LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 15

CAPÍTULO 15 – Una disculpa

 

 

Al día siguiente, después de desayunar y cargar con el cesto de la compra, dejé a Hank en el taller mientras salía para el mercado. Esperé unos minutos a la puerta de mi negocio para ver si la señora Constanza pasaba por allí o me veía asomada por la ventana y se animaba a acompañarme, pero no apareció. Era un día algo frío y soplaba un viento gélido pero suave. Para cuando empezaba a sentir las piernas entumecidas comencé a moverme y llegué al mercado, que estaba más abarrotado de lo normal, por ser lunes. Al instante me sentí llena de pánico ante la idea de tener que hacerme paso a codazos y empujones de cadera. Había salido en hora punta, cuando la gente quiere hacer sus compras para tener el resto de la mañana libre en la cocina. Había puestos incluso, que estaba acostumbrada a otear desde lejos, que aquel día desaparecieron entre una masa de personas.

Lo primero que hice fue desplazarme hasta la quesería y comprarle al hombre una cuña de queso gouda de pesto verde. La carnicería seguía el siguiente lugar al que tuviera que ir pero me daba vergüenza y apuro. Sin embargo, hice de tripas corazón y me acerqué, intentando aparentar tranquilidad y pasar desapercibida entre todas las personas alrededor. Pero no lo conseguí, porque algunas de las señoras que esperaban el turno se volvían al verme llegar y murmuraban entre ellas. No logré hacerme con mucha de la información que capté y solo conseguí dilucidar:

—¡Qué valor tiene viniendo aquí! ¿Quiere reírse de ellos?

Aunque aquellos comentarios me hicieron temblar un instante, como el filo de cientos de agujas recorriendo mi espalda, me mantuve allí quieta. Intenté hacer una lista de motivos por los que debía seguir viniendo aquí a comprar la carne, en caso de que tuviera que justificar mi comportamiento delante de alguien. En primer lugar y más importante, no había tenido trato con ninguno de los otros puestos de carne de todo el mercado que les hacían la competencia. La señora Constanza me dijo que aquellos eran de confianza y no me parecía adecuado defraudarla. A parte, el hecho de cambiar radicalmente de puesto, podría interpretarse como que aquellos me habían engañado u ofendido. ¿Y acaso no lo habían hecho? No, su madre y Enzo no.

Por otro lado, la carne que ofrecían me parecía de muy buena calidad, a parte de que ambos personajes allí detrás del mostrador me parecían encantadores con los clientes y el trato había sido bueno desde el principio. Podría alegar a la amistad que había surgido entre su hijo y yo, pero aquello podría dificultar las cosas y confundir el entendimiento de muchos. Podría simplemente justificarme con el hecho de que, ¡qué importaba donde compraba la carne! Solo quería un par de onzas de carne picada…

Entre aquellos pensamientos llegó mi turno y cuando la señora Margoth me encontró allí de pie con la cesta sujeta por ambas manos y una mirada llena de compasión y temor, puso sus manos echas puños, en la cadera y se me quedó mirando tan sorprendida como ofendida de mi presencia allí. Sus labios se apretaron en una fina línea sobre su boca. Enzo me ignoró. No supe si estaba lleno de vergüenza u ofendido, como su madre.

—¡Vaya! Señorita Leroy. No creíamos ser dignos de su presencia, señorita… —Ante sus palabras, los murmullos empezaron a crecer a mi alrededor y creo que pudo ver como yo palidecía. Su tono había sido hiriente. De repente recordé todas las palabras que él había dirigido a su marido, y tal vez ella las conociese, y se las hubiese llevado al terreno de lo personal. Se me secó la boca y solo pude esbozar una temblorosa sonrisa.

—No creo haberla ofendido, señora, para que me hable de ese modo…

—¡Cómo! Que descarada. Rechazas a mi hijo e insultas a mi marido…

—Rechazarle no constituye una ofensa tal que… —No me dejó terminar.

—¿No? ¿Una familia de carniceros no es suficiente para usted, señorita Leory?

