LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 8
CAPÍTULO 8 – El encargo del carpintero
Cuando la mayor parte de las personas que
se agrupaban en torno a la puerta de la iglesia se fueron dispersando el señor
Robert se despidió de mí y a los pocos segundos Hank apareció a mi lado,
seguido de la señorita Paola y su prometido. Venían enganchados a él como
pequeños cachorrillos que siguen inocentemente a un desconocido que le ha dado
algo de comer. La señorita Paola me regaló una infantil sonrisa cuando me volví
hacia ellos y Hank se puso a mi lado para que quedásemos de frente.
—La señorita Paola tiene algo que
proponernos. –Me anunció Hank, con un tono que denotaba que ya conocía la
propuesta, y de estar yo de acuerdo, la aceptaría.
—¿Ah sí? –Pregunté. Hank me ofreció su
brazo y me sujeté a él.
—Antes que nada me gustaría presentarle a
mi prometido, Jonathan Wells. —El muchacho estrechó mi mano y al parecer no
necesitó realizar el mismo gesto con Hank, pues ya se habían presentado unos
momentos antes. Era un muchacho robusto y moreno, pero con los pómulos
sonrosados y una tierna dulzura en la mirada. De nuevo mencionando la metáfora
de los cachorros, parecía un cachorro de pastor alemán. O tal vez un gran
osezno. Tenía barba negra, recortada, y el cabello atado con una cinta en la
nuca. Sus ropas estaban algo gastadas, sus zapatos llenos de barro. Eran los
mismos zapatos que usaría a diario.
—Wells, un apellido inglés. ¿Sois de allí?
—Irlandés. –Concretó—. Mi padre lo era.
Pero emigró y vino a Francia y aquí se quedó, con mi madre.
—¿Qué es eso que van a proponernos?
—Estábamos mi prometido y yo pensando en
ir a comer a la taberna. –Dijo Paola con una sonrisa cogiéndose del brazo de
Jonathan igual que yo lo estaba de Hank. Ella me miró con un brillo de
seguridad en los ojos, recordándome con ello que yo misma le había propuesto que
entablásemos amistad—. Nos preguntábamos si os gustaría acompañarnos. Tal vez
podamos compartir un pollo asado.
—Eso estaría genial. –Dije, con una
sonrisa y miré a Hank buscando su aprobación, pero ya la tenía.
…
Cuando llegamos a la taberna, nos dimos
cuenta de que no éramos los únicos que habían tenido aquella idea. A nadie le
gustaba ponerse a cocinar después de haber perdido media mañana en la misa.
Encontramos con suerte una mesa para cuatro al lado de una de las ventanas,
pero más hubiera valido que nos hubiesen traído ya unas cuantas velas, porque
estaban los cristales tintados de suciedad. Mientras esperábamos la comida
pedimos una jarra de vino para los cuatro y al beber, nos templamos el cuerpo.
Poco a poco fui liberando la tensión que había agarrotado mis miembros durante
la misa y el susto de la mañana aún me hacía temblar. Poco a poco todos nos
desinhibimos y pudimos conversar con fluidez.
—¿Suelen venir a menudo? –Preguntó
Jonathan cuando se sorprendió por la cordialidad que la camarera mostraba hacia
nosotros, así como la familiaridad con la que nos trató.
—Sí, así es. Con el taller apenas tenemos
tiempo para cocinar.
—A nosotros nos ocurre justo lo contrario.
–Dijo Paola—. Como nunca entra nadie, tenemos todo el tiempo del mundo. Hemos
caído en una especie de círculo, como cada vez entra menos gente, menos tiempo
tenemos la tienda abierta. ¿Para qué? No hacemos más que perder el tiempo.
—Al final es ella la que siempre está ahí.
–Musitó Jonathan con una mueca triste—. Yo hago pequeños trabajillos para ir
ahorrando algo de dinero. O al menos, para no perderlo. Descargo a veces en el
mercado, otras veces hago de ayudante del herrero… lo que vaya surgiendo.
—¿No habéis pensado en cerrar el negocio o
cambiar de gremio?
—Sí, lo hemos pensado muchas veces. –Dijo
Paola—. Pero en la tienda es como si el alma de mi padre aún siguiese allí. En
ocasiones espero encontrármelo colocando los botes de pigmentos o haciendo él
mismo un desastre con la moleta. –Negó con el rostro, pesimista—. Pero en más
de una ocasión nos han ofrecido buenas ofertas por la tienda. Es nuestra, no
pagamos alquiler. Pero aún así, las deudas son grandes. Y los tiempos que
corren no son muy buenos.
