LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 9

CAPÍTULO 9 – El exvoto de Donatien

 

 

A mediados de aquella segunda semana ya pudimos atender oficialmente al público. Como era de esperar, la mayoría de personas que entraban en la tienda solo querían ojear todas aquellas piezas que no se veían desde el escaparate e informarse de los precios, la disponibilidad que teníamos de atención al cliente así como de los tiempos de trabajo en realizar los exvotos o las figurillas. Pero de momento, nadie nos hacía encargos.

Pero éramos conscientes de que los comienzos serían difíciles y tardaríamos al menos un par de años en obtener beneficios de todo el trabajo invertido. Pero esperaba que para finales de año al menos nos ajenciásemos una clientela. Sin embargo las pequeñas recompensas diarias eran motivo de alegría, y nuestro ánimo no decaía. Desde el lunes ya teníamos el colchón. Aún nos faltaba una base de madera pero con aquello de momento estábamos más que agradecidos. La primera noche dormimos como marmotas y no nos levantamos hasta pasadas las ocho. Ya habíamos conseguido el permiso en el ayuntamiento para la modificación de la fachada y estábamos pensando, una vez tuviésemos materiales, en colocar un cartel sobre las cristaleras. También uno colgante, de perfil.

Otro avance significativo es que tras haberme puesto en contacto con varios proveedores de madera uno de ellos se interesó por nuestro negocio y estaba dispuesto a establecer una relación comercial. Fueron comprensivos, dada nuestra situación y dado que aún estábamos abriendo la tienda, se comprometieron a visitarnos personalmente, conocer las necesidades que precisábamos, y ayudarnos con la elaboración de los pedidos. Supliqué que no fuese muy tarde, porque pretendíamos comenzar a ganar dinero pronto. Se comprometieron a aparecer por la tienda al lunes siguiente.

Por la amabilidad del trato me supuse que el carpintero Robert debía haber andado detrás de aquella diligencia, y me sentí mucho más reconfortada sabiendo que si tropezábamos, unas manos nos recogerían.

El jueves, pasadas las doce y media de la noche, yo aún estaba en el taller con una vela alumbrándome las manos. Los restos de una cena frugal reposaban en un plato a un lado de la mesa de trabajo. El libro de cuentas y la agenda de contactos se habían quedado abiertos a un lado, y yo trabajaba con un pequeño buril sobre los pliegues del manto de un pequeño San Pancracio. La vela titilaba de vez en cuando pero estar cerca de ella, a pesar de que mi aliento la espantase, me calentaba la punta de los dedos. Tarareaba para mí hasta que oí el sonido de la puerta que daba a la casa abrirse y cerrarse con algo de estrépito torpe.


—¿Elly?¿Eleanor? –Llamaba Hank con un tono divertido y amable. comenzó a subir las escaleras de la casa pero la tenue luz que salía del taller le condujo hacia mí.

—Estoy aquí, bobo. –Le dije, con una ceja en alto mientras con una mueca escéptica le analizaba de arriba abajo—. ¿Sabes las horas que son? Son más de las doce…

—¿Te lo estás diciendo a ti misma? –Me preguntó mientras dejaba el sombrero en una esquina de la mesa y se apoyaba con una mano sobre ella, oteando sobre mis manos el trabajo que estaba haciendo. Olía a vino—. Oh, Onora… ¿Trabajando? Es ya tarde. Te dejé aquí cuando salí…

—He estado haciendo la cena, pensando que vendrías más pronto.

—¡Oh! Querida…

—Está bien. –Le dije con una sonrisa y él me devolvió una expresión tranquila—. Intenté dormir, pero no pude. –Él me miró directamente a los ojos, de forma intimidante. Sus afilados rasgos se hacían mucho más duros con el brillo irregular de una vela, y el azul de su ojos se volvía rojizo, como el fuego. Me miraba preocupado, pero también con lástima y algo de reproche.

—¿Qué has estado haciendo?

