LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 7

 CAPÍTULO 7 – Domingo de misa

 

 

El domingo amanecimos entre un revoltijo de mantas de lana y lino. Hank y yo nos habíamos quedado hasta tarde bebiendo vino en la cocina, filosofando, disertando sobre pintores y revoluciones artísticas. Sobre lo grandes que habían sido algunos personajes históricos, y lo pequeños en que se habían convertido a otros. Gritamos el nombre de Leonor de Aquitania durante varias horas y debatimos sobre la sexualidad de su hijo Ricardo corazón de León. El vino corrió, y antes de darnos cuenta nos tambaleábamos para llegar hasta el dormitorio. Para cuando yo desperté Hank estaba ya erguido a mi lado con una mano sobre su frente y los codos en las rodillas. Gemía por lo bajo, algo adormilado aun. Tal vez su enderezamiento fue lo que me despertó, o tal vez algo nos había liberado a ambos del pesado sueño que luchaba para pegarnos a las sábanas. 

Me pasé una mano por la frente e intenté despegar a fuerza de voluntad, mis pesados párpados. La luz entraba tenue a través de las contraventanas pero no muy amarillenta. Olía a humedad, tal vez había estado lloviendo por la noche. Desde el lugar en que yo aún permanecía recostada podía ver con total claridad cada una de las vértebras de la espalda de Hank apareciendo sobre la superficie de su piel como pequeños baches en un largo recorrido. Se había acostado sin ropa, y sin ropa despertaba, aturdido y desorientado. Con la cabeza seguro tanto o más embotada que la mía y el cuerpo aún vibrando, entumecido por la ingesta de vino. Alargué mi mano hasta que las yemas, frías y suaves de mis dedos llegaron hasta el bajo de su columna. A pesar de su respingo, procuré no apartar mis dedos para que me transmitiese su escalofrío.

Volvió su rostro y me miró por encima de su hombro con cierto enfado por el susto. Pero la imagen que debió ver en mí le reconfortó y suavizó su carácter matutino. Se dejó acariciar la espalda unos segundos y después le volvió a vencer el sueño, cayendo a mi lado, con su cabeza sobre mi pecho. No supe si estaba dormido o no, porque ni habló ni se inmutó cuando comencé a acariciarle el cabello, revoltoso como siempre y grisáceo como la plata. Parte de su cabello rozaba mis labios y los atusé con ellos, oliéndolos al mismo tiempo. Intenté dormir también, pero me sentía algo aturdida aún y mi mente vagó libre por las tareas que tendríamos aquél día, escasas desde luego por ser domingo. También todo lo que podríamos hacer, y la comida que haríamos. Las cosas de las que hablaríamos. Quise decir algo, pero el peso de su cabeza en mi pecho no me dejaba hablar con normalidad, así que me mantuve en silencio. Y más aún si estaba dormido, porque no deseaba despertarlo.

Pareció leer mi mente, porque si no estaba dormido, salió de su ensueño y musitó:

—¿Qué haremos hoy?

—¿Hoy? Lo que tú prefieras. –Dije sin darle mayor importancia—. Cualquier cosa está bien. Incluso si quieres quedarte aquí todo el día. Me quedaré contigo.

—Eso estaría de maravilla. –Susurró y con un quejido que más bien pareció un lamento comprimido en su garganta se acurrucó mejor sobre mi cuerpo, pero él sabía de nuestra diferencia de tamaño así que no hizo demasiada fuerza. Se tumbó entre mis piernas abiertas y con sus brazos a cada lado de mi cuerpo me rodeó la espalda. Me reí porque intentaba jugar con mi columna como yo había hecho con él, pero eso solo me hacía cosquillas. Bien lo sabía. Yo tampoco tenía ropa, y podía disponer de mi piel a placer, aunque las mantas se nos enrollaban como sogas alrededor de los miembros.

