LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 19
CAPÍTULO 19 – El beso
Para lo que la señorita Claudia eran unas
cuantas manzanas resultó ser una cesta llena. Es cierto que eran grandes y
voluminosas, pero llenó una cesta con al menos una docena de manzanas. Eran de
las ácidas, pensé al verlas, de las que tanto me gustan, pero a Hank le daban
dentera y me las tendría que comer yo todas. Creo que palidecí cuando me
extendió aquella cesta llena de esas esferas verdes y brillantes. Una vez me
despedí de ella pasé por el taller para despedirme de Robert que me esperaba
expectante. Se rió al verme aparecer con aquellas manzanas y yo rodé los ojos,
sin poder evitar una sonrisa sarcástica, al ser víctima de un chiste.
—Sabía que le daría manzanas. –Dijo él y
yo bufé—. ¿No le gustan?
—Me encantan. Pero comeré manzanas durante
días para poder acabármelas.
—Si, eso me temo. Así estamos en casa.
Comiendo manzanas todo el día…
Se estableció un silencio extraño, casi
forzado. Debíamos despedirnos y no sabíamos cómo. Yo necesitaba decirle algo y
él esperaba oírlo para darme las gracias.
—Su hermana. —Dije—. Se ha puesto muy
contenta al verme. Y la niña se ha dormido en mis brazos. Es un ángel. Tal vez
la reclame en alguna ocasión para tallar querubines. –Bromeé, y ambos reímos.
De nuevo ese silencio. El hombre bajó la mirada y yo levanté la cesta hasta
ponerla a la altura de mi cadera—. Es mejor que vuelva al taller. Si estoy
mucho tiempo fuera, el trabajo se retrasará…
—Pensé que diría algo así como que su
padre saldría a buscarla…
—¿Hank? No señor. No soy un pájaro que
deba volver a la jaula. Sabe que volveré.
—Bien. Eso está bien. –Como no parecía
querer arrancar, me di la vuelta pero cuando estaba saliendo por la puerta me
llamó por mi nombre. Yo me volví con una sonrisa—. Volveré. –Sonreí—. Volveré a
ver a su hermana, y a su sobrina. Tal vez, el domingo próximo pueda traer a
Hank conmigo, si eso no le molesta. Tomaremos Té. Y si consigo hacer algún
pastel de manzana, lo traeré también.
—Eso estaría genial, señorita Leroy. Es
usted un encanto. A mi hermana le agradará mucho su visita.
De camino al taller fui meditando qué
hacer con tanta cantidad de manzanas. Podría al menos haberme dado alguna otra
variedad que a Hank también le gustase, o por lo menos no tanta cantidad. No era muy experta en repostería,
pero creí verme capaz de hacer alguna tarta de manzanas, o tal vez, para evitar
que se pusiesen malas, hacer compota de manzanas con la mitad de ellas.
Mermelada, o alguna clase de puré. Cuando llegué a la puerta del taller se me
ocurrió subir a la casa de la señora Constanza para ofrecerle por lo menos la
mitad de aquellas manzanas, y llegué hasta su puerta que encontré abierta. Me
dio algo de reparo entrar, pero tampoco me lo pensé durante mucho tiempo. La
cesta pesaba bastante y deseaba deshacerme de ella cuanto antes. No anuncié mi
llegada, si estaba la puerta abierta alguien habría en casa.
—¿Marianita? –Pregunté, al asomarme al
recibidor pero nadie me contestó. Entré hasta el salón. Había un cesto con
cosas de costura encima de una silla, unas velas a medio consumir en una mesa y
el olor de castañas asadas, como un olor viejo, de la noche anterior—.
¿Constanza?
El sonido del arrastrar de una silla desde
la cocina me hizo dirigirme en esa dirección. Al sentir la casa tan en silencio
me hizo conjeturar dónde estarían todos. La señora Constanza puede que
estuviese en el mercado, y los niños fuera de casa, en recados, o tal vez
esperándome en el taller para que les diese algún que hacer. Si todos estaban
fuera, tal vez me topara con el marido de la señora Constanza, y esa idea me
hizo dar un respingo y me detuve en mi avance. Oí voces, por lo que a solas no
me encontraba. Caminé hasta llegar a la puerta de la cocina pero antes de
entrar me asomé por el resquicio que se abría entre el marco y la puerta.
Empujé ligeramente la puerta para ver qué me esperaba dentro y después
atreverme a llamar. Ya tenía los nudillos sobre la puerta cuando vi el perfil
de George, apoyado sobre la mesa de espaldas a ella. Con las manos aferrando el
borde de la madera. Miraba al frente, con el mentón levantado y murmuraba.
