LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 16
CAPÍTULO 16 – Los preparativos
No pasaron ni dos días desde que le dije a
la señora Constanza que tal vez me aprovecharía de sus dos hijos para hacer
recados cuando se presentaron los dos, diligentes y serviciales, en la puerta
de mi negocio una mañana. Allí estaban, tras los cristales de la entrada con
las manos enlazadas a la espalda y una sonrisa llena de complacencia. Cuando
les dejé pasar adentro, George fue el primero en exclamar, agradecido.
—¡Muchas gracias, señorita! ¡Gracias por
darnos trabajo! ¡Siempre he querido trabajar en un taller! No sabe la ilusión
que me hace su oferta…
—¡George! –Le reprendía su hermana, que
tiraba de él para que retrocediese. Estaba algo avergonzada por la expresión de
su hermano—. Mamá no nos ha dicho eso…
—Me dejará trabajar en el taller con
usted, ¿verdad?
—Alto, alto ahí, muchacho. –Le dije,
frunciendo el ceño con una mueca de extrañeza—. ¿Qué es eso de trabajar en el
taller? ¿Acaso tu madre ha malinterpretado mi ofrecimiento?
—No, señorita, no ha sido nuestra madre
quien lo ha malinterpretado. –Se excusó Marianita—. Sino mi hermano. ¡Se ha
hecho ilusiones! Como castillos en el aire…
Yo suspiré ante aquel obstinado capricho.
Me pasé el dorso de la mano por los ojos y me encogí de hombros.
—Lo siento mucho. No nos vendría mal un
ayudante en el taller, por lo menos alguien que se encargase del almacenaje y
la limpieza, pero no tenemos…
—¡Eso es lo que hago en el taller de mi
tio! También podré hacerlo aquí.
—Déjame terminar, muchacho. No tenemos
dinero suficiente para mantener esa clase de empleo. Puedo daros algunas
monedas porque me vayáis a hacer la compra al mercado, tal vez la limpieza de
las habitaciones o la comida. Incluso cuando tenga que entregar pedidos o ir a
recogerlos, también os puedo pedir ayuda. Pero tan solo eso. Y no lo hago por
caridad hacia vosotros, sino porque no tengo tiempo a lo largo del día para
dedicárselo a todo. –A pesar de mis palabras, George no parecía decepcionado—.
¿Tan terrible es trabajar con tu tío?
—Es con mi padre, con quien no soporto
trabajar. Se cree que el negocio es suyo, el muy…
—No hables mal de nuestro padre. –Murmuró
Marianita, dándose la vuelta rápidamente para otear la puerta del negocio.
—Se cree que con estar allí una hora al
día cuadrando las cuentas del negocio es trabajar. El resto del día se lo pasa
en la taberna. Y yo tengo que hacer todo lo demás. Limpieza, orden del almacén,
y los recados que tengo que llevar de un lado a otro. Si fuera para usted,
sería el mejor trabajo del mundo…
—De momento no disponemos del dinero
suficiente. Pero no descarto esa posibilidad. Sé que eres un chico trabajador.
—¿Y bien? –Preguntó Marianita—. ¿Hoy se le
ofrece algo?
—La verdad es que sí. Ayer no pude comprar
nada de fruta ni verdura. –Saqué una pequeña lista del bolsillo de mi mandil y
se la entregué—. Quiero que me traigáis esto. Si vais los dos, no os daré el
doble del dinero… —Ambos se quedaron mirando el papel con una especie de mueca
como quien intenta descifrar un jeroglífico—. Perdonad, tengo una letra
terrible. Quiero que me traigáis…
—¡Señorita! Nosotros no sabemos leer…
—¡Ah! –Di un respingo y ellos me
devolvieron la lista con ojos inocentes. Sonreí como una estúpida y negué con
el rostro—. Os lo leeré. No tiene mayor complicación. Necesito dos berenjenas,
un manojo de puerros y otro de judías verdes. También un saco de garbanzos y si
podéis acercaros por el puesto de la carnicería, decidle a la señora Margoth
que ayer hice la costilla, y que tenía un sabor excelente.
Les di el dinero para que lo compensen
todo y les dije que quería el cambio de vuelta. Cuando regresaron, pasados tres
cuartos de hora, cada uno venía cargado con una cesta. Les pedí que subiesen y
lo dejasen todo en la cocina. Una vez bajaron me extendieron el cambio pero yo
se lo devolví, como pago por su trabajo. Tal vez era un poco más de lo que se
merecían, pero al menos no quería defraudarles el primer día.
