LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 4

 CAPÍTULO 4 – Pequeños regalos

 

 

Al día siguiente nos despertamos nuevamente remolones. Me costó mucho más que el día anterior plantearme la idea de que debíamos levantarnos y hacer algo productivo, y aunque tenía ganas, el tiempo no acompañaba. Llovía a mares y concienciándonos de que debíamos abandonar la casa para nuestros quehaceres, mientras, nos acurrucábamos debajo de las mantas para que la idea de salir no se nos hiciese tan costosa.

Hank salió el primero para finalizar los trámites en el ayuntamiento y, con suerte, encontrar al señor Durand y explicarle los arreglos que necesitaríamos hacer en la fachada, y así, poder obtener su permiso. Yo me alisté y fui al mercado, en esta ocasión, sin esperar a la señora Constanza, con la certeza, de que ella también iría y me estaría esperando para acompañarme. Me escabullí como bien pude debajo de la capucha de mi abrigo y cuando llegué al mercado, dubitativa por lo que me iba a encontrar, al fin encontré el cúmulo de puestos. No eran aún las nueve de la mañana, y algunos puestos aún estaban despoblados de clientes. Sentí satisfacción por ello.

Me paseé tranquilamente por la mayoría de puestos y aunque no comprase nada, sí que entablé conversación con la mayoría de tenderos interesándome por los precios o la calidad de los productos. Compré un pequeño saco de lentejas y otro de garbanzos. Unas judías verdes y un queso de cabra curado. Me tentó el pescado pero pasé de largo. Ya empezaban a verse algunas castañas. También calabazas. Compré una pequeña. Cuando llegué al puesto de la verdura el muchacho del día anterior me miró, iluminándosele el rostro al distinguirme.

—¡La señorita Leonor!

—Eleanor. –Le corregí, pero no pareció percatarse de esa diferencia, así que ignoró su falta. Estaba cargando de nuevo con cajas que iba apilando para hacer una barrera entre clientes y vendedor.

—¿Qué se le ofrece a la señorita?

—¡Tú descarga las cajas, maleante! –Gritó Miguel, desde algún punto detrás de las pilas de cajas de verduras—. Yo atiendo a las señoritas. Tú ve por ahí a perderte…

El muchacho me miró con una disculpa inscrita en su media sonrisa y desapareció para revolver entre las cajas. Miguel, un hombre robusto, de barba ya algo cana y entradas rodeadas de pelusilla gris me señaló con un ademán de su barbilla.

—¡Señorita Eleanor…!

—Eleanor Leroy. –Le aclaré—. A mi padre le encantaron las manzanas que nos vendió. ¿Las peras son igual de buenas?

—¡Qué bien! ¡Cómo cuidas a tu padre! Son excelentes. Las mejores de todo este mercado.

—¡Púdrete! –Gritó un hombre al otro lado de la callejuela, con un puesto de frutas, en nuestra dirección. Su grito nos llegó a través del incesante ruido de la lluvia. Miguel se desternilló de risa.

—Ya ves que lo que duele es porque es verdad. ¿Cuántas quieres?

—Seis. ¿Y tienes higos?

—Tal vez la semana que viene.

—Bien. ¿Batata?

—Sí, señorita.

—Dame cuatro libras.

—¡Pásame las batatas, holgazán! –Gritó al muchacho que apareció a los dos segundos con una caja de batatas.

—No le grite así a su hijo, buen hombre. –Le reprendí, con media sonrisa para no parecer desagradable o entrometida. Solo un poco incómoda.

—¿Este? ¿Qué va a ser este mi hijo? –El muchacho volvió a sonreírme con vergüenza. Tenía la frente perlada de sudor y un par de sus mechones castaños se pegaban a ella. Cargaba sin esfuerzo con una caja de batatas a la altura de su pecho para facilitarle al tendero el trabajo de escogerlas—. Es un maleante que saqué de la calle. No tengo hijos, señorita.

