LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 18
CAPÍTULO 18 – San Sebastián
A mediados de aquella semana, sería el dos
o el tres de ese mes frío de diciembre, llegó a nuestra tienda un muchacho que
rondaría los veinte o veintitrés años, ataviado con ropas elegantes pero
discretas, de buena calidad era aquella tela y su expresión denotaba un estatus
alto y distinguido, aunque no dejaba de ser un simple mensajero. De su sombrero
colgaba una pluma colorida y portaba en el cinto una bandolera para las cartas.
Cuando llegó a nuestro negocio a mí me encontró saliendo por la puerta del taller
cargada con una caja. La dejé a un lado cuando vi que se acercaba para
ofrecerse a cargar con ella pero yo le negué con una sonrisa agradecida.
—¿Es esta la tienda de tallas y exvotos?
–Preguntó como una forma de comenzar aquel interrogatorio. Desde luego había
leído el cartel de la entrada y no parecía perdido. Solo esperaba una
confirmación por mi parte.
—Sí, así es. ¿Viene con una carta? –Le pregunté
al ver como entre sus manos jugueteaba con el lacre del sello de una carta. El
papel era de muy buena calidad, y el sello era de un noble. Me figuré de quién
sería, así que aquella conversación que mantuve con el mensajero fueron todo
formalidades.
—Sí, así es. Una carta del Marqués de
MontBlanc. Para el señor… —Leyó el remitente—. ¡Oh! La señorita Leroy. ¿Es
usted?
—Así es. –Dije, algo sorprendida porque el
marqués hubiera averiguado mi nombre, pero no del todo extrañada. Sabía cómo se
manejaba la información en el alto estatus, como el agua de un río fluyendo a
través de la corriente. Cualquiera podría haberle informado de aquello, y más
si, como decía el carpintero, había causado una gran impresión en las gentes de
aquel pueblo.
—En ese caso, aquí la tiene. –Me la
extendió y yo la cogí con ambas manos.
—¿El marqués espera una respuesta
inmediata?
—Eso yo no lo sé. –Dijo encogiéndose de
hombros con una sonrisa. Se despidió de mí con un movimiento de su sombrero y
se marchó, veloz como un colibrí.
La carta que el marqués me había hecho
llegar versaba así.
Señor y
señorita Leroy:
Quedé
francamente sorprendido el día de San André al encontrar un pequeño y modesto
puesto de hermosas esculturillas de nuestro santo y patrón. No se me ocurre una
forma mejor, por parte de unos extranjeros, de honrar al pueblo que les ha
acogido con los brazos abiertos, que tallar al santo que estas gentes veneran.
Ha sido un detalle tremendamente cándido, por no hablar de la hermosura de la
talla y lo ingenioso de la idea. La he colocado en mi escritorio para tenerla
presente.
No quiero
pecar de soberbia, pero creo que no se hace una idea de lo excepcional que es
recibir una misiva de mi puño y letra, cuando uso de encargar este tipo de
labor a mi secretario. Pero mi petición siguiente es insólita, y deseo que sean
mis palabras las que queden inscritas en este papel: Deseo hacerle un encargo.
Es un encargo
inusual, lo reconozco, pero el precio que pidan por él, lo aprobaré. Deseo una
talla en madera sin policromar, de un San Sebastián. Es un santo nacido en
Narbona, de donde mi familia procede, por parte de madre. Siempre he sentido
predilección por sus imágenes en óleos o en acuarelas, pero he de reconocer que
las tallas que he visto de él me han parecido, por qué no decirlo, mediocres.
Se preguntará por qué no encargo una talla a un gran artista, de esos que debe
haber por Italia, o por París, pero lo cierto es que a pesar de mis viajes y
todo el tiempo que he pasado afuera, nada me haría más ilusión que la talla se
hiciese por unos escultores de mi propia tierra, así como que la escultura
permaneciese aquí, en mi hogar. Esos grandes artistas de la capital ya tienen
bastantes encargos por parte de los monarcas y los papas. Yo deseo enriquecer
mi tierra con el propio producto que nazca de ella. Y ahora, uds, señor y
señorita Leroy, son de mi tierra.
A
continuación, paso a describirles el encargo que deseo hacerles.
Quisiera que
la talla fuera de la mejor madera, y que mida, con columna o tronco de árbol,
un metro y medio, más un pedestal de setenta y cinco centímetros. Ya conoce la
apariencia del santo, ¿cierto? Joven, con varias flechas clavadas en él. Eso no
puede faltar.