Susurraba. Casi se necesitaba leer sus labios para saber qué estaba queriendo
decir. Una sonrisa coqueta se desdibujó en sus labios y yo fruncí el ceño.
Antes de verlo, ya me imaginé qué es lo que me encontraría. ¡Qué estúpida había
sido!
Enzo se aproximó a él posando las manos a
cada lado de la mesa donde George se apoyaba. Su distancia se recortó
drásticamente y también murmuraba. Coqueteaban, se intercambiaron varias
palabras llenas de pasión que ni recuerdo, ni quiero repetir para no afear la
imagen de aquel momento materializando el cortejo en palabras. Sus narices se
rozaron, después sus mejillas, con suaves caricias llenas de ardor juvenil.
Estaban enrojecidos y sus labios temblorosos se rozaron, se besaron. El mayor
rodeó la cintura del joven y este posó sus manos en los hombros de aquel. El
sonido de sus labios se vio ensordecido por unos repentinos goles que se
produjeron a mis pies. Yo di un respingo, y ellos también, volviendo
rápidamente sus rostros en mi dirección, más asustados que unos conejillos. Y
como liebres se quedaron allí, rígidos por el pánico. Lo último que vi antes de
cerrar la puerta de golpe fueron sus expresiones lívidas, como cadáveres. Yo
recogí las manzanas a prisa, pero con el descuido se cayeron otras tantas. Rodaron
por todo el pasillo.
Sentí el pulso acelerado y todo el cuerpo
tembloroso por el susto, pero no fue nada comparado con el pánico que sentí al
oír llegar a la señora Constanza con su estruendo habitual.
—¡George! ¡Marianita! –Gritó desde la
entrada, como era normal, al ver la puerta abierta—. ¡Ya estoy en casa!
Yo me erguí en un segundo, y me puse
rígida como un poste. No tuve mucho tiempo para pensar, pero me abalancé hacia
la puerta de la cocina, abriéndola casi solo con el impulso, y me adentré en
ella casi tan pálida como ellos. Allí estaban, casi como los había dejado,
rígidos y pálidos, sudorosos. Al verme entrar como una fiera se asustaron mucho
más y yo entorné la puerta detrás de mí. Solo teníamos unos segundos. La idea
apareció en mi mente como un recurso que tal vez nos podría salvar a los tres.
Dejé la cesta de las manzanas sobre la mesa y me desplomé en una silla cercana
a la mesa. Mientras me pellizcaba con toda la fuerza de la que era capaz las
mejillas murmuré:
—¡Tu madre! –Aquello les hizo palidecer
aún más si era posible. Por la expresión de George hubiera jurado que se
desmayaría en cualquier momento, por eso dirigí una mirada a Enzo, más capaz de
hacer frente a aquella situación—. Me habéis encontrado fatigada en la calle.
Me habéis subido aquí a darme agua. ¡Vamos!
Para entonces ya podíamos oír a la madre
de George recogiendo las manzanas que se me habían caído al otro lado de la
puerta. Enzo se apresuró a poner una copa con agua delante de mí, a medio
llenar y yo comencé a abanicarme con la mano el rostro. Si no estaba fatigada,
al menos el susto me habría puesto una expresión terrible.
—¡Pero qué es esto? –Preguntaba la madre
de George al otro lado de la puerta, que fue entreabriéndose a medida que se
hacía paso—. ¿Qué son estas manzanas…? –Lo primero que vio fue a Enzo de pie a
mi lado, como un pasmarote. George le daba la espalda, controlando su
expresión, o tal vez ocultándola de su madre. Instintivamente se limpió los
labios con el dorso del índice y se pasó la mano por la frente. Vomitaría, eso
decía su cara—. ¿Qué hace este rufián aquí, en mi casa? –Después la señora
recayó en mí, y luego en la cesta de manzanas—. ¡Señorita Leroy! ¿Pero qué está
pasando?
—Ay, señora Constanza. Nada, no está
pasando nada…
—¡Qué cara tiene! ¿Qué le ha ocurrido?
—Yo… yo estoy tan fatigada…
—La encontramos abajo, señora. –Dijo Enzo,
con un tono más firme del que me habría esperado—. Yo la vi de lejos ya
fatigada. Antes de alcanzarla se desplomó, agotada. Por suerte su hijo apareció
por la puerta de su casa y me ayudó a traerla hasta aquí. Para darle un poco de
agua fresca…
—¡Pero bueno! –Exclamó la señora
Constanza—. ¡Se lo he dicho, señorita! Es usted una muchacha muy fuerte, pero
se ha puesto tantas responsabilidades encima. ¡Una no puede con todo!
