LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 20

 CAPÍTULO 20 – Desde La Rochelle

 

 

Como prometí, Hank y yo fuimos a la hora del té a casa del señor Robert y de su hermana. He de reconocer que Hank fue un poco a regañadientes, dado que el compromiso se había efectuado sin su consentimiento, pero como era domingo, habíamos madrugado para ir a misa y habíamos comido en la taberna, no se nos hizo tan pesado allegarnos hasta la casa del carpintero para pasar las primeras horas de la tarde. Cuando llegamos nos sorprendió un dulce olor a masa horneada. Hojaldre, y manzanas con natillas. Cuando nos sentamos a la mesa del salón la señora Claudia puso en medio una bandeja metálica con pequeñas tartaletas de hojaldre, con rodajas de manzanas sobre una delgada base de natillas. Hank cerró los ojos para emborracharse con aquel aroma y yo comencé a mover los pies inquieta y ansiosa. ¡Qué pinta tan deliciosa!

La señora Claudia se sentó a la mesa delante de mí y Robert enfrente de Hank. La niña al parecer se había quedado dormida nada más terminar de comer y el tono silencioso que usaban aquellos dos era suficiente indicativo de que debíamos imitarlos, para evitar despertarla. Comenzamos a hablar de cosas casuales, triviales. El tiempo estaba cambiando rápidamente para adentrarnos en el frío invierno más pronto que tarde; en las pequeñas tartaletas aún se sentía ligeramente la acidez de la manzana; de dónde había sacado las telas para el vestido que me ponía los domingos, y cuánto me había costado, o dónde me lo habían fabricado…

Sin embargo aquellas banalidades me aburrieron rápido y el carpintero pudo notarlo, viendo la incomodidad con que contestaba a aquellas preguntas y lo poco que me interesaban el tiempo, las manzanas o los vestidos. Robert bajó la taza de té con algo de estrépito, haciéndose evidente dentro de la tertulia, y levantando la mirada con una sonrisa.

—Le alegrará saber que ya he encontrado un proveedor que pueda traerle madera de álamo negro. –Dijo con una sonrisa radiante, casi orgullosa, y yo me incliné sobre la mesa, expectante.

—¿Es enserio? ¡Qué buenos contactos debe tener! Aún no he concretado las medidas y los materiales con el cliente. Le enviaremos la semana que viene un boceto del presupuesto, pero espero que lo apruebe y pueda traerle a usted el pedido…

—¡Oh! No hablen de trabajo un domingo. –Interrumpió su hermana, con una expresión cargada de riña—. Esas cosas se hablan en el trabajo…

—¡Pero mira como se ha emocionado! –Dijo el carpintero señalándome con la taza. Yo sonreí como una niña.

—Le apasiona su trabajo. –Me defendió Hank—. Desde que era pequeña. Le gustaba colarse en el taller y ayudarme como pudiera.

—¡No me diga! –Exclamó la señora Claudia—. Qué poco habitual en una muchachita. Pero me imagino, que sin su madre, usted tuvo que hacerse cargo de todo.

—Sí, más o menos. Pero ella siempre ha sido muy independiente. Y siempre hemos tenido amigos o conocidos que nos ayudasen. –Dijo Hank con una sonrisa dulce. Incluso cuando mentía, siempre sabía colar trazos de verdad con esas amables expresiones de las que no podía uno dudar.

—¿Usted le enseñó a tallar?

—Así es. –Dije yo, sonriendo y volviendo una mirada cándida hacia Hank—. Desde los doce años, más o menos, que empecé a interesarme por la escultura. 

—¿Y no ha pensado en casar a su hija? –Preguntó Claudia, pero al recibir una severa mirada de su hermano dio un respingo sabiendo que había dicho algo inapropiado, pero sin adivinar el qué, por lo que nos seguía mirando expectante.

—A la señorita Eleanora no se la promete. –Dijo su hermano, para defenderme—. Ella elige muy bien con quien quiere estar. ¿O no sabes que hace poco recibió una petición de mano?

—¡Ah! –Exclamó ella con pasmo—. ¡Sí, es cierto! El hijo del carnicero. ¡Qué hombre tan horrible, señorita!

—¿Enzo? –Pregunté, vaticinando lo que me contarían. Pero me llevé una grata sorpresa.