—Al menos parece un buen ayudante…

—¡Torpe como una mula coja y ciega! –Sentenció cuando hubo rescatado las batatas que mejor le pareció y me las extendió. Pagué con una sonrisa incómoda y cuando me alejaba del puesto, cargando con la cesta, el hombre volvió a insistirle en que me ayudase a cargar con ella, tal como sucedió el día anterior. Yo volví a negarme y me puse la cesta al hombro. El muchacho ya había saltado por encima de las cajas para socorrerme cuando yo ya tenía la cesta al hombro.

—Yo también soy fuerte, aunque reconozco que a veces también soy muy torpe. –Él pareció confundido—. Ve, anda. Muchacho. Aún tengo que hacer algunas compras más.

Cuando estaba a punto de darse la vuelta, le detuve.

—¿Cuál es tu nombre?

—Nathan, señorita.

—Nathan. –Repetí en alto—. Un placer Nathan.

Desapareció con un rubor creciéndole a través de las mejillas y me lancé directamente hacia el puesto de carne que habíamos visto el día anterior. Allí estaba de nuevo el chico de ojos verdes cortando un costillar por la mitad. Parecía no haberse movido de allí en todo el tiempo. Como si su figura fuese una atracción de feria en medio de la plaza que corta huesos durante todo el día. Tenía el delantal cubierto de sangre, y las manos parecían enguantadas en seda marrón. Él me distinguió entre la gente mucho antes que la dueña del puesto. Sin embargo solo me miró de soslayo, pero su expresión inconfundible de reconocimiento fue suficiente saludo. Martha no me vio hasta no tenerme delante de la tabla de corte.

—¿Hoy viene sola, señorita? Ya se sabe el camino, por lo que veo…

—Así es. El rabo de ternera estaba exquisito. A mi padre le encantó.

—¡Claro que sí! ¿Vive usted con sus padres?

—Con mi padre, señora. Mi madre falleció al nacer yo.

—¡Vaya! ¿No tiene prometido, señorita? Nos figurábamos que habría venido hasta aquí con su marido…

—No, solo estamos mi padre y yo.

—¡Qué buena hija! Seguro que cuidarás muy bien de él. ¿A qué se dedica su padre…?

—¡Menos cháchara! –Gritó una señora a mi lado, lanzándome una mirada de impaciencia—. Que los demás también queremos que nos atiendan… —Sus palabras se cortaron con el sonido del machete clavándose en la tabla de madera con un golpe seco, y la mirada penetrante del muchacho fulminándola. Incluso yo di un respingo al ver cómo el cuchillo se hundía en la madera con violencia.

—¿Qué le sirvo? –Le preguntó él joven y la señora, aún con el susto en el cuerpo y de mala gana, le dijo la comanda. Mientras, Martha me llamó la atención.

—¡Ah! Ehm… ¿Tienes cecina?

—Sí. La vendo por tacos…

—Dame uno. –Mientras hablábamos no podía evitar mirar de soslayo como el joven maniobraba con unas cuantas paletillas de jamón—. Y callos. Sí, dos onzas.

Cuando me hubo atendido me di cuenta de que no me cabía todo en la cesta. La cecina se escurría por culpa del volumen de las batatas y aunque hubiese cabido todo, no estaba segura de si hubiera podido levantarlo todo. Con las personas caminando a mi alrededor y la lluvia cayendo no me quedó otro remedio que quitarme la capa, meter ahí las batatas y dejar la carne dentro de la cesta. Por suerte la capa no era de seda y no me importó usarla de saco. Pero cuando estaba a punto de coger la cesta, una mano se me adelantó. Una mano embadurnada de sangre.

—¡Ah! No. No hace falta… —Me ignoró y dio un par de pasos hacia adelante, para después detenerse y esperar a que yo continuase el camino.


