LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 17

CAPÍTULO 17 – San André

 

 

El día de San André llegó. Visitantes de todos los pueblos y ciudades de alrededores se acercaron desde primera hora de la mañana para pasar el día en la ciudad. A diferencia de los días ordinarios, aquella fiesta llenó el mercado de un olor dulzón, que se mezclaba con el de carne asada en la leña, el de los encurtidos y los panecillos recién hechos. Cuando de normal el mercado apestaba a pescado calentado al sol y carne con moscas. Aquella mezcla de fragancias inundó a oleadas nuestro puesto, primero con el del azúcar al fuego y más tarde con el picor del vinagre. Para cuando ya hubimos instalado el puesto, las personas ya paseaban de un lado a otro haciendo sus compras o limitándose a otear los productos de los puestos.

Allí se reunieron casi todos los trabajadores del pueblo, de alguna u otra manera, llenando tanto la plaza como las calles colindantes con sus puestos o ayudando a vecinos, amigos o familiares con los suyos propios. En la zona central de la plaza habían avivado una hoguera sobre la que desde primera hora asaban varios cochinillos, así como castañas y patatas y boniatos. Se escuchaban a los músicos, caminando por las calles cercanas a la plaza, con sus bandurrias y panderetas, ataviados con coloridas y vistosas telas. Cuando pasaron delante de nuestro puesto Hank daba palmas al ritmo de la música y yo no pude evitar soltar una sonrisa, en agradecimiento por aquella festividad que nos había traído tanto jolgorio y dicha. Todo el mundo estaba exultante, deseoso de pasarse el día entre el gentío, la música y aquellos olores tan deliciosos.

La señora Constanza también estaba presente entre la turba, con su marido y sus hijos en un puesto de orfebrería que había instalado el hermano de ella, por suerte, al otro lado de la plaza de donde yo tenía asentado el mío. Aunque sabía que a lo largo de la mañana nadie me libraría de ella aunque fuese por un rato. Paola no había tenido dinero aquel año para montar un templete, pero al parecer cuando aún su padre vivía, él y los estudiantes de pintura se agenciaron un hueco en la ajetreada plaza para vender pequeñas acuarelas o pequeños óleos, y seguir comprando material para pintar. Más esperaba que ella en algún momento se pasase por la plaza para almorzar juntas. También Robert el carpintero, con su ayudante, tenía un puesto y la tabernera había llevado allí varios barriles de cerveza y vino para alegar las densas horas bajo el cielo nublado de noviembre.

A eso de las nueve no pude resistir por más tiempo la fragancia de un puesto de pasteles y bizcochos unos metros más a la izquierda y salí disparada allí para comprar dos porciones de pastel de calabaza. Volví mordisqueando uno de ellos y el otro se lo entregué a Hank que se había sentado en un pequeño taburete de este lado del mostrador mientras tallaba una pequeña figurilla. Con sus largas piernas cruzadas una sobre otra solo le faltaba una pipa y un batín para sentirse como en casa. El olor del pastel le llegó antes que la imagen, y levantó la mirada agradecido. Yo ya tenía medio pedazo en los carrillos.

—Nos faltará un vaso de leche. –Dijo mientras mordisqueaba la punta de la porción y lo miraba por todas partes. Yo asentí, metiéndome en la boca el último pedazo.

—O una cerveza. –Murmuré con la boca llena a lo que él se rió, divertido.

—¿A estas horas de la mañana, con un pastel de calabaza? Un poco de leche mejor.

—Tal vez algo de vino blanco. –Medité, haciéndole reír aún más.

Durante toda la mañana, hasta la hora de la comida, el mercado había permanecido lleno de personas. Llendo y viviendo, comprando y ojeando. Todo el mundo parecía acudir a la plaza y no querer salir de ella hasta no verse obligado a desembocar en una de las calles adyacentes por la presión de la masa empujándola fuera para seguir entrando. La mayoría de las personas, para desgracia de todos los que estábamos allí con ánimo de vender nuestros productos, solo querían mirar. Darse un paseo, impregnarse del olor de la carne asándose, y regresar para comer en sus casas o en alguna taberna cercana. Pero lo cierto es que de vez en cuando algunos de los curiosos llegaban a interesarse de verdad por la mercancía y llenos de júbilo, se llevaban alguna de mis figurillas de San André. La mayoría, extranjeros de pueblos cercanos, que divertidos ante la idea de llevarse una especie de souvenir de su viaje, se llevaban aquella figurita conmemorativa de la festividad a la que había asistido.