—Enzo no, querida. Su padre. El señor Pietro Dubois. ¡Veintisiete años tiene ya su hijo! Y si no se ha casado aún es porque el padre espanta a todas las mujeres que quieren acercarse a su hijo. Todo el pueblo sabe lo horrible que es ese hombre. Hay que estar muy loca para meterse en esa familia, y ser víctima de la soberbia de ese monstruo.

—¡Hermana! –Exclamó Robert, por el vocabulario tan descomedido de su hermana—. Por favor…

—El que me da pena es su hijo. ¿Sabe usted? El pobre ha aprendido de un monstruo, seguramente sea una víctima como cualquier otro… No solemos ir por la taberna de La tortuga coja justo por no encontrarnos con el señor Dubois. Sabe Dios en qué estado se lo puede encontrar uno…

—Vaya Vaya… —Dije, mirando de reojo a Hank con una creciente emoción—. ¿Viste como no tengo tan mal ojo?

—¿A qué se refiere, mujer…? –Preguntó Robert.

—Todo el pueblo parece haber crucificado al pobre muchacho, cuando el verdadero ogro es su padre…

—No estoy exculpando al hijo. –Dijo ella—. La fama que tiene se la ha ganado a pulso. Pero el padre, es todo un monstruo del que es mejor alejarse… —La mujer se inclinó sobre la mesa, con cautela—. Dicen que usted le rechazó por ser carnicero, pero eso no se lo ha creído nadie. ¿Qué sentido tiene eso? Sin embargo, otras lenguas dicen que usted le quiso apuñalar con una navaja. ¡Malas lenguas, sin duda! Seguro que el señor Dubois ha ido extendiendo ese rumor para hacerse la víctima. ¡Pero tampoco se lo cree nadie!

—¡Mira que cosas inventa la gente…! –Dije, negando con el rostro. Hank se encogió de hombros—. Con tal de desacreditar a uno y dejarle en un mal lugar. La gente es capaz de contar unas cosas…

—Han llegado a decir que usted es una de esas mujeres…

—¿Una de esas mujeres…? –Pregunté. Robert y su hermana cruzaron una mirada preocupados, como si lo que me contaran pudiera molestarme o herirme de alguna manera. Yo intenté mostrarme todo lo tranquila que pude, encogiéndome de hombros—. Venga, amigos, cuéntenme. No será nada que no haya oído antes. Cuando una intenta sobresalir por encima del resto tiene que aguantar todo tipo de descalificativos.

—Dicen que usted es una de esas mujeres que gustan de la compañía de otras mujeres. –Sentenció Robert sin mirarme, rodeando la taza de té con sus manos, como si le quitase hierro al comentario. Yo solté una carcajada que les hizo volverse hacia mí, temerosos. Aquello era una gran acusación pero yo sonreí.

—¡Claro que me gusta la compañía de las mujeres! Son inteligentes y pérfidas. También ingeniosas, tienen recursos para todo y, como mujer, entiendo todo el esfuerzo que hacen día a día para mantenerse a flote en un mundo de hombres…

—No nos ha entendido, señorita…

—¡Claro que lo he hecho! –Dije, encogiéndome de hombros—. De verdad que lo siento, pero no tengo intención de justificarme de esas acusaciones. Son solo bobadas, y no me las voy a tomar en serio.

—Y hace bien. –Sentenció Robert, ante la mirada temerosa de su hermana—. Trabaje duro, cuide de sus amigos, coma sano y respete a su padre. –Miró a Hank con una media sonrisa significativa—. No necesita preocuparse de nada más. El resto es preocuparse en vano.

—Esa es una buena filosofía de vida. –Dijo Hank, asintiendo energéticamente. Pero ante nuestra sonrisas, Robert se mantuvo serio y erguido, me miró de reojo, lleno de magnanimidad.

—Es la que yo sigo, y le aconsejo señorita que haga lo mismo. Las malas lenguas pueden llevarle a uno a la orca, pero si las desoye, tal vez pueda librarse de ellas. Sin embargo, aquí tiene a dos amigos en los que puede confiar, y nosotros cuidaremos de ustedes. De ambos. Los más queridos son también los más odiados, y cuanto más crece mi amor por ustedes, también crece el odio en alguna parte.

