—¡Quince! Tu amo es ladrón, que lo sepas…
—El muchacho volvió a desternillarse. Yo le extendí la mano y él me la
estrechó, aunque dubitativo, porque no sabía muy bien qué estaba queriendo
decirle con aquel gesto—. ¿Cómo te llamas?
—¡Ah! Ferdinand, señorita.
—Un placer. Espero que tu amo no te
reclame enseguida, porque te vas a quedar aquí hasta que redacte una respuesta.
–Dije y él asintió, consciente de que eso podía suceder, pero se quedó algo
pasmado al verme desaparecer por las escaleras de la casa. Cuando regresé lo
hice con un vaso de leche que había dejado en un cazo caliente y un hojaldre de
miel en una servilleta. Se lo extendí y él se quedó allí pensativo—. Tómalo, en
lo que redacto la carta.
—¡Para mí! –Exclamó y rodeó la taza con
las manos templándolas—. ¡Muchas gracias señorita!
—Por el maldito quince por ciento. –Dije y
él se rió con ganas.
Me senté detrás del mostrador y comencé a
ojear la agenda para ver si tendríamos tiempo suficiente desde que terminásemos
la talla del marqués, o tal vez pudiésemos hacerlo a la par. Tras consultarlo
con Hank decidimos que podríamos hacernos cargo de ella a partir de enero,
cuando después de navidad nos hubiésemos hecho con los materiales para tallar
la figura del San Sebastián. Habíamos de habilitar parte del taller solo para
aquel mueble, pero a ambos nos gustó la idea de adentrarnos un poco en la restauración.
No era nada que no hubiéramos hecho antes.
Redactando la carta y prometiéndole que a
partir de enero tendríamos espacio en el taller para el tocador, Nathan llegó
cargado con la caja de madera llena de botes y bolsas de papel. Le señalé con
una mirada el taller y le pedí que lo colocase todo sin molestar a Hank. Él
obedeció, y cruzó una mirada despectiva con Ferdinand que tenía los carrillos
llenos con el pastelito de miel. Cuando Nathan desapareció dentro del taller el
muchacho me miró interrogante, yo me encogí de hombros y seguí escribiendo en
silencio. Cuando terminé la carta él apuraba el vaso de leche y le entregué el
papel.
—¿Cómo has hecho para que pase del quince
al cinco por ciento? –Le pregunté, curiosa.
—Solo le recordé que su hermana se
enfadaría si descubría que sacaba negocio a vuestra costa, señorita…
—¡Qué osado! ¿Y no te reprendió por
semejante insinuación?
—No. –Dijo, riéndose y metiendo la carta
en el bolsillo interior de su abrigo. Se colocó el sombrero y se despidió de
mí, divertido—. Me tiene como un hijo, casi. Llevamos años trabajando juntos,
ya hay confianza.
—Bueno, bueno.
En ese momento apareció Nathan por la
puerta del taller, ocioso y con los brazos cruzados. Volvieron a cruzar una
gélida mirada que en comparación con el frío del exterior, aquí estábamos en el
Polo Norte.
—Marcha, y dale saludos de mi parte a la
señorita Clauda y a la pequeña Livia.
—¡Lo haré! –Dijo, se despidió de mí con un
gesto de su sombrero y desapareció volando por la puerta. Entró un poco de nieve
y esta se esparció como el polvo por la entrada.
—¿Para mí no hay leche? –Preguntó Nathan,
socarrón. Yo me volví hacia él con una ceja en alto.
—No. ¿Y a qué vienen esas miraditas? Ni se
te ocurra volver a hacer eso. –Aquello le hizo dar un respingo—. Ahora que
trabajas aquí tratarás a los clientes con diligencia.
—¡Vaya! –Dijo, algo divertido, intentando
quitarle hierro a la situación—. La señorita Leroy como clienta es mucho más
amable que como jefa…
—Ponte a barrer. –Le dije, saltando del
mostrador y metiéndome en el taller.
…
El martes hice venir a Nathan a media
mañana y le extendí seis paquetitos, todos ellos en una cesta de mimbre. Cada
uno de ellos estaba envuelto en papel marrón y atado con un cordel de cáñamo.
Anudado a este estaba la dirección a la que debía entregar cada uno.