No se apure
con el encargo que le proporciono, disponen tanto del tiempo como de los
recursos que estimen oportunos. Los detalles los iremos afinando una vez se
hayan comprometido a recibir mi oferta, aunque les advierto que gozan de la
libertad que debe poseer un artista para crear e improvisar a su antojo.
Desearía una
contestación a mi petición y espero no encontrar una negativa por su parte. Me
decepcionaría mucho saber que los únicos escultores que he hallado en mi
pueblo, rechazan mis caprichos.
Su ilustrísima: Marqués de MontBlanc.
Pd: aún sigo
recordando su rostro, señorita Leroy. Reaparece en mi mente como un recuerdo
que he debido soñar, o tal vez, imaginar. Pero que la he visto antes, de eso
estoy seguro.
Cuando terminé de leer la carta, sentada
como estaba en el mostrador, la releí un par de veces, tal vez tres, hasta
hacerme a la idea de la suerte que suponía aquella misiva y de lo que implicaba
ser escultores para un marqués. Los encargos desde ese momento estarían
asegurados y tal vez pudiera recomendar nuestro trabajo a amigos, familiares y
conocidos. Aquellos castillos en el aire me pusieron frenética en unos minutos
y cuando Hank llegó yo ya estaba eufórica. Le extendí la carta y él la releyó
tantas o más veces que yo. Cuando al fin en él también se podía traducir el
entusiasmo me estrechó de la cintura y me sentó en su regazo, besándome por
todo el rostro. Yo me reía escandalosamente pero a él le divertía aquel
griterío.
—¿Eso es un sí?
—¿Un sí? –Preguntó cuando yo le detuve,
con mis manos en sus mejillas. Le abulté los labios y me los quedé mirando,
divertía.
—¡Un sí! ¿Nos comprometemos a aceptar el
encargo?
—¡Pues claro que sí, querida niña!
–Asintió y me estrechó aún más en sus brazos la carta cayó al sueño y se la
llevó lejos su propia ingravidez.
—¿Le escribo? ¿Le digo que aceptamos?
—¡Espera! –Dijo pensativo, volviendo poco
a poco a la realidad como si en su mente estuviese calculando cómo cuadrar todo
nuestro trabajo a aquella nueva obra—. Hazlo. –Dijo al fin—. Pero dile que no
podremos comenzar su escultura hasta después de navidad. Nos han encargado
algunas figuras para belenes y no tendremos más tiempo. Pero dile que no será
tiempo malgastado, que iremos planificando el presupuesto y adquiriendo los
materiales.
—¡Lo haré! –Dije, saltando de su regazo
pero él me retuvo un poco más, llenándome de besos todo el cuello.
Esta fue la contestación que mandé al
correo:
A v.m.
Marqués de MontBlanc.
El señor
Leroy y yo, la señorita Leory, estaremos encantados de recibir el encargo que
nos ha ofrecido su señoría. Es todo un honor no sólo recibir una petición de su
puño y letra, también ser objeto de la admiración de vuestra ilustrísima.
Ha dicho
vuestra merced que podemos disponer del tiempo que sea necesario, y apelaremos
a esas palabras para suplicarle que nos perdone, pero no podremos comenzar la
talla hasta después de navidad, pues hemos recibido ciertos encargos para
figurillas de belenes, y como puede comprender, esas entregas han de realizarse
en un plazo muy corto de tiempo. Pero no pasará el tiempo en vano, pues
aprovecharemos el tiempo de que dispongamos para planificar el presupesto que
le enviaremos en cuanto esté terminado, así como la adquisición de los
materiales.
No tardaré en
hacerle llegar otra misiva, si a vuestra merced no le roba demasiado tiempo,
indicándole los materiales que usaremos así como buscando aclarar las pequeñas
dudas que vayan surgiendo a lo largo del trabajo. Si nos otorga libertad de
creación, le aseguro que la obra será de una belleza excepcional.
Atentamente. Señorita Leroy.
Pd: Soy
francamente terrible para recordar nombres y rostros, para reconocer a las
personas y para acordarme después de ellas. No lo toméis como algo personal,
vuestra merced. Pero no puedo negarle rotundamente que seamos desconocidos,
pues peco de olvidadiza.
