LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 10

 CAPÍTULO 10 – La mesa ha llegado

 

 

A última hora de la mañana me puse la capa y salí de la tienda con una cesta bajo el brazo. Ya me rugían las tripas porque era casi la hora de comer, pero el tiempo estaba agradable para salir un instante y había dejado unas cosas secándose en el trabajo, por lo que podía tomarme al menos media hora para ir al mercado. No necesitaba realmente nada con urgencia pero tendría que atajar el problema de las compras. Cuando llegué allá la mayor parte de los puestos estaban recogiendo y todo el mundo estaba ya saliendo a las calles principales con su compra hecha. Alguno de los transeúntes me advertía de ello al verme dirigirme con una cesta vacía colgando de la mano hacia el mercado.

—El puesto de pescado ya cerró, lo ha vendido todo. –Yo agradecí aquella información con un ademán de mi cabeza pero continué mi camino.

Cuando llegué allá se oían desde lejos los gritos del verdulero discutiendo con un puesto cercano al suyo sobre el precio de los tomates. Yo los ignoré y me conduje directo al puesto de carnes donde Enzo me lanzó una mirada cansada como queriendo decirme que no deseaba atender a nadie más aquella mañana. Yo le sonreí, pero no recibí una respuesta por su parte.

—Se nos han acabado las mollejas y las patitas de cerdo, señorita. –Me dijo la carnicera mientras se limpiaba las manos en el delantal—. También la cecina. No queda más.

—No se preocupe. No vengo a comprar nada. No ahora. –Le dije, y le extendí a Enzo, que era el que más cerca estaba de mi, una lista con un par de cosas apuntadas—. ¿Sería posible que me llevase esto a mi casa mañana? Si no es posible, podría al menos dejármelo preparado para cuando viniese a buscarlo. Previo pago, por supuesto. –Ambos se miraron con una expresión divertida, pero algo sorprendidos asintieron con la cabeza.

—Enzo se lo llevará a la tienda a primera hora de la mañana, señorita. No tiene que preocuparse por el pago. Déselo a mi hijo cuando le haya entregado la carne. –Ella miró la lista por encima—. Le llevaremos el mejor hígado que tengamos.

—Le prometo que no será algo habitual. Pronto contrataremos a alguien para que nos ayude con las labores de hogar.

—¿Qué? ¿No es usted quien las hace? –Preguntó la mujer, restregándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

—Las hacemos mi padre y yo a medias. Pero el trabajo es lo primero.

—Diga que sí, señorita. Muy bien dicho. Ya me ve, a mí aquí.

—Ya la veo, señora. También le vi el domingo en misa, estaba usted irreconocible, muy hermosa.

—¡Pero bueno! No me diga eso, que me hará sonrojar. –Le dio un golpe a su hijo en el brazo que estaba limpiando los cuchillos—. Atento, ¿no la has oído? Es toda una dama. ¡Ya podrías decirle a tu madre cosas así de bonitas!

No pude evitar mirar como en la muñeca del muchacho, mientras limpiaba diestramente los cuchillos, reposaba una pulsera de abalorios de madera. Yo había hecho esa pulsera, hacía tiempo ya. Y ahora la tenía él en su mano. No podía creer que fuese la mía, pero se me ocurrió una explicación del todo dulce. Era una de las pulseras que le había dado a Marianita, la hija de Constanza. Estaba más que segura de aquello y creerlo así, me hizo sospechar de una amistad que se encerraba detrás de aquellos dos. O tal vez algo más íntimo y romántico. Solo me reí para mis adentros y me despedí de ambos llegando hasta el puesto de verduras.

—¿Una calabaza? Marchando. –Me dijo el tendero una vez escuchó mi comanda. Me dio una de tamaño mediano, también una berenjena y varios puerros. Mientras tanto, gritaba y apaleaba al joven que se escondía detrás de los palés de frutas para no ser alcanzado por la voz del jefe. Yo lo ignoré y me alejé de allí—. ¡Ayuda a la señorita!

—No necesito la ayuda del joven, muchas gracias…

Sin embargo Nathan se adelantó a cualquiera de mis súplicas, más deseoso de salir de aquel mercado que de ayudarme. Al comprenderlo lo dejé hacer y me acompañó hasta la tienda. Por el camino hablamos.