—¿Cuándo hay tiempos buenos para todos?
Dios no reparte a gusto de todos. Y siempre somos los que más nos esforzamos lo
que antes sentimos el golpe, y a los que más les duele.
—¿Por qué vinieron aquí ustedes? –Preguntó
Paola con una sincera sonrisa de curiosidad natural, pero la mirada que Hank y
yo nos lanzamos un instante turbó su seguridad—. Si puede saberse, por
supuesto.
—El protestantismo. –Dijimos Hank y yo a
la par, encogiéndose de hombros.
—En Brujas el protestantismo se extendió y
ya nadie miraba por las imágenes o los exvotos. –Comentó Hank—. Llegamos a la
conclusión de que si queríamos seguir con el negocio, debíamos emigrar.
—Sí, eso ha hecho mucha gente… —Suspiró
Jonathan.
—Sí.
—¿Y por qué este pueblo?
—¿Y por qué no? –Pregunté, con una risa—.
Este pueblo es tan bueno como cualquier otro. Es cierto que amigos y conocidos
nos recomendaron esta ciudad, nos ayudaron con la búsqueda de un local que se
alquilase y no nos pareció una mala idea. Tan lejos de Bélgica…
—¿Eso le gusta? ¿No tienen allí a más
familia?
—No. –Dije, encogiéndome de hombros. Hank
negó mientras se acercaba el vaso a los labios—. Solo mi padre y yo. No tenemos
más familiares.
—¿Su madre…? –Se aventuró a preguntar ella
con algo de tristeza, imaginándose mi respuesta.
—Murió al nacer yo. –Lo dije con
naturalidad.
—Lo siento mucho. ¿Y son ustedes de
Brujas?
—Yo nací en La Rochelle, aunque mi padre
es de Ámsterdam. –Cruzamos una rápida mirada.
—Aunque crecí en Francia. –Dijo Hank—. En
La Rochelle establecí mi primer negocio, pero al tiempo nos mudamos a Bélgica.
Ya ve. La vida de un hombre errante.
—Seguro que han visto hermosos paisajes
allá en el norte. —Paola apoyó el codo en la mesa y su barbilla la sostuvo con
su palma, de forma que su expresión se volvió aún más soñadora—. ¿Qué tal es el
clima allá? Dicen que es más húmedo, y hace frío casi todo el año. ¿Cómo es la
comida? ¿Y el idioma?
Ante tantas preguntas Hank y yo no
podíamos por menos que mirarnos el uno al otro y esbozar una tierna sonrisa
llena de rubor, por el candor que desprendía la muchacha delante de nosotros.
Su prometido intentó refrenar su curiosidad con un ademán de su mano sobre el
hombro de ella, pero era irrefrenable. Por suerte llegó la comida y pudo
aplacar por unos minutos su entusiasmo. Cuando terminamos de comer compartimos
durante algún rato un par de jarras de vino y cuando este ya comenzaba a
perjudicar nuestro criterio, decidimos que era hora de marcharnos. Les
acompañamos un trecho, pero luego Hank y yo nos dimos la vuelta y fuimos calle
arriba acompañados por una brisa fresca y llena de hojarasca rodando por entre
nuestros pies.
Cuando llegamos a casa subimos
directamente al dormitorio. El cálido sol, entraba atusando con una caricia
anaranjada las cortinas blancas. Nuestros pasos eran pesados y algo torpes,
estábamos borrachos pero a mí comenzaban a incomodarme los zapatos y Hank
estaba cansado. Eran casi las seis de la tarde, cuando fuimos conscientes de
ello vimos que habíamos perdido casi todo el domingo y aunque los dos
deseábamos volver a la cama que habíamos abandonado a primera hora, me convencí
de que aún teníamos trabajo que hacer.
—Ven, quítate el vestido. –Me dijo
ayudándome con los lazos de la espalda pero yo ya había lanzado los zapatos a
un lado y me desabrochaba el corpiño.
—Sí, es un engorro. Se ha manchado el
bajo.
—No te preocupes por eso. Ya lo llevaremos
a lavar…
—Sí. Ya lo lavaremos después.
Aquella escueta conversación derivó en
caricias y besos a través de la piel que la seda descubría. Con el vestido ya a
un lado volvimos al lecho, casi apresurados. Las prendas caían a uno y otro
lado de las mantas y a medida que nuestra piel se encontraba saltaban chispas.