—Vamos, tengo que volver en unos minutos… —Me azuzó, y llevada por la desesperación, cargué con ambos brazos con el saco improvisado de las batatas y salí a prisa calle arriba. La lluvia no nos daba tregua y a pesar de que él ya estaba calado hasta los huesos yo me sentía cada vez más pesada, con toda la ropa empapada de agua. Cuando llegamos a la puerta del establecimiento le pedí que dejara la cesta en el suelo y volviese al mercado, que yo sola podría apañarme, pero no me hizo caso. Con la mirada perdida en algún punto de la calle esperó pacientemente a que abriese la puerta del establecimiento. Entramos y le pedí que dejara la cesta sobre el mostrador lo hizo con diligencia y le di las gracias, disculpándome por el hecho de que su madre le hubiese obligado a ayudarme.

—No me ha obligado. He venido porque he querido.

—¡Oh! En ese caso, te lo agradezco de veras. A veces me creo más fuerte de lo que… Bueno… no importa. Gracias.

El chico asintió y yo le estreché la mano. Tenía el cabello negro como un tizón pegado a la frente pero sus ojos seguían igual de brillantes, pero no tan lúcidos. Su altura, tan de cerca, me impresionó. Tenía la espalda ancha y me sacaba más de una cabeza.

—Ya sabes mi nombre, ¿el tuyo?

—Tengo que irme. –Esa fue toda contestación que obtuve. Después de soltarme la mano se dio media vuelta y en vez de dirigirse al mercado se quedó allí en medio de la calle, sin alejarse de la puerta. En vez de ir calle abajo, fue en la dirección contraria. Sin darle más vueltas me volví con la mirada al interior de la tienda.

 

 

Después de la hora de la comida, escampó. El sol ya no era tan radiante como una semanas antes hubiera sido, pero igualmente ver un par de rayos cruzar los cristales del taller y reposar sobre la mesa de trabajo, me llenó el corazón de calidez. Pasé mi mano por aquel haz de luz y sentí mi dorso templado. Al otro lado de la mesa, Hank rescató mi mano, primero desde las yemas de mis dedos y después haciéndose con la palma entera. Se llevó el dorso a los labios y yo le sonreí, llena de rubor. Abrí mi mano y dejé que su mejilla descansase en ella.

A pesar del viaje, del paso de las semanas, la mesa aún tenía pequeñas virutas de madera en los pequeños recovecos y hendiduras. aún tenía las mismas manchas de barniz que recordaba y las salpicaduras de pintura. Tenía nuestras huellas por todas partes. Me incliné sobre la mesa recostándome en mi brazo mientras con mi otra mano le acercaba a mí empujándole desde la nuca. Le besé los labios, después la comisura y por último la barbilla.

Las campanillas sonaron en la puerta y ambos nos separamos un poco precipitadamente. Él se pasó el dorso del índice por la parte baja del labio inferior y yo me lamí ambos, borrando su sabor de ellos. 

—¿Hay alguien? ¿Eleanor? –Preguntó una voz de muchacha desde la parte del mostrador y yo le indiqué a Hank con una mirada que se terminase de alistar y cogiese los regalos que habíamos reservado. Yo salí al encuentro de Marianita, que se sonrió al verme aparecer por la parte del taller, cuando estaba ella mirando a través de las escaleras que daban al piso de arriba.

—¿Tu madre nos espera ya con el vino?

—¡Sí! A eso me ha mandado… —Se quedó en silencio al ver aparecer a Hank por detrás del mostrador. Este la sonrió pero ella mostró una temblorosa sonrisa.

—Siempre produce ese efecto. –Dije yo conteniendo una carcajada. Me volví a mirar a Hank y después la miré a ella—. Tiene los ojos tan claros… ¿verdad?

—¿Es tu padre?

—Sí. –Dije, aunque ella no parecía creerme—. Es flamenco. Mi madre era morena y de ojos castaños como yo.

—¡Ah! –Dijo ella, aún no del todo convencida—. Bueno, pues eso… mi madre ya…

—Sí, te acompañamos.

Salimos de la tienda y cerramos detrás nuestra. Nada más torcer a la derecha entramos en el portal que había allí y subimos al segundo piso. La puerta de su casa estaba abierta de par en par y cuando entramos nos abrumó el olor a mantequilla. A pesar de que solo estaban los tres chicos y la madre, se oía un revuelo inusitado llegando desde algún lugar de la casa. El sonido de pasos y el de muebles arrastrándose. La chica pareció animada por ese revuelo y salió en busca de él, con una carajada.

