LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 6

 CAPÍTULO 6 – La arrendadora

 

 

El sábado a primera hora de la mañana me dediqué a redactar las descripciones de la mesa que necesitaríamos para la cocina. Me tomé la molestia de hacer un pequeño boceto a pluma con el que adjuntar las descripciones y el precio por el que estaba dispuesta a pagar. Una mesa rectangular, de no más de dos metros por uno y medio, lo más simple posible pero de buena madera y con los ensambles bien estables. Una mesa para comer, que dure muchos años, le escribí. Dejé la carta a un lado y después revisé los libros de cuentas que habíamos traído con nosotros y tras dejar una hoja en blanco, como signo de nuestro nuevo comienzo, apunté todos los nuevos gastos que nos habían estado surgiendo y todo aquello referente a la economía de esta extraña familia que éramos.



Habían bajado abruptamente las temperaturas, como es lógico en un mes de octubre como aquel. El sol del verano ya no debía ser tan frecuente y aunque se agradecía, la llegada del invierno era irremediable. Sin embargo los olores del otoño eran de lo más intensos, y cuando Hank salió por la puerta en busca del colchón, llegó hasta mí el olor de las hojas ocres en proceso de descomposición y la humedad cargando el ambiente. La noche había sido fría, pero tanto como aquellas a las que nos habíamos acostumbrado en Brujas. El viento soplaba, sin embargo, y alguna de las contraventanas de la casa no paraba de repiquetear barriendo el sueño que luchaba por sumirnos.

Una brisa de aire húmedo, cargado con ese olor de almizcle y rocío levantó el bajo de mi falda, apoyada como estaba en un taburete al pie del mostrador. Junté las rodillas, temblorosas y alcé la mirada para descubrir el rostro de una señora, algo desorientada, que miraba el interior del establecimiento asegurándose por las docenas de figurillas que había por doquier, que aquella era la tienda que había estado buscando. Dejé la pluma a un lado y alcé el mentón para recibirla con una sonrisa. Ella dudó en si acercase o mantenerse un tanto alejada de mí. Tenía un vestido de seda un poco demasiado voluminoso, de color crema. Con una chaquetilla ocre y un gran sombrero con una pluma blanca. O gris, dependiendo de la luz que incidiese en ella. En su escote se vislumbraban sedas blancas y sujetaba con sus manos unos guantes marrones. Al ver que nada más que yo vivía en aquella lúgubre estancia, se acercó a mí, posando sobre el mostrador una carpeta que traía debajo de su axila.

—¿Esta es la tienda del señor y la señorita Leroy?

—Así es señora. –Asentí y alcé la mano para estrechársela—. Eleanor Leroy, un placer.

—¿Está su padre en la tienda?

—No, lo siento mucho. Salió a realizar unos recados. –Dije mientras la señora asentía con una mueca de conformismo. Lo mismo le daba. Tenía las cejas negras, bien pobladas y la faz arrugada como unas manos húmedas. Le brillaban la frente y el labio superior, pero no parecía estar fatigada.

—Mi marido me ha mandado que les trajese esto. –Con esa decisión y al parecer con algo de prisa, abrió la carpeta de cuero dejando sobre la mesa un papel redactado y firmado. Yo lo cogí entre mis manos y no me hizo falta leer demasiado para comprender que era el permiso de modificación de la fachada, firmada por el señor Durand, y que por lo tanto la mujer que tenía delante de mí, era su esposa. Ahora entendía su expresión de molestia y no pude evitar soltar una risilla que la hizo ofenderse.

—¡Es usted la señora Durand! Entonces siéntase como en su propia casa, dado que este establecimiento es en teoría propiedad de su marido. ¿Quiere que le sirva un vaso de...?

—El muy canalla, me ha mandado aquí por no dar la cara. –Dijo ella, como si hubiera estado masticando aquellas palabras desde antes de entrar en la tienda—. Seguro se habría puesto encarnado de tener que venir hasta aquí y ver a su padre.

—Seguro que sí. —Dije y no pude evitar reírme por lo bajo, pero al ver que ella no parecía divertida con la situación, sino frustrada o tal vez indignada, dejé de reír y comencé a compadecerme de ella, por ser víctima de la lascivia de su marido, encerrada en un matrimonio con goteras—. ¿Seguro que no quiere algo de beber?

—No, no quiero nada, muchacha. –Su tono fue amable, pero no suave—. Bueno, ahí lo tienes. Solo tienes que llevarlo al ayuntamiento y allí te informarán de qué más necesitas.

—Muchas gracias.

—Sí que necesita la fachada una reformilla. Madre mía, qué vieja está.

—Eso creemos mi padre y yo, intentaremos que… —Señalé con el mentón algo detrás de ella—. Mire, ahí tiene a mi padre.

