LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 21

CAPÍTULO 21 – Noticia inesperada

 

 

Pasaron los días. O los dejamos pasar de largo, como si el viento se los llevase. Decidimos no pensar en la carta del abogado, ni en el testamento, por unos días. Al menos un corto periodo de tiempo hasta que la idea de la muerte de mi padre se hubiese asentado en nuestra memoria como algo verídico y cierto. El martes, después de una noche agitada y horas de silencio en el taller, rompí a llorar con una figurilla de la Virgen María en las manos. Mientras lloraba no estaba segura de cuál era el motivo concreto que había hecho aflorar las lágrimas. La muerte de mi padre me hacía sentir tan liviana y tan culpable al mismo tiempo y era aquella lucha de emociones la que me llevó a ese estado de impotencia y angustia. También sentía remordimientos por haber arrastrado a Hank conmigo, en aquella vorágine de emociones y dramas, y nuevamente mis lágrimas le perturbaban la calma. Acabaría dándose cuenta de que estaba tan desequilibrada como mi madre, a la que aquellos en La Rochelle, llamaban la Condesa loca de Vigny.

Cuando rompí a llorar Hank se levantó de su mesa de trabajo y se acercó a mí, rodeándome los hombros con las manos. Yo cubrí mi rostro con el antebrazo y contuve el llanto, que parecía incontrolable. Me frotó la espalda con ternura y agradecí por un instante que aquellas lágrimas saliesen al fin, pues rompían la tensión que se había establecido entre Hank y yo desde el día anterior. Aquel humilde gesto de soporte con sus manos sobre mi espalda fue todo lo que necesitaba para recomponerme. Sentirle de nuevo cerca era un impulso para sobrellevar todo aquello y a los minutos volví con la pequeña figura. Hank me trajo un poco de vino para recomponerme y volvimos al trabajo sumergiéndonos de nuevo en el silencio.

Después de aquella dramática escena se nos hizo más fácil olvidar, como si las lágrimas se hubiesen llevado todo el temor y la angustia. Aún nos quedaba cierto resquemor que aparecía en medio de la noche, entre los incómodos silencios y durante los tiempos muertos. Pero por lo general, gracias al trabajo que teníamos con todas las figurillas para belenes, el encargo del Marqués y las labores de cada día en la casa y el mercado, no teníamos demasiado tiempo para pensar en aquello. Quedó como un mal sueño en nuestra memoria. Dios bendiga las obligaciones diarias que nos ayudan a no pensar demasiado.

El viernes fui al mercado con la señora Constanza. No había podido ir en toda la semana y nos faltaban algunos bienes básicos. Había mandado a Marianita para algunos que otros alimentos pero aún así no teníamos pan ni huevos. Tampoco fruta y la miel estaba agotándose. Además, un paseo por el mercado no me vendría mal porque ya estaba algo cansada de estar encerrada entre las cuatro paredes del taller concentrada en el trabajo sin encontrar un momento para desentumecer los músculos. La señora Constanza me reprendió por no haber ido al mercado antes, pues ya me conocía lo suficiente como para saber que había estado sumergida en el trabajo desde la última vez que me había visto. Me reprochó que mi expresión estaba pálida y lánguida, cosa que dejé que achacase al trabajo, por no poder contarle la verdad.

El mercado estaba como siempre, con las mismas personas, los mismos puestos y la misma mezcla de olores horripilantes. Aquella naturalidad me hizo sentir descolocada, e inevitablemente me acordé de mi padre. ¿Era yo la misma desde la muerte de mi padre? No estaba segura de si yo era la misma, pero por lo menos mi estado de ánimo había empeorado y desde luego que yo no sentía lo mismo por aquella ciudad, que durante al menos un mes había sido un remanso de paz y protección. Ahora se había convertido en un desierto desolador donde estaba a la vista de cualquiera que quisiera cazarme.

—Luego hablaré con su padre. –Me dijo, reprendiéndome—. El desvanecimiento de la semana pasada, ahora esta cara, como una muerta… No, esto no puede seguir así.

—Hable con él lo que quiera. –Le dije encogiéndome de hombros. Está muerto, pensé, pero no lo dije—. No le hará caso. Es inútil. Yo me gobierno sola…

—No es propio de una jovencita desoír los consejos de su padre, y tampoco de una amiga que la tiene en tan alta estima. ¡Debería rebajar el nivel de exigencia que tiene consigo misma!