—¿Señora Constanza?

—¡En la cocina, muchacha! –Me llamó desde algún punto indeterminado, y en vez de guiarme por su voz, me guié por el olor de unas pastas. Cuando llegamos a la cocina ella nos esperaba revoloteando por todas partes como una mosca que no encuentra la ventana de salida—. Sentaos, sentaos…

En la mesa había dispuestas tres sillas, y tres vasos para el vino. Con ello me figuré que los muchachos no participarían de la tertulia y que, si no era por el espacio, era porque de seguro el pequeño no aguantaba sentado un solo segundo y sería de estímulo para los dos más mayores como fuente de diversión.

Hank y yo nos sentamos, él con un suspiro y yo con un quejido. Ella se sentó al poco tiempo pero, al igual que su hija, con los ojos clavados sin poder evitarlo en los de Hank. Se sonrió, al darse cuenta de su gesto desvergonzado y se ruborizó, pero Hank se rió con algo de malicia.

—¡Vaya! Señor Leroy. Nunca había visto unos ojos tan claros.

—Muchas gracias, señora.

—¿Ha sido eso un cumplido? –Pregunté, con sorna—. Ha sonado casi como un reproche.

—¡No, no querida! –Se rió ella y Hank disculpó mi broma—. Bueno, bueno. Os serviré vino. ¡Es una delicia! Ya veréis. Lo consigue mi marido en unas bodegas de unos amigos, bebed, bebed. Está bueno, ¿cierto?

—Ciertamente. –Dijo Hank mientras paladeaba el tinte violáceo que se había adherido a sus labios—. Dulzón, como a mí me gustan los vinos.

—¿Y tú? ¿Qué me dices, pequeña?

—Delicioso. –Asentí.

Después de los preliminares, llegaba el interrogatorio. Desde luego el vino no era más que una excusa para atraernos a su casa y conversar, sonsacarnos información y también ella despotricar de su marido, o de sus hijos.

—¿Cuándo abrirán el establecimiento?

—Aún no lo sabemos. –Dije, meditabunda—. Tal vez de aquí a unos días cuando tengamos la licencia. El material de trabajo ya está en su sitio. Tal vez nos pongamos a trabajar antes de poder abrir, y así tener algunos objetos que exponer antes de lanzarnos directamente al público…

—¡Vaya! –Ella dio un respingo—. ¿Lleva su hija las riendas del negocio, señor Leroy?

—Es un trabajo conjunto, señora.

—Así que esas tenemos, ¿eh? Bueno, ya veo que la chica sabe de lo que habla. Ya me dijeron esta mañana en el mercado que te pasaste por allí sin mí. ¡Qué descarada! –Rió, sin intentar ofenderme—. Yo que le enseño los mejores puestos y ahora ella va y se pasea sola por ahí. ¿Tienes tiempo para ir al mercado, hacer las tareas del hogar y llevar la mitad del peso del negocio?

—Es todo un trabajo conjunto. –Volvió a repetir Hank.

—Ya quisiera verle yo a usted en la cocina. ¡Válgame Dios! Cuando fui esta mañana al mercado me dijeron que Enzo se había ido para acompañarte con la compra.

—¿Enzo?

—El hijo de la señora Martha.

—¡Ah! –Asentí aunque me sorprendió que la señora Constanza hubiese coincidido justo en el mercado en el momento en que yo acababa de salir de allí. No le di más importancia y me encogí de hombros—. Las batatas fueron mi perdición. La cesta no dio para más…

—¡Es un maleante, ese muchacho! –Exclamó ella. Siempre anda metido en algún problema. Pero trabaja bien, y se esfuerza…

—Vaya… —Murmuré, mientras desatendiendo a las palabras de la señora Constanza sentía unos ojos clavados en mi nuca. Detrás de mí, asomado por el borde de la puerta de la cocina, unos enormes ojos marrones me miraban con curiosidad infantil.