…
A finales de aquella primera semana de
diciembre, cuando ya habíamos redactado un escueto presupuesto sobre los
materiales que necesitaríamos y el tiempo que estimábamos oportuno para tallar
aquella pieza, nos dimos cuenta de que no sabíamos donde podríamos adquirir
álamo negro. Para la talla habíamos pensado primero en utilizar roble, pero era
muy difícil de tallar aunque permitía distinguir claramente los detalles
realizados sobre la madera. A mi se me ocurrió utilizar cerezo, que aunque más
caro, tenía unos colores muy bonitos si coincidía una veta rojiza en la madera.
Pero Hank desestimó esa idea, pues si no iba a estar policromada al menos que
la madera fuese regular en su aspecto.
Finalizamos la discusión seleccionando el
álamo blanco como madera para la escultura. Por lo menos para el cuerpo del
santo. Era una madera que se encontraba en abundancia, fácil de tallar, con un
buen precio y ya habíamos trabajado sobre ella, aunque estábamos más
acostumbrados a tratar con tilo o nogal. Sin embargo, para el pedestal que
había encargado el marqués habíamos pensado en una madera más oscura. Igual que
para la madera de las flechas. Se nos ocurrió usar álamo negro, pero tras
escribir a varios de los proveedores que teníamos en la agenda, ambos nos
respondieron con negativas, pues a uno se le había agotado y el otro no
trabajaba con aquella madera.
El viernes a primera hora de la mañana me
cagué con un forro para protegerme de la niebla que se había instaurado en todo
el pueblo y puse rumbo a la carpintería del señor Robert. Hank se quedó en el
taller barnizando un San José y un pastor para uno de los belenes que nos
habían encomendado, así como dando la última capa de barniz a la virgen de los
milagros cuyo encargo recibiéramos semanas antes. Cuando llegué al taller del
señor Robert el ayudante que tenía allí me recibió cortésmente y me pidió que
le dejase el encargo que me había llevado hasta allí, pero yo pedí hablar con
el señor Robert en su despacho. Cosa inusual, debió parecerle, porque me
presentó con algo de recelo en el despacho del carpintero, aunque este no se
negó a atenderme.
—¡Albricias! Veo que trae su dichosa
agenda bajo el brazo. –Me dijo al desembarazarme del forro, húmedo por la
niebla—. ¿No vendrá a pedirme más nombres de proveedores? Me los sacará a la
fuerza, si se lo propone…
—No exactamente. –Dije y le señalé con la
mirada la silla que tenía delante de su mesa. me dio permiso para sentarme y él
se sentó justo delante, casi dejándose caer. Con un quejido cruzó sus dedos
delante de él sobre la mesa y aguzó el oído. Yo puse la agenda entre ambos.
—Espero que esto no le parezca muy
atrevido, pero vengo a pedirle aquel favor que rechacé cuando nos conocimos. Ya
me parece una osadía seguir sonsacándole proveedores, así que en este caso haré
una excepción, puedo permitírmelo.
—¿Desea que haga las labores de
intermediario?
—Así es.
—¿Qué es lo que ha buscado que mis
proveedores no hayan podido conseguirle?
—Madera de álamo negra.
—¿Ahora va a fabricar muebles? Es una
madera muy oscura para tallar santos.
—Es un capricho. –Aclaré—. Mío. Para un
pedestal y unas flechas. –Aquellas palabras le hicieron pensar.
—¿Mucha madera?
—Aquí tengo unas medidas provisionales. No
quiero el encargo de inmediato, aún tengo que confirmar las medidas y el precio
con el cliente, pero más o menos esto es lo que necesitamos. –De la agenda
extraje un boceto de una talla, apenas detallada, de una escultura de un San
Sebastián separado por piezas y con todas las medias y anotaciones pertinentes.
Señalé con el dedo las partes que serían de álamol negro—. Estas son las piezas
que irían en álamo negro. ¿Qué opina?
—¿De qué quiere mi opinión exactamente? –Me
preguntó, con una media sonrisa en la comisura de sus labios.
—De todo. –Murmuré, mostrándole algo de
inseguridad—. ¿Cree que puede quedar bien el contraste? Hank no cree que sea lo
más adecuado, confiando en hacerlo todo en álamo blanco, pero yo creo que,
acostumbrada como estoy a ver las esculturas polícromas, todo en madera desnuda
es un choque un poco fuerte. Algo de color, señor. ¿Qué le parece?
—Creo que puede ser una apuesta
arriesgada. ¿Tiene libertad por parte de su cliente?
—Toda la que desee.
—En ese caso, arriésguese. El señor Leroy
confía en usted, por lo que veo, si ya ha consultado con los porbedores el
encargo de la madera de alamo negro.