—Tiene razón… yo que le traía unas cuantas
manzanas que me ha dado el carpintero. Quería tener un detalle con usted y
compartirlas… Sin duda ya me levanté agotada…
—¿Pero qué es lo que te sucede…?
—Cosas de mujeres, ya me entiende… —Le
dije, con una media sonrisa triste. Bebí un poco del agua que me habían
servido, toda, de golpe, como si estuviese sedienta. E intenté sentarme un poco
mejor, recomponiéndome—. Gracias a Dios que su hijo apareció por ahí. Ni
siquiera sabía si mi padre estaría en el taller, así que le pareció mejor
traerme aquí. ¡Siento tanto la escena, señora! Siento abusar de su hospitalidad
unos minutos…
—¡Qué tontería! ¡Querida niña! –Me pasó la
mano por la frente. Mientras, yo miré de soslayo a George, que cruzaba una
mirada aterrorizada con Enzo, incluso cuando ya había pasado el drama. Se
mordía los nudillos, asustado. Cuando su madre se volvió a él este dio tal
salto que se le cambió la expresión—. Qué susto te has debido dar, querido.
Traes la cara de un muerto…
—Es que…se cayó al suelo. Cuando bajé, a
dar un paseo… estaba tirada en el suelo…
—¡Madre mía, señora! ¿Y no tiene rasguños?
–Me cogió del mentón y me miró por todas partes.
—No se inquiete, solo me mareé, no me caí
de bruces contra el suelo.
—Beba agua, beba. –Volvió a servirme otro
vaso y yo accedí, en silencio—. Hablaré
muy seriamente con su padre. Esto no puede seguir así. ¡Explotar de esta manera
a una muchacha!
—No, tampoco hay que asustarle. Solo
estaba débil hoy…
—¡Que muchacha, mira que es cabezona…!
…
Cuando la señora Constanza me hubo
reprendido suficiente y mi fatiga fingida desapareció, me mandó a casa de
inmediato, acompañada de su hijo para asegurarse de que llegaba bien y con Enzo
cargando la cesta de manzanas, al cual echó de su casa como si se hubiese
colado una mosca. Bajamos las escaleras hasta la calle en completo silencio y
me costó un poco deshacerme de esa fingida sensación de fatiga. Me había
hiperventilado, o tal vez ahora que la tensión disminuía, me sentía frágil y
agotada. Llegamos a la tienda y entré por la puerta del negocio, seguida de
ambos. Podía ver como Goerge había estado frotándose las manos todo el tiempo
desde que salimos de su casa y Enzo había bajado el rostro, silencioso. Pero
cuando cruzamos la puerta del negocio, Enzo se detuvo en la entrada y Goerge
llegó hasta mí con un par de zancadas y se arrojó al suelo, tirándome del bajo
de la falda totalmente fuera de sí.
—¡Señorita Leroy! –Suplicó, con los ojos
inundados en lágrimas, rota su expresión por el dolor y el pánico. Sus mejillas
se empaparon y en un instante todo su cuerpo se retorció en la súplica—. ¡Se lo
ruego! ¡Se lo imploro! No le diga nada a nadie. –Murmuró, con voz rota por el
susto—. No le diga nada a nadie. No se lo cuente. ¡Olvide lo que ha visto! Haré
lo que me pida, pero por favor, no nos denuncie.
Yo no dije nada, aún me sentía temblorosa
y febril. Enzo cruzó una mirada conmigo y después se quedó mudo, mirando a
George con una expresión apenada en su rostro. Era tan culpable como él pero no
suplicaría.
—Nos encerrarán, y nos torturarán. Y nos
matarán si se enteran. ¡Se lo suplico! –Tiró más de mi falda para que le
prestase atención a él, se aferró a mis pies, a mis tobillos. Se le saldrían
los ojos de las cuencas—. Haré todo lo que me pida, ¿si? Lo que sea. No tendrá
que pagarme más. Haré todos los recados que me pida sin cobrarle un solo
franco. ¡Oh, dios mío! –Se le cortó la voz, rota en medio del llanto—. Haga
como que no ha visto nada… y si no puede, al menos no le denuncie a él. Solo a
mí. ¿Sí?
—¡Geroge, por favor! –Gritó en un susurro
Enzo, comenzando a temblar de terror—. Levántate, por favor. No hagas esto…
—¡No ha sido él! –Le excusó—. Ha sido cosa
mía. ¡Se lo prometo, señorita! ¡Él no ha hecho nada malo, yo he querido que
esto pasase…! ¡Solo ha sido un beso! –Dijo como si la idea se le hubiese
ocurrido en ese momento, y fuese la mejor mentira que se le hubiera ocurrido a
nadie—. ¡Ni siquiera eso! Ha sido lo que ha visto, y nada más…
—No me tires de la falda. –Le dije,
arrancándosela de las manos. Él palideció y se cubrió el rostro con manos
temblorosas, pero yo me agaché y le puse de pie de un tirón—. ¡Levántate!