Las campanillas anunciaron su llegada y la señora Durand se volvió mirando por encima del hombro a Hank, que quitándose el sombrero con un ademán galante, saludó a la señora con una inclinación de cabeza. La señora Durand, sin embargo, se limitó a mirarle de arriba abajo con una pícara sonrisa de intimidad.

—Buenos días, señor Leroy. Encontró ayer a mi marido, por lo que él me pudo contar.

—Así es, señora. Debió decirme usted que era… bueno. Ya no importa.

—Nos ha traído el permiso. –Señalé el documento sobre el mostrador mientras Hank se deshacía de su abrigo y lo dejaba doblado en el extremo de este. Una vez a mi lado se inclinó a leerlo por encima y dio su aprobación con una sonrisa sincera hacia la señora Durand, que apartó la mirada, algo encarnada.

—Ya ven. Ahora me tiene de mensajera.

—¿Por qué no ha venido el señor Durand? –Preguntó Hank.

—¿Usted qué cree? Le daba tal vergüenza presentarse aquí que no ha sido capaz de dar la cara.

—¡No me diga eso! –Se lamentó Hank—. Ya ve, que tontería. Al fin y al cabo es nuestro arrendador, algún día se le tendrá que pasar el disgusto.

—No es disgusto, señor Leroy, es humillación. Y qué dulce sabe, sí, cuando son otros los labios que la prueban. –Yo me reí por lo bajo y Hank me devolvió una mirada sorprendida por el ingenio de la señora Durán.

—¿Le ha ofrecido mi hija ya algo de beber?

—Así es, pero aún no le he contestado. No me importaría, señor Leroy, un vaso de vino. –Aquella petición iba dirigida a mí, porque me lanzó una mirada más que suplicante, pero para su sorpresa fue Hank el que se irguió y con una sonrisa salió disparado hacia la cocina, subiendo los escalones con sus largas piernas—. ¡Qué servicial, vuestro padre!

—Muy servicial señora.

Después de aquello nos mantuvimos en silencio. Un silencio extraño y tenso. Nos mirábamos esbozando escuetas sonrisas esperando a que Hank regresase. Cuando lo hizo, con tres copas y la jarra de vino, nos ofreció una a cada una pero yo me negué y aprovechando que estaba él de nuevo presente me sumergí en el libro de cuentas mientras, apoyado a mi lado en el mostrador, servía vino en dos copas.

—¿Su hija le lleva las cuentas del negocio? –Preguntó la señora Leroy, comenzando una conversación.

—Lo llevamos entre los dos.

—¡Ah! Qué bien. Parece una chica lista. Mi marido me dijo que ambos trabajaríais en el negocio, pero me asustaba pensar que la chiquilla se estropearía las manos en el taller.

—Trabaja en el taller, pero sus manos no están estropeadas. –Musitó Hank y la señora Durand alzó la mirada para escrutarme detrás del mostrador. Al principio pasó de la sorpresa al horror, pero luego acabó encogiéndose de hombros, sin darme demasiada importancia.

—¿No tiene marido, su hija?

—No señora. No está casada.

—Debería casar ya a su hija. Está bien grande, ¿no cree? Un taller de escultor no es lugar para una mujer como ella. Debe estar al lado de un hombre, cuidando de él y de sus hijos. En su propio hogar. Si se hace más mayor, nadie querrá desposarla.

—Ya estoy al lado de un hombre. –Dije, y aunque al principio confundió mis palabras, al saber que hablaba de Hank, acabó por negar con el rostro.

—Cuidar de un padre es algo muy honroso, pero una mujer debe casarse…

—Ya me casaré. –Dije, sin apartar la mirada del papel, y como la conversación se enranciaba, la señora Durán desechó la última brizna de interés por mí y comenzó a hablar de escultura y talla con Hank, interesándose por la información más nimia y aburrida.

Yo me sumergí en el libro de cuentas hasta que las campanitas de la puerta captaron mi atención. Por ella cruzaba una muchacha cargada con una caja, asida con ambas manos y empujando la puerta con su cadera. Me levanté como por un resorte y acudí en su ayuda. La pobre, resoplando y con una gota de sudor recorriendo su frente respiraba atragantada.

—¡Déjeme a mí! –Le dije y ella dio un respingo al notar cómo le arrebataba la caja y me la cargaba al hombro. En dos bocanadas intensas de aire recobró el habla y me agradeció la ayuda. Cerró la puerta detrás de ella y se volvió tímida hacia el interior. Yo señalé a las dos personas que se encontraban allí al lado del mostrador con una sonrisa—. Este es Hank, mi padre, y esta mujer es la señora Durand, nuestra arrendadora. –Hubo un intercambio de saludos en el que la muchacha respondió aún con el aliento entrecortado—. Esta señorita es Paola, la dueña de la tienda de pigmentos. –Hank asintió a mis palabras y hubo otro breve intercambio de saludos—. Venga, querida. Acompáñeme al taller y dejemos esto colocado.