—No me reprenda como a una niña. –Le dije, más bien le advertí, en un tono de amenaza—. No soy una niña.

—Claro que lo eres. –Terció ella. Yo rodé los ojos y la ignoré desde ese entonces hasta el resto de la mañana. Siguió reprendiéndome, pero no estaba de ánimo para soportarla y mucho menos para inventarme excusas o rebatir sus quejas.

Hice oídos sordos hasta que llegamos al primer puesto y pudo distraerse atendiendo a la carnicera, que nos saludó alegre, aunque murmuraba quejas de vez en cuando por culpa del mal tiempo, avecinaba tormenta. Su hijo me miraba de vez en cuando con una sonrisa cómplice y cuando hubo atendido a la clienta que estaba por delante de nosotros me ofreció servirme.

—Un par de orejas de cerdo y un trozo de tocino.

—Marchando. –Soltó, sonriéndome de nuevo. Me quedé embobada unos minutos viendo cómo manejaba el machete hasta que su madre me sacó de aquella ensoñación.

—Hacía días que no la veíamos por aquí.

—Desde la semana pasada. –Aclaré, volteando hacia Enzo por el sonido del machete al caer sobre la oreja de la cabeza del cerdo.

—¡El trabajo!—Exclamó la señora Constanza, no sé si justificándome o reprendiéndome nuevamente—. Se pasa el día trabajando…

—Pues como todos, señora Constanza. Si queremos llevar dinero a casa de algo tendremos que trabajar. Y el dinero no se gana tan fácilmente… —Le dio un codazo a su hijo y este asintió.

—¿Hace falta mucha fuerza para partir huesos? –Le pregunté a Enzo y este dio un respingo, algo menos evidente del que dieran las personas a mi alrededor, que me escucharon casi con pasmo. Creyeron seguramente, ahora que lo medito, que estaría ligando con él de una forma torpe y estúpida. Pero tuve el repentino e irrefrenable deseo de preguntarselo, inspirada por la forma en que veía descender el machete desde las alturas.

—Un poco. –Dijo, más avergonzado y divertido. Yo asentí y eso me pareció suficiente respuesta.

—Yo no sé si sería capaz de cortar un costillar como te he visto hacer…

—No estoy seguro de que no puedas. –Dijo, sonriéndome coqueto—. Seguro que en el taller te encargas también de serrar madera y levantar listones…

—No es lo mismo… —Me excusé pero no pareció convencido con mi respuesta. Me entregó la comanda y nos despedimos.

El verdulero ya nos gritaba desde lejos al vernos aparecer. Le enseñaba a la señora Constanza unos higos que le habían llegado aquella mañana y que al parecer la señora Constanza le había prestado pidiendo los últimos días. Al verlos yo también me sentí tentada de comprar unos cuantos pero hubimos de esperar nuestro turno, aunque el señor Miguel no estuviese hablando por encima del hombro de otras clientas a las que iba atendiendo. Cuando nos llegó el turno nos dio una docena de higos a cada una y la señora Constanza comenzó a pedir.

—¿Y usted? ¿Qué quiere, señorita? –Me preguntó un mozo de unos doce o trece años, rubio como un querubín, lleno de perlas de sudor por toda su frente, por donde se le pegaban los cabellos. Yo di un respingo al verlo y le sonreí con candor.

—¿Me atenderás tú? –Le pregunté y él sonrió. Le faltaban varios dientes.

—¿Quién si no?

—¡Bien! –Dije—. Quiero media docena de naranjas y otra media de limones. ¿Qué ha sido de Nathan?

—¡Nathan! –Se volvió el verdulero lleno de furia y resquemor al oír mentar aquel nombre. El muchacho rió por lo bajo, divertido—. No se te ocurra mencionar ese nombre aquí, en mi puesto, o tendrá que irse a otro a comprar.

—¡Pero bueno! –Dije, más sorprendida que asustada por la amenaza—. ¿Qué ha ocurrido con el joven?

—¡Es que no sale usted del taller, señorita! –Me reprendió de nuevo la señora Constanza—. Este martes mismo, el señor Miguel mandó a paseo al mozo. Bien se lo tenía merecido.