Cualquiera que te vea desde la calle puede pensar muy mal…
—Enzo… dile… —Murmuró él, ya delirando—.
Dile que nos perdone, que no nos denuncie. ¡Pídeselo!
—No lo hará. –Dijo él, mirándome de
soslayo. George pareció volver en sí un poco más calmado y nos miraba a ambos,
alternativamente—. ¿No ves que ha fingido delante de tu madre? No nos
denunciará.
—No. Claro que no lo haré. –Sentencié,
frunciendo el ceño. George estuvo a punto de volver a arrodillarse pero yo lo
detuve, sujetándole por el brazo—. Ya vale. O nos meterás en problemas a todos.
—¡Es usted un ángel! ¡Dios la bendiga!
¡Nos ha protegido! ¡Nos ha encubierto! –Lleno repentinamente de júbilo se
abalanzó para besarme las mejillas y me abrazó. El abrazo pretendía ser agitado
pero yo le contuve y le abracé fuertemente, poniendo mis manos en su nuca y sus
hombros. Tembló unos instantes y volvió a llorar. Enzo y yo nos miramos y le
sonreí débilmente.
—Eres un mentiroso. –Le dije, con una
sonrisa ladina y él adivinó de qué hablaba—. ¿Marianita? Me dejaste pensar que
estabas con esa muchacha…
—Eso era lo más adecuado.
—¡Marianita se ha reído a mi costa! –Enzo
asintió divertido y George se separó de mí asustado.
—¡No lo ha hecho con mala intención! Solo
nos ha protegido…
—¿Ella lo sabe? ¡Pues claro que lo sabe!
–Me golpeé la frente, sintiéndome como una estúpida. Enzo rió por lo bajo, tal
vez liberando toda la tensión que llevaba dentro—. Así que yo propiciaba estos
encuentros… ¿eh? Con qué un beso. ¡Ya! —Avancé hasta Enzo y le quité la cesta
con las manzanas—. ¡Mira que soy boba!
—¡No! ¡No! –Negaba George, aún tembloroso.
Yo pellizque su mejilla.
—Ya, cálmate. Ya pasó el susto. ¿Sí? Todo
está bien por mi parte. –Me encogí de hombros—. Yo no me meto a juzgar la vida
de nadie. Cada uno que haga con su vida lo que crea conveniente.
—Muchas gracias por sus palabras. –Dijo
Enzo, bajando la cabeza pero yo se la subí, levantándole el mentón.
—Oh. ¿Llegaste? –Preguntó Hank saliendo
del taller mientras se frotaba las manos con un trapo. Sin duda había escuchado
parte de la conversación porque parecía agitado.
—Llegué. ¡Mira todas las manzanas que me
ha regalado el carpintero. Ahora mismo estaba regalándoles unas cuantas al hijo
de la señora Constanza.
—¿Son de las ácidas? Habremos de hacer
algo con todas ellas. ¿Podrás comerlas tú sola?
—He pensado hacer compota…
—¡Qué buena idea! –Yo asentí, y al
hacerlo, solté una pérfida sonrisa, malvada, cargada de rencor y fiereza
animal.
—Una gran idea la que se me acaba de
ocurrir. –Dije y me volví a Enzo, con esa sonrisa que le heló los huesos—. Creo
que he encontrado el modelo perfecto para nuestro San Sebastián. Creo que me
deben un favor estos mozos de aquí.
—¡Ah! –Exclamó Hank, lleno de ilusión—.
Eso es una gran idea. ¿Cuál de los dos será?
—Enzo, por supuesto. Tiene unas medidas
adecuadas…
—¡Si! –Asintió George, empujando a Enzo
hacia delante, cohibido y avergonzado—. Lo hará encantado.
—Marchaos, anda. –Señalé la puerta con el
mentón—. Tenemos que trabajar y tu madre debe estar esperando las manzanas. –Me
puse sobre el vuelo de la falda la mitad de las manzanas y el resto se las di a
él—. Llévatelas, dale a Enzo otras tantas.
Cuando se marcharon el sonido de las
campanitas me hizo sentir algo más tranquila. Hank estaba cruzado de brazos,
mirándome desde el otro extremo de la tienda, con una confusión evidente en su
expresión.
—¿Al que veías como un Apolo o un Marte,
ahora es San Sebastián?
—Es más un Patroclo que un Marte. –Dije,
excusándole, a lo que Hank alzó las cejas con una expresión de sorpresa, y
después, soltó una risa divertida.
—Aquiles y Patroclo.
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