LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 5
CAPÍTULO 5 – El carpintero
A finales de aquella semana, antes de que
llegase el sábado, ya nos habíamos adaptado a la nueva vivienda, así como al
taller al que aún nos faltaba vernos trabaja en él, y a los vecinos y el
ambiente de aquella pequeña ciudad. Cuando el sol salía de detrás de los densos
nubarrones de lluvia, era un sol mucho más radiante y cálido que el podríamos
haber visto nunca en Brujas, pero aunque a Hank le hacía mucha ilusión ver
salir el sol de vez en cuando, entrando en nuestras estancias a través de las
ventanas como un nuevo invitado, yo no sentía la menor pasión por él. Prefería
con mucho las sombras que se desdibujaban en una estancia en tinieblas gracias
al único brillo de una vela, que el sol veraniego del Mediterráneo.
Una vez hablando de aquello, en medio de
una frugal cena e iluminados los dos por aquella única vela que nos acompañaba,
le expliqué que las sombras que se plasman en el rostro de una persona gracias
a las velas, eran cambiantes, y por tanto, las expresiones cambiaban a placer
del tintineo de la vela. Las risas eran más siniestras, y las expresiones de
reflexión, más profundas.
Por suerte para entonces ya me había hecho
con unas cuantas velas más en el mercado y cuando llegaba la noche podíamos
seguir haciendo vida normal en el taller hasta que nos fatigábamos o el hambre
nos reclamaba algo en el estómago. También nos habíamos hecho con un par de
sillas viejas para la cocina, pero nos seguía faltando una mesa y también con
una jarra y varias copas, pero no teníamos vino.
Aquel viernes al medio día me dediqué a
limpiar como bien pude las cristaleras de los escaparates y cuando hube llegado
hasta los más recónditos lugares donde se adosaba la mugre, extendí sobre los
dos soportes de madera que tenían como expositor una tela de terciopelo negro y
la aseguré en os bordes, de forma que no se formasen arrugas o se moviese con
el manejo del material sobre ella. Las personas que pasaban por delante de los
cristales se detenían momentáneamente para observarme y adivinar qué era lo que
estaba haciendo, y posteriormente, qué sería lo que colocaría allí para el
deleite de todos los espectadores. No teníamos mucho material para vender, el
suficiente como para tirar unos meses, y los ahorros que nos quedaban. La venta
de algunas joyas de mi madre y un par de vestidos de fiesta nos había
proporcionado un colchón sobre el que descansar unos meses, pero no tanto como
para comprar otro negocio desde cero, por lo que alquilábamos este.
Las dos esculturas más grandes que nos habíamos
traído no superaban el medio metro de altura. Una representación de Santa Lucía
y una crucifixión. Cada una de ellas se fue a un extremo de cada uno de los
escaparates, para que enmarcasen toda la visión. El resto eran pequeños
exvotos, de pies, manos, ojos y bocas, también alguna oreja y varios dedos.
También trajimos unos cuantos crucifijos, y pequeñas figurillas de santos. Un
san Roque, una Santa Catalina de Alejandría, dos Juanes Evangelistas y varios
corderos. Mientras los colocaba en el escaparate un rostro apareció delante de
mí, inclinado sobre el cristal con una expresión juguetona. Primero se rió para
hacerme dar un sobresalto, y después se rió de mi susto. Me sacó la lengua y
después entró en la tienda aún con el eco de su risa resonando.
—¿Qué tal, querida? –Me preguntó Hank.
—Muy bien. He tenido una mañana bastante
productiva. –Le dije, sentándome en un pequeño espacio del escaparate mientras
él se quitaba el sombrero, algo acalorado y se estiraba del cuello de la
camisa, para coger aire.
—¡Yo también! –Exclamó, y no se aguantó
más tiempo la buena noticia, sacando de una carpeta que traía debajo de su
axila, el permiso del ayuntamiento para que abriésemos el negocio—. Ya podemos
abrir, cielo mío. Oficialmente ya estamos abiertos al público.