—No me hagas cosquillas… —Le pedí, con el aliento entrecortado por la risa pero a medida que exploraba mi piel sus manos se iban volviendo más fuertes y tensas y todo su cuerpo ardía. Hundió sus labios en mi esternón y se debatió en si besarme o morderme. Ya no murmuraba, solo gruñía. Una de sus manos me apretó el muslo y yo solté un suspiro lleno de ansiedad. Él se irguió y me murmuró algo al oído, pero se confundieron sus palabras con el sonido de varios golpes secos en la puerta del establecimiento. Él también los había oído y se quedó muy quieto, mirando por encima de su hombro la puerta del dormitorio, como si esperase que esos ruidos se volviesen a repetir para cerciorarse de que realmente habían ocurrido.

—¿También oíste eso? –Preguntó frustrado.

—Hum. –Asentí y justo en ese momento volvieron a oírse el golpeteo de unos nudillos contra la puerta del primer piso. Yo resoplé, echando la cabeza hacia atrás y Hank alterno la mirada entre la puerta del dormitorio y mi rostro—. No hagas caso, continúa. –Dije, frunciendo el ceño mientras le tiraba del hombro hacia abajo pero los golpes se repitieron una tercera vez. A lo que, aunque Hank me hubiese obedecido en mi petición, aquella última serie de golpes le habría desconcertado lo suficiente como para tener la cabeza en otra cosa. Me incorporé en el suelo y me hice con una bata con la que ajustarme el talle. Hank se incorporó con un quejido por parte de su garganta y otro por parte de sus huesos. Mientras se ponía los pantalones yo bajé al establecimiento y pude ver a través de una de las vidrieras el rostro curioso y desconcertado de la señora Constanza con una mueca de sorpresa al divisarme al fondo de la estancia. Resoplé y sin otro remedio me lancé hacia la puerta.

—¿Señora Constanza? ¿Qué hace a estas horas en la puerta de mi negocio? –Le pregunté, algo avergonzada pues sujetaba como podía mi bata para que no se deshiciese por el camino.

—¿Cómo estás aún así, chiquilla? ¿Qué no has oído las campanas?

—¿Las campanas? –Pregunté mientras la señora Constanza me miraba de arriba abajo con una expresión tanto de pudor como de asombro.

—Las campanas, chiquilla. –Ella repitió. Estaba toda ataviada con un traje limpio y hermoso de domingo—. La misa. Empezará en unos minutos. Ya son casi las doce. ¿Es que no pensabas ir?

Mi cara de perplejidad lo decía todo. Seguro que las campanas que llamaban a misa media hora antes era lo que a Hank y a mí nos había despertado. Pero en ningún momento me esperaba que la señora Constanza apareciese en mi puerta reclamándome para que la acompañase a misa. Para mayor desgracia, su esposo y sus tres hijos aparecieron a los pocos segundos, caminando desde lo alto de la calle y al detenerse en la puerta de mi negocio todos enrojecieron de vergüenza, aparatando la mirada y riéndose por lo bajo, dado mi estado. Debía tener el pelo alborotado y la expresión lívida por el susto. Era más que evidente que la señora Constanza me había sacado de la cama. El único que no pareció sobresaltado fue el pequeño de los tres niños, que agarraba la mano de su hermana y reposaba en mi una mirada divertida y curiosa.

—¡A misa! –Dije, fingiendo caer de repente en ello—. ¡Santo Dios! Si ni siquiera sabía en qué día estábamos. –El marido le dijo a su mujer que se adelantaría con los niños. Yo sentí morirme por la vergüenza—. ¡Cómo se le ocurre presentase en la puerta del negocio! ¿No ve como me ha hecho abrir la puerta?

—¡Ay, muchacha! Yo pensé que ya estarías vestida. Te he sacado de la cama, ¿no es cierto? Mira que es usted despistada, señorita. ¿Y su padre? ¿También estaba en la cama?

—Sí, señora Constanza. –Dijo Hank, saliendo por las escaleras, ya más o menos adecentado.

—¿Usted tampoco pensaba ir a la misa?

—¡A la misa! –Dijo él, golpeándose la frente con un ademán que incluso a mí me pareció teatral—. Pero, ¿qué hora es?

—Casi las doce, señor. ¡No llegaremos a tiempo!