Ella me siguió, saludando con un ademán de su cabeza a Hank y a la señora Durand cuando pasó por su lado.

—¡Llévelo usted, hombre! –Le reprendió la señora Durand a Hank, al dejarme cargar a mi con la caja de pigmentos—. ¿No ve que ella sola no puede?

—¿No ve que sí? –Contestó él. Paola soltó una risilla a mi lado y yo me volví hacia ella con una expresión orgullosa.

Una vez en el taller ella miraba a todas partes algo desencantada. Seguro que esperaba un gran almacén repleto de esculturas, o una sala con una gran talla a medio hacer, grande y voluminosa.

—Siento decepcionarla, apenas estamos abriendo el negocio. –Como hubiera leído bien sus pensamientos, ella dio un respingo y negó repetidas veces con el rostro. Su cabello había sido recogido con dos trenzas desde su sien hasta la parte posterior de la cabeza. Estaba ondulado. Brillaba como el pan de oro. Este se movió, acorde con la negación de su rostro.

—Nada, no tiene que disculparse. ¡Al contrario! Me alegro de participar de esta nueva empresa.

Dejé la caja sobre una de las mesas, la que más despejaba estaba de todo el taller y comencé a sacar los sacos de pigmentos. Negro marfil, Amarillo de Nápoles, marrón Van Dick…

—¿Y esto? –Pregunté, mientras sacaba un pequeño bote de pasta de linaza y un litro de aguarrás. Ella me sonrió divertida y algo ruborizada.

—Un regalo, de bienvenida a la ciudad, si quiere verlo así. O un agradecimiento por confiar en mi establecimiento…

—No me gusta aceptar regalos. –Dije con algo de seriedad a lo que ella pareció asustada—. Y menos a sabiendas de la situación de su negocio…

—¡Ah! No, no. Insisto. –Empujó la caja en mi dirección, a pesar de que ella estaba al otro lado de la mesa, y la apretó contra mi vientre—. Ha sido usted muy amable conmigo. Y espero que en el futuro sigamos manteniendo una buena relación comercial.

—También lo espero así, pero no se hace negocio regalando el producto.

—¿Usted nunca ha regalado nada? –Me preguntó, con una sonrisa traviesa, sabiendo que de seguro habría hecho un par de excepciones. Yo rodé los ojos y ella rió triunfante. Sus manos aún aferraban el borde de la caja, pero estaban ruborizadas. También sus mejillas y su nariz. Pero el rubor se debía a su aún estado de agotamiento.

—¿Por qué lo ha traído usted misma? No tiene algún mozo que le haga de repartidor.

—He preferido traerlo yo misma. Quería ver su negocio. –Recorrió el taller con la mirada.

—Ya ve que no ha valido la pena el camino. Se ha fatigado para nada. –Rodeé la mesa—. Espéreme aquí, le traeré un vaso de agua.

Salí precipitadamente hacia la cocina, escuchando de fondo las risas de Hank y la señora Durand en la tienda. Llené una copa de agua y la bajé con cuidado de no derramar nada. Cuando llegué al taller se la ofrecí y ella la aceptó gustosa. Casi bebió la copa entera de un solo trago y soltó un hondo suspiro después.

—¿La estoy entreteniendo? –Me preguntó y yo me apoyé en la mesa a su lado.

—Para nada. Al contrario. Debe haber dejado la tienda cerrada. Soy yo quien lo lamenta.

—Mi novio está allí.

—¿Tiene pareja? –Ella asintió sonriente.

—Aún no tenemos mucho dinero para casarnos, pero cuando ahorremos un poco más, mi prometido y yo nos casaremos. Era un antiguo ayudante de mi padre en la tienda.

—Ya veo. –Asentí—. Espero que sea un chico responsable.

—¡Oh, sí! Siempre cuidó de mi padre cuando estuvo en sus últimos años y después ha cuidado muy bien de mí. –De nuevo sonaron de fondo las risas de la señora Durand. Paola me devolvió la copa—. Aunque tal vez debería volver. Se preocupará si no regreso pronto.

—Venga cuando lo desee. Y si no le importa, podría venir en calidad de amiga. –Lo dije algo avergonzada, pero ella abrió sus ojos de par en par, y asintió energéticamente—. No conozco a nadie aún aquí, y tal vez su prometido y usted puedan ser una buena compañía.