—¡Eso es maravilloso! ¿Tanto ha demorado?
Saliste a primera hora de la mañana… —Dije preocupada, más por su aspecto
fatigado que por el tiempo transcurrido desde que había salido de casa. Él negó
con el rostro.
—Me dieron el permiso a primera hora. La búsqueda
del señor Duran es lo que me ha llevado toda la mañana. El muy granuja.
—¿Pero al fin lo encontraste?
—En la ratonera más inmunda… —Murmuró,
pero yo le detuve con un gesto de mi mano.
—Aún no. Retoma el aliento. Espérame aquí,
te traeré algo de agua para que te recompongas.
Subí a la cocina y serví una copa con
agua. Cuando bajé, sus mejillas aún seguían ligeramente coloreadas, para mi
sorpresa pues de normal ni siquiera se le mostraba en la piel un ligero rubor.
Pero por lo pronto su respiración se había regulado y se apoyaba en el
mostrador con una pierna cruzada sobre la otra. Recibió la copa con ganas y
bebió todo el contenido. Le propuse subir a por otra copa, pero se negó.
—¿Dónde estaba el señor Durand?
—Como te comenté, el primer lugar donde
fui a buscarlo fue la taberna. Pero no estaba allí, aún era muy pronto, me dijo
la tabernera, pero tras asegurarle que era algo apremiante, conseguí sonsacarle
la dirección de su casa. Me presenté allí a eso de las diez y media de la
mañana pero tampoco estaba. Creí que sería un caso perdido y tendríamos que
esperar al menos a la tarde cuando pudiéramos hallarlo en la taberna. Para mi
sorpresa, su esposa me dio otra dirección. Sin necesidad de sonsacársela, y
además con cierto placer al pedirme que fuese allá.
—¿Otra dirección?
—No sabes la sorpresa que me llevé cuando
me di cuenta de que era la casa de su amante. Llegué allá, a un piso de mala
muerte, casi a las afueras, cerca de la muralla. Ella me abrió medio en cueros,
y detrás de ella apareció el señor Durán, con la ropa a medio poner, o a medio
quitar. Estaba rojo como un tomate, pero no sabría decirte si por la vergüenza,
la rabia o la excitación.
Me reí a carcajadas solo de imaginármelo.
—Me reprendió, como es lógico, por
aparecerme allí solo para pedirle un permiso para la modificación de la
fachada, pero estaba, por suerte, en una situación en la que no se negó a nada.
Me dijo que esta tarde, mañana como muy tarde, se pasaría con el permiso ya
redactado.
—¿No te preguntó cómo supiste dónde hallarlo?
—No. –Dijo Hank, encogiéndose de hombros
con una sonrisa socarrona—. De seguro se imaginó que antes de llegar allí, me
habría pasado por su casa. Y si su mujer sabía cuál era la dirección de su
amante, él ya no tendría nada qué ocultarle, tal vez luego la reprenda en casa,
por haberle hecho quedar en evidencia, pero poco más…
—Me equivocaba pensando que los dos Luises
que le dimos se irían a la taberna.
—Tal vez un Luis para cada uno… ¡Ah! Vengo
fatigado. Desde tan lejos…
—No he hecho nada de comida. –Pensé para
mí mientras me daba cuenta de que había estado toda la mañana fuera de la
tienda.
—¿Qué hiciste hoy? Parece que tu día ha
sido productivo
—Salí pronto al mercado con la señora
Constanza, pero apenas he comprado un par de cosas. Me interesó mucho más
hacerme con los nombres de algunos tenderos o productores que nos puedan servir
de proveedores.
—¿Necesitamos proveedores de legumbres?
–Me preguntó con media sonrisa, a lo que yo levanté una ceja, irritada por su
escepticismo.