—Adelántese usted, señora Constanza. –Le suplicó Hank con un ademán impaciente de su mano—. Váyase usted. Nosotros iremos en cuanto podamos y allí nos veremos.

La señora Constanza, no muy convencida de ello, acabó por resignarse y dar media vuelta, buscando a su marido y a sus hijos con la mirada a lo lejos. Cuando cerré de nuevo la puerta del establecimiento solté un largo suspiro y aún sintiendo rojas mis mejillas me conduje al dormitorio. Una vez allí, con Hank siguiéndome los pasos, me tumbé en el suelo y me cubrí, aún sin quitarme la bata, con las mantas. Hank rezongó.

—¿Qué haces?

—¿Cómo que qué hago? –Pregunté, mientras me acomodaba—. Volver a la cama. Y si quieres que continuemos por donde estábamos, más vale que me acompañes. Seguiré sin ti, si ya no tienes ganas.

—¿Es que no piensas ir? –Me preguntó y yo levanté la vista por encima del borde de la manta con una mueca de pasmo.

—¿Eh? Hank, ¿qué estás diciendo?

—Digo que es una buena oportunidad de captar clientes. Y más aún clientes devotos de las imágenes que hacemos. Es bueno que nos presentemos al párroco también. Con suerte puede encargarnos alguna talla.

Yo me quedé unos segundos mirándole, calculando su bien pensado razonamiento. Pero tras fruncir el ceño me volví a tumbar bajo las mantas.

—No me gusta ir a misa. –Reconocí con algo de vergüenza, más para mí que para él. Él se rió con ganas.

—¡Oh vamos! Es lo mismo que el sermón, vas, escuchas y te largas. –Sus palabras recibieron tan solo un gruñido como respuesta pero su tono se volvió algo más autoritario y apremiante—. Vamos, vístete. Tenemos que ir. ¡No sé cómo se nos ha podido pasar esta oportunidad!

—Llevamos mucho tiempo sin hacer acto de presencia en una iglesia. –Dije convencida de que ir, aparte de tarde y a prisa, no sería una salida muy agradable. Para cuando me incorporé él ya tenía mi vestido más elegante sujeto entre sus manos y se ofreció para ayudarme a vestir. Lo hizo rápido y con esmero. Mientras me ajustaba los cordones de la falda yo me ponía el corpiño—. Si yo quisiera, Hank, si yo realmente quisiera, me suplicarías para que nos quedásemos en la cama.

Él se rió de mi ocurrencia, con cierta soberbia maliciosa.

—Claro, cielo mío. Y por eso me regocijo de tu misericordia para conmigo.

 



 

Para cuando llegamos a la iglesia la misa ya había comenzado, como era de esperar. Nos hicimos hueco entre los devotos que se habían manteniendo de pie cerca de la entrada y buscamos con la mirada un asiento vacío en los asientos, lo más lejos posible del presbiterio, con suerte. La señora Constanza, sin embargo, se nos adelantó en la búsqueda de un lugar donde sentarnos, porque ella nos hizo mal disimulados aspavientos con la mano para que recayésemos en ella, y por ende, en un sitio vacío que había dejado a su vera. Atraídos como por un imán hacia ella, nos condujimos entre las filas de fieles que escuchaban medio dormitando aquella tediosa misa. La voz del cura, en un medio castigo lleno de latinajos, se oía como una música de fondo en cada rincón de la iglesia. La voz llegaba tan distorsionada que apenas si se le entendía.

—¡Aquí, aquí señorita Leroy! –Insistió, a pesar de que apenas estábamos a dos pasos de ella. El hueco que había dejado era entre ella y una pareja desconocida. Hank se sentó al lado de ellos y yo al lado de Constanza. A su izquierda estaban su hijo mayor, su hija, el pequeño y su marido. Danton y yo cruzamos una mirada cargada de infantil aburrimiento y le guiñé un ojo al verle. El mayor por el contrario captó ese cruce de ideas y se inmiscuyó en nuestra silenciosa charla, con una sonrisa sardónica.

—¿Hemos llegado tarde para la ostia? –Pregunté y la señora Constanza me atravesó con una mirada fulminante, a lo que yo me reí de su expresión—. Era broma. Gracias por guardarnos un asiento.