—¿Qué importa su profesión? No es su estatus lo que he rechazado. Su hijo, señora, yo no tengo nada con su hijo. Ha habido una confusión. –Mis palabras, más que orientarla, la pusieron en un humor mucho más agrio.

—¿Qué importa eso? ¿No puedes ser la esposa de un carnicero? Con esas ropas tan finas…

—Su hijo es un… —Cuando desvié la mirada hacia él, él instintivamente levantó sus ojos volviendo ligeramente el rostro. Pude ver su pómulo enrojecido y uno de sus ojos rodeado de una aureola morada. Un nudo se me agarró al estómago y otro a la garganta. Aquello había sido culpa mía y sin embargo, a pesar de que no me quedaba otra opción, no me consolaba. No pude seguir hablando porque ya había perdido el hilo de los pensamientos. Todo lo que estaba en mi mente, dispuesto a salir para justificarme desapareció y solo quedó una neblina blanquecina alrededor.

—Manda a la chiquilla a paseo. –Oí a una señora detrás de mí, impaciente porque la atendiesen—. Que se vaya a otro puesto.

—Yo le atenido. –Le dijo Enzo con tono diligente, levantando el cuchillo de la madera y dispuesto a escuchar la comanda. Su madre siguió hostigándome.

—Está claro que hemos debido interpretar mal su amabilidad. –Dijo, y si lo hubiese soltado en un tono amable, incluso habría parecido una disculpa. Pero desde luego estaba haciéndome un feo reproche—. Ha sido usted tan dulce con nosotros que la dedujimos interesada. ¿No habrá sido así con todo el mundo? Tal vez mañana reciba una petición del frutero. ¿Tal vez de lechero?

En mi mente creo que tenía un par de buenas palabras que decirle. Algo así como que seguía acudiendo a su puesto porque su carne era de muy buena calidad, o que mi rechazo del matrimonio no tenía nada que ver con ella, que siempre me habría tratado dulcemente. Pero se me apretó la mandíbula y ya no pude decir nada más. Bajé la mirada, resoplé y jugueteé con el barro que había en el suelo con la puntera de mi zapato.

—Debí haberle sacado las tripas a su marido. –Murmuré mirando hacia el suelo, de forma que solo ella pudo oírme. Levanté la mirada y con una sonrisa triste me despedí de ella, resignada a perder aquella amistad.

Cuando me alejé del puesto lo hice con la respiración entrecortada por la ansiedad y me dirigí ciegamente hacia el puesto del frutero. Me obligué a pensar en lo que tenía que seguir comprando: berenjenas, judías verdes y algunos garbanzos. Berenjenas, judías verdes y algunos garbanzos…

La voz de la señora Constanza hablando a voces con el frutero, para hacerse oír por encima del barullo, me atrajo como la luz a las moscas. Volví el rostro discretamente para ver el puesto de la carnicería desde aquella distancia y pude ver como la señora Margoth le dirigía a su hijo un par de palabras y después compartían una mirada de complicidad mientras parecían fingir trabajar. Un instante después, ambos rostros se volvieron a mí con espanto y algo de sorpresa. Yo me volví precipitadamente hacia delante pero choqué con la señora Constanza, que dio un respingo y al reconocerme, soltó varias exclamaciones de sorpresa.

—La estuve esperando esta mañana para venir al mercado, pero veo que se me ha adelantado. –Le dije, con una sonrisa temblorosa. Ella recayó en aquella mueca de disgusto y chasqueó la lengua con algo de compasión.

—Ven querida. –Me rodeó el brazo—. Ya me he enterado de lo que pasó ayer. ¡De buena te has librado! Que bueno que lo rechazases. Eres una chica muy lista. ¡Y muy valiente! Decirle a ese señor a la cara que no quieres saber nada de su hijo ni de su familia.

—¿Cómo se ha enterado tan rápido? –Pregunté, llena de espanto. Pero como si aquello no fuese una gran sorpresa, me miró llena de escepticismo.