Se habrían llevado a uno de los músicos si hubieran podido. Estoy segura, fueron todo un éxito. La gente les hacía un corro que les obligaba a tocar durante horas y después recogían las monedillas con humilde gratitud. Uno de ellos, estoy por jurar que el mayor de todos, un hombre de cerca de cincuenta y cinco años, se acercó a nuestro puesto después de haberse recompuesto con un trago de vino. Era un tamborilero. Se acercó, pues yo le había estado observando tocar y Hank le había aplaudido en cada una de las canciones que habían interpretado. Cuando lo hizo, jugueteó con una de las figurillas de San André que teníamos sobre el mostrador y tras mirarla por todas partes, no muy convencido de su precio, nos la compró y se alejó tras dirigirnos un par de frases triviales después de aquello, yo le devolví la mitad del dinero que se había gastado en la figurilla tras el final de una interpretación.

A eso de las doce, como si todas las personas allí reunidas en la plaza hubiésemos interpretado una danza tribal del sol, las nubes se despejaron momentáneamente y la luz anaranjada de un sol fatigado de noviembre nos alumbró. La señora Constanza apareció poco después cerca de mi puesto, acompañada del pequeño de sus hijos. Yo también me había hecho con una silla y me había sentado detrás del mostrador, cruzada de brazos y mirando con desdén a todo el que pasaba.

—¡Más ánimo, chiquilla! ¿No has vendido mucho?

—Más de lo que esperábamos. –Dije, aunque me encogí de hombros—. No tenía grandes expectativas, he de reconocerlo. Pero el ambiente es agradable. La música es muy bonita.

—¿No hacen este tipo de cosas en el norte?

—En el norte, en el oeste y en todas partes. Las fiestas son una cosa intrínseca del ser humano. Tiene que festejar, aunque no sepa ni siquiera por qué.

—Tienes a tu padre cuidando del puesto. –Me recordó, señalando a Hank con la mirada, que tallaba aún una figurilla—. Vamos, demos una vuelta, chiquilla, antes de la hora de comer. –Yo miré a Hank pidiendo no solo su permiso, también su complicidad, y asintió de buen grado con la condición de que aprovechase a comprar un tarro de encurtidos.

Sin más, la señora Constanza me asió del brazo y dimos un paseo entre las calles improvisadas que se habían formado por la colocación de los puestos. El quesero me llamó desde lejos y me prometió darme una muestra de cada queso que yo quisiese probar si le compraba una cuña del que más me gustase. La señora Constanza le pidió que no estafase a una muchacha pero yo accedí y le pedí al menos veinte pedacitos de queso, aunque yo ya sabía qué queso me llevaría. Antes de probarlo, le pedí que me diese un pedazo de queso gouda con pesto rojo. Si me había gustado el verde, el rojo también me gustaría. Después paseamos hasta toparnos con la familia de la pescadera. Se quejó largo y tendido con la señora Constanza de que nadie quería comprar pescado porque si pretendían pasarse el día en el mercado, no les duraría fresco. También pasamos por la verdulería y allí Nathan me prometió que se pasaría por el tenderete a saludarnos a mi padre y a mí. Yo le tomé la palabra pero le supo insípido aquel encuentro.

Después me llevó hasta el puesto de su hermano el orfebre y me lo presentó. Era un señor con barba negra y cabello enredado. Bonachón y con las mejillas sonrosadas. Me saludó efusivamente dejando el trabajo que estaba llevando a cabo para darme la mano y besar el dorso. Lo hizo candorosamente y yo no pude evitar sonrojarme.