—No es nada pequeña… —Dijo pero después me hizo callar, poniendo un dedo sobre sus labios para que atendiese a las palabras del párroco. Yo asentí y cuando quise volver el rostro hacía delante me llenó un súbito pánico, al ver cómo al menos una docena de ojos desde todas partes se dirigían a nosotros. Hank estaba divertido por ser el centro de atención y se erguía con su elegante perfil recortado por las columnas y la bóveda pintada. Yo sin embargo no pude evitar el reflejo de encogerme en el banco y esconderme a su lado. Su mano se aferró suavemente sobre la mía e intentó calmarme con aquel gesto. Pero los murmullos se oían por todas partes y las miradas iban variando de posición y expresiones.

Delante de mí, docenas de cabeza se alzaban atentas o medio caídas, pero algo estaba claro, desde donde estábamos no podía ver al párroco, así que mi atención se dirigió a todas partes. Primero me deleité con las pinturas de principios del siglo XIII de la bóveda y los candelabros dorados que había a cada lado de la capilla. El banco donde estábamos era incómodo y el terciopelo que había en el reclinatorio estaba terriblemente gastado. Podía imaginarme los cientos de pares de rodillas que se habían inclinado justo delante de donde estaba yo. Parecía haber una verdadera simetría entre el desgaste de todo el reclinatorio. La idea del sudor de cientos de rodillas allí plasmado, en ese desgaste, me hizo estremecer.

No sé en qué momento todo el mundo comenzó a levantarse y las palabras del cura se acallaron por el chirrido y el crujido de los bancos al ser liberados de la carga de cientos de traseros. Suspiré aliviada y me conduje hacia la salida chocando con el costado de Hank que se había quedado de pie, mirando al frente. Como todo el mundo estaba haciendo. Yo le imité con algo de vergüenza y pensando que nos marchábamos, lo que estábamos haciendo era seguir las pautas de la misa. El cura siguió con su oración y el resto de personas le imitaron unos segundos después, con murmullos y acallados suspiros. Yo solté un suspiro y cuando estaba a punto de sentarme por voluntad, a pesar de la evidencia, el cura cambió el sermón y todos se reclinaron apoyando las rodillas en esa banda de terciopelo. Hank me tiró de la muñeca para que le imitase pero yo me negué y me senté, con un quejido, sobre el banco. Él me lanzó una mirada suspirar por encima del hombro.

—Onora, tienes que arrodillarte…

—El vestido es de seda. –Dije con pasmo—. No quiero mancharlo con las suelas de los zapatos.

Hank se resignó, pues ya sabía de mi carácter. Sin embargo George y Marianita me observaban por encima de su hombro con disimulo, tanto asombrados como temerosos de mi reacción. Yo les miré y les lancé un encogimiento de hombros, queriéndoles decirle que me traía sin cuidado. Aprovechando que nadie podía verlo, más que yo, George alargó la mano por encima de las pantorrillas de su madre y tiró ligeramente del bajo de mi vestido, solo para fastidiarme. Pero tal vez fuera una mera diversión, una distracción para él. Yo me reí por lo bajo y le lancé una mirada agradecida por ese pequeño dulce.

No habían pasado unos minutos cuando se volvieron a poner de pie y Hank me miró por encima de su hombro como queriendo decirme, “Ahora ya te puedes levantar” pero yo puse morros y me negué con el rostro, llena de fatigosa angustia. Se limitó a encogerse de hombros y cuando se sucedieron otra decena de oraciones el cura les mandó arrodillarse de nuevo.

La proclama se oía de nuevo por parte del párroco:

He aquí Cordero de Dios, quita los pecados del mundo. Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero.

Y la respuesta de los fieles no se hizo esperar:

Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.

Aprovechando la distracción general le di un puntapié en el trasero a George que lo hizo erguirse de inmediato, como si se le hubiese tensado todo el cuerpo en un instante. Su madre le miró, de soslayo, pero lo achacó a alguna molestia que le hubieran proporcionado alguno de sus otros dos hermanos. Cuando les reprendió a los tres en mudas palabras, George se volvió a mí con una mueca de pícara ofensa. Yo me encogí de hombros, satisfecha.