—La señora Margoth se ha deshecho en
cumplidos hacia usted. –Me dijo Marianita—. Bien alto, para que todo el mundo
lo oyese. Hubo incrédulos por todas partes.
—Sí. —Dije, riéndome—. Me puedo hacer una
idea.
—Nathan sin embargo se ha decepcionado al
saber que el pedido era para usted, y no se ha presentado. –Comentó George—.
Sino que nos ha mandado a nosotros en su lugar. Teme que lo coja por costumbre.
Y el propio Miguel se ha llevado un chasco, pensando que ha podido ofenderla de
alguna clase. Le hemos repetido cien veces que usted se encuentra muy ocupada
en el taller, pero casi se lo ha tomado como algo personal.
—El orgullo de ese hombre no conoce
límites. –Dijo Marianita, rodando los ojos.
—¿Alguna noticia más? –Ellos se miraron
con una sonrisa cómplice.
—Enzo nos abordó al salir del mercado.
–Dijo Geroge—. Y nos preguntó si en la fiesta de San André pondréis un puesto
en el mercado.
—¡¿Un puesto en el mercado?! –Pregunté,
como iluminada por una visión enriquecedora—. Queridos, ¿qué se hace aquí en la
fiesta de San André? –Ellos volvieron a mirarse llenos de júbilo y complicidad.
—Pues bien. Durante ese día, se monta un
mercado en toda la plaza, no solo de verduras y quesos como los días
ordinarios. Hay de todo. Todas las pastelerías montan puestos de dulces.
También las tiendas de sedas sacan sus mejores ropas. Hay juguetes, zapatos,
vasijas, incluso hay espectáculos con acróbatas y alguna representación
teatral.
—¡Seguro que hay un hueco para un puesto
de figurillas de San Andrés! ¿No le parece? –Sugirió Marianita.
—¡Qué gran idea! ¿Y cómo hago eso? ¿Dónde
puedo conseguir un puesto…?
—Nosotros no tenemos mucha idea. Pero
Nathan nos ha dicho que lo primero es ir al ayuntamiento y pedir un permiso
para un puesto en el mercado ese día concreto. Es un trámite algo diferente al
que tienen que hacer los que montan de ordinario el puesto en el mercado. Se
paga una tasa, y después se alquila un tenderete o bien se contrata a un
carpintero para que haga uno…
—Vaya, Enzo lo tenía todo pensado… por lo
que veo…
—Así es. –Soltó Geroge con una sonrisa
pérfida.
Yo me rasqué el bolsillo y saqué una
moneda más.
—La información es muy valiosa. –Le dije y
se la entregué—. Compartidla. Es para vosotros.
…
Tras consultárselo a Hank, la idea nos
pareció de lo más adecuada y nos reprendimos a nosotros mismos por no haber
pensado en aquello de antemano. Pensamos en el coste que supondría alquilar un
espacio en la plaza, así como el templete, pero creímos que nos compensaría si
por lo menos nos dábamos a conocer a todos aquellos que acudiesen a la plaza
aquel día, y para entonces habríamos hecho unas decenas más de figurillas que
vender. Al día siguiente a primera hora Hank salió para el ayuntamiento y yo
escribí una carta dirigida al carpintero Robert. Oraba así:
A Robert
Martín:
Querido
amigo, me gustaría hacerle una consulta, y espero no robar con ello mucho de su
tiempo.
Como bien
sabe, mi padre y yo somos forasteros y dado que en pocas semanas es San André, recientemente
nos hemos enterado de que en la plaza se organizan espectáculos y todos los
comercios que se precien tienen su lugar debidamente asentado en la plaza, para
promocionar sus productos. Mi padre ya ha partido para el ayuntamiento, a
consultar los trámites que se han de llevar a cabo para la obtención del
permiso. Yo por mi lado desearía informarme a cerca del puesto en sí. Conoce
nuestro producto y considero que las medidas del puesto no han de superar las
de un alfarero o alguien similar del gremio. Me gustaría que usted me
asesorase, acerca de qué es lo que necesito, y si estaría usted dispuesto, en
caso de que entre dentro de sus competencias, a hacer ese trabajo tan
prontamente como sea posible. De no ser así, desearía su orientación acerca de
cómo conseguirlo.