—Estoy rematando el San Pancracio que dejaste esta mañana. Solo le queda un poco más. Hay que apurar el rostro. Lo dejaré listo para estucarlo mañana, y después lo pintaremos y… —Le miré, no parecía estar tomándome enserio—. He hablado con la señora Constanza esta tarde. Me trajo unos calabacines. Se los habían regalado en el mercado y me trajo un par. ¿Sabes? El santo que profesan en este pueblo es san André, y su patronazgo es el treinta de noviembre, dentro de mes y medio. He pensado que sería una gran oportunidad para captar al público, hacer pequeñas figurillas del santo. Ya lo he visualizado, pondremos un cartel en la entrada promocionándolas. “Figurillas de San André, consigue el tuyo antes de que sea su festividad” –Bromeé pero Hank no se rió—. Creo que nos deja margen suficiente como para ponernos con las figuritas navideñas antes de mediados de diciembre. Además, de estas tenemos unas cuantas guardadas…

Cuando levanté la mirada del trabajo él me estaba observando con detenimiento, pero aunque parecía tener la vista algo perdida, estaba atento a todo. Suspiré, resignada ante la idea de que no le importaba un bledo.

—Estás borracho. –Volví la atención a mi trabajo—. Anda, sube y come algo. Llévate este plato. Hay pescado, pero estará frío.

—Onora… —Murmuró y alargó su mano hasta sostener mi muñeca. Su mano, pálida, casi verdosa a la luz de la vela, y venosa, me detuvo el buril sobre la madera. Yo fruncí el ceño con algo de irritación.

—Solo le quedan unos cuantos detalles. –Supliqué, porque su agarre se afianzó.

—No intentes cargar tú con todo. ¿Vale? Intenta dejarme a mí algo.

—No puedo. –Dije, en un susurro mientras intentaba volver a usar el buril pero él me lo quitó de entre los dedos y lo posó sobre la mesa. Se acercó a mí y se apoyó en el borde de la mesa, a mi lado, entre el buril y yo. Con su mano sobre el borde de la mesa me cortó el paso—. Hank, por favor. Sube y come algo, ¿si? En lo que te metes en la cama yo he terminado.

—Sí, eso ya me lo conozco. –Dijo ahora intentando quitarme la figurilla pero yo la apreté contra mi pecho—. No seas infantil. Se romperá el halo si lo aprietas.

—Ve a dormir, te he dicho. –Espeté—. ¿No te das cuenta que tengo que hacerlo?

—Estás agotada. –Dijo y me hizo dar un respingo, estaba en lo cierto. Me estaba comportando como una niña porque estaba terriblemente agobiada y cansada, pero el remordimiento me hacía intentar maneras de salir adelante y las ideas bailando de un lado a otro no me dejaban conciliar el sueño. Estaba entrando en un frenesí de actividad desenfrenada.

—Te he dicho que solo serán unos minutos más. Estaba a punto de terminarlo…

—Ya, y después te pondrás a hacer otra cosa, y otra… ¿Has dejado casi toda la cena? –Escrutó el plato sobre la mesa con la mirada—. Eleanor, no tienes remedio. –Y como pareciera desistir y marcharse, dejé caer mi cabeza sobre su costado aún aferrando la figurilla sobre mi pecho con ambas manos. Mi gesto le hizo volver a apoyarse sobre el borde de la mesa y yo me debatí en hablar o llorar. Y como no podía vocalizar porque había nacido un nudo en mi garganta, me limité a sollozar en silencio unos segundos. Lloré sobre su pierna. Él no se movió ni un solo ápice. Se limitó a sujetarme de la nuca donde podía notar mis espasmos—. Ay, Eleanor…

—Es culpa mía. –Solté, en un susurro que tras pronunciarlo desee que no lo hubiese oído—. Estamos aquí, por mi culpa.

—Ay, Eleanor… ¿Por qué te haces esto?