—¡Mi hermanita me ha contado tanto sobre ti! La tiene siempre en la boca. ¡No sabe cuánta impresión ha creado en ella desde el primer momento!

Al oírme llegar, George y Marianita salieron de algún lado donde estaban escondidos y me saludaron con la misma efusividad. Su padre se limitó a hacerme un movimiento con la cabeza como saludo y volvió a distraerse con algo en aquel improvisado taller.

—Ya lo creo que he causado impreisón en su hermana, señor. Ya ve, no me suelta ni para trabajar. –Le mostré mi brazo enredado en el de la señora Constanza. El hombre se rió con una profundidad encantadora, llevándose la mano al vientre y echando la cabeza hacia atrás. Sin embargo, su hermano refunfuñó durante un rato.

—Que bueno que haya venido gente nueva al pueblo. –Me dijo, tras excusarse por no habernos conocido antes—. El aire se estaba volviendo un poco rancio. Ya sabe…

—Sí, puedo hacerme una idea.

—Mis sobrinos la adoran. ¡Incluso Donatien! Mírelo, ahí lo tiene, aferrado a su falda. Los ha colmado de regalos y atención, ¡que muchacha! No se vaya de este pueblo, por favor.

—¡Cómo! No me voy a ningún lado. Se lo aseguro. –Dije y todos parecieron alegrarse, como si mi reciente aparición en el pueblo fuese un signo de una vida de viajes y desinterés. No, yo me había ido hasta allí para empezar una nueva vida. Una vida plena y feliz. Aunque ante aquella impresión, no pude por menos que pensar en la hipotética situación… de que me viese obligada a emprender un viaje de nuevo. No. No quería ni pensar en ello.

Tras saludar a toda su familia, sus dos hijos mayores nos siguieron como si los hubiésemos arrastrado con nosotros, o se nos hubiesen pegado como la mierda al bajo de los vestidos. Iban los tres detrás de nosotros porque no podíamos caminar todos juntos por la cantidad de personas alrededor. Pero de vez en cuando Marianita me cogía del brazo y su madre marchaba a comprar algo. Después Donatien me llevaba con él a ver algo curioso que le hubiese llamado la atención o George me apartaba para contarme algo lejos de la curiosidad de su madre. Me anduvieron paseando durante al menos una hora. Cuando regresé al puesto y le extendí el queso a Hank se me quedó mirando de hito en hito. Yo me golpeé la frente con frustración.

—¡Encurtidos!

—Encurtidos, vida mía. –Dijo, sonriendo.

 

 

Llegada la hora de comer George y Marianita que ya habían ido a comer se quedaron cuidando de nuestro puesto, un poco a regañadientes por mi parte, pero de esta manera Hank y yo pudimos acompañar a Paola y su prometido a comer. Nos sentamos en una de las mesas que tenían preparadas alrededor de las brasas y nos llenamos hasta saciar nuestro apetito. Nos bebimos entre los cuatro una jarra de vino y dimos cuenta de una cesta de pan. Patatas asadas y cochinillo. Para mi sorpresa, cuando llegué al puesto, George, Marianita y Enzo estaban tras el mostrador, jugando al tres en raya que yo les regalara. Jugaban George y Enzo, Marianita sentada a un lado, miraba desarrollarse la partida.

—Buen negocio hago yo con vosotros, jugando mientras desatendéis a mis clientes… —Dije, en tono de broma, mientras llegaba a ellos. Levantaron las mirada sonriéndose y señalando la partida con la mirada.

—¡Qué mejor forma de exhibición que jugando con el propio producto! –Dijo Enzo—. Le han encargado uno. Ahí le hemos apuntado la dirección.

—¿De veras? –Pregunté y busqué la agenda donde habían apuntado la dirección del vendedor.

—Es el florista. –Aclaró marianita—. Lo quiere para sus dos hijas.

—Bueno… —Dije, entre asombrada y conforme—. No seréis tan mal sustitutos después de todo…

—¡Tres en raya! –Exclamó George levantando los brazos en señal de victoria a lo que Enzo le fulminó con una mirada cargada de resentimiento.