—¿Cómo ha sido eso?

Por mucho que el verdulero no quisiese oír mentar el nombre de Nathan, no se reprimió para contarme lo que había sucedido. Parecía incluso haberlo estado deseando desde que me viera aparecer por el mercado.

—¡El muy granuja! –Dijo—. Siempre ha sido un inútil, yo ya lo sabía. Y él también. Pero ya lo aguanté demasiado tiempo. ¡Dios mio, que cruz cargué con el!

—Pero, ¿qué ha hecho, exactamente?

—Sisarme de la recaudación de la semana, robarme fruta del almacén, y molestar a todo tipo de clientes. ¿Le parece poco? Encima que le dejo dormir en el almacén al bastardo este…

—Bueno, bueno… —Dije intentando mediar dentro de su enfado—. ¿Y dónde está ahora trabajando?

—Sabe Dios. –Se desentendió—. Ni lo sé ni quiero saberlo. Ya todos aquí en el mercado sabemos cómo se las gasta. Lo acogí por pena, señorita, y me lo ha pagado con robos y desidia.

—Ya veo… —Dije mientras el muchachito rubio me ponía las naranjas y los limones en la cesta—. ¿Y este quien es?

—Mi sobrino. Mi hermano ya consideró que tenía edad para doblar el lomo y trabajar.

—Sí, eso parece. –Le dije yo—. Y parece que lo hace bien.

Cuando llegué a casa de aquella excursión al mercado le conté el chisme a Hank que se quedó meditabundo durante unos minutos. Podía ver que en el interior de su mente había un intenso debate entre la pena y la responsabilidad. Cuando fue joven también malvivió algunas épocas y aunque yo no había pasado por lo mismo, simpatizaba con esa desazón y pérdida. Miré a nuestro alrededor llena de desasosiego y Hank acabó por formar una pequeña frase, después de meditar sus palabras.

—Aquí no tenemos espacio para acogerlo. –Aquella conclusión quería decir: me parece bien contratarle, a excepción de darle alojamiento, como hizo su anterior jefe.

—No, pero podemos darle unas horas de trabajo. Tal vez con eso le llegue para alquilar una habitación. Ese ya no es nuestro problema. –Me sabía celosa de mi intimidad y no comprometería nuestra relación por un capricho momentáneo.

—Nos vendrá bien un poco de ayuda estos días. Queda justo una semana para navidad y la gente quiere sus belenes formados para esos días…

—Sí. Tienes razón. Aún tenemos mucho trabajo..

—Te necesito en el taller. –Sentenció lleno de resignación—. Y después de ello te necesitaré para la talla del marqués.

—Entendido.

—Tú sabrás meter al muchacho en vereda.

 

 

El domingo nos habíamos despertado pronto. Tal vez el sonido de la lluvia que calló a primera hora de la mañana nos desvelase, o tal vez el frío colándose a través de las mantas. Cuando desperté, me noté descansada y tranquila, sin necesidad de levantarme pero dispuesta a empezar el día. Después de que la lluvia terminase, el día no terminó de aclarar. Se mantuvo gris y nublado el resto de la mañana y desde el exterior nos llegaba el olor de la humedad. Hank me contuvo abrazándome la cintura y yo enredé mis piernas alrededor de las suyas y sobre su cadera. Aquello era suficiente como para despertarle y levantó la mirada cargado de emoción. Reí divertida con aquella mueca de sorpresa y se volvió sobre el colchón, colocándose encima de mí y mirándome con profundidad. Con sus manos a cada lado de mi rostro y la espalda encorvada. Estábamos en tinieblas porque la luz que entraba no era suficiente más que para distinguir sus expresiones, pero la poca luz grisácea que entraba por los cristales llenaban sus iris de una palidez aún más tétrica y espeluznante.

—Si empezamos, llegaremos tarde a misa… —Murmuró. Habíamos oído hacía poco las campanas dando las once.

—Tendrá que ser rápido…

—Rápido entonces… —Susurró y me volvió de espaldas a él.