—Sabias palabras. –Musitó Hank pero yo me quedé meditabunda. Para evitar tener que decir algo me llevé una tartaleta de manzana a la boca y mastiqué en silencio. La señora Claudia añadió:

—Son muy apreciados en esta casa. Pero mi hermano tiene razón. Cuando alguien llega pisando fuerte siempre acaba creándose enemigos por algún u otro motivo. Por lo pronto no creo que la familia del señor Dubois quiera volver a saber de usted, dado el rechazo a…

—La familia del señor Dubois siente predilección por mí. –Dije, sin una pizca de humildad—. Tiene razón, cuanto más grande es el odio del señor Dubois hacia mí, más me aprecian su mujer y su hijo. No caigan en la farsa de que el criterio del padre guía al resto de la familia. Aunque él vaya divulgando otra cosa.

—¿Se ha ganado el perdón de madre e hijo?

—El de ambos. Se lo aseguro.

—Bueno, bueno… —Cortó Hank, sonriendo con algo de vergüenza—. No hablemos de ese tipo de cosas. No amarguemos un té con este tipo de conversaciones.

—Lo siento… —Murmuré y él volvió el rostro hacia mí lleno de candidez. Sonreímos y la señora Claudia asintió.

—Si, este tipo de cosas es mejor no hablarlas. ¡Que cada uno piense de otro lo que quiera! Nosotros somos buenos amigos, y eso es lo importante.

—¿Somos tan amigos? –Pregunté, llena de picardía, a lo que ella asintió acobardada.

—¡Claro que sí!

—Entonces tendrá que pasarme la receta de estas tartitas de manzana…

—Negociando hasta en la amistad. –Rió Robert, lleno de sorpresa.

 

 

Los días grises no suelen gustar porque parece que vaticinan una mala noticia, o que son propicios para que ocurra algún desastre. Están cargados de cierta inquietud que puede respirarse en esa neblina grisácea que recorre las calles. Y cuando lloviznea, es incluso más desolador. Aquel lunes de principios de Diciembre ocurrió una desgracia. Una horrible y cruenta desagracia que, en mi opinión, estaba envuelta de un dulce caramelo que ocultaba un interior de miel. El rato que estuve en el mercado con la señora Constanza ni siquiera era capaz de adivinar aquella noticia que estaría a punto de saltarme encima, como un fiero animal, con intención de devorarme. Fue una mañana como cualquier otra, cargada de frío y niebla. Amenazaba con llover, pero parecía que el día no llegaba a atreverse a decargar su lluvia sobre nosotros, no al menos mientras nos mantuviésemos en el mercado. Después quien sabe.

Compré harina y arroz. También algunas legumbres y unos huevos. Recuerdo todo aquel contenido en la cesta de mimbre porque me lo quedé mirando después durante largos minutos, acomodado a mi lado. La señora Constanza me había estado dando la murga con la última que había preparado su marido en la taberna con un par de copas de vino de más, y la discusión que había tenido con su hija porque no había querido ir a casa de una amiga de la señora Constanza a limpiar, porque el marido de ésta, le había estado cortejando. Un hombre, mayor, decrépito y con olor a ron. Yo escuchaba en silencio murmurando alguna que otra afirmación o soltando algún gruñido desde el interior de mi garganta, para hacerle ver que estaba escuchando, pero mi mente estaba lejos de allí.

La señora Constanza me acompañó hasta la puerta del negocio y después ella desapareció en el interior de su casa. Cuando entré en la tienda vi allí detrás del mostrador a Hank, con una mano apoyada en su mejilla y la otra tamborileando sobre un gran sobre que había sobre la mesa. Estaba de cara a mí, y al verme aparecer, no mudó su expresión de enfado y confusión. Sus ojos me atravesaron con una helada flecha de acusación y al mismo tiempo, lleno de temor y culpabilidad, bajó la mirada resoplando. Se irguió allí en aquel asiento y se cruzó de brazos apoyando la espalda en la pared. Aquello ya consiguió descomponerme y palidecí. Mientras ideaba todas las posibles circunstancias que le habían llevado a aquel estado sentí un cosquilleo recorriéndome como un sudor frío, desde la planta de los pies hasta las puntas de las orejas. Tragué varias veces porque fui incapaz de hablar. Pero a medida que me iba acercando todo mi cuerpo comenzaba a temblar.