—Son figurillas. –Le advertí—. Son muy
delicadas así que no de las dejes caer o algo por el estilo. Debes llevarlas en
persona a las direcciones que vienen inscritas. No te equivoques. Están pagadas
de antemano, así que no tienen que darte nada. Si te dan alguna propina, puedes
quedártela. Nada más.
Marchó y yo salí detrás de él con un
paquetito semejante a los que le había entregado a él, pero un poco más grande
y que debía entregar yo de forma personal. Aguardé fuera de la iglesia hasta
que la misa de mediodía terminó y entré haciéndome paso entre el gentío. A un
lado de la capilla se encontraba una mesa repleta de figurillas representando
un belén. Estaba adornado con velas para que se apreciasen hasta los pequeños
detalles y entre las figurillas había acebo, algodón y algunas telas pintadas.
Cuando el cura recayó en mí me hizo acompañarle hasta la mesa del belén y allí
el extendí la cajita.
—El San José, el angelito con la estrella
y un camello. –Le anuncié antes de que se hiciese con las figurillas. Las
destapó de entre las telas en las que estaban envueltas y se las quedó mirando
detenidamente, buscándoles cada uno de los defectos que se les podían achacar.
Rascó con la uña el ala del ángel mientras lo sostenía a la luz de la velas, y
al camello lo comparó con los otros dos que ya tenía en el belén.
—¿Qué madera es?
—Madera de álamo, como pidió.
—Hum. –Musitó no muy convencido de mi
afirmación pero como de seguro tampoco tenía forma de averiguarlo se dejó
convencer.
—Si no le gustan, siempre puede
devolverlas y se le devolverá el dinero… —Aquello pareció ofenderle—. No hay
ningún problema con ello. Pero un belén sin San José, será muy extraño. Madre
soltera, ¡Qué barbaridad!
—Una barbaridad. –Dijo y como si aquella
sugerencia le hubiese llenado de espanto supersticioso colocó la figurilla de
San José en su lugar, y con eso me di por satisfecha.
…
Cuando regresaba a la tienda pude
distinguir a Donatien jugando y saltando justo enfrente de las escaleras de su
casa con el títere que le habíamos regalado y a su hermano George sentado en
los escalones, con los codos sobre las rodillas y el rostro en sus manos.
parecía estar observando a su hermano divertirse y jugar, pero su mirada estaba
fija en algún punto indefinido de la calle que tenía delante. Estaba disgustado
y a medida que me acercaba podía distinguir también el enfado y la pena. Cuando
llegué a la altura de la tienda ambos recayeron en mi presencia y yo me volví
hacia ellos con una mueca como saludo. Donatien me respondió moviendo el muñeco
de forma que este me saludase, pero mientras me entretenía viéndole jugar,
George me había ignorado y se había vuelto escaleras arriba hacia la casa. Yo
fijé mi mirada en aquel hueco del edificio llena de remordimiento. Al volverme
hacia su hermano pequeño el muchacho puso una mueca triste, y luego otra de
enfado.
—¿Qué le ha pasado? –Le pregunté, llena de
curiosidad. Él me hizo saber que estaba enfadado—. ¿Con quien? ¿Enzo o su
padre? –Para sorpresa mía el muchacho me señaló con un dedo acusador, que más
bien parecía transmitir todo el enfado que su hermano sintiera por mí. Al
instante su dedo descendió y volvió a jugar con el títere, distraído.
Como del mucho no parecía capaz de obtener
nada más me colé por las escaleras que conducían a la casa de la señora
Constanza y alcancé a George a punto de entrar por la puerta de la casa. Le
sujeté por el brazo y él se detuvo asustado y pasmado al principio, pero al
reconocerme y ver mi interés por su enfado, tiró de su brazo, soltándose de mi
agarre.
—¿Qué te pasa conmigo? –Le pregunté,
subiendo los últimos escalones hasta llegar a su altura. Él pareció intimidado
pero rápido mudó su expresión.
—Suélteme. –Me dijo, al volverse a ver
presa de mi mano en su antebrazo—. No quiero saber más de usted…
—¡Pero bueno! –Dije, llena de sorpresa—.
¿Qué he hecho si puede saberse?
—Mi hermana ya me lo ha contado.