—¿Y cómo lo ve? –Pregunté—. ¿Cree que
tiene algún proveedor en su agenda que le pueda proporcionar ese álamo? ¿O
tendré que ir al bosque a talarlo yo misma?
—¡Señorita Eleonora! –Dijo, riéndose—. De
usted me lo espero todo. ¡Yo le conseguiré la madera de álamo! ¿Hablamos del
porcentaje?
—¿De su porcentaje? Ya lo creo. ¿Una
comisión del cinco por ciento del coste de la madera?
—¿Cinco por ciento? ¡Señorita si empieza
tan abajo creo que no llegaremos a nada…!
—¿Siete?
—Veinte.
—¡Veinte! No puedo inflar tanto el
presupuesto. Puedo jugar con los números pero mi cliente no es analfabeto.
—¿No lo es? –Preguntó y encaró una ceja
con aire detectivesco—. Solo conozco un par de personas en toda la comarca que
puedan permitirse una talla de estas dimensiones. –Dijo volviendo a recaer en
el boceto, pero yo se lo aparté de la vista—. Pero solo a unp con un gusto tan
particular…
—¿Ah sí? ¿Y qué le parece un diez por
ciento, por su discreción?
—Veinte.
—¿Insiste? Genial, iré a talar al bosque.
¿Tiene un hacha? –Hice el amago de levantarme pero él se rió, creyendo que era
un farol.
—Puedo bajar al quince, si me hace un
favor. –Aquello me hizo estremecer. Me había cruzado con suficientes hombres
como para temer de aquellas insinuaciones inocentes. Yo volví a sentarme y le fulminé
con la mirada. Él se cruzó de brazos para dar por finalizado el regateo.
—¿Qué clase de favor, señor Robert?
—Mi hermana está arriba, con la niña. ¿Le
importaría subir y hacerle una visita? Aún no ha tenido ocasión de agradecrle
perosnalmente el regalo que le hizo a mi sobrina y ya me ha dicho en varias
ocasiones que quiere invitarla a un vino o un té. ¿Qué le parece? ¿Quince por
ciento? –Extendió la mano en forma de sellar el trato.
—Oh, señor. ¡Claro! –Cerré el trato—. Es
una buena oferta. Creo que saldremos ganando los dos.
…
El señor Robert me acompañó arriba. Se oía
canturrear a su hermana y de fondo sonaba la risa de la niña, entre palabras
intensas y el traqueteo del sonajero. El carpintero anunció mi visita y su
hermana, que estaba remendando unos pantalones, se levantó de un salto y acudió
a darme un fuerte abrazo. Yo me quedé rígida por la impresión y cuando se
separó de mí me dio dos besos, uno en cada mejilla. La niña, llena de
entusiasmo por la algarabía de su madre, reía y daba palmitas en el suelo,
donde estaba sentada, cerca de uno de los ovillos de lana que se desbordaban de
una cesta, al pie de la butaca donde había estado ella sentada.
—¡Señorita Leroy! Que placer verla. ¿Cómo
no nos avisa de su visita?
—Ha sido por tema de trabajo, querida.
–Dijo Robert, para excusarme—. Pero la señorita Leory preguntó si podía subir a
verla, y a visitar a la niña.
—¡Qué dulce por su parte! –Dijo ella y
salió corriendo a buscar a la niña que estaba en el suelo. Mientras tanto yo
volví una mirada suspicaz al carpintero y me devolvió un guiño de uno de sus
ojos. Se despidió de mí, dulcemente, exhortándome a que me marchase cuando lo
considerase oportuno, y agradeciéndome aquel favor. Al marcharse, mientras la
mujer recogía a la niña del suelo, y durante aquella hora que paseé en su casa,
me di cuenta de la soledad en la que aquella mujer vivía. Sola con su niña y
con su hermano trabajando casi día y noche sin descanso. Con el fantasma de la
muerte de su marido rondando su mente y con la dificultad de vivir viuda el
resto de su vida. Al mismo tiempo se culpaba de robarle a su hermano su vida,
para ella, y también su espacio y su dinero. Todo aquello se podía ver en su
mirada, y en sus gestos, aunque sus palabras eran todo candor y dulce
maternidad.
—El regalo hizo a mi hermano llorar
durante días. –Me dijo ella, mientras me servía un poco de té en una taza. Yo
la sujeté en mis manos, sintiendo como el calor me templaba el cuerpo—. Aunque
parece un hombretón y se hace el fuerte, por dentro es como el caramelo. Todo
dulzura.