—¿Pues como? ¿No lo sabes? El señor Dubois se fue directo a la taberna a soltar todo tipo de improperios sobre ti y sobre tu padre. –Yo sentí un vértigo terrible y si no llega a ser por el brazo que la señora Constanza me tenía sujeto, me habría caído de bruces al suelo. Se me encogió el estómago por segunda vez y me empezó a sudar la espalda y las axilas como si un frío gélido me soplase en la humedad de mi piel.

—Ay, por Dios. ¡Qué mal…!

—No te inquietes, mujer. –Me dijo, dándome un golpe en el brazo—. Todo el mundo sabe cómo es el señor Dubois, y no creo que nadie en su sano juicio vaya a tener en consideración sus palabras. Es más, ya te advertimos todos que aquel rufián de Enzo es una manzana podrida. Y su padre es la peste. Mejor, cuanto más lejos de esa gente, mejor.

—¿Estaba usted ayer en la taberna?

—Mi marido. –Dijo—. Y él me lo contó todo al llegar a casa. Desde luego mi marido, que no es muy avispado, se creyó al principio las palabras de Dubois, pero yo le dije que esos amigos suyos eran todos unos maleantes, y que tu eras una chiquilla muy buena y muy trabajadora como para emparentarte con aquellos.

—¿Qué es lo que ha ido diciendo el señor Dubois? –Pregunté, aunque en verdad no estaba segura de si quería saberlo.

—Que te has encamado un par de veces con su hijo, pero que cuando te ofrecieron que te casases con él, los despreciaste por no ser más que unos carniceros sucios y apestosos. –Yo di un respingo, sintiendo como se me perlaba la frente de sudor. Miré a lo lejos a los apestosos y sucios carniceros. Enzo y su madre discutían en susurros—. Después el señor Dubois dijo que los echaste de mala gana de la tienda, y que tu padre, por ser un pelele bajo tu mando, no hizo nada por remediarlo.

—¿Y usted, señora, se lo cree?

—¿Qué si me lo creo? Espero que eso sea justo lo que hayas hecho, porque esa familia está toda condenada. La pobre señora Margoth es la única que se salva, tan trabajadora… ¡Eso es lo que quieren, otra mujer esclava!

—¡Qué bueno verla aquí, señorita Leroy! –Dijo el frutero que aunque se había percatado de mi presencia desde hacía rato, no quería interrumpir el cotilleo que estaba presenciando—. La he visto desde lejos parlamentando con Margoth. ¿Está bien? Tiene la expresión lívida…

—Estoy bien. –Dije con una sonrisa temblorosa—. Solo un poco… un poco…. –No encontré la palabra pero la señora Constanza interrumpió aquello.

—¡Mire que son rufianes! Presentarse a aquellas horas de la noche para declararse a esta pobre que apenas acaba de llegar al pueblo.

—Todos estamos consternados. Hizo usted muy bien en alejarlos. Su padre tiene que estar muy orgulloso de tener una hija tan inteligente y razonable. ¡Tendría que haberle dicho en la cara de ese rufián que rechaza a su hijo por su mala reputación con las mujeres! ¡A ver qué gesto pone!

—Eso le dije. –Solté, y ambos dos, la señora Constanza y el frutero se volvieron a mí con una grata sorpresa—. Es más, solo dije eso. Que no deseaba a su hijo porque quería aprovecharse de que yo era una forastera y no sabía aún de las habladurías del pueblo. Pero las sabía…

—¡Pero bueno! –Me zarandeó del brazo la señora Constanza—. ¡Qué chica tan osada! ¿Y qué le contestó el señor Dubois? –Yo los miré a ambos y se me encendió una chispa de ira en la mirada, recordando el coraje que me produjo la mano del señor Dubois sobre mi antebrazo. Bajé la mirada.