—¿Qué es eso Hank? –Pregunté, señalando el sobre que tenia enfrente y mientras me lo extendía con un gesto de su mentón, yo dejé la cesta sobre el mostrador. No quiso darme explicaciones. No dijo nada. Cuando leí el remitente, ya supe tanto como sabía él de aquello.


Despacho de abogados Gautier. La Rochelle.


El sobre era denso y pesado. Había más de un papel allí dentro y me sorprendí de que todo aquello hubiese llegado hasta nosotros desde La Rochelle. Era como una sentencia condenatoria hecha testamento. Allí oculto podría estar el mismo diablo y no sé por qué tuve una inocente sensación de que si no lo abríamos, aquello que hubiese dentro no podría afectarnos lo más mínimo. Lo lanzaríamos al río, y todo solucionado. El mal habría desaparecido. Quemarlo no serviría, esa era una idea que me asaltó de repente. El demonio ya sabe lo que es el fuego, y podría soportarlo. Mi padre también.

—Viene a tu nombre. –Dijo como si aquello fuese una grave acusación—. A tu verdadero nombre. He tenido que justificarle al cartero el error, y decirle que se habrían equivocado al escribirlo, pues la dirección del taller es la correcta.

—¡La dirección del taller! –Dije, ¿cómo si no había llegado hasta allí? En el lugar del destinatario estaba mi nombre completo, mi nombre auténtico, y la dirección del taller donde estábamos alojados. Aquello me hizo sentir un ligero vértigo. No sé cómo no se me había ocurrido que si aquella carta había llegado hasta nosotros había sido porque conocían nuestra ubicación. Creía a mi padre con el poder suficiente como para encontrarnos sin necesidad de ubicarnos.

—¿Abogados Gautier? –Preguntó Hank—. Theophile Gautier. –Apuntó—. ¿No es el abogado de tu padre?

—Así es… —Dije, temblorosa.

—Está bien. Te lo preguntaré directamente. –Dijo, y yo palidecí— ¿Cómo han conseguido esta dirección?

—¿Qué estás insinuando? –Pregunté intentando sonar firme y autoritaria, pero no lo conseguí—. Yo no he sido…

—¿No? –Negó, lleno de decepción.

—¡Hank! –Solté, sintiendo un nudo establecerse en mi garganta. 

—¿No has escrito a tus hermanos? ¿Ni siquiera a Carlos?

—Ni a Carlos, ni a Felipe, y mucho menos a mi padre. ¿Me estás acusando de habernos puesto en peligro? Eres el que menos tiene que perder en todo esto… —Aquello pareció devolverle a la realidad. Bajó la mirada pero siguió allí con los brazos cruzados.

Yo solté un bufido y con las lágrimas aflorando en mis ojos abrí de golpe el sobre, sonido que nos produjo a ambos una sensación de terror, como si hubiésemos abierto la caja de Pandora. De allí dentro saqué varios documentos. Una carta cerrada con el nombre del abogado de mi padre en el remitente. Un pergamino con el sello de mi padre que dejé a un lado y algunos papeles más. Lo extendí todo sobre la mesa y abrí rápidamente la carta del abogado. Leí las primeras líneas y solté un resoplido como si con ello me hubiese liberado de todo el peso me hubiera estado ahogado desde hacía años. Me apoyé en el mostrador lagrimeando y Hank se incorporó asustado. Sentí su mano aferrarse a mi muñeca desde el otro lado de la tabla.

—¿Qué pone? ¿Qué dice ahí?

—Mi padre, ha muerto.

La carta del abogado versaba así:

 

A la señorita Eleanor de Vigny.

Como abogado de su padre, Paul Alfed de Vigny, así como de sus hermanos, Felipe y Carlos de Vigny, es mi deber comunicarle la terrible noticia que me ha obligado a dar con su paradero de una forma tan concienzuda: El pasado quince del mes de noviembre, su padre falleció, a las trece horas, por la peste blanca*,  que le ha venido aquejando los últimos años. Su funeral se llevó a cabo en la iglesia de San Cipriano, donde ahora descansan sus restos. El testamento se llevó a cabo el mismo día del fallecimiento, unas horas antes de la extremaunción y posterior fallecimiento, redacción a la que yo asistí como testigo. Su apertura se efectuó el día diecisiete, con la consiguiente consecuencia de su búsqueda y comunicado.