—¿Contado, el qué?
—Que Nathan trabaja para usted. Lo he
visto esta mañana, repartiendo encargos.
—¿Qué problema tienes con eso? Se quedó
sin trabajo, y le estoy proporcionando una pequeña ayuda…
—Es un idiota. –Sentenció como si eso
fuese suficiente argumento para su enfado—. Y usted una embustera traidora.
–Murmuró y yo me quedé allí de piedra. Al instante de decirlo levantó la mriada
y pareció recordar que en ms manos estaba el hecho de poder denuncuarle por
sodomía y que lo encarcelasen o lo matasen. Palideció y apretó los dientes
bajando la mirada—. Perdóneme..—Murmuró aún mucho más bajo que antes.
—Tú tienes trabajo por las tardes en el
taller de tu padre. –Me excuse decidiendo ignorar lo que había dicho—. Y él se
había quedado sin trabajo, y necesitábamos personal para estos días previos a
la navidad…
—Ya…
—Lo siento si te hice ilusiones… —Aquello
no pareció consolarle—. Pero no puedo hacer ya nada…
—Ya. –Miró a todas partes, buscando el
momento para escabullirse de mí. Yo cogí su mentón y le hice mirarme.
—Aun puedo llamarte cuando necesite…
—Déjelo. –Suspiró—. Es una tontería
enfadarme por esto. ¿Qué pinto yo ahí? Solo quiero trabajar con usted para huir
de mi padre. Es lo único. –Aquello me conmovió, y puedo jurar que casi se me
saltan las lágrimas. Sentí el ardor en la garganta y hube de bajar la mirada—.
Solo era eso. Me buscaré otra cosa, siento haber dicho esas cosas tan
horribles…
—No lo son. –Negué—. Tienes razón. Pero lo
siento mucho…
—Cuídese de Nathan. –Me advirtió como
despedida—. Es una mala persona…
—Lo sé. –Asentí—. Pero confío en que no
pase nada.
—No confíe. Mi hermana ya está advertida,
sabe cómo es. No irá más a su casa, señorita, si se encuentra Nathan allí
trabajando.
—¿Para tanto es? Ya veo… Haré lo que pueda
para hacer que no coincidan y no le quitaré los ojos de encima.
—Bien. –Sentenció y desapareció en el
interior de su casa.
Aquella conversación de me dejó un mal
cuerpo terrible, me sentí inquieta y preocupada, a la par que llena de
remordimientos por haber dejado de lado a George en favor de Nathan, pero las
circunstancias eran las que eran y ya estaba hecho. Cuando regresé a la calle
Donatien seguía jugando con el títere como si nada hubiera pasado aunque me
interrogó con una mirada llena de curiosidad. Yo me encogí de hombros como
única respuesta y él la imitó con una sonrisa, como si tampoco supiese cómo
lidiar con aquella situación. Le devolví la sonrisa y regresé a la tienda.
En el taller no había nadie. Las
herramientas se habían quedado sobre la mesa y la pieza a terminar en que había
dejado a Hank trabajando estaba colocada al borde de la mesa, con gubias y
buriles alrededor, como si Hank se hubiese evaporado al instante, con el tiempo
suficiente como para dejar las cosas sobre la mesa. Miré a todas partes pero no
me pareció ver nada más fuera de sitio. Era casi la hora de comer, así que
probablemente estuviese en el piso de arriba haciendo algo de comida al no
verme a mí de vuelta. Pero antes de llegar a la cocina, a mitad del tramo de
escaleras, las risas de la señora Francis Durand me hicieron sentir un escalofrío
que me recorrió desde las orejas a la plana de los pies. Como si hubiese
masticado arenilla.
Cuando alcancé la cocina allí me encontré
a Hank sentado a la mesa con la señora Durand a su lado, con dos copas de vino
y un puchero en medio de la mesa. Por lo que se alcanzaba a ver era una especie
de potaje con garbanzos, acelgas y bacalao, también algo de arroz. Olía
exquisitamente pero la presencia de la señora Durand hizo que aquel guiso fuese
tan repugnante como el lodo. Al verme aparecer ambos se volvieron hacia mí y yo
les saludé con una mueca de incomodidad. Si ya detestaba que se colase en el
taller, en el interior de la casa era sumamente desagradable, además de
peligroso.