—No he dicho nada malo de su profesión, señora. Ni de su esposa, y mucho menos de su hijo, que siempre se ha portado como un ángel. Solo cuestioné su decisión de prometerlo conmigo. Eso es todo. Pero no me importa si no me creen. –Sonreí—. Él tiene mucha más influencia para con las gentes de este pueblo que yo. Me alegra saber que al menos también cuenta con la suficiente mala fama como para que no se lo tome enserio.

Nathan, que había estado escuchando todo desde detrás del mostrador en silencio me miró lleno de ternura, apenado como un chiquillo. No se había atrevido a hablar conmigo desde lo ocurrido el día anterior, por ahora tenía motivo para creerse con la razón de la que presumía el día antes.

—¡Yo sí le creo! Y me alegro de que se haya librado de ellos. Les ha debido dar un buen escarmiento, ¿verdad? No volverán a presionarla.

—No, desde luego que no. –Suspiré—. No quieren verme ni en pintura.

—Mejor que mejor. –Soltó Nathan y tras una mirada cargada de reprimenda por parte de su jefe, volvió a la tarea.

Aquella conversación quedó allí suspendida en el aire porque las personas estaban esperando a ser atendidas y la señora Constanza volvió a su comanda. Mientras la despachaban no podía evitar mirar a todas partes y encontrar en la mirada de todos los que se volvían hacia mí una expresión indefinible entre compasión y asco. No sé que me asustaba más. Allí, entre aquellos que caminaban, entre los que se habían detenido a charlar, los que estaban esperando en los puestos y los que atendían. Todos lo sabían ya, todos habían oído hablar de lo sucedido anoche, pero lo más probable es que no supiesen la verdad. ¿Y quien se la explicaría? Yo no podría, una mujer para cubrir su honor es capaz de soltar cualquier clase de mentiras. yo era forastera, y estaba sola allí.

—¿Quieres algo, chiquilla?

—No. –Dije, agarrándome al asa de mi cesta—. Solo me acerqué a entablar conversación con la señora Constanza.

Ella pudo ver el estado de ansiedad en que me encontraba, y por primera vez pareció volverse maternal para conmigo. Me cogió del brazo y salimos del mercado. no supe si ella tendría que haber hecho otros recados o no, pero me llevó directamente a casa mientras yo calmaba mis nervios. Temblaba como una hoja al salir del mercado pero para cuando llegamos a la puerta del negocio, ya me noté algo más liberada. Estuvimos hablando durante todo el camino de un tema trivial como el clima o el trabajo de su marido en la tienda de orfebrería, pero cuando llegamos al fin casa me agarró con fuerza el brazo.

—¿Estás bien?

—Muy bien. –Dije, algo más calmada. La sonrisa que le mostré no sé si fue del todo segura, pero aunque no pareció convencida, me dejó estar.

—¿Sabes? Si alguna vez necesitas que yo te compre algo en el mercado para no hacer un viaje solo por queso, —dijo mirando la cesta en mis manos—, puedes encargármelo a mí, o a alguno de mis hijos, si están en casa.

—Sí, comprendo… —Pero aquello me recordó algo—. ¿Su hija, trabaja en algo?

—A veces limpia las casas de unos conocidos que aún no tienen hijos. O cuida de los niños de algunas amigas mías. Pero nada estable. ¿Por qué?

—Tal vez pueda pagarle algunas monedas si hace la compra por mí, o me ayuda con la comida. Estos días tendremos mucho trabajo en el taller, nos han encargado muchas figurillas de San André.

—Eso sería estupendo. –Dijo ella, asintiendo—. Además, la tiene aquí al lado de casa. Puede llamarla cuando le venga bien. Mi hijo por las mañanas también está libre. Solo se pasa por el taller de orfebrería por las tardes a limpiar y recoger.

—Dígaselo a los muchachos, dispondré de ellos en cuanto haga las cuentas y necesite algunos recados.

 

 

Al entrar en la tienda se oía el serrar en la parte del taller y también me llegó el olor de la resina caliente al cortar un tablón de madera. Llegué allí con la cesta de la mano y Hank se detuvo al verme, me saludó con una sonrisa pero después se percató de los pequeños detalles que denotarían que estaba hecha un desastre. Aún tenía las manos sudorosas y la expresión descompuesta.