—¡Aparta, deja jugar a tu hermana! –Le dijo dándole un empujón—. Seguro que me has hecho trampas. Tramposo.

—¿Habéis vendido alguna figurilla?

—Sí, —dijo ella—, siete. Y un crucifijo. ¡Ah! Y dos pequeñas vírgenes. Lo hemos apuntado todo…

—Sí, ya lo veo. –Dije ojeando la agenda—. Bueno. Buen trabajo. Buen trabajo…

 

 

Justo en plena tarde, a eso de las cuatro o cuatro y media, cuando ya habíamos reposado la comida y las personas volvían a pasear en grandes masas a través de los puestos, un hermoso y pomposo carruaje llegó a la plaza desde uno de los laterales, tirado por una hermosa montura de dos caballos marrones. Solo los caballos debían ser muy costosos, y entre el gentío, se me hizo complicado divisar las voluptuosidades de la decoración del carro, así como los tejidos y cortinajes. Pero todo el mundo se volvió como yo y todos se quedaron mirando, tan asombrados como si fuese la primera vez que veían aquello. Hank volvió el rostro al verme tan sobresaltada y cuando cruzamos una mirada llena de intriga mezclada con pavor, el hombre del puesto que teníamos a nuestro lado, nos sacó de nuestra confusión.

—Es el Marqués de MontBlanc, es protector de estas tierras. –Dijo el hombre, más entusiasmado que sorprendido—. Seguro que ha venido a pasear con su familia por el mercado, como poco, para hacerse ver. Siempre de viaje… tan atareado el hombre…

Como la presencia de aquel carro era suficiente como para perturbar el ánimo de cualquiera, todos parecieron guiarse por el mismo instinto de sumisión que si hubiesen visto descender a Dios del cielo y les obligase a hacerse espacio. Las personas, con los ojos puestos allá donde se había detenido el carro, en uno de los laterales de la plaza, esperaban ansiosos ver bajar al marqués con su esposa y sus hijos. A mi me sudaron las palmas de las manos y Hank volvió con la talla de aquella pieza, restándole importancia. Yo no podía dejarlo estar tan fácilmente. El comportamiento de todas aquellas personas alrededor consiguió imbuirse en mi carácter.

Al contrario que temerosos, en las personas se respiraba gratitud y júbilo. Desde donde estaba no pude ver descender del carro a nadie, y por culpa del gentío, mucho menos oírles abrir y cerrar la puerta de este. Solo se alcanzaba a divisar un revuelo de personas que se habían aproximado a ellos con intención de sonsacarles algunas monedas, o alguna compra por caridad. Tal vez les hiciesen regalos u ofreciesen sus productos gratuitamente con la intención de subir los precios del resto, alegando que el marqués poseía también uno. Ya me conocía esa vida elegante y sufrida. Lo único que me quedaba de ella era alguna que otra prenda de ropa.


Los marqueses fueron paseando, y a medida que transcurrían los minutos las personas volvían a sus quehaceres como si el pasmo hubiera pasado, pero aún seguían alerta con la mirada puesta en ellos. Por lo menos, de reojo. Yo me limité a permanecer allí de pie detrás del mostrador recolocando las figurillas o pasándole a Hank los enseres que necesitase para la pequeña talla. Cuando los marqueses llegaron cerca de nuestros puestos su presencia se hizo evidente. Todos se apartaron con respeto y algunos inclinaban la cabeza en forma de saludo. Más de lo que me hubiera gustado ver.