De nuevo se levantaban y yo lo hice con ellos porque permanecieron de pie, pero de nuevo me jugaron una mala pasada. Todavía no se movían de sus sitios. Volví a sentarme, pero tras una breve oración, finalizando con un Amén, todos comenzaron a desplazarse fuera de los asientos. Me así del brazo de Hank, me levanté con un quejido malhumorado, y me conduje hasta uno de los laterales de la nave central. La señora Constanza, por no haberles podido reprender antes con voces, lo hacía ahora, diciéndoles a los tres chicos que la iglesia no era lugar para juegos, pero George no me delató. Tampoco sus otros dos hermanos que no entendían a qué venía su reprimenda.

—No tienes remedio. –Murmuró Hank, mirando a todas partes. Su tono no parecía de reprimenda. Bien sabía cómo era yo.

—¿Y qué esperabas? No quiero dejarme ahí las rodillas. Solo pensarlo se me agria el carácter. Si me arrodillo una vez, ya no sé si voy a poder levantarme.

—Soy yo el anciano. –Exageró. A lo que yo le miré con picardía.

—¡Señorita Eleanor! –La señora Constanza me llamó al orden—. No me habría imaginado de una señorita tan refinada y responsable que se tomase tan a la ligera su deber en la iglesia…

—Lo siento, Señora Constanza. Pero no soy muy aficionada a los bailes de esta clase. Tengo las rodillas molidas por el constante trabajo en el taller y si me arrodillo una vez, pierdo la fuerza y ya no puedo incorporarme con facilidad.

—¿Ve esto, señor? –Se dirigió ahora a Hank—. Un taller no es un lugar donde pueda trabajar una mujercita…

—Solo está siendo exagerada. –Me excusó Hank, aunque no era del todo mentira.

—¡Qué vestido tan hermoso! –Marianita intervino, disipando esa rancia conversación—. El corte es muy particular.

—Es un vestido que adquirí en Brujas. –Dije, pero ella no parecía saber dónde se encontraba aquello—. Bélgica.

—¿Cómo un par de carpinteros pueden costearse estas telas? –Preguntó la señora Constanza. Yo di un respingo.

—Fue un regalo señora. Hicimos varias tallas para unos comerciantes muy ricos allí en Brujas. Y parte del pago fueron en telas. Con ellas confeccioné estas ropas.

En verdad aquel vestido que tenía puesto no era nada del otro mundo. Solo las telas, he de reconocer, eran de buena calidad. El corte del vestido era más bien mediocre y no tenía abalorios costosos y ningún tipo de broche o similar que pudiese llamar la atención. Era el peor de los mejores vestidos que yo había tenido. El resto los habíamos vendido ya todos. Este en concreto no era de mis favoritos, pero era el más cómodo y por consiguiente, fácil de poner y quitar. Era de color azul, un tono brillante de azul que dependiendo de la dirección de la luz podía ser claro como cielo, turbio como el mar u oscuro como el lapislázuli. Sobre el vestido, tanto por el frio como para cubrir el escote, llevaba una capa corta de color gris.

—Ojalá tener un vestido así. –Dijo ella, soñadora.

—¿Para qué quieres un vestido como ese, muchacha? –Le espetó su madre, para cortar su codicia. Tal vez su vanidad. Puede que la envidia.

La muchacha bajó la mirada algo avergonzada por la reprimenda de su madre, pero para cuando la señora Constanza ya estaba intentando entablar conversación conmigo yo ya tenía la vista puesta en aquellos personajes que iban saliendo de la iglesia como moribundos deambulando por el limbo. Enzo estaba allí entre aquella multitud, saliendo a pasos cortos y cuidados de la capilla. Iba precedido de su madre, la carnicera, y por lo que pude ver de su padre también, un hombre que se ajustaba el brazo de la carnicera al suyo. Alto, moreno, con un gran bigote oscuro sobre su labio superior. Al principio no reconocí a su madre, por haberme acostumbrado a verla ataviada con las ropas del mercado, pero sin la sangre embadurnando sus miembros, parecía incluso elegante. Su hijo sin embargo no me paso desapercibido. Su mirada ya estaba clavada en el grupo que éramos la familia de Constanza, Hank y yo, cuando alcé la mirada para distinguirle entre el resto de personas.