 




Pasada una media hora nos aseamos y vestimos aprisa. Estuvimos en la puerta del negocio a la hora esperada para encontrarnos con la señora Constanza y su familia. Como había cogido costumbre, Marianita me estrechó el brazo y fuimos juntas por la calle, con Donatien danzando entre nuestras piernas como un cachorro y George a nuestro lado, escuchando atentamente lo que decíamos. La señora Constanza comenzó a reprender a Hank acerca del tiempo que me tenía trabajando en el taller, pero supo cómo disuadirla preguntándole acerca de cómo preparar no sé qué guiso o como era mejor conservar la carne en verano. No sé cómo se las apañó pero consiguió no solo cambiar el rumbo de la conversación sino también su estado de ánimo, para sorpresa del marido de ella.

La misa estuvo lenta y desagradable, como de costumbre, y más para mí que era una novata en aquellas danzas y artes religiosas. Cuando el sermón del cura finalizó las personas se fueron levantando de sus respectivos asientos y se desplazaban o bien hacia el exterior o a tomar la hostia que el cura iba ofreciendo. Hank y yo nos mantuvimos de pie a un lado de los bancos con la familia de la señora Constanza mientras ella iba y volvía de tomar la ostia. La familia de Enzo salió precipitadamente de la iglesia, como si tuviesen cosas mejores que hacer que estar perdiendo el tiempo allí, sin ni siquiera cruzar una mirada con nosotros o con nadie. El hombre saludó al alcalde en un rápido saludo y marcharon apresurados. El párroco cuando terminó de repartir las hostias se mantuvo ajetreado detrás del altar y para entonces la familia de la señora Constanza ya nos llamaba para que los acompañásemos fuera. También nos aguardan fuera la señorita Paola y su prometido. A lo lejos pude ver al carpintero y a algunos conocidos más. Yo me mantuve dentro y tiré de la manga del traje de Hank, haciéndole volverse hacia mí y se inclinó para escucharme mejor.

—Adelántate. Yo hablaré con él.

Asintió a mis palabras y salió por la puerta, precedido de la señora Constanza y toda su familia que miraban en mi dirección llenos de curiosidad y preocupación. Hank los alentó a que me esperasen fuera si lo deseaban y consiguieron dejarnos a solas en la capilla al párroco, a mí y a Nathan, que se había quedado arrodillado en uno de los bancos de la parte derecha. Me desplacé hasta allá acompañada del sonido de mis zapatos sobre las piedras y me senté en el banco que debía de ser el lugar donde él había estado sentado durante la misa, pero se había quedado arrodillado allí delante de mí con premeditada súplica. Yo me senté con un quejido y crucé las piernas, palmeando la tela del vestido con las yemas de mis dedos. Aquello le hizo volverse por encima de su hombro y me miró lleno de sorpresa al encontrarme allí. Rápido regresó su rostro hacia delante y ocultó su expresión entre sus manos juntas, sobre el banco. Rezó en murmullos.

—¿Pides perdón?

—¿Qué? –Preguntó, volviéndose hacia mí, mirándome con extrañeza.

—Robar a tu amo… qué cosa tan horrenda. –Su expresión se volvió lívida y volvió a desaparecer ocultándose con sus manos. Estaba avergonzado—. Más te vale que pidas perdón. Robar es un pecado muy grave…

—Lo sé, señorita… —Dijo, sin una sola pizca de arrepentimiento. Más bien parecía como si aquel robo hubiese sido premeditado, y muy estudiado, tanto en su parte técnica como ética y moral, y hubiese llegado a la conclusión de que muy en el fondo, no estaba tan mal.

—¡Dinero y fruta! Después de que el hombre le hubiese dejado dormir en su almacén. Qué cosa tan vergonzosa…

—Sí, señorita. Es vergonzoso. Y estoy arrepentido…

—Nah, no lo creo. –Dije mientras él intentaba volver al rezo, pero se detuvo y quedó mudo un instante, no supe si sorprendido o preocupado.

—¿Cómo puede…?

—Si ese hombre me hubiese hablado como le trataba a usted, le hubiese cortado el cuello con un pelapatatas…

—¡Señorita! –Exclamó en un murmullo, volviéndose hacia donde estaba el párroco colocando los enseres de la misa. Después se volvió a mí lleno de pavor, con los ojos transformados—. No diga esas cosas tan horribles, y menos en la iglesia.

—Cosas peores se dicen aquí. –Me encogí de hombros y entonces en su expresión se adivinó una media sonrisa, incómoda, o tal vez divertida.