Aquel era un hombre maduro, rubio con el cabello corto y un gran bigote poblado y tan rubio como el cabello ondulado que tenía en la cabeza. Era alto, robusto y cargado con ropas y pieles densas y coloridas. Los puños de su chaqueta eran de piel de zorro inglés, igual que el cuello de esta. Su expresión estaba llena de calma y humildad, al contrario de lo que se esperaría de alguien que luce prendas tan costosas delante de tantos pueblerinos. Sus ojos azules como el cielo, miraban sobre todo a sus hijos que iban un par de metros detrás de ellos, mirando curiosos todos los puestos. Eran jóvenes adultos, por no decir adultos enteros. Tendrían una edad cercana a la mía, y si me arriesgaba, podría decir que eran por lo menos mayores que yo. Pero ilusionados por la festividad estaban joviales y divertidos, casi ansiosos. Señalaban unas rosquillas y después unos bizcochos en un puesto cercano. Eran un joven y una dama. Ataviados con las ropas más elegantes que había visto en meses. Ella llevaba unas telas de seda rosas pastel que deslumbraban bajo aquella luz grisácea y él vestía a la moda, con pantalones holgados en los muslos, beiges, y un chaleco del mismo color. En su cabeza, sobre una cabellera larga y rubia, tenía un sombrero de ala ancha, con una gran pluma roja sobre este. La madre iba detrás de ellos, azuzándolos para que avanzasen y no se quedasen rezagados. Era una mujer esbelta y de mirada cándida, pero algo severa se volvía a reprenderlos. Ella me resultó familiar, o tal vez solo la idea de su maternidad me había sido llamativa. Cuando una no tiene madre, se acostumbra a ver una posible figura maternal en cualquier mujer que demuestre un poco de devoción por sus hijos. Quería que me resultase familiar. Aquella súbita desazón me llegó tan hondo que no me percaté de que los ojos azules del marqués me estaban mirando fijamente desde la distancia.

Pude sentir como se me derretía el corazón momentáneamente y aparté la mirada, dirigiéndola hacia las figuritas que tenía en el mostrador. Hank se había levantado de su taburete y puso sus manos a la espalda. El marqués se acercaba y yo alcé la mirada al fin al haber encontrado el valor para hacerlo cuando ya se había aproximado. La madre se había quedado con los niños en un puesto enfrente del nuestro, de bizcochos y pasteles. El marqués, con poco interés en las figurillas, alcanzó una y la ojeó por todas partes alternando su mirada entre la figurilla y yo. Le sonreí débilmente y él me devolvió el saludo con un movimiento de su cabeza. El hombre que nos había dado las indicaciones pertinentes acerca de los marqueses le llamó la atención.

—¡Venga! ¡Venga, marques! Mire qué jarrones tan hermosos. Seguro que a su esposa le entusiasmaría tener uno de estos decorando sus salones…

Pero las palabras del hombre cayeron en saco roto. El marqués seguía dándole vueltas a la figurilla, como si yo fuese aquella estatuilla en sus manos. Me observaba como si quisiese estudiar cada rincón de mí. Aquello me llenó de coraje pero para cuando lo hube reunido, él habló.

—Muy hermosas, estas estatuillas de San André. ¿Las ha tallado vuestro padre?

—Ambos, Marques. Ha sido un trabajo conjunto.

—Muy curioso… —Dijo pensativo. Como no pareció continuar yo me llené de ansiedad.

—¿Qué es curioso, Marques?

—Sois nuevos en el pueblo. No había visto antes este tipo de labor en el mercado…

—Así es. –Contestó Hank, pero el marqués no le prestó atención—. Nos hemos mudado recientemente y hemos establecido nuestro negocio de tallas y exvotos con toda la ilusión de empezar una nueva vida aquí… —Yo di un respingo y Hank se detuvo. Había metido la pata por hablar demás porque el márquez cruzó una mirada con ambos.

—¿De donde proceden ustedes?

—De Brujas. –Dije y el hombre pareció algo más sosegado—. Venimos huyendo del protestantismo, señor, y de su aversión por las figuras religiosas.

—Ah, ya comprendo. –Dijo asintiendo y dejando la figurilla en su sitio, como si repentinamente hubiese perdido el interés por ella. Tal vez esperaba obtener de nosotros una historia jugosa o una novela de aventuras. No encontró nada de ello pero algo lo mantenía anclado al otro lado del mostrador y comenzaba a inquietarme.

—Habla usted muy bien el francés.

—Nací en la Rochelle, —mire a Hank—, vivimos allí mucho tiempo.