—Aquel mozo de ojos verdes, es Enzo, y sus padres, los carniceros. –Le dije  Hank por lo bajo. Él se quedó mirando al muchacho, que algo encorvado pero aún con el rostro vuelto a nosotros, caminaba ya hacia la salida.

—Qué ojos, es muy hermoso. –Dijo Hank recibiendo un asentimiento por mi parte.

—Y es bien fuerte. Parte los huesos como todo un animal. –Mis palabras recibieron una mirada suspicaz por su parte.

—¿Piensas en pedirle que pose alguna vez?

—Algún día. Pero esto no es La Rochelle. Nos excomulgarán si se enteran de que hacemos algo así…

—¿Para un Apolo? –Sugirió Hank. Se había inclinado para escucharme murmurar y yo me volví negando con el rostro—. ¿Tal vez Marte?

—Tal vez Marte. –Asentí.

—¡Señorita Leroy! –Exclamó una voz jovial a nuestro lado. Nathan, el ayudante del verdulero apareció de repente haciendo que todos los que estábamos allí reunidos nos volviésemos ya preparando esas fingidas sonrisas de agradable sorpresa. Sería una mañana llena de hipocresía—. ¿Quién es este hombre, señorita Leroy? –Me preguntó, al verme enhebrando su brazo.

—Mi padre, el señor Henry Leroy.

—¡Señor Leroy! Un placer. ¿Dónde está su madre, señorita? –Buscó con la mirada—. Me gustaría saludarla también. ¿Sabe que su hija, señor, es una de las clientas más inteligentes que tenemos. Sabe mucho de la siembra de algunas hortalizas y de las propiedades de muchas de las frutas que mi señor y yo vendemos en el mercado.

—Es una mujercita muy inteligente, mi hija. –Dijo y sonrió agradecido—. Pero me temo que no va a poder saludar a su madre. Mi esposa murió al nacer ella. –Un suspiro de tristeza llenó nuestro espacio, y Nathan se coloreó de vergüenza en un instante.

—¡Oh! ¡Les ruego que me perdonen! ¡Qué falta de…!

—Tranquilícese, muchacho. –Le pidió Hank, posando su mano sobre el hombro del chico—. Es natural que pregunte por ella. Fue una fatalidad, pero de eso hacen ya veinticuatro años, y la vida sigue. Tengo a mi hermosa hija a mi lado y ella es todo cuanto necesito. –Hank se deshizo del brazo que sujetaba el suyo y sin soltarme la mano la llevó a sus labios. Yo acaricié su mejilla pero contuvimos ahí nuestro cariño.

—Su hija es un ángel. No me extraña que la tenga en tan alta estima. –Suspiró el muchacho y en su sonrisa bobalicona pude ver que le había confundido la incomodidad del momento. Despidiéndose con unas últimas palabras de cordialidad se marchó fuera. Para entonces la iglesia se había quedado vacía y la familia de la señora Constanza ya se estaban desplazando a un lado para salir por una de las puertas cuando Hank me arrastró con él también fuera.

—¿Un Cupido? –Preguntó. Yo negué con el rostro.

—Un santo. Puede que algún loco.

 

 

Cuando estuvimos afuera las personas se habían agrupado en diferentes zonas, hablando entre ellos, conversando y contándose las buenas nuevas, o tal vez las malas, que no habían tenido tiempo durante la semana de compartir. Esto era igual en todas partes, en todas las iglesias.

—Deberías presentarme a alguien. –Me dijo—. Tal vez yo debería presentarte al alcalde… mira, ahí está. –Me arrastró nuevamente con él hasta un grupo de tres hombres que charlaban con expresiones serias y meditabundas con el párroco. Parecían a punto de tomarse la justicia por su mano y con gesto inquisitorial mandarnos directamente a la horca. O peor—. Ilustrísima, padre, señor Moris. Les presento a mi hija, Eleanor Leroy.