—No lo sé. –Suspiré—. Pero a veces no puedo evitarlo. Me matan los remordimientos. Y no hablamos de ello. Yo no puedo hablar de ello. Hacemos un teatro fuera, ¿y aquí dentro? A veces, también es un teatro…

—Yo no hago un teatro contigo. Siempre soy sincero y…

—Me odiarás. –Dije, a lo que él me apartó de su pierna y me irguió en el asiento con sus manos en mis hombros. Me miró horrorizado—. De aquí a unos años, cuando veas que la vida no mejora, que lo has echado todo a perder por una loca…

—¡Shh! No quiero escucharte más. –Se inclinó hasta estar a mi altura, y yo le aparté la mirada pero él me cogió de las mejillas y volvió mi rostro al frente—. Mírame, ¡mírame! No estás loca. Y tu padre y tus hermanos no están aquí, para hacernos daño. Estamos tu y yo. ¿Eso no es suficiente para ti?

—¿Es suficiente?

—Lo es. –Asintió y yo intenté asentir junto con él, cogiendo a la fuerza bocanadas de aire que me faltaban para dejar de lloriquear. Aún seguía apretando la figurilla contra mi pecho—. Saldremos adelante, como sea. Tenemos tiempo y dinero, el negocio está arrancando. Apenas acabamos de llegar. Te lo ruego, date un margen. Tomalo con paciencia.

—No paro de darte problemas… —Dije, con una amarga sonrisa, intentando fingir que me había recompuesto.

—Benditos problemas. –Dijo, también con una risa, de forma que se destensase la situación. Me besó en los labios que aún sujetaba con sus manos—. Que aburrida sería la vida sin ti, vida mía. –Lanzó una mirada a mi pecho, donde la figura se deshacía en el temblor de mis manos. La alcanzó e intentó hacerse con ella. Le dejé hacer porque no me la arrebató del todo. La sostuvo entre ambos para que la observásemos juntos—. Has hecho un trabajo muy bueno, querida. Aunque se le ha puesto cara de susto por tu aprisionamiento. –Bromeó y yo sonreí.

—El patrón de los trabajadores. –Le dije—. El que lo sostiene todo.

 

 

Cuando me hube calmado recogimos todo y nos subimos a la cocina guiados por la vela. Comimos un poco del pescado que había sobrado y unos cuantos higos. Mis manos aún temblaban y tenía los oídos taponados. La cabeza embotada me daba vueltas y después de llenarme a medias el estómago solo deseaba meterme en la cama y dormir. Para evitar que aún en la cama siguiese pensando, Hank me habló de su tarde en la taberna. Yo le escuchaba, sin atender demasiado. Recuerdo solo parte de todo el monólogo.

—Me llamaron desde una de las mesas donde estaba nuestro casero y otros dos tipos. Uno de ellos era el marido de Constanza, y el otro lo reconocí de haberlo visto por la iglesia el domingo, pero no recuerdo nada más de él, ni siquiera a sus acompañantes. Hablamos cordialmente aunque este último siempre estaba como al margen, de observador y oyente. Y de vez en cuando, me hacía preguntas un tanto comprometidas, como evaluándome. Me preguntó de dónde veníamos, cuántos años tenías tú, querida. Dónde estaba tu madre y si estabas prometida o casada. Si tal vez eras viuda, porque era extraño que a tu edad aún siguieses soltera. Si algo en ti espantaba a los hombres y si no me había planteado casarte pronto. No me di cuenta de sus intenciones, porque sus preguntas venían acompañadas de un tono de curiosidad amable, hasta que no preguntó por el dinero que teníamos. No era un hombre muy mayor, no tanto como yo, pero parecía realmente interesado.

—¿En mi? –Pregunté, aturdida.

—No me extrañaría que de aquí a unas semanas, si persiste, se propusiera como candidato a ser tu esposo.

—Como lo vea por ahí, voy a… a darle una buena tunda.

—Sí, no le vendría mal…

 

 

A la mañana siguiente desperté sola en el lecho. Ya hacía una hora que había amanecido, pero nadie me había despertado, es más, había dormido profundamente y mi cuerpo se encontraba relajado y con las fuerzas renovadas. Al principio me invadió el susto de haberme quedado dormida, y todo por hacer había quedado descuidado, pero cuando tanteé a mi lado y no pude encontrar a Hank, me sentí mucho más relajada. Me pasé la mano por los ojos y la dejé allí unos instantes. Pero el agobio, creciente, volvió a invadirme junto con la culpabilidad. Me levanté y me vestí tranquilamente. En la cocina Hank había dejado unas ciruelas y unas nectarinas lavadas y cortadas en trozos con un vaso de leche y un poco de pan. Desayuné y bajé al taller. Todo estaba en completo silencio pero me sorprendió encontrarle allí, pintando con cuidado sobre una figurilla. Cuando aparecí por allí aún debía tener una expresión adormilada porque me sonrió divertido.