—¿Te encontraste con los carniceros?

—Al parecer el señor Dubois ha ido contando mentiras por ahí. Diciendo que he rechazo a su hijo porque la idea de casarme con unos carniceros, textualmente, sucios y apestosos, me resultaba imposible.

—¿No pensarías que se rebajaría a culpar la reputación de su propio hijo?

—Simplemente creí que no iría por ahí diciendo nada…

—Si su hijo no se casa, tú tampoco. Tal vez te haya hecho un favor. –Dijo Hank, encogiéndose de hombros. Yo abrí los ojos con espanto, pero tras escuchar su razonamiento, me calmé—. Tal vez no vuelvan más pretendientes en una temporada, temiendo salir tan escaldados como el señor Dubois y su hijo.

—Tal vez. –Musité soltando un resoplido de agotado suplicio—. Pero no me apetece que todo el pueblo piense que soy una histérica clasista. ¡Ni que yo no me manchase las manos!

—Seguro que en unos días a todo el mundo se le ha olvidado este incidente. –Me miró con ternura—. Además, hemos pasado por situaciones peores. Te defenderé siempre que pueda en la taberna o con quien quiera que diga algo sobre ti en mi presencia.

—Sí, lo sé. Te lo agradezco.

 

 

Pasadas las ocho y media, cuando ya me sonaban las tripas con ganas de la cena y Hank había terminado de tallar tres de las figurillas de san André me sugirió asearse. Le pedí que antes de ello pusiese el caldero al fuego con el guiso de la mañana y después se asease. Yo aún terminaría unos trabajos en el taller. Desapareció escaleras arriba y yo comencé a ensamblar las figurillas de San André en unas bases de madera de nogal, redondeada, que habíamos tallado previamente con el nombre grabado, tanto del santo como del fabricante. Nuestro sello como talladores estaba en la base. De esta manera, la figurilla con una pequeña base bajo sus pies, descansaba sobre una peana de madera oscura, de betas beiges, barnizada y hermosa. Con aquello, la figurilla estaba terminada. El ensamblaje lo realizábamos con una cola resinosa que necesitaba varios minutos para secarse. Con una brocha extendí una capita de aquella sobre la superficie de madera de nogal y ensamblé la figurilla sobre ella. Después de cinco minutos apretando con las yemas de los dedos, estaba listo.


Repetí ese proceso con otras cinco figurillas hasta que el olor de la cola se me empezó a quedar impreso en la piel, en el cabello y la ropa. Los dedos se me pegaban entre ellos y la frente se me perlaba de sudor por la presión que ejercía con los dedos. Mientras extendía la cola en la sexta figurilla, se escucharon las campanillas de la entrada. Yo resoplé y solté un improperio. Lo murmuré para mí, porque estaba sola en el taller.

—¡En tres minutos salgo, no puedo atenderle antes! –Grité en dirección a la puerta del taller y esperé porque el cliente esperase. Si no pegaba la figurilla de una vez, la resina se secaría y quedaría terrible. Apreté con los dedos la base de la figurilla contando los segundos para no sentirme tan impaciente. Desde el otro lado no hubo contestación, así que me pregunté si el que fuese se habría marchado o se había quedado esperando allí en silencio. Me preocupaba que nos robasen alguna figurilla teniendo en cuenta mi ausencia allí, pero no quería salir con la figurilla en la mano.

Me pasé el antebrazo por la frente, sudorosa, y cuando bajé el brazo encontré allí en la puerta del taller a la señora Margoth. Entraba de forma silenciosa y precavida, mirando a todas partes por no saber qué se iba a encontrar. Supuse que me estaba buscando a mí, porque de lo contrario, no habría seguido el sonido de mi voz. Yo solté un resoplido y apreté con más fuerza  la figurilla entre mis dedos.

—¿No le he dicho que se espere fuera? Los clientes no pueden entrar al taller.