Tal vez debió haber oído el comentario que solté en la carnicería, porque me recordó que nos habíamos visto después de la misa y que mi vestido era muy hermoso y yo lo lucía bien. Tal vez no lo había odio, y eso me preocupaba algo más. Sin embargo la conversación derivó hacia su lado. Le pregunté por cómo había acabado trabajando para aquel hombre, y su respuesta fue más simple de lo que hubiera esperado.

—No tengo padres. –Confesó—. Soy un bastardo. Mi madre murió cuando yo tenía quince años, así que desde entonces me busco la vida como bien puedo.

—No podemos elegir a los padres que nos tocan, ¿cierto?

—¡Ah! Pero usted ha tenido suerte, señorita. ¡Tiene un padre encantador!

—Ah. –Solté, sonriendo como una estúpida—. Claro. Sí, en mi caso, me doy por satisfecha.

Al parecer cuando su madre murió erró de trabajo en trabajo ganándose sus pequeños cuartos y viviendo en habitaciones diminutas. Hacía más o menos dos años que trabajaba para el hortelano y vivía en un pequeño cuarto dentro del almacén donde guardaban las verduras. Su historia la adornó con lastimosas y tristes anécdotas que no me parece necesario comentar aquí, y cuando hubimos llegado a la puerta principal de la tienda fue él el que abrió el establecimiento para que yo entrase. Lo hice de mala gana, porque no veía necesario que entrase conmigo, pero lo hizo.

—¿Subo la cesta arriba? –preguntó y yo acabé suspirando, encogiéndome de hombros.

—Tengo la sensación de que negarme no servirá de nada, así que adelante. –Dije y él se encaminó con grandes zancadas hasta la escalera y desapareció arriba. Al instante me arrepentí de haberle dejado subir, porque si se asomaba al dormitorio podría deducir que una sola cama para los dos, no era lo más adecuado. Sin embargo estaba cansada y hambrienta, y no le di mayor importancia.

También es cierto, que otra cosa llamó mi atención en ese momento. Unas risas mal disimuladas me llegaron desde el taller y creí distinguir el perfume de una mujer. Un perfume denso y dulzón, demasiado añejo, tal vez. Asomé la cabeza por la puerta del taller y encontré a Hank sentado en su banco de trabajo, con un par de figurillas tiradas sobre la mesa delante de él, y a la señora Durand, la esposa de nuestro arrendador, allí de pie a su lado. Con una mano se apoyaba en la mesa de trabajo y con la otra sujetaba una de las figurillas de San André a medio hacer. Apenas se veían sus rasgos, pero había dejado a Hank haciéndola. Este estaba cruzado de brazos, con las piernas abiertas en una posición relajada.

—¡Onora! –Dijo al verme—. Qué bueno que llegas. La señora Durand ha venido a hacernos un encargo. El segundo en la mañana. ¿No es estupendo?

—¿Un encargo?

—Así es. Hablaba con su padre de ello.

—Ya veo. –Dije y yo miraba la figurilla que se revolvía en las manos de aquella señora—. ¿Qué clase de encargo?

—Eleanor. –Me llamó Nathan a mi espalda. Me volví para mirarle por encima del hombro. Las dos personas dentro del taller pudieron verle—. Ya he dejado la cesta arriba. Tengo que volver ya.

—Has sido muy amable al ayudarme, muchas gracias. –Cuando el muchacho se marchó me volví a la señora Durand que se reía con un deje inquisitivo.

—¡Eleanor! ¿Os llama por vuestro nombre, señorita? Qué confianzas, ¿no le parece? –Se dirigía a Hank, no a mí—. No salgáis con ese mozo. Es un bastardo.

—¿Y usted? –Pregunté, a lo que ellos dos se volvieron a mí con una feroz expresión de sorpresa.

—¿Perdona, querida?

—El pedido. –Dije, recordándole el motivo de su visita—. ¿Me estaba hablando de un encargo que deseaba hacernos…?

—¡Ah! Cierto. Muy cierto. Pero esto ya lo concretaré con su padre, señorita. Usted váyase a hacer la comida.

—No. –Negué y me dirigí a la mesa de trabajo, posando en ella una de mis manos para inclinarme y alcanzar la figurilla que tenía ella entre sus dedos. Se dejó hacer, aunque algo ofendida—. ¿Quién se cree que se encarga de la organización de los pedidos del material y los encargos? Ande, haga el favor y acompáñeme afuera. En el taller no entran los clientes, y si viene a hacernos un encargo, habré de apuntarlo en nuestra agenda.