—Llegaste. –Dijo la señora Durand,
reprendiéndome. Yo alcé una ceja, interrogante—. Te estábamos esperando,
querida. ¡Mira que guiso os he traído!
—Estaba ocupada. –Me excusé aunque al
decirlo me di cuenta de que ni siquiera era necesario.
—Siéntate, muchacha. –Me dijo, y yo miré a
Hank buscando su aprobación, o tal vez esperaba ver en su expresión una mueca
de auxilio que me autorizase a echar a patadas a aquella señora de nuestra
casa, pero no vi nada de ello. Hank me retiró una de la sillas pero yo lo
ignoré y me dirigí a buscar una tercera copa donde servir un poco de vino—.
¿Qué tenías que hacer fuera de casa a estas hora, y con el frío que hace? ¿La
deja ir de un lado a otro sin orden ni concierto?
—Estaba trabajando, señora Durand… —Me
excusó Hank pero no sirvió para aplacarla.
—¡Mira el guiso que os he traído! –Volvió a
repetir—. Como regalo de navidad. ¿Qué le parece? Aún quedan un par de días,
pero qué importa. Seguro que con tanto trabajo ni siquiera tiene tiempo para
cocinar, ¿verdad señorita?
—Sí, así es. –Dije y le di la espalda para
apoyar la copa en la cocina y servir un poco de vino.
—¡Lléname la copa a mi también, querida!
–Me pidió y me extendió su copa vacía.
Yo le sonreí y le alcancé la copa. La puse
al lado de la mía y mientras ella regresaba a su conversación con Hank me apoyé
en la madera y dejé caer un escupitajo, silencioso y lento, sobre la bebida.
Quedó allí en el fondo de la copa, blanco y espumoso. Después vertí el vino y
este desapareció entre la espuma violácea. Al acercarme a la mesa dejé ambas
copas sobre la madera, con la suya más
cerca de ella de forma que la alcanzase más fácil, pero Hank, de forma
imperceptible, le extendió la que era para mí y me dejó la envenenada. No me
había terminado de sentar y aquello me dejó de piedra. Le fulminé con una
expresión agria para recibir una penetrante mirada cargada de reproche. “Un
truco muy viejo” pareció decir con sus labios apretados.
Unos segundos después seguía atravesándome
con la mirada, y no dejaría de hacerlo hasta no verme beber de la copa. Lo
hice, a disgusto, y después le miré con una sonrisa altanera, llena de orgullo
herido, que le dejó satisfecho.
—Su padre y yo hablábamos de los viajes
que ha hecho en su vida. –Me aclaró la señora Durand como si quisiese meterme a
mí en aquella conversación, o tal vez justificarse.
—Si, mi padre viajó mucho de joven…
—¿Con su madre, señorita?
—Conmigo, con mi madre, solo… la vida es
tan larga.
—¡Y qué lo digas! ¿Así que vienen de
Bruselas? ¿Es bonito Bruselas? Yo no he salido de este pueblo en mi vida….
—Es muy bonito, aunque la humedad es
horrorosa a veces. –Dijo Hank sonriendo con tristeza—. Pero en verano es un
lugar muy bonito con unos paisajes muy hermosos. Vivimos unos cuantos años en
Brujas antes de mudarnos aquí.
—Hay muy buenos paisajistas en el norte
del continente. ¿Sabe? –Comenté—. Yo me interesé por el paisajismo una época,
pero no estoy muy dotada para las pinturas en lienzo…
—¡Sírvanse el guiso! –Me cortó la señora
Duran—. Comamos, es hora de comer.
—¿No se va a casa a comer con su esposo?
–Le pregunté pero ella le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Ese truhán anda en la taberna todo el
día, no volverá a casa hasta la noche…
—Yo que usted, lo metía en vereda. –Le
dije mientras me levantaba para coger un cazo y unos cuencos de barro—. Un par
de palos suelen ser suficiente…
—¡Vaya muchacha! Qué cosas dice. Si no es
más tolerante con los hombres, no se casará nunca. ¿Sabe? A los hombres hay que
dejarles hacer, sino, se agobian.