—Bueno. –Dijo, como si mis explicaciones no le satisfaciesen. Señaló una de las figurillas con la mirada— Una idea ingeniosa, no me cabe duda. Todo el pueblo podrá tener una figurilla de su santo patrón. ¿Puedo llevarme yo también una? –Dijo y volvió a coger la misma figurilla que hubiera estudiado. Yo asentí con agradecimiento.

—Serán cincuenta francos. –Dije como un resorte, a lo que las personas que tenía alrededor levantaron la mirada llenos de terror en sus expresiones. Yo no recaí en ello al instante, no hasta que el vendedor que tenía a mi lado me chistó.

—¡Regálaselo! Es el marqués, ¿Qué importa una figurilla? No le cobres al marqués…

—¿Cincuenta francos? –Preguntó el marqués y yo sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Asentí encogiéndome de hombros.

—Es lo que vale la figurilla…

—¡Niña tonta! –Dijo el hombre de al lado, volviendo el rostro a un lado, disgustado y ofendido. Yo miré a Hank a mi lado esperando la aprobación de mi comportamiento, pero me miraba desde la distancia con media sonrisa en la comisura de sus labios.

—Cincuenta francos, pues. –Dijo y rebuscó en un monedero del que sacó un luis de oro. Yo le devolví el cambio y sonreí llena de júbilo extendiéndole la figurilla.

—Espero que tenga un gran día, Marques. Usted, y toda su familia…

—¿Sabes qué es lo curioso? –Preguntó como si no me hubiese estado escuchando—. Habría jurado que ya residías aquí en nuestro pueblo, porque creo haberte visto antes. Tu rostro, me resulta familiar, como si nos hubiésemos cruzado en algún momento por estas calles... ¡Qué curioso!

—Tal vez nos hayamos cruzado. –Dije, encogiéndome de hombros—. Llevamos más de un mes aquí.

—Imposible. –Dijo, negado con el rostro—. Yo acabo de regresar de un largo viaje en Alemania. Llevaba casi cinco meses fuera. –Acabó negando con el rostro, dándose por vencido—. Como sea. Bienvenidos a Saint André de Vence. –Alzó la figurilla en su mano para hacerla notar—. Guardaré esto como un tesoro, señorita. Dígame, ¿Dónde han establecido su negocio?

—Es la calle ** en el número 23. –Dijo Hank, sonriéndole a su vez con una cálida expresión de despedida—. Ha sido un placer para nosotros que nos atiendan tan diligentemente.

—Lo recordaré. –Prometió y con una inclinación de cabeza nos despedimos mutuamente.

Para entonces su esposa y sus hijos lo esperaban en la distancia, mirándonos a Hank y a mí con desdén, casi con extrañeza, como si se preguntasen a qué se habría detenido su padre allí, tanto tiempo, solo por una figurilla. Cuando el hombre les enseñó la figurilla volvieron a mirarnos con esa extraña expresión que no supe descifrar, como si se apiadasen de nosotros y al mismo tiempo desconfiasen. Se alejaron de nuevo con una turba rodeándoles y yo al fin pude soltar una gran bocanada de aliento que había retenido. Hank volvió a sentarse en el taburete pero se me quedó mirando lleno de angustia.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Le conocías?

—No. –Dije, volviéndome a él con violencia—. ¿Cómo iba a conocerle? Me ha puesto muy nerviosa.

—Solo estaba cortejándote, ¿entonces? –Presentó con algo de celos en su tono de voz. Yo levanté una ceja con pasmo.

—¿De muchachos no celas pero sí de hombres adultos y casados? –Hank me fulminó con la mirada y yo me crucé de brazos, apoyándome en el mostrador—. No lo conocía, pero tampoco creo que estuviese cortejándome. Ha sido extraño. Tal vez me haya confundido con alguien. Tal vez alguna amante que tuviese. ¡Sabe Dios!

Hank volvió a su figurilla al no obtener nada mejor que mis quejas y yo levanté el mentón, oteando por encima de sus manos.

—¿Eso es un burro?

—Una mula, querida. En unas semanas estamos en navidad.

 

 

 

 

 

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