—Dormilona. –Me dijo y yo le mostré un mohín.

—¿No pensabas despertarme?

—Ya hiciste demasiado ayer. Quería dejarte dormir al menos un par de horas más.

—Pero me has preparado el desayuno…

—Así es. –Dijo y levantó momentáneamente la mirada de su trabajo para lanzarme una sonrisa ladina. Cuando volvió al trabajo me acerqué a él y apoyándome en su espalda, rodeé su cuello con los brazos. Posé mis labios sobre su cabeza y cerré los ojos. Sus hombros estaban tensos por el trabajo, pero se relajaron un poco. Su cabello era tan suave…—. Me gustó la idea que tuviste ayer.

—¿Qué idea? –Pregunté, atontada.

—La de las figuritas de San André. Es una buena idea.

—¿Tú crees? Ahora que lo pienso fríamente me parece una pérdida de tiempo. Y tal vez lleguemos apurados a Navidad…

—No, no lo creo. Venga, siéntate a mi lado y trabajemos.

Asentí, pero en vez de eso me senté sobre su regazo, aún con mis manos alrededor de su cuello. Él pareció al principio más incómodo que sorprendido, pero después se ablandó y se dejó hacer. Besé su cuello y su nuez, que sobresalía y se movía, nerviosa. Intentó seguir trabajando los primeros diez segundos pero después desistió y soltó la figurilla para estrecharme la cintura. Su barba me picoteaba los labios y una de sus manos levantó apresuradamente el bajo de mi vestido para colarse hasta mis muslos. Apretó allí todos sus dedos hasta hacerme sentir escalofríos. Besó mis labios y después de hacerlo se separó de mí para paladear el sabor de aquellos.

—Sabes tan dulce… —Me miró divertido—. ¿Ahora?

Antes de que pudiera darle una respuesta, las campanillas de la entrada sonaron haciéndonos dar un respingo a ambos. Yo me levanté de su regazo ayudado por sus manos y él volvió a su trabajo con diligencia, como si no hubiese pasado nada.

—Yo atenderé. –Dije, y salí afuera para ver como el menor de los hijos de Constanza estaba allí delante de la puerta de entrada con los ojos perdidos en cada uno de los objetos que encontraba alrededor. Cuando me vio aparecer se animó a adentrarse un poco más y yo me apoyé en el mostrador con una expresión divertida.

—Donatien. ¿Qué le trae por la tienda, señorito? –Le pregunté y él se acercó hasta el mostrador y dejó sobre este un papelito. Estaba doblado por la mitad, algo arrugado por haberlo presionado con sus manitas y con un gesto de estas me indicó que lo leyese. Asentí.

 

Queridos señor y señorita Leroy:

Estaríamos encantados de informarles de un encargo que deseamos que nos hagan. Un pequeño exvoto de una boca, para que nuestro hijo pueda llevarlo a la iglesia y así ruegue porque dios le devuelva la voz.

No deseamos que sea muy grande, apenas cinco por diez centímetros. En madera, y pintado con colores llamativos. Cuando tenga un precio aproximado, háganoslo saber y se lo proporcionaremos.

Un saludo.

 

Leí en alto para que el muchacho se cerciorase de que estaba atenta a su pedido y exageré algunas palabras para hacerle reír, pero estaba tan emocionado que se habría reído por cualquier cosa. Yo asentí pensativa y saqué la agenda para apuntar el pedido. Él seguía allí, con las manos en el borde del mostrador, y los ojos oscuros vivos y atentos, observando cada uno de mis gestos.