—¡Lo siento! –Dijo, y al ver su expresión sorprendida y asustada pude al menos dilucidar el carácter en el que había venido. Algo estaba claro, no había venido a por una figurilla de San André.

—A esto le faltan unos minutos. Aún no puedo atenderla. Espere fuera, se lo ruego. –Dije, mostrándole la figurilla en mis dedos. Ella asintió y se dio la vuelta.

Como la impaciencia me pudo, solté la figurilla antes de tiempo y me hice con un trapo con disolvente y me limpié las manos. Después me las enjuagué con agua y jabón y salí del taller frotándome las manos en el delantal. La señora me esperaba allí con las manos cruzadas delante del cuerpo mirando alguna figurilla que le hubiera llamado la atención. Cuando aparecí se volvió a mí con media sonrisa y crucé el mostrador para ponerme delante de ella.

—¿Y bien? La verdad es que no sé si atenderla. Usted no se dignó a hacerlo esta mañana en el mercado.

—¡Señorita! Yo venía justamente… eso. –Se retorcía las manos, nerviosa. Parecía que había venido con prisa por marcharse, como si se hubiese escapado un momento para venir hasta aquí. Igual que su hijo cuando acudía a mi tienda con el pedido.

—¿Eso?

—Venía a disculparme, señorita. –Murmuró, acercándose un poco hacia mí, como si alguien pudiera oírnos—. Mi marido es tan horrible… ¿Seguro que no la importunó de más? Ya me contó mi hijo lo valiente que fue. ¡Santo Dios! Y yo tratándola tan mal delante de la gente esta mañana en el mercado…

—¿Su hijo le ha contado? –Pregunté, y entonces entendí las miradas significativas que se lanzaban esa mañana—. Ah, ya veo. ¿Tiene por costumbre creerse de buenas a primeras lo que dice su marido?

—Vino a casa tan irritado, hecho una furia, señorita. Y mi hijo vino todo magullado, el pobre… —Y me crucé de brazos y eso la hizo dar un respingo, como si yo no estuviese abierta a recibir su disculpa—. Creímos que estaba interesada en nuestro hijo, señorita Leroy. De verdad que lo creímos. Además, mi marido sugirió que era una buena oportunidad para que pudiésemos casar a nuestro hijo, antes de que llegase a sus oídos las cosas que dicen las malas lenguas… —Al ver como yo levantaba una ceja, se detuvo y bajó la mirada, rindiéndose—. Mi hijo es un buen muchacho. De verdad que lo es.

—Lo sé. –Dije, y aquello la terminó por confundir.

—Lo que pasó con su prometida… Aún no nos lo podemos explicar…

—No me interesa eso, señora. Su hijo es un buen hombre, estoy segura de ello. Y también de que usted es una buena mujer. Demasiado buena, diría yo. De estar en su lugar, a mi marido ya le habría abierto la cabeza con el palo de la escoba.

—¡No diga eso, muchacha!

—Podría darle mil razones por las que no deseo casarme con su hijo. Mi padre no está de acuerdo con esa unión, no quiero ser esposa de nadie porque pretendo quedarme a trabajar en este taller sin tener que servir a nadie más que a mi padre, porque no amo a su hijo, porque no quiero estar emparentada con un ogro como su marido. ¿Pero quiere saber el motivo que me llevó a rechazarlo de aquella forma? Su marido no solo no quería hacerme cómplice de ese acuerdo, sino que además su hijo vino a rastras, como me imagino, porque tampoco me ama. ¿No tiene ojos en la cara? Han malinterpretado todo porque su esposo está deseoso de deshacerse de su hijo, y de su mala reputación. ¡Pero lo que es verdaderamente imperdonable es que vaya diciendo mentiras sobre mis excusas! ¡insultarles a ustedes por su oficio! ¿Acaso soy una marquesa o una princesa? ¿Me veo como una noble? Ni mucho menos, señora. Usted misma acaba de verlo. –Le mostré las palmas de mis manos abiertas—. Trabajo con mis manos, como usted. Con productos pegajosos, abrasivos y que dejan manchas. Sudo, como usted, y a veces me corto y me quemo, por culpa del trabajo. Pero el trabajo nos dignifica, ¿no es así?