—Tal vez la próxima vez vayas tú al
mercado. Así te darás a conocer y podrás anunciar nuestra próxima apertura… —Le
espeté con sorna, arrebatándole la copa de la mano y volviéndome de espaldas a
él para ir a la cocina, pero me detuvo sujetándome por la muñeca. Me fulminó
con su mirada azul y su ceño fruncido. Me besó la mano y me acercó a él con un
tirón de su brazo.
—Cuéntame, cielo mío. Confío en lo que
decidas hacer… ¿Qué sacaste del mercado?
—He dado con varias tiendas en el propio
pueblo que pueden servirnos de ayuda. Si no de proveedores, sí tal vez como
intermediarios. Allí en el mercado encontré a una anciana que vendía pequeñas
pinturas en madera. Del tamaño de una palma de una mano. Eran paisajes, un poco
mediocres en mi opción, pero como recuerdo pueden ser curiosos. Le pregunté si
los pigmentos los hacía ella misma y conseguí la dirección de una tiendecita de
pigmentos, por lo que parece un poco en decadencia, pero podemos ayudar con eso.
—Eso es muy bueno, ¿fuiste?
—Sí, me pasé por allí. Me atendió una
chica, de menos de treinta años, rubia como un angelito, que me miró de arriba
abajo toda sonrosada. Una ternura. Le comenté que abriríamos un negocio de
escultura y exvotos y casi se le saltan las lágrimas al sugerirle que podría
proveernos de pigmentos y todo tipo de material que necesitamos.
—¿Así sin más?
—Claro que no. –Negué—. Antes le pedí que
me enseñase los pigmentos, así como el aceite de linaza, para comprar que fuese
de buena calidad. Fui en forma de clienta, hasta que comprobé que los
materiales eran buenos.
—¿Cómo es que tiene una tienda de
pigmentos? ¿Le preguntaste por qué le va mal el negocio?
—Parece que antes había una escuela de
pintura, que cerró al marcharse el maestro a Italia. De esto hace unos diez
años. El negocio era de su padre, pero este falleció de tuberculosis y ella se
ha quedado con las ruinas de lo que en su momento era un negocio rentable.
—¿Qué más?
—Le dejé encargados los colores que
comentamos. Un saco de cuatro onzas de negro marfil, otro de dos onzas de
amarillo de Nápoles otro de marrón Van Dick.
Hank asintió.
—Di también con la dirección de un
dorador. Pero no me he atrevido a abordarle, no aun. Cuando comencemos a tener
encargos, en caso de necesitarlo, y si no tenemos otra opción mejor, siempre
tenemos ese hilo del que tirar.
—Hum…
—Y por último la señora Constanza me ha
dado la dirección de una carpintería, una de su total confianza, según ella, y
que le ha hecho algunos muebles para la casa a un buen precio. No me hace mucha
gracia esa idea de muebles baratos así sin más. Pero bueno. Como no tenía
mañana suficiente para ir de un lado a otro ella me prometió que en la tarde se
pasaría por la carpintería y le comentaría al dueño sobre nuestro negocio, para
hacerle saber que estábamos interesados en hablar con él.
—¿Quieres que nos diga su proveedor de
madera?
—Y también podemos pedir presupuesto para
una cama y una mesa. –Dije, lanzando al aire esa sugerencia, pero Hank pareció
dubitativo.
—¿No sería más económico comprar la madera
por nuestra cuenta y hacer los muebles?
—Supongo que sí. Además, hasta que no
empecemos a recibir encargos puede que estemos de brazos cruzados… Sí, haremos
eso. Le pediremos solo el nombre de su proveedor…
—¿No será algo descarado? –Preguntó Hank,
con esa sonrisa de infantil malicia.
—Puede ser… Por eso sugerí, de paso,
encargarle algún mueble y hacerle creer que sería el primero de muchos…
—Ya veremos lo que se nos ocurre…
Cuando el intercambio de información finalizó
mi menté regresó a la idea de que no había nada preparado para comer, y ante mi
turbación él se sonrió conformista.