—¿Sabes, Donatien? Eres nuestro primer encargo. ¡Es toda una celebración! –El muchacho sonrió ampliamente y sus mejillas se ruborizaron—. Sube a la cocina, te daré un vaso de leche y una nectarina para el camino de vuelta a casa. –El muchacho señaló la casa contigua, con una expresión algo confundida—. Ya sé que vives al lado, pero igualmente el camino es largo. Vamos.

El muchacho subió conmigo las escaleras, con precaución y doble curiosidad de la que mostró en la tienda. Por lo vivo de sus ojos denotaba que le interesaba mucho más todo lo privado e íntimo que pudieran exudar las paredes de nuestro hogar que todo el trabajo de nuestro taller. Le hice sentarse en uno de los taburetes de la cocina y se quedó pensativo, mirando a todas partes. Cuando le extendí un vaso con la leche, me miró triste.

—No, no hay mesa. –Dije y él se sorprendió, al saberme conocedora de sus pensamientos—. Le hemos encargado una al carpintero. Tal vez en unos días nos la traiga. –Él asintió y se bebió la leche en silencio mientras yo lavaba una nectarina. Se la extendí y comió vorazmente—. ¿Está tu madre en casa?

El muchacho negó con el rostro y sostuvo una cesta imaginaria.

—En el mercado, ¿eh? ¿Y tus hermanos? –El muchacho asintió y mostró dos dedos—. ¿Sabe tu madre que estás aquí, no? –De nuevo asintió—. Bien. Trae, lavaré el vaso. Ahora, vamos abajo.

Cuando llegamos a la tienda, le pedí que pasase conmigo al taller, y aunque estuvo algo reticente a entrar, acabó siguiéndome. En la puerta le puse una mano sobre el hombro y Hank levantó la mirada sorprendido. El muchacho dio un respingo, pude sentirlo en mi mano. Tan curioso había sido, hasta este momento. Bajó la mirada y después se agarró a mi mano.

—¿Así que era este pilluelo? –Yo asentí—. ¿Has practicado como te enseñé con la marioneta? –El muchacho asintió y se volvió para mirarme.

—No es solo un pilluelo. Es nuestro primer cliente. –Enarbolé delante de mí el papel con el pedido—. Nos encarga un exvoto.

—¡No me digas! Eso es una gran noticia. ¿Muy grande?

—No, del tamaño de mi mano. –Dije y él asintió, aún así satisfecho.

—El primer cliente. Eso es genial.

—Cuando tu madre llegue del mercado dile que se pase por la tienda y hablaremos del precio que creamos adecuado. ¿Sí? –El muchacho asintió—. Y dale las gracias, es muy importante para nosotros comenzar a trabajar ya…

—Eso puedes decírselo tú misma cuando ella venga.

—Déjame. –Le espeté a Hank y el muchacho se despidió de ambos y salió corriendo por la puerta. Cuando las campanas dejaron de tintinear me dirigí de vuelta al taller y me senté en uno de los bancos de trabajo. Miré a Hank con el rabillo del ojo y él me devolvió una sonrisa divertida—. Hay que trabajar. –Le dije.

—Hay que trabajar. –Secundó—. Ahora que he visto al chiquillo me he acordado. La señora Constanza se pasó por aquí a eso de las ocho y media para llevarte con ella al mercado.

—¿Qué le dijiste?

—Que estabas descansando, por supuesto. Si le hubiese dicho que estabas en el taller le habría restado importancia y te habría querido llevar con ella.

—Bien. ¿No dijo nada?

—Preguntó si te encontrabas mal. Porque no era común verte en la cama a esas horas. Le dije que habías estado trabajando hasta tarde y me riñó por dejarte hacerlo. –Hank se encogió de hombros—. Aguanté el discurso con paciencia y la dejé marchar al mercado.

—Tengo que encontrar la forma de hacer la compra en el mercado sin tener que ir a menudo. Tal vez le pueda pedir a la señora Constanza que lleve el recado por mí y que algún mozo lo traiga.

—Tal vez, cuando tengamos algo más de dinero y el negocio se asiente, podamos contratar a alguien para las tareas de hogar. –Dijo él y yo asentí, pareciéndome buena idea.

—Ya hallaré una forma.

 

 

 

 

 

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