—Si ha venido a torturarme, le aseguro que haberme quedado sin trabajo es castigo del cielo más que suficiente.

—No es para tanto, hombre. Es un mozo fuerte y joven, seguro que cualquiera pueda contratarle para lo que sea. Si aquí ya tiene mala fama, como parece que ha sucedido, emigre a otro pueblo, hasta que encuentre un lugar donde quedarse…

—¿Y usted qué sabe? –Me preguntó, despectivo pero yo crucé los brazos sobre mi pecho.

—¿Cree que no me gustaba Ámsterdam o Brujas? ¿Cree que he recorrido todo el país por gusto? ¿Cree que esto es una excursión, o que he llegado aquí porque me ha traído el viento? Huyo de  la pobreza, de la carencia de trabajo, de una mala fama que me han achacado. –Ante mis palabras se quedó mudo y se dejó caer en el reclinatorio, apoyando una mano en el respaldo del banco y volviendo su torso hacia mí.

—Viene a compadecerse, entonces… —Murmuró y yo solté un resoplido. Aquellas cosas no se me daban tan bien como yo creía.

—Será navidad dentro de una semana. El frío arrecia. ¿Dónde estás durmiendo?

—Por aquí y por allá. –Dijo—. No voy a contarle más. Ya sé cómo sois las mujeres. Solo queréis un buen chisme del que hacer gala. Lo siento. –Dijo e hizo el amago de incorporarse, pero yo posé uno de mis pies sobre su rodilla y le detuve. Él se quedó helado y cuando volvió a apoyar el trasero en el reclinatorio le fulminé con la mirada.

—¿Tienes un sitio donde dormir?

—Tengo. –Dijo, algo acobardado—. Una amiga. Bueno, ya sabe. Estas cosas… tenía un poco de dinero ahorrado, el poco que… bueno ya sabe. Y ella me deja quedarme en su habitación. La casera no dice nada, mientras le paguemos el dinero que corresponde semanalmente.

—Ya veo. No te quedará mucho dinero…

—No mucho, señorita.

—La semana que viene es navidad. –Repetí—. Y en el taller se nos echa el tiempo encima. No descansamos ni siquiera los domingos, aunque nos gustaría. Por no hablar de que ya no puedo permitirme ir al mercado o enviar personalmente cartas o llevar paquetes. Ni siquiera hacer la comida.

—No me restriegue lo bien que va su negocio… —Murmuró, apenado.

—¿Qué te parecen veinte francos al día? No puedo pagarte más. –Al oírlo, sus ojos brillaron llenos de jolgorio y entusiasmo. Estaba tan sorprendido que no se movió. Simplemente se me quedó mirando esperando que yo desmintiese aquella oferta, haciéndola pasar por una mala broma. Pero no fue así—. Tampoco puedo darte alojamiento, el taller no es lugar para dormir y la casa solo tiene dos habitaciones, aparte de la cocina.

—Sí, sí comprendo…

—Harás todo lo que se te diga. No creas que te contrato como aprendiz, ni pensarlo. Pero puedes ayudarme con el transporte de materiales y me ayudarás con todos los recados que te pidamos…

—¡Es usted un ángel!

—Estarás disponible todo el día, por lo menos desde las siete que abrimos el taller hasta las ocho de la tarde que lo cerremos. A no ser que yo te diga lo contrario…

—¡Faltaría más!

—Y una cosa más…

—¿Qué es?

—Si te pillo robando dinero, material o tratando mal a algún proveedor o algún cliente, puedo garantizarte que no saldrás con vida del taller. –Nathan palideció, conteniendo el aliento—. ¿Me he explicado?

—Sí, señorita. No quiero recibir una reprimenda de su padre también.

—¡Mi padre! –Dije, llena de sorpresa—. No será mi padre quien te de una una tunda si te pillamos con las manos en la caja del dinero. Me basto y me sobro para partirte la espalda con un garrote.

—¡Señorita! –Dijo y yo me encogí de hombros.

—Ale, hablado queda. –Sentencié—. Mañana a primera hora quiero verte allí. Tengo muchos recados que encomendarte.

—¡Mañana, a primera hora estaré en su puerta!

Cuando estrechamos las manos él se levantó de un salto, me dio un beso en la mejilla y salió corriendo de la capilla.

 

 

 



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