—Bueno, veo que están muy ocupados. Tal vez lo dejemos para otro día. Aún tiene que hacer la comida de su padre y todo. Ya me estaba diciendo que había ido usted al mercado. ¿Normalmente le traen la compra a casa? ¿Siempre viene tan bien acompañada? –La señora acarició mi hombro y se marchó con una risilla que me puso de un humor de perros. Cuando se marchó y las campanas tintinearon por última vez estuve a punto de lanzarle la figurilla a Hank pero me limité a apretarla en la mano.

—¿Qué te pasa? –Me preguntó, algo confundido, y también preocupado.

—Nada. –Negué y le lancé la figurilla con intención de que la alcanzase—. Sigue trabajando. Yo subiré.

—Es nuestra casera. –Dijo él, intuyendo lo que pasaba—. Hay que ser amables con ella. Además, nos iba a hacer un encargo…

—No te habrás creído eso, ¿verdad? –Él se quedó en silencio, meditando y yo solté un bufido—. No la dejes entrar en el taller otra vez. Este es nuestro taller. Nadie entra aquí. ¿Entendido?

—Bien. —Dijo y asintió concorde.

 

 

Esa misma tarde, pasadas las seis, alguien nos llamaba desde la puerta de nuestro negocio. Ya estábamos a punto de echar el cierre, pero salí del taller apresurada. El sol ya estaba cayendo, inundando las calles y el interior de la tienda con una luz anaranjada muy cálida. El carpintero Robert esperaba al otro lado de la puerta a lo que yo salí con una mueca de curiosidad.

—Puede pasar, buen hombre. No se quede ahí fuera. –Dije, pero él negó con el rostro y me señaló una carretilla tirada por una mula que descansaba al lado de la acera. En la carretilla había una mesa de castaño oscuro, muy hermosa. Sin mediar una sola palabra más, esperando el carpintero que yo reaccionase ante la imagen, me metí dentro de la tienda sin soltar la puerta, y grité—: ¡Hank! Ven, corre. Ya tenemos una mesa para la cocina.

Cuando volví a salir al exterior para acercarme a la carretilla, el carpintero me increpó.

—¿Llamáis a vuestro padre por su nombre de pila?

—Sí, se ha vuelto una costumbre, que empezó como una mala broma. –Le dije y él pareció quedar convencido.

Cuando me estaba subiendo a la carreta Hank salía asomando la cabecita por el exterior, oteando lo que estaba ocurriendo. Al verme allí subida con el bajo de mi vestido volado por culpa del viento, se atrevió a salir del todo y estrechó la mano con el carpintero.

—Aquí tiene, su mesa. –Dijo satisfecho—. Vuestra hija fue muy concreta con los detalles, espero no haberla decepcionado en nada.

—Seguro que no, señor. –Dijo Hank. Toda la tensión que se masticase en su primer encuentro había desaparecido. Ambos se quedaron allí al pie de la fachada, mirándome. El carpintero con los brazos cruzados y Hank con las manos en los bolsillos del pantalón.

—¿Y bien, señorita? ¿Da su visto bueno?

—Veamos. Madera de castaño, sin adornos ni florituras, bien. ¿Tiene ensambles de espiga?

—De doble espiga. Como sugirió. Mi ayudante se vio y se las deseó, pero ahí los tiene.

—Bien. ¿Qué barniz ha usado? Le recomendé uno pero supuse que ese era algo complicado de conseguir.

—Cera, señorita. He barnizado con cera. Ahora se usa mucho.

—Sí, eso me supuse. Nosotros también lo hemos usado un par de veces. Se obtiene un buen resultado. Bien. Creo que eso es todo. –Dije y me coloqué en un extremo de la mesa poniendo las manos debajo de ella, a la espera—. ¿Qué hacen mirando? Venga, ayúdenme los dos a meterla dentro y subirla a la cocina.

Los dos hombres dieron un respingo y a los dos segundos ambos estaban maniobrando para ayudarme a bajar la mesa. Cuando la tuvieron abajo yo les fui abriendo las puertas y aunque en las escaleras casi nos quedamos atascados, al fin logramos llegar a la cocina. La dejamos en medio de la estancia y los tres la observamos allí. Creo que todos tuvimos la misma impresión, de que la mesa nunca había salido de aquella cocina y casaba a la perfección con el resto del escaso mobiliario. Como para inaugurarla, puse una cesta con fruta y verdura encima y me quedé mirándola desde lejos.