—A los hombres que se van por el mal
camino, señora, hay dos formas de tratarlos. O se les mete en vereda a base de
palos o se les abandona. –Le puse un plato delante—. Si no, se corre el riesgo
de ser a la que abandonen. O peor. La que recibe los palos.
—Lo que yo digo. –Sentenció, mirando a mi
padre con condescendencia, como si disculpase mis palabras—. No encontrará
marido nunca, váyase haciendo a la idea, señor Leroy.
…
Cuando terminamos la comida sobró algo del
guiso que guardamos para otra ocasión. La señora pidió algo de café, o té, o
algún digestivo que alargarse un poco más la comida, y a regañadientes hice un
poco de café para ella. La conversación se volvió redundante y aburrida,
intercalando cotilleos que había oído sobre no sé quiénes del pueblo, problemas
que tenía con su marido, y extrañas sugerencias a que conociese a familiares y
amigos de ella de una edad cercana a la mía. Porque una muchacha no debería
pasarse el día trabajando, porque era hora de que me comprometiese para que
olvidase de una vez esas extrañas ideas sobre los hombres.
Cuando nos vimos obligados a echarla
porque el trabajo apremiaba y Nathan ya había regresado en busca de más recados
que realizar la señora se vio forzada a marchar. Hank bajó primero al taller y
la señora Durand y yo nos quedamos al pie de la escalera que daba a la casa,
con la atenta mirada de Nathan apoyado en el mostrador, con una mueca entre
curiosa y aburrida. La señora Durand me cogió del antebrazo como un toque de
atención y al tiempo, como una muestra de afecto maternal.
—Ay, querida muchacha. Cuánto me hubiera
gustado tener una hija como tú. –Aquello me hizo levantar una ceja—. Tan
trabajadora e inteligente.
—Gracias, señora Durand…
—Seguro que tu padre debe sentirse muy
solo, desde la pérdida de tu madre, hace ya tanto tiempo…
—Estoy con él, señora. No tiene por qué
sentirse solo. –Ella rió ante aquel comentario con ganas, como si yo no fuese
capaz de suplir todas las necesidades y carencias que pudieran surgir en él. La
pluma de su sombrero se movió temblorosa y me palmeó repetidas veces el dorso
de la mano, condescendiente. Terriblemente ácida.
—¡Querida! Los hombres tienen necesidades.
¿Qué puede hacer una hija al respecto? Seguro que tu padre ya le ha echado el
ojo a alguna. ¿No te gustaría tener una madrastra? ¿Qué opina tu padre de mí?
–Me preguntó, en un susurro, llena de confidencialidad—. Una mujer sabe ver las
señales, y los gestos. ¿No crees que puede sentir algo por mí? ¡Qué pena que
sea yo una mujer casada! ¿no? Pero las necesidades…
—Basta. –Solté, volviendo el rostro con
una mueca desagradada. Sentí náuseas y creo que pude reflejar toda la
repugnancia que me daba aquella sugerencia. Cuando volví los ojos a ella se
reía, como si aquella fuera la reacción natural de una hija al hablar de la
sexualidad de su padre. Yo la sujeté por el antebrazo, al ver que se marchaba—.
Voy a advertírselo solo una vez. ¿Estamos? –Aquello hizo desaparecer su sonrisa
y me miró algo pasmada—. No se le ocurra acercarse a mi padre, y menos en mi
ausencia. Mi padre puede ser un buen hombre, amable y lleno de atenciones para
con usted, pero yo puedo ser una pesadilla si se le pasa por la cabeza tener
con él algo más que una amistosa relación. Incluso eso, me parece excesivo.
–Solté su brazo—. No le conviene tentar a la suerte, señora. La próxima vez que
venga a ver a mi padre para distraerse de su hastiada vida marital se
encontrará disolvente en el vino. Procure no venir muy acalorada…
Aquello la hizo retroceder y se marchó
temblorosa y llena de espanto. Nathan que había presenciado toda aquella
conversación no pudo evitar mostrar una mueca de sorpresa y admiración. Allí
cruzado de brazos y apoyado en el mostrador me vanaglorió con una sonrisa y un
asentimiento de cabeza.
—Vaya, vaya… ¿una niña de papá?
—Una niña de papá. –Repetí, para
complacerle.
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