—Vayamos a comer a la taberna. Con suerte
nos encontramos con el señor Durán y se vuelve a poner colorado.
…
De regreso de la taberna, cosa que ya nos
habíamos acostumbrado a hacer por no tener tiempo para cocinar, nos sumergimos
en la soledad del taller. Nos cambiamos de ropa, nos pusimos prendas sucias o
desgastadas y con un mandil cada uno, nos pusimos a la tarea. Yo comencé con la
elaboración de los pigmentos y él perfilaba una pequeña talla a medio hacer.
Hice una montañita con un poco de siena sobre un azulejo, despejé su cúspide
con la punta de una paleta como para formar un volcán y vertí aceite de linaza.
Después con la misma espátula mezclé aquella mancha marrón hasta que se hubo
formado la densidad adecuada para pasar sobre ella la moleta. Primero en
círculos y luego en ochos. Y así primero un color y luego el siguiente, y el
siguiente hasta tener los que la talla que estaba a medio hacer necesitaría.
En aquel momento solo se oía el raspar de
la navaja sobre la madera que Hank estaba maniobrando y el deslizar de la
moleta sobre la pintura. Después de tantos años trabajando juntos habíamos
adquirido ciertas costumbres, por no llamar malos hábitos en el taller, que
hacían de nuestra convivencia algo realmente único. Cuando se sobrevenía un
silencio incómodo tras finalizar una conversación, él siempre se ponía a silbar
para acallar ese silencio. Silbaba alguna canción que hubiese oído, o bien se
inventaba una melodía al momento solo con la finalidad de forzar aún más el
silencio, hasta hacerlo evidente. En mi caso, cuando incluso a mí el silencio
me molestaba o no era capaz de concentrarme en un trabajo, comenzaba
chasqueando la lengua a disgusto, después me ponía a murmurar y por último a
maldecir hasta que o bien el trabajo salía a delante, o lo dejaba por ese día.
Una de nuestras costumbres más extrañas
era la de comunicarnos con la mirada para cosas banales, solo por no abrir los
labios en un momento de profunda concentración. Mucho menos nos costaría hablar
y explicar nuestras peticiones, pero preferíamos llamar la atención con miradas
exageradas y señalar con el mentón la herramienta o la pintura que
necesitábamos en el momento. Como si hablar rompiese la magia del momento de
máxima concentración que no se logra siempre, pero que cuando llega, es como la
magnánima visita de las musas para pintores y poetas. Temíamos espantarlas con
nuestras voces, o tal vez con nuestras banales peticiones, fruto de la vida en
un taller.
En medio de aquella tarde, cuando el sol
se colaba por una de las ventanas haciendo brillar al aceite de linaza en la
mezcla de las pinturas, las campanitas sonaron en la puerta de entrada y Hank y
yo levantamos el rostro de nuestras respectivas tareas para cruzar una mirada
singular. Nos debatimos en quién atendería al cliente, y aquella sensación de
regreso a una vida y unos hábitos que habíamos creído perdidos, me puso de buen
ánimo, el suficiente como para levantarme y limpiarme las manos en el delantal,
anunciando con ello que sería yo la que se dirigiese fuera. Hank retomó su
trabajo con la misma expresión de concentración con la que estaba antes de que
alguien nos perturbase.
Aún limpiándome las manos en el mandil
salí al interior del mostrador y el hombre que esperaba fuera me sonrió con una
expresión amigable, azuzándose el borde del sombrero como forma de saludo. Yo
incliné la cabeza en un ademán similar mientras me restregaba los dedos en el
mandil. Estaban cubiertos de pintura azul, marrón y roja. Y no puedo jurar que
no tuviese algún que otro manchurrón por las mejillas.
—Buenas tardes, señorita. –Me dijo el
hombre. Parecía mayor, pasaría fácilmente de los cuarenta y cinco. Estaba algo
regordete pero con los brazos y piernas fuertes. Las manos oscuras y callosas.