—Seguro que sí. –Asintió—. Usted y su padre están invitados a nuestra casa, siempre que lo deseen.

No cruzamos muchas más palabras. La acompañé hasta la puerta y la vi marchar calle abajo. La saludé cuando se volvió a los dos o tres pasos, con un gesto de mi mano. Ella me lo devolvió y siguió camino adelante. La señora Durand seguía riéndose a carcajada limpia y yo regresé a mi asiento en el mostrador, lanzándole una mirada suspicaz. Por suerte, entendió la indirecta.

—Bueno, yo también debería marcharme. Seguro que tienen mucho por hacer aun, con el negocio por abrir.

—Ha sido un placer, señora Durand. –Hank le estrechó la mano pero ella le extendió la suya con intención de que le besaran el dorso. Eso no sucedió y yo me quedé conforme con aquello.

—Veo que le dejo en buenas manos. –Le dijo, señalándome a mí con la mirada.

—En las mejores manos. –Aseguró Hank, posando una mano sobre mi hombro, pero yo los ignoré. Aún así, la señora Durand no se marchaba. Nos miraba a ambos, respectivamente, con una sonrisa socarrona y divertida. Su comentario no pudo ser más letal.

—¿Saben? Para ser padre e hija, no se parecen en nada. –Ante aquel comentario, ambos levantamos la mirada como conejos asustados y nos miramos el uno al otro. Después, soltamos una risa acompasada con una negativa del rostro.

—Nos lo dicen a menudo. –Dijo Hank, con una sonrisa nostálgica.

—Usted, señorita, tan morena, con unos ojos tan oscuros. Y su padre de ojos tan claros, tan alto y…

—Mi madre era morena, como yo. De mí estatura y muy semejante a mí.

—¿De donde era su madre, señorita?

—De España. –Contestó Hank.

—De Portugal. –Contesté yo, a la par. Cruzamos una mirada aterrada y después soltamos una fingida carcajada—. De ambos sitios. –Aclaré—. Ella nació en España, al noroeste. En un pueblo del reino de Galicia. Pero sus padres eran emigrantes Portugueses.

—¡Ah! –Dijo la señora Durán, algo más convencida de lo que yo me habría esperado que quedase con aquella improvisada explicación. Mis conocimientos geográficos me salvaron, así como mis nervios de acero. Conforme con aquello se despidió de ambos y cuando las campanitas de la puerta dejaron de tintinear, ambos pudimos soltar el aire contenido que habíamos guardado en un ay en los pulmones.

—¿De Portugal? –Preguntó el, entre enfadado y divertido—. ¿No habíamos acordado que diríamos que era española?

—¡Ay dios mío, Hank! –Solté conteniendo la risa a causa del susto—. Y yo que estaba a punto de decir española, pero me sonó extraño. ¿Italiana? ¿Por qué no mejor acordamos que sea francesa? Mi madre era francesa…

—Solo procuremos coordinarnos la siguiente vez. Y acordar una sola versión. No vayas a decirle a cada uno una nacionalidad diferente…

—Casi se me sale el corazón. –Suspiré, rescatando la pluma y pasando las páginas del libro de cuentas a lo tonto, sin centrarme en nada. Hank se quedó a mi lado, leyendo más detenidamente el permiso de modificación de la fachada—. ¡Oye! ¿Y el colchón? –Pregunté.

—Ya lo encargué. En unos días nos lo traen.

—Unos días… —Musité, entristecida.

—¿Qué opinas de la señora Durand? –Preguntó Hank, cosa que me pilló por sorpresa—. ¿No dirás que es mala persona? Carga con la infidelidad de su marido y también hace de mensajera… —Yo me encogí de hombros, sin darle la menor importancia.

—No tengo opinión. –Dije, a lo que Hank soltó una carcajada.

—El día en que tú no tengas opinión sobre algo, llegará el apocalipsis y los ángeles tocarán sus trompetas doradas. –Yo le miré de soslayo, incrédula—. Eso es que no quieres decirme tu opinión. Incluso compartes conmigo tus impresiones más preconcebidas.

—No sientas respeto por ella, por cargar con su marido. Siente lástima. Apiádate de ella, pero igual que nos apiadamos de los vagabundos y tullidos que pasan a nuestro lado por la calle, arrastrando sus lastimosas vidas como cadenas a sus tobillos. Seguro que ella no decidió casarse con su marido, igual que un tullido no decidió perder una pierna. Es tan difícil que ella se deshaga de su marido, pues la mantiene y la protege, como que el tullido recupere su pierna.

—Vaya impresión tan poco meditada. –Soltó, sarcástico.

—No es una impresión, solo una reflexión que suelto al aire. Mi impresión real no te la diré.

 

 

 

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