—Desde luego no parece noble… pero su oratoria es digna de una reina. –Dijo, algo aturdida. Yo resoplé, más desahogada.

—Pídale perdón a su hijo, de mi parte. Sabía que le golpearía en cuanto le mencioné a su marido lo de la reputación de su hijo. Dígale que lo siento mucho. Soy cómplice de ello.

—¡Usted! ¿Qué iba a saber usted?

—Me lo supuse. –Dije con media sonrisa y ella dio un respingo que le obligó a apartarme la mirada—. ¿Y a usted también, cierto?

—Mi hijo… mi hijo suele intervenir entonces. Y se lleva la peor parte.

—Ya, entiendo… —Asentí y me terminé de frotar las manos en el delantal, aún húmedas. Entre tanto se estableció un incómodo silencio que nos mantuvo a ambas conectadas por un fino hilo de concordia. Muy fino, casi como el sedal.

—Espero que todo haya quedado aclarado por mi parte. –Dijo ella, casi en tono de despedida—. Solo quería disculparme por lo de esta mañana. Mi hijo me contó todo. –Ella sonrió de repente—. Cuando esta mañana le pregunté a mi marido porque en su chaleco había un corte, me dijo que se había enganchado con algo en el bar. Tal vez una astilla o algo así. Y yo le creí, que boba…

—Conozco que clase de hombres son los cobardes que se atreven a golpear a una mujer. Por eso siempre estoy preparada. El filo de una navaja suele ahuyentar a la mayoría.

—Me lo contó mi hijo esta mañana, no me lo creí, ¿sabe? Pero mi hijo no suele mentir y lo dijo tan compungido y emocionado a la vez… ¡Mi hijo la hubiera defendido! –Se apresuró a decir—. Si la cosa hubiera llegado a más…

—No me cabe la menor duda. Pero no necesito de la ayuda de nadie. Sé defenderme solita. No se crea…

—¡Qué muchacha! ¿Segura que no quiere casarse con mi hijo? –Me preguntó en broma, pero llena de emoción—. Pondría usted a mi marido a raya. –Después de eso se desternillo haciéndome reír a mi también.

—No quiero cargarme con esa responsabilidad. Una no se debería casar para educar a un  hombre, debería casarse con uno ya educado.

—Pues sí, señorita. Bien dicho. ¡Dios mío! Que tonta he sido. Fue usted tan amable conmigo, con tantos halagos, que creí que estaba interesada en mi hijo. Solo estaba siendo amable. ¿Por el norte se lanzan tantos halagos?

—No, señora. En el norte no se hace eso. –Sonreí—. Pero usted se los merecía todos.

—¡Ah! –Dijo volviéndose a un lado y cogiendo una cesta que había justo al lado del mostrador, que a mi me había pasado desapercibida. Una cesta con algunas piezas de costilla, un hígado y varias manitas de cerdo—. Le he traído esto. Por lo mal que me he portado con usted esta mañana. Se puso en mi puesto, seguro que venía a comprar algo de carne. Pobre muchacha, se fue sin nada…

—¡No es necesario! Déjeme que se lo pago. –Dije pero aunque ella rezongó e insistió en que era un regalo, yo le pagué la carne, alegando que aquella mañana se la hubiese comprado. Cuando al fin aceptó el dinero miró alrededor, como buscando una forma de terminar aquella conversación y marcharse. Seguro que estaba apurada—. Tiene usted una tienda muy hermosa. Bueno, su padre y usted.

—Sí, muy bonita.

—¿Y su madre, señorita?

—Falleció al nacer yo. —Dije y ella cambió su rostro, apenada.

—Sí, algo había oído. Que duro vivir sin madre…

—Si. No ha sido fácil.

 

 

 

 

 

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