—Es digna de posar para un bodegón. –Dijo Hank, leyéndome el pensamiento.

—Nos falta un mozo con una bandurria. –Solté y Hank sonrió.

—Bueno, ¿es lo que pidió?

—Así es. Estoy satisfecha. Venga conmigo abajo. Le pagaré lo que acordamos. Tú puedes terminar por hoy en el taller. –Me dirigí a Hank—. Después cenaremos.

Cuando estuvimos abajo yo me senté en el interior del mostrador y ojeé la agenda para no equivocarme en cuanto al presupuesto y también para dejar anotado el pago que se había realizado. Mientras hacía todo esto, el carpintero miró a todas partes, pero se acabó deteniendo en mí, como si yo fuese lo más interesante que había en aquel lugar. Más de una vez levanté la mirada para encontrarle observándome.

—¿Sabe, señorita?, es usted la comidilla del pueblo.

—¿Yo? –Pregunté, aunque en verdad no me parecía nada del otro mundo. Era lógico que la llegada de forasteros que se instalan en el pueblo sea algo de lo que hablar durante días. Y más, si eramos tan particulares como lo éramos Hank y yo.

—Sí, usted.

—¿Y puede saberse por qué? –Pregunté, pero el carpintero se limitó a encogerse de hombros como si lo que tuviese que decir no fuese nada realmente interesante.

—Me imagino que sabrá cómo son las gentes de los pueblos, unos entrometidos.

—Los de ciudad también son así. No se confunda.

—¿Si? Puede ser. La cosa es que es usted todo un misterio que ha llegado al pueblo para revolver el orden establecido. Y si no, al tiempo.

—¿Eso cree? –Pregunté, sintiendo vértigo por su vaticinio.

—Por lo pronto ha alquilado el local al señor Durán, hombre de mala reputación que se pasa el día en la taberna y cuyos dineros se van por el desagüe. Hombre duro de pelar a veces, pero comprensivo en el fondo. También ha reavivado la tienda de la señora Paola Wells. –La llamó por el apellido de su prometido—. Un negocio que todos daban por perdido. Los mozos, y no tan mozos, se han puesto las pilas para conquistarla, estoy seguro de ello. Y las mujeres comienzan a ver en usted una competencia muy peligrosa.

—¿Y por su parte? –Le pregunté. Con una sonrisa—. ¿Le he causado un gran trauma?

—Uno muy grande. –Sonrió, y después de decirlo miró mis manos que se habían detenido sobre la agenda. Estaba algo impaciente, o tal vez incómodo. Yo sustraje un monedero del bolsillo de mi falda y conté los cuartos. Cuando le di la parte acordada se quedó mirándola y no supe muy bien si dudaba en aceptar el dinero o le parecía poco. Cuando me vio fruncir el ceño, rió—. Solo pensaba, señorita.



—¿En qué pensaba?

—En el sonajero que me regaló.

—No pienso pagarle menos de lo que le he dado. Es el precio que hemos acordado y es lo más…

—No, no pensaba en eso. –Reconoció, negando con una sonrisa incómoda—. Solo pensaba en el sonajero, sin más. Intentaba buscar las palabras para agradecérselo, pero no las encontraba. A mi sobrina le ha encantado. No lo suelta ni siquiera para dormir.

—Esas palabras son suficientes. Me alegro de que le gustase.

—¿Lo hizo usted?

—Mi padre hizo el diseño. Y yo tallé la madera.

—Que hermoso. –Murmuró, más para sí mismo que para mí. Tras asentir un par de veces hacia el vacío, guardó el dinero que le había dado y se despidió estrechándome la mano. Pero antes de soltarme, me regaló una advertencia.

—Tenga cuidado en no revolucionar demasiado. A las gentes de pueblo no les gusta que les cambien las cosas. Si alguna vez tiene algún problema, siempre puede contar conmigo, y con mi familia.

—Es usted un encanto. Lo tendré en cuenta.

—Y discúlpenme las groserías que el dirigí el primer día…

—Todo ha quedado perdonado. –Dije.

Se marchó con pasos ágiles y se llevó a la mula y la carretera. Hank apareció a los segundos del taller limpiándose las manos con su mandil. Yo lo miré de arriba abajo y le sonreí con dulzura. De seguro había estado escuchando aquella conversación, pero no tenía nada que añadir a ella. Solo una pequeña nota.

—Tal vez tenías razón y no es tan mal hombre, al final…

 

 

 

 

 

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