En el rostro se atisbaba una mueca seria pero determinada. No venía por
amistad.
—Buenas tardes, caballero. ¿Qué se le
ofrece?
—Me gustaría hablar con el dueño de la
tienda. –Dijo él retirándose el sombrero y sujetándolo debajo del brazo. Estaba
atusándose y preparándose para que el dueño le recibiese en buen estado. Y no
pareciese acalorado.
—Lo tiene delante. –Dije yo pero él mostró
una sonrisa escéptica. Yo levanté una ceja, a lo que su sonrisa tembló.
—Señorita, vengo en deferencia a la señora
Constanza. Me ha dicho que un tal Hank Leroy es dueño de esta tienda, y está
interesado en mis muebles y…
—Yo soy su hija. –Aclaré, y él pareció
algo más tranquilo, pues tal vez temió haberse confundido de negocio. Pero
ahora sabía estaba en el sitio indicado. Solo que tratando con la persona
equivocada.
—¿Está tu padre aquí? –Preguntó, y con
media sonrisa alargó el cuello para otear en el interior del taller, pero desde
donde estaba, no se veía.
—Sí, pero ahora mismo está ocupado, y yo
puedo atenderle la mar de bien. Verá que sí. –Alcancé una libreta de debajo del
mostrador y una pluma—. Mire, yo soy la que le pidió a la señora Constanza que,
recomendándomelo a usted como su carpintero de confianza y haciendo alabanzas a
la calidad de su mercancía, contactase con usted en mi nombre. Estamos en
proceso de abrir este negocio de Exvotos y figurillas, y como comprenderá somos
nuevos en el pueblo, que no en el gremio.
—Hum… —Murmuró, más preocupado que
pensativo.
—No solo el taller es nuevo, también la
casa que tenemos arriba carece de los muebles más básicos como una cama o una
mesa donde sentaros a comer, y habíamos pensado que…
—¡Ah! –Dijo él, entusiasmado,
interrumpiéndome—. ¿Quiere presupuesto para una cama y una mesa…?
—Bueno, bueno… —Dije yo, deteniéndole—.
Primero tendríamos que hablar de la calidad de la madera, así de…
—La madera es de la más excelente calidad.
Si quiere un precio más elevado, claro…
—Ya veo. Comprenda que para sentarnos a
comer no necesitamos una mesa de ébano, y que las mejores mesas las tenemos en
el taller, por lo que un precio bajo, nos vendrá de perlas.
—¿Quiere también una cama…?
—Eso tal vez para más adelante. –Dije, con
una sonrisa bobalicona.
—¿Una mesa entonces?
—No solo le he querido contactar para que
nos amueble la casa, señor…
—Señor Robert Martín.
—Señorita Leroy. –Estrechamos nuestras manos,
pero no me soltó inmediatamente.
—¿Qué es lo que más quiere, señorita
Leroy?
—Tal vez pueda recomendarnos algunos de
sus proveedores de maderas. –Su mano me soltó como si le hubiese dado un
calambre y se sonrió algo dubitativo.
—Ya veo. –Asintió.
—Tal vez pueda decirle a su mejor
proveedor que otro cliente potencial está abriendo un negocio en este pueblo y,
con suerte, gracias a las ganancias que pueda obtener, le haga a usted una
rebaja por haberle ayudado a adquirir nuevos clientes. Algo así como una
intermediación. –El hombre dudó, pero cierto brillo en sus ojos, codiciosos y
vanidosos, pudieron hacerme ver que había dado en el clavo. Volví la libreta
del revés y le extendí a él la pluma—. O tal vez puede escribirme aquí sus
direcciones, y yo me encargaré personalmente de contactar con ellos. No se me
olvidará decirles que es gracias a usted que he conseguido su contacto.
—Así que un taller de escultura… —Dijo
mirando alrededor con aire pensativo—. ¿Sabes, chiquilla, se me ocurre otra
manera?
—¿Otra manera?