—Ya he podido comprobarlo. –Dije y ella
sonrió. La niña pedía sus brazos y la cogió, sentándola en el regazo. Estaba a
mi lado, se había sentado cerca de mí a posta. La niña me tiró de la manga del
vestido y aunque su madre la reprendió yo dejé que lo hiciera todas las veces
que quisiera.
—Livia, ¿cierto? Como la esposa de
Augusto, el primer emperador de roma.
—Así es. –Dijo ella, asintiendo con algo
de sorpresa—. A mi siempre me ha gustado mucho la historia, igual que a mi
marido. Pero apenas puedo leer nada desde que nació la pequeña. Me ocupa todo
el tiempo…
—Los niños son así. –Dije y le extendí mi
mano, hacia la niña, cuya manita se aferró alrededor de mi índice y corazón.
Tenía una fuerza pasmosa y sus ojos miraban directamente a los míos, llena de
poder y decisión.
—Mi hermano me ha dicho, y perdona por mi
poco tacto, que su madre murió al nacer. –Dijo en un susurro, como si aquellas
palabras pudieran hacer menos daño si se decían en un tono más bajo. Yo asentí,
encogiéndome de hombros.
—Murió al darme a luz. –Dije, pero no me
ofendí. Sabía que no estaba tan interesada por mí como por la forma en que
aquello me había afectado, y así afectaría a su hija—. Pero míreme, soy una
mujer fuerte, lista e independiente. Las pérdidas nos hacen más fuertes. Y con
una madre como usted, la niña será la más afortunada del mundo.
Sonrió avergonzada por haberme obligado a
decir aquellas palabras. Su perfil, a contraluz, era muy hermoso. Y su cabello,
recogido y negro, sobresalía por su volumen de forma indomable. Era muy
hermosa, y las pocas arruguitas que pintaban su rostro, la hacían mucho más
natural. Apenas usaba maquillaje, y solo sus labios estaban coloreados con un
poco de carmín. Solo sus labios. El color de sus mejillas era tan natural como
el rubor de su hija.
—La he visto a usted en la iglesia, ¿pero
sabe? No he tenido valor de abordarla.
—¿Cómo es eso? –Pregunté.
—Mi hermano me ha hablado tanto de usted,
y en un tono tan profesional, que no he sabido cómo acercarme a usted. Creo que
es la primera vez que habla así de una mujer. ¡Tiene grandes expectativas para
usted en este pueblo!
—Algo dejó caer un día que vino con un
encargo… —Pensé en alto pero ella continuó.
—Habla de usted como de una compañera más
del gremio. Eso es lo que tanta reticencia me creó para acercarme a usted.
¡Siempre tan atareada —me dice— trabaja incluso los domingos!
—No es algo encomiable. Si me quito de
descansar los domingos es para poder salir adelante. Empezar una nueva vida es
siempre costoso… —La niña tiró con más insistencia de mi ropa y terminó por
inclinarse predispuesta a que la cogiese en brazos. Su madre me la ofreció y yo
la sostuve en mi regazo, con las manos temblorosas. La agarré con fuerza, por
miedo a que se me cayese de las manos y es que se movía en todas direcciones.
Mirando a su madre como si haber logrado llegar hasta mi regazo fuese un logro
digo de ser mencionado. Yo sonreí incómoda.
—Por lo que veo no tiene hijos… —Rió—. Le
tiemblan las manos.
—No quiero que se caiga. –Dije con pavor
en un susurro.
—Tampoco hermanos menores…
—Ni mayores. –Dije y ella asintió—. Ahora
que lo pienso, no sé si es la primera vez que cojo a un niño en brazos…
—¿No me diga? ¿No tiene primos o amigos…?
—No tengo nada. –Dije y ella quedó pasmada
unos segundos y después sonrió tan incomoda como yo estaba—. Pero parece que no
está a disgusto. –Murmuré al ver como la niña apoyaba su mejilla en uno de mis
senos y descasaba allí, llevándose el pulgar a la boca, con una mirada
contemplativa hacia ninguna parte.
—No lo hace mal. –Dijo y yo sonreí—. Tal
vez cuando sea algo más mayor y tenga hijos propios, no le dé tanto miedo
cogerlos en brazos…
—Sí, tal vez…
—Antes de irse, tiene que llevarse unas
cuantas manzanas.
—¿Manzanas?
—Manzanas verdes y crujientes. Esta semana
vino un familiar que tiene una huerta a las afueras del pueblo y nos trajo
docenas. ¡No podemos comérnoslas todas! Tendrá que llevarse unas cuantas...
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