Me quedé con la última prenda, como una fina túnica griega que se pegaba a mi
piel como bien representó Fidias en los frisos del Partenón. Lo dejaba traslucir
todo, y como siempre es divertido jugar con alguna que otra tela de por medio,
me la dejé puesta, como una segunda piel. Como las alas de un insecto,
transparentes, brillantes, finas y a veces, invisibles.
Él tampoco se desvistió del todo. Bastante
prisa nos dimos para que se deshiciese de su chaqueta y del jubón, como para
arrebatarle la camisa. Tampoco se deshizo de los pantalones ni de las botas.
Estaba apresurado y yo impaciente. Me preguntaba si habría estado pensando en
ello mientras comíamos, o mientras asistíamos a la misa. Quería pensar que sí,
que mientras hablábamos en la taberna, él pensaba en mí, y en mi cuerpo. En
poseeme como en la mañana no había tenido oportunidad. Parecía suficientemente
excitado como para creerlo así. No tardó muchos minutos en penetrarme.
Cuando hubimos terminado pasaban de las
siete y media. Ya había empezado a oscurecer y la casa estaba en completo
silencio. Solo se escucha nuestro resuello y los crujidos naturales de una casa
de madera. Ambos mirábamos el techo recostados en las mantas. De repente,
estalló en carcajadas.
—Mañana iré a por el colchón, te lo
prometo.
—Sí, contaba con ello. No te preocupes.
–Le dije, volviéndome hacia él. Habíamos acabado por deshacernos de toda la
ropa, pues al final, estorbaba más que alimentaba la pasión. Me deshice con el
dorso de la mano, del sudor que había empapado mi frente y mi labio superior.
Me incorporé y busqué con la mirada mi bata.
—¿A dónde vas? –Me preguntó con una ceja
en alto. Yo me volví a él con una sonrisa conformista.
—Aun tengo algunas cosas que hacer en el taller. –Con eso se dio por satisfecho, aunque no me apartó la mirada hasta que no me hube envuelto en la bata y salí del cuarto. Probablemente él se quedaría allí dormido y se desvelaría vagamente cuando le acompañase. Pero hasta entonces, yo aún tenía que apurar un encargo para el día siguiente.
…
A la mañana siguiente, nada más desayunar,
Hank y yo salimos de la tienda cada uno por nuestro lado. Yo me dirigí a la
carpintería del señor Robert y cuando llegué allí, tras preguntar un par de
veces dónde encontrar aquella dirección, me quedé de pie frente a la fachada.
Estaba yo aún del otro lado de la acera pero eso me permitió tener una mejor
visión del conjunto. Estaba al final de un bloque de edificios, lindando con un
callejón por el que se encontraría la puerta privada que daba a la vivienda.
Los pisos superiores estaban adornados con sábanas blancas tendidas, ondeando
al viento. Un par de pañales y algo de ropa de niña pequeña me confirmó que
esta era la tienda, así como la vivienda personal del señor Robert y su hermana
Claudia y la pequeña Livia.
Cuando me decidí a entrar, vestida como el
día anterior y con un paquete debajo del brazo, un fuerte olor a resina, madera
cortada y barniz me golpeó el rostro, trayéndome sensaciones nostálgicas.
Esperaba que dentro de poco mi taller también adquiriese ese distintivo olor de
los trabajos que requieren el uso de la madera. El taller era bastante amplio,
aunque abarrotado de material por todas partes. Una mesa central hacía las
veces de escritorio y mesa de trabajo. En las paredes colgaban las
herramientas, y en los pocos espacios libres se apilaban tablones de madera o
listones. Un hombre, mucho más joven que el carpintero, con el cabello recogido
en una coleta sobre su nuca, levantó la mirada al verme entrar por la puerta.
En el ambiente flotaba una nube de serrín y entre él y yo había una densa capa.
Pero me advirtió allí y dejó la sierra con la que cortaba un pequeño listón al
borde de la mesa de trabajo. Allí tenía un pequeño plano de las medidas de lo
que parecía una cuna y un carboncillo con el que se había manchado las manos y
un poco su mejilla.
—¡Buenos días! –Dijo aquél, limpiándose
las manos en el mandil y dejando las herramientas allá donde no estorbasen. Se
puso al otro lado de aquella mesa que en esa ocasión hacía de mostrador y yo le
dejé delante de él el paquete que había traído debajo del brazo. Tenía una
carta adherida allí debajo del cordel que lo envolvía todo.