—Sí. Mira. –Se apoyó en el borde del
mostrador, a lo que yo retrocedí la libreta y la pluma porque no parecía tener
la intención de complacerme—. ¿Qué te parece si me compras a mí la madera?
—¿A usted?
—Sí, así es. Me haces el pedido a mí de lo
que tú necesites y yo me encargo de hacerle llegar el pedido a mis proveedores…
—¡Ah! –Exclamé, y reí por lo bajo,
divertida por su sugerencia—. Y supongo que a cambio de una comisión, por
supuesto…
—Bueno, tampoco es para tanto. Serán solo
unos francos. Además, mira, si te contentas, podré hacerte una rebaja en los
muebles que quieras comprarme.
—Y me supongo que usted no inflará el
precio para asegurarse un beneficio… —Estuvo a punto de decir algo pero lo
interrumpí, cerrando la libreta con un golpe seco—. Que ya me sé cómo va esto.
También estoy cara al cliente, sé los números que hay que mover para que
aquello que parece una oferta se convierta en un buen negocio…
El hombre, algo hastiado, señaló con el
mentó el interior del taller, no dispuesto a hablar más conmigo.
—Anda, ve a tu padre y dile que salga. –Yo
no me moví del sitio y comenzó a impacientarse—. No me hagas perder el tiempo,
muchacha. Si quieres que tu padre tenga negocio conmigo, más te vale que vayas
a buscarlo.
—Si yo no quiero un acuerdo, mi padre no
se opondrá. –El hombre se quedó clavado donde estaba ante mi contestación y
crucé mis manos delante de mi vientre. Cuando salió de su pasmo, soltó su
sombrero sobre el mostrador con un ademán violento, mostrando con ello que no
tenía intención de marcharse de allí hasta haber resuelto este asunto y dirigió
la voz hacia el taller.
—¡Señor Leroy! ¡Salga, señor Leroy! –Gritó
el carpintero. En el interior del taller se escuchó el arrastrar de un taburete
y ante la aproximación de Hank, el hombre me miró triunfante, con una sonrisa
socarrona—. No se puede tratar con mujeres. –Me dijo por lo bajo—. Deberías
estar lavando la ropa de tu padre en el río, no aquí de… de… —Palideció un
tanto cuando Hank apareció por la puerta del taller y se plantaba delante del
mostrador. Tenía el ceño fruncido y una expresión poco amigable. Sus brazos
cruzados sobre el pecho y la espalda un poco encorvada—. ¿Es usted el señor
Leroy? ¿El padre de esta señorita?
—Sí, así es. –Su tono sin embargo no
sonaba tan amenazante como su expresión. Parecía mecánica—. ¿Qué se le ofrece?
Creyéndose el carpintero con la baza
ganadora me señaló con un dedo rollizo y mugriento.
—Dejar las riendas de un negocio a una
muchacha es un suicidio señor. Yo le estaba proponiendo un buen negocio, pero
parece que lo quiere echar a perder.
Hank ni siquiera me miró de soslayo. No
apartó la mirada del carpintero que ante aquella estampa, comenzó a temblar de
pies a cabeza sintiendo como toda su razón se esfumaba poco a poco. Pude ver en
su mente, a través de su mirada, como iniciaba un pensamiento un tanto
perturbador: que el padre estaba tanto o más loco como la hija.
—Vayamos a la taberna, señor. Negociemos
allí el trato como se hace en estos casos, y deje aquí a su hija si quiere.
Hank, con una expresión más cansada o
aburrida que ofendida se irguió todo lo alto que era y aún cruzado de brazos
negó con el rostro.
—Si la señorita le ha dicho que no quiere
tratos con usted, está bien hecho. –Contestó Hank, a lo que el carpintero
terminó de descomponerse. Se sonrió divertido pensando que sería una clase de
broma pero Hank se descruzó de brazos y se apoyó sobre el mostrador,
inclinándose hasta quedar a la altura del hombre—. No me parece una mala idea
comprarle una mesa a cambio de que nos facilite la dirección de sus
proveedores, y más teniendo en cuenta que la señorita y yo poseemos las
habilidades, tanto de fabricar la mesa, como de encontrar a sus proveedores por
otros medios.