En el testamento, del cual le hago enviar una copia, se le hace entrega de un tercio de la herencia que correspondiera al fallecido. Como podrá comprender, no es una decisión común, la que su padre resolvió redactar en el testamento. Pero la decisión de un fallecido ha de respetarse. Acompañando a esta carta y al testamento, le he dejado toda la documentación pertinente que ha de rellenar y enviar por correo si desea aceptar la herencia, así como si desea rechazarla y dejar que ese tercio recaiga a partes iguales entre sus hermanos, opción que yo le recomiendo. Se le informa en ellos el tanto por ciento de impuestos a pagar así como del modo de pago en que se le abonará la herencia. Si no toma a bien mi consejo y decide reclamarla, tiene un plazo de tres meses para hacerlo desde que se le ha comunicado. Pasado ese tiempo, se repartirá a partes iguales entre sus hermanos.

No me ha sido fácil dar con su dirección y espero haber acertado. Si quiere ponerse en contacto conmigo, no tenga reparos. Intentaré, dentro de lo posible, solucionar este problema lo más diligentemente posible.

Atentamente.

Abg.do, Theophile Gautier.

 



Cuando leí la carta en alto Hank se quedó pensativo durante unos minutos, y yo la releí otras cuatro o cinco veces más, dejándome siempre al final una sensación agridulce en el fondo de la garganta. Había roto a sudar por los nervios y la tensión, y sintiendo las axilas empapadas levanté la mirada decidida a enfrentar la de Hank, que aún cruzado de brazos, me miraba con esos fríos ojos azules analizando mi expresión igual que yo la suya.

—Es una manzana envenenada. –Sentenció lleno de resquemor.

—Sí, esa sensación tengo yo también. –Dije, pero no pude evitar que una sonrisa asomarse a la comisura de mis labios—. Pero no puedo evitar sentirme en parte aliviada…

—En parte. –Repitió él—. Pero esto nos traerá más problemas de lo que ya teníamos, con tu padre en vida.

—Sí. –Asentí, decayendo—. Eso creo yo también.

—Leamos el testamento.

El testamento comenzaba enumerando los títulos, escasos, de mi padre, a causa del matrimonio con mi madre, así como una lista de todas sus posesiones que después se irán repartiendo. A mi hermano mayor, Felipe, le correspondieron la herencia de la empresa de apicultura, así como la casa familiar de la Rochelle y algún tanto por ciento del dinero que había en la cuenta común de la familia. A mi hermano mediano, Carlos, le correspondieron los terrenos que heredara mi padre al fallecimiento de mis abuelos, a las afueras de la Rochelle, así como las propiedades que habíamos adquirido en Ámsterdam, y el resto del dinero de la familia.

A mí, me adjudicaban el dinero obtenido de la venta de los terrenos que pertenecían a mi madre, la Condesa de Vigny, por cuyo apellido se cambió mi padre con el objetivo de formar parte de una nobleza que decaía. Recientemente, poco después de saberse tuberculoso mi padre, decidió vender el palacio y los terrenos que heredara de la muerte de mi madre, terrenos que nosotros nunca habíamos conocido pero que nos pertenecían por herencia. El total del terreno, el palacio, así como muebles y demás propiedades, ascendían a una suma cercana al tercio de toda la riqueza de mi padre.

Volví a leerlo varias veces y de nuevo esa sensación amarga al final de cada vez.

—Tal vez tengas razón, es un regalo envenenado. –Dije mientras le daba vueltas y vueltas a las palabras, que iba leyendo salteadamente o en orden inverso, seguían indicándome que aquello no podría ser un gesto de cariño, enmascarado en un velo de último arrepentimiento.

—¿No especifica que pasen a tu marido? ¿O no insinúan nada acerca del hecho de que no estés casada? ¿Algo que se refiera a una dote…?

—No. Nada. Me ha tratado con igualdad frente a mis hermanos...

—Eso es aún más sospechoso. –Dijo él frunciendo los labios. Había dejado de mirarme culpabilizándome, pero seguía estando rígido y frío.

—Es irónico, ¿no? Que me haya dado las tierras de mi madre. –Hank meditó—. Como forma de insinuarme que soy igual que ella. O tal vez, sea un regalo malicioso, descubriendo mi posición y echándome esta carga sobre los hombros…

—Ambas me parecen ideas que puedan coexistir.

—¿Qué hacemos?