Los tres hombres se volvieron a mí y con una rápida ojeada parecieron tomar un veredicto. Yo ya sentía el rasposo cáñamo de la soga al cuello cuando el alcalde alargó la mano para coger la mía y con un beso en el dorso de la mano saludarme con una sonrisa encantada, que más bien parecía una máscara improvisada. El señor Moris, parecía un secretario, un segundo, por su postura retraída y su imitación del primero, me besó después. El párroco se limitó a hacerme un gesto con su frente.

—Así que esta es la muchacha de la que nos habéis hablado, señor Leroy. La escultora que trabaja con vos en el taller. ¿No cree que retener a la hija en el hogar paterno sin oportunidad de casarla es algo un poco egoísta por su parte?

—Considero que ella es libre de vivir la vida que desee. –Dijo Hank, con una sonrisa aunque con gesto subordinado—. Y esta es la vida que ella ha elegido—. Aquello pareció divertirles a aquellos hombres pues se rieron abiertamente. El alcalde tenía una vestimenta marrón oscuro, estaba más que gordo y de su nariz rezumaba una grasa grisácea horripilante. El segundo que le hacía los coros de la risa era delgado, algo escuálido. Pero en algún tiempo si seguía los pasos de su alcalde, tal vez acabase aún más orondo. El párroco sin embargo, con pelo solo sobre las orejas y unas ojeras que le llegaban a las mejillas, no rió. Se mantuvo frío y distante.

—Dejar elegir a las mujeres, eso es todo un juego de azahar, señor, con la suerte en contra de uno. –Ambos ignoramos aquel comentario, que no podía recibir otra respuesta que una mueca amarga—. Cásela, hágame caso, y quítesela de encima.

—Hay muchos jóvenes solteros en esta nuestra ciudad. –El señor Moris me dirigió una sonrisa casi cándida—. Seguro que os enamoriscáis de alguno.

—¡Enamorarse! Cásela con uno que no os la devuelva cuando se le acabe el dinero. Las mujeres son caprichosas y solo aman el dinero, se lo digo yo.

—Solo amamos el dinero. –Le dije yo a Hank con una sonrisa soñadora—. Debéis buscarme un marido que posea veinte caballos, media docena de mansiones y un vestidor repleto de sedas y bordados dorados…

—Me temo que por estos lares no encontrará algo similar. –Me dijo el alcalde—. Pero yo soy el mejor partido del lugar. Y siempre estoy dispuesto a complacer a una dama que ambicione una vida cómoda. –Estiró su mano para volver a cogerla entre las suyas pero yo me abracé al brazo de Hank.

—Si no tiene usted al menos tres mansiones, me temo que no es digno de optar a ser mi pretendiente.

Después de aquella broma Hank siguió hablando con aquellos hombres de asuntos referentes a la reforma de la fachada que pensábamos llevar a cabo en el local y demás temas sobre el ayuntamiento. Yo recorrí la vista por todos y cada uno de los grupos de personas reunidos allí y entre ellos distinguí a varios vendedores del mercado, la pobre chica vendedora de miel, con quien parecía su marido, o su prometido. Tal vez su hermano, pues ambos tenían el mismo tono pajizo en el pelo. También divisé entre un par de cabezas, a Paola, con quien ya me sabía, era su prometido. Hablaban con un hombre y una mujer que parecían cercanos, tal vez los padres de él. O unos vecinos. O unos amigos. Ella no me vio desde donde estaba. También encontré a nuestro casero y a su esposa, hablando animadamente y con algunas carcajadas con otro matrimonio. Algo más lejos, en una soledad que me pareció muy hermosa, estaban el carpintero y una mujer en cuyos brazos se revolvía una niña con el cabello castaño. Estaba inquieta, tal vez algo aburrida o cansada y lagrimeaba. El hombre intentaba calmarla acariciándole la mejilla con el dorso de su índice. Tal vez recogiendo alguna lágrima entre palabras de consuelo desesperado.