—Buenos días. ¿Estaría el señor Robert?
Vengo a traerle esto.
—¿Qué es? –Me preguntó el hombre, con ojos
vivos y una curiosidad más profesional que personal.
—¿No está?
—En su despacho. –Señaló con la mirada una
puerta a la derecha del taller. Si no erraba en mi orientación ese despacho
debía de dar al callejón—. Pero está reunido. Han venido unos clientes. Tendrá
que esperar o bien dejármelo aquí, y yo se lo daré cuando el señor vuelva estar
libre. –Diciendo esto puso una mano sobre el paquete, y por ende, encima de la
carta. Yo asentí, encogiéndome de hombros.
No me parecía mala idea dejarle el encargo
a él, así que se lo extendí y él lo dejó a un lado de la mesa donde no pudiese
estropearse por culpa del trabajo. Me despedí de él y salí por la puerta, pero
me conduje directamente al callejón y tras sortear una primera ventana que daba
al taller, la siguiente era la de su despacho. Allí se oían varias voces
alternativamente, pero como estaban cerradas, solo podía escuchar un murmullo
indescifrable. No me aventuré tampoco a mirar, porque eran ventanas altas y
estaban a más de medio metro de altura de mi vista. Con suerte que por ese
callejón, lleno de desperdicios y oscuridad, hallé un par de palés que apilé
delante de la ventana y me aupé sobre ellos, levantándome el bajo del vestido. Me
mantuve a un lado, porque aún se oían las voces entrecortadas, como escuchadas
a través de una gran masa de agua.
Cuando al fin se escuchó el chasquido de
un cerrojo y los goznes de una puerta, me aupé de nuevo y miré discretamente a
través del cristal. Estaba oscuro y sucio, con una grieta a un lado pero era
suficiente como para entrever al chico que entraba en el despacho y dejaba el
paquete encima de la mesa del carpintero. Hubo un intercambio de impresiones.
El chico señaló detrás de él como queriendo decir que alguien había venido al
taller y había dejado aquello. Podía instruir toda esa conversación solo con los
gestos que se gastaban. El carpintero, al oír una breve descripción de mí se
dio por satisfecho y pidió quedarse a solas en su despacho. Se demoró mucho en
abrir la carta, mirándola por todas partes y después observándola desde la
distancia, allí sobre el paquete.
Tras abrirla, se encontró con una grata
sorpresa. De ella calló el boceto de la mesa que deseaba, con las medidas y
todo lujo de detalles. Pero apenas le prestó atención. Leyó la misiva, que
rezaba así:
A P. Robert:
Cumpliendo mi
palabra le proporciono aquí, junto con estas líneas, el boceto de la mesa que
deseo encargarle. Pero faltando a ella, le concedo que le ponga el precio que
estime oportuno, pues confío en su honradez y buen juicio, así como en su
profesionalidad. Me gustaría que me contestase a esta misiva, ya sea en papel o
en persona, acerca del tiempo que estime oportuno para llevar a cabo el trabajo
así como el precio que desee cobrarme. Corre prisa, pues mi padre y yo estamos
alternando comer en la taberna con el suelo de nuestra humilde cocina. Añada
esa premura a su precio final, si lo desea.
Atentamente:
Mademoiselle Eleanor Leroy
Pd. Me
gustaría agradecerle su ayuda en el tema de los proveedores con un pequeño
presente. Es un detalle que espero simbolice nuestra colaboración mutua para
con nuestros respectivos negocios.
Cuando terminó de leer la carta pareció
crecer en él un desmedido interés por el paquete que hasta ese momento le había
pasado desapercibido. Lo cogió en sus manos, y aguantándome la risa vi como lo
movió con su mano de forma que pudo escuchar rebotar algo en su interior.
Frunció el ceño, y lo oteó por cada uno de sus vértices, entre temeroso e
indeciso. Consiguió encontrar el valor para desenvolver el papel de alrededor y
levantar uno de los pliegues de la cajita de cartón. Del interior sacó un
sonajero de madera. Era un modelo simple, poco elaborado, pero muy vistoso. Al
final de un pequeño mango hay una pequeña jaula de barrotes gruesos que
encierran una bolita de madera. Creí que al principio no conseguía adivinar qué
tenía en su mano, pero me equivocaba. Lo hizo sonar y en vez de romper en una
carcajada como me habría esperado, lagrimeaba y se cubrió los ojos con el dorso
de una mano. Su barbilla tembló. Me enterneció en sobremanera.
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