—¿Cómo que qué hacemos? –Preguntó, volviendo a enfadarse en cuestión de segundos, lleno de orgullo herido—. Deshacernos de esa herencia cuanto antes.

—¡Qué! –Exclamé, alarmada—. ¿De toda? Debes estar bromeando. No pensemos esto en caliente. Tenemos tiempo… —Rebusque entre el papeleo—. Tenemos tres meses para pensarlo… El día siete de marzo.. Aun…

—¿Estás hablando en serio? –Preguntó, con un tono de voz tan grave y autoritario que me erguí como si me hubiese dado un calambre—. Eres una mujer racional, normalmente. ¿Qué es esto ahora?

—¿De qué estás hablando?

—¿Es codicia? ¿U orgullo? Dímero ahora para saber a qué atenerme.

—No es ni una cosa ni otra. Es ser pragmáticos. –Suspiré—. Ese dinero es mío, nuestro. –Me corregí—. Solo estoy pensando en nuestro negocio y en sacarlo adelante con las mayores comodidades posibles. Podemos hacernos con ese dinero y contratar a alguien para que limpie la casa y haga la comida. Podremos permitirnos mejores materiales y también a un ayudante para el taller que nos haga las veces de mensajero o…

—Todo son castillos en el aire. –Dijo, negando con el rostro—. No quiero hacer el papel del malo, pero me obligas a ser la voz de la razón. Si tu padre te ha dado este dinero no ha sido porque el cura de la extremaunción le haya convencido, ni porque tus hermanos le hayan obligado. Tampoco creo que la enfermedad le haya hecho delirar hasta ese punto. Si lo ha hecho ha sido para maldecirte con ello. ¿No lo ves? ¿Tengo que hacerte un boceto?

—No me hables en ese tono. –Solté, arrugando la nariz.

—Sueles ser juiciosa. Pero ahora no estás razonando. –Se descruzó de brazos y se inclinó sobre el mostrador, intentando adoptar una postura más amistosa, pero solo consiguió intimidarme aún más con su esbelta figura inclinada hacia mí—. Tienes razón, vamos a dejar pasar unos cuantos días. Para reclamar la herencia aún tenemos tiempo, ¿no? Pues esperaré hasta que lo veas claramente. Tal vez la almohada te ayude a ver mejor esta situación…

—Si. –Dije, cortante, y de repente sentí como se me entrecortaba el aliento. Arrugué la barbilla y contuve el llanto. Me tragué las lágrimas y alcé la mirada cargada de decisión—. Esperaremos…

—¿Estás bien? –Me preguntó, en un tono más dulce—. Aunque tu padre fuera como era… Era tu padre. ¿Estás bien?

—Aun creo que no lo he asimilado.

—Si, aún no. –Extendió su mano y me rozó la mejilla, dibujando un arco sobre el pómulo—. ¿Qué es eso en lo que estás pensando?

—Pienso… en si habrá pensado en mí. En cómo sería la imagen que tendría de mí, en sus últimos momentos. ¿Cómo una traidora? ¿Una loca? Quiero pensar que hubo algo de bondad, aunque sé que eso no puede ser… Creo que cuando pensaba en mí, veía a mi madre.

 


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*La tuberculosis es una enfermedad infecciosa causada por micobacterias.

Como consunción, tisis, mal del rey, peste blanca o plaga blanca se ha conocido a la tuberculosis a través de la historia. La mentalidad etiopatogénica incluyó en el mismo concepto otras enfermedades causadas por el mismo microorganismo y que, durante la historia, recibieron nombres propios que aún hoy se utilizan, como el mal de Pott, la tabes mesentérica o la escrófula.

Es considerada una de las primeras enfermedades humanas de las que se tiene constancia. Aunque se estima una antigüedad entre 10 000 y 15 000 años, se acepta que el microorganismo que la origina evolucionó de otros microorganismos más primitivos dentro del propio género Mycobacterium.

La epidemia de tuberculosis en Europa, probablemente iniciada a comienzos del siglo XVII y que continuó durante 200 años, fue conocida como la Gran Peste Blanca. La muerte por tuberculosis era considerada inevitable, siendo en 1650 la principal causa de muerte.3​ La alta densidad de población así como las pobres condiciones sanitarias que caracterizaban a las ciudades europeas y norteamericanas, eran el ambiente ideal para la propagación de la enfermedad.

 


 

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