Me solté del brazo de Hank y mientras este seguía hablando allí con el alcalde me acerqué al carpintero y a su familia. La niña fue la primera que me vio acercarme y su llanto cesó un poco, movida por la curiosidad. El señor Robert se volvió para mirarme y en un instante de incredulidad me recibió con una sonrisa.

—Buenos días, señor Robert. Es un placer encontrarle aquí.

—¿Lo es? –Me preguntó con una dulce mueca de candidez.

—Por supuesto. ¿Es esta su esposa, señor Robert? –La risa que ambos mostraron me demostraron que había errado el tiro.

—Nada de eso, querida. –Me dijo él—. Es mi hermana menor, Claudia. Y esta, su hija, Livia.

—¡Oh! Discúlpenme. Me he precipitado, por lo que veo. Os encontré en una escena tan encantadora que no pude por menos que prejuzgaros como una familia.

—¡No se disculpe, señorita…! -Soltó precipitadamente la mujer, con una voz dulzona como la miel.

—Esta es la señora Leroy, la escultora de la que te hablé… —La expresión de Claudia cambió por completo, de una de hieratismo mediocre a un interés ardiente. Me miró de arriba abajo y yo no pude evitar hacer lo mismo con ella. Vestía de un hermoso blanco descolorido, suave, de telas finas y hermosas. La niña tenía un divertido sombrero sobre su cabeza, pero la expresión aún estaba hinchada por el llanto. Me gustó el recogido que formaba el pelo de la señora Claudia. Parecía abultado, pero bien sujeto. Era castaño, con destellos dorados.

—¡No puede ser! Mi hermano no ha parado de hablar de vos en todos estos días desde que os conoció.

—Me lo he figurado, al ver vuestra expresión en el rostro al oír mentar mi nombre. –Le dije a ella, a lo que de seguro si no hubiese tenido a la niña en brazos, se habría llevado la palma de una de sus manos a la mejilla, en ademán vergonzoso.

—Causasteis una honda impresión en mi hermano. –Dijo ella, a lo que el hermano la reprendió con una mirada pudorosa.

—No exageres, Claudia. –Esta iba a replicar pero el llanto de la niña se volvió más acuciante y hubo de darle pequeños golpecitos con la palma en la espalda, con un bailecito del cuerpo para intentar calmarla.

—La niña está algo cansada, no ha pasado bien la noche. –Se justificó ella pero yo asentí, comprensiva—. Yo me adelanto, hermano. Os espero en casa.

Cuando la mujer se dio media vuelta, el señor Robert y yo nos la quedamos mirando por largo tiempo con las manos a la espalda en una profunda meditación. Parecíamos haber conectado nuestras mentes porque mientras yo me preguntaba qué clase de relación podrían tener, él se explicó.

—Su marido falleció en Flandes, era militar.

—Siento mucho oír eso. –Dije, y lo sentía de verdad.

—Era un buen hombre. Era amigo mío. Hicimos el servicio militar juntos pero yo heredé el negocio familiar y él se enroló al ejército. Para entonces ya se había casado con mi hermana.

—Una historia trágica pero muy hermosa, digna de una epopeya o una novela.

—Sí. –Ambos volvimos el rostro de nuevo hacia el camino que había tomado su hermana, como si aún pudiéramos verla caminar, pero ya estaba demasiado lejos y otras personas nos tapaban su vista. Pero ambos la veíamos aún en nuestro recuerdo reciente—. La niña y ella viven conmigo. Esa es la única familia que necesito. Ella es casi como una hija para mí.

—No se intente justificar. No le he reprochado nada. –Me apresuré a decir y él bajó la mirada con una risa incómoda.

—Sí, muy cierto. No sé porqué doy tantas explicaciones…

—Mañana dejaré en su taller las medidas de la mesa que quiero encargarle. –Le dije y él asintió, aunque algo contrariado.

—Siempre pensando en el negocio. ¿Ni siquiera descansa los domingos? Nuestro señor descansó en domingo.

—Él era un hombre, podía permitírselo. Yo no.

 

 

 

 

 

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