El hombre que hasta hacía unos segundos me
señalaba con un dedo tembloroso de irritación, ahora se tambaleaba dando un par
de pasos atrás, alcanzando como pudo sus sombrero del mostrador por miedo a
dejárselo a atrás y cuando Hank hubo terminado, se irguió y se marchó de nuevo
al interior del taller no sin antes pasarme una mano por uno de los hombros,
como gesto del apoyo emocional que me dejaba para que me hiciera cargo del
asunto. Le lancé una escueta sonrisa y el carpintero, el señor Robert,
temblando como una hoja delante de mí me escrutó con una discreta mirada.
Después miró de soslayo la agenda que yacía en el mostrador y yo entendí su
gesto como una derrota por su parte. Le entregué la agenda y la pluma y
escribió la dirección de dos proveedores. Con una sonrisa triunfal cerré la
libreta y me la coloqué debajo del brazo. En un último gesto de amabilidad
extendí la mano para estrechársela, y él reaccionó casi por costumbre, aunque
no de muy buena gana.
—Espero que en el futuro podamos seguir
haciendo negocios juntos. –Cuando hube dicho esto, se desengañó. Apretó aún más
su mano sobre la mía y elogiándome por mi carácter se llevó el dorso de esta a
sus labios, besándola.
—Si todas las mujeres fueran como usted,
este mundo no necesitaría hombres.
—Mañana le haré llegar las indicaciones de
la mesa que necesitamos, y usted me enviará el presupuesto que estime oportuno.
¿Le parece bien?
—Le haré una mesa muy hermosa.
—Con que se pueda comer sobre ella, nos
será más que suficiente.
El carpintero se rió de mi broma, pero lo
juzgó adecuado. Volvió a besarme el dorso de la mano y se dio media vuelta,
llevándose el sombrero bajo el brazo y negando con expresión incrédula ante la
experiencia que acaba de vivir. Incluso se le veía algo desorientado una vez
había salido de la tienda, porque mirando a ambos lados, aprovechó esos
segundos para ponerse el sombrero y una vez ajustado se marchó como un espectro
calle abajo. No es hasta que ha desaparecido que no regresó al taller y Hank me
espera allí de nuevo con esa mueca concentrada y las manos trabajando
arduamente con la navaja. Ya se comienzan a vislumbrar las formas del pequeño
santo que yace en sus manos, de momento demasiado hierático y demasiado
enrocado en su entorno. En algún momento surgirá la gracilidad en sus miembros
y tal vez algo de expresión en su faz.
—¿Conseguiste las direcciones?
—Sí señor. –Dije y le mostré la agenda. Él
la recogió en sus manos dejando su trabajo a un lado y meditó unos segundos,
después pasó algunas páginas y ojeó todo por encima. Había ya bastantes
direcciones que nos harían falta como la de una costurera, una colchonería, un
cerrajero y un zapatero.
—Veo que has recorrido bien la zona…
—No tanto como crees. La señora Constanza
es una gran fuente de conocimientos. Una madre siempre tiene recursos para
todo. Y más una con prole semejante.
—Mañana iré a por un colchón. –Me dijo él
alzando la mirada con esa expresión de súplica por una caricia. Yo le quité la
agenda de las manos y le miré, orgullosa.
—Creo que este señor Robert será un buen tipo.
—Siempre dices lo mismo de los hombres que
peor te tratan. –Bufó, deshaciéndose de la idea de recibir algo de afecto
físico por mi parte y rescatando la navaja y la figurilla—. Tienes una extraña
afinidad por los rufianes.
—Eso dice más de ti que de mí. ¿No crees?
–Le increpé y él abrió los ojos con sorpresa. Yo me reí de su expresión y
después él se sonrojó.
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