Atentamente:
Mademoiselle Eleanor Leroy
Pd. Desearía
una contestación lo antes posible, y si está dispuesto a hacerse cargo del
trabajo, puede ya decirnos un presupuesto aproximado y el aspecto del resultado
final.
Cuando terminé de redactar la carta, la
cerré y la sellé. Llamé a George para que la llevase a la carpintería a cambio
de un par de monedas y salió disparado. La contestación llegó casi al instante.
—No me ha dejado marchar hasta no haber
escrito él su contestación. –Me dijo George extendiéndome la carta, ante mi
expresión de sorpresa. Esta decía así:
Mademoiselle
Eleanor Leroy:
Qué feliz me
hace que sus primeras palabras me coloquen en el lugar de un amigo, no he
podido evitar sonreír ante este dulce apelativo.
Pero siento
mucho que mis palabras puedan llegar a decepcionarla. No dispongo del tiempo
necesario como para hacerme con su encargo, señorita Leroy. A pesar de lo que
me duele rechazarlo y del placer que sería para mí colaborar con usted en esta
empresa. Lo que me impide llevarlo a cabo es el tiempo, pues a poco más de dos
semanas de la fiesta de San André no tengo margen para llevarlo a cabo,
teniendo en cuentra otros tantos trabajos empezados que tengo entre manos. Su
profesión, señorita Leroy, se rige por el mismo dios, y de seguro me comprende
sin necesidad de usar más líneas para excusarme.
Sin embargo
no se le ocurra pensar que la dejo desamparada. No osaría. Un compañero de
profesión que se dedica a la construcción en este momento pero que juntos
estudiamos carpintería bajo el mando del mismo profesor, estará encantado de
recibir su encargo. No crea que le estoy recomendando a cualquier persona como
último recurso. Todos los años alguien le pide que le haga templetes o puestos
para estas fiestas, así que es un conocedor de la materia. Hablaré con él, y
cuando me informe le haré saber sobre los precios y los tipos de puestos que ha
diseñado. Tal vez, si no le parece mal, le digo que le escriba a usted
directamente. Sé que le gusta tratar las cosas de forma directa, sin
intermediarios.
Le diré que
no se pase con el precio, y que las calidades de las maderas sean las mejores.
Ya me conozco sus exigencias, señorita Leroy. Hallará en él un nuevo compañero,
se lo aseguro.
Atentamente:
Robert M.
Aquella misma tarde un hombre se pasó por
la tienda. Alto, de unos sesenta años, con barba blanca y el bigote gris.
Parecía envejecido a pesar de su aspecto. Cuando se presentó, como el señor Pim
Walls, yo bromeé diciéndole que pensé que había entrado en la tienda Sócrates.
Se rió pero no sé si llegó a entender la broma.
—Soy el carpintero del que el señor Robert
le ha hablado, por lo que tengo entendido.
—Así es. Pensé que me escribiría, no que
se presentaría en mi negocio.
—¿Hago mal? –Me preguntó pero yo negué con
el rostro—. Supongo que ya le ha informado de que parte de mi trabajo consiste
en hacer algunos puestos de…
—Sí, me ha informado. ¿Tiene ahí los
presupuestos? –Le pregunté señalando con la mirada la carpeta que traía debajo
del brazo. Asintió y me los mostró. Junto con los presupuesto venían unos
bocetos de cada tipo de puesto en que había trabajado. Los precios me
parecieron sutilmente elevados pero no exageradamente. Uno de los más simples
consistía en una plataforma como mostrador y dos vigas a cada lado, de forma
que el techo se cubría con una lona o tejido. No era tan elaborado como los que
tenían una parte interior con todos los laterales cubiertos de lona, pero no le
vi nada malo. El hombre se fijó en que yo había posado mi atención sobre aquel
puesto.
—¿Son figurillas lo que va a vender?
Entonces no necesita nada más. No es como si tuviese bandejas enteras de dulces
o ristras de chorizos que hubiera que colgar. ¿Ya ha conseguido el permiso en
el ayuntamiento?
—Nos falta rellenar la documentación
descriptiva del puesto, y dado que aún no sabía si lo conseguiría, lo hemos
dejado aún suspendido.
—Bien, pues ya puede empezar a rellenar el
formulario, si se ha decidido por este puesto.
Comentarios
Publicar un comentario