—Sí señora, un rufián. Su padre lo quiso prometer con una sobrina mía. La hija de mi hermano el orfebre. Una chica piadosa y muy bonita. Fue un descortés con ella. ¡Sí señor! Se portó como un cerdo delante de mi hermano, y claramente, todo se fue…

El muchacho descubrió sus labios para dedicarme un “Hola” silencioso y volvió a esconderse de nuevo detrás de la puerta, dejando solamente sus ojillos a la vista.

—Ya va a cumplir veintisiete años y no hay muchacha que se le acerque después de que se corriese la voz. ¡Santo cielo! ¡Donatien! ¿Qué haces ahí como un ratoncillo? ¡Vete a jugar con tus hermanos!

—No, señora. –Le pidió Hank, acallando con una mirada no muy severa a la señora Constanza—. En verdad les hemos traído unos regalos a sus hijos. Si no le importa nuestra…

—¡Oh! Dios del cielo. ¿Para qué se molestan? No, no me digan eso…

—Donatien. –Le llamé al muchacho extendiéndole un pequeño paquetito, no más grande que una biblia. El muchacho ni siquiera se atrevió a acercarse, por lo que yo me quedé con el brazo congelado en esa postura hasta que su madre le instó a aceptarlo. Pero tras sostenerlo en las manos ya no supo qué más hacer—. ¿Podrías llamar a tus hermanos, también hemos traído algo para ellos…?

—¡Ah! Que gente… que gente…

—En agradecimiento a su ayuda, señora Constanza. –Le dijo Hank—. Nos ha prestado muchos enseres para la casa, es lo menos que podemos hacer…

Cuando el niño regresó con sus dos hermanos estos llegaron a la cocina algo atónitos. Yo les extendí a cada uno de ellos un pequeño paquetito y se me quedaron mirando sin comprender.

—¡Es un regalo! Pero bueno, que gente tan maleducada. ¡Dadles las gracias!

Los dos mayores me dieron las gracias aún sin saber qué estaba sucediendo pero el menor se limitó a posar su regalo al borde de la mesa entre Hank y yo y desenvolver silenciosamente el regalo. Debajo del papel había una cajita de madera, y dentro de esta un muñeco de madera. Un títere en forma de mosquetero. Sus ojos brillaron de emoción y sin saber aún muy bien qué tenía en las manos Hank le ayudó a levantar al muñeco alzándolo con la mano sujeta en las dos barras de madera. El muñeco se levantó como de un largo letargo y caminó en un aburrido paseo a través del borde de la mesa. Después se detuvo y saludó con un ademán de su mano al niño que miraba asombrado la figurilla.

—¡Qué cosa tan encantadora! –Soltó Marianita y miró a Hank entusiasmada—. ¿Cómo hace para que se mueva así?

—Moviendo las varas de madera, y con práctica, por supuesto.

—¿Lo ha hecho usted?

—No. –Negó, señalándome con la mirada—. Ella.

—¡Ah! –Soltó la madre y los dos mayores se volvieron a mí. Mientras que el pequeño extendió la mano para que Hank le pasase el testigo y le mostrase cómo tenía que colocar los dedos y mover las manos.

—Abrir los vuestros. –Dije a los mayores—. No son marionetas, pero espero que os agraden igual.

Marianita descubrió un pequeño cofrecillo con dibujos de estrellas doradas, y al descorrer el pequeño cerrojo sacó del interior unas pulseras con abalorios de madera. El muchacho mayor también miraba el interior del cofrecillo divertido y asombrado a la par.

—¡George! Abre tú el tuyo. –Le instó la madre.

Su regalo era igual de voluminoso, pero al agitarlo, sonaba. Me miró de soslayo como intentando averiguar qué era a través de mi expresión a causa del sonido pero yo me encogí de hombros. Cuando lo desenvolvió se topó con una cajita, a la cual deslizándole la tapa, aparecieron nueve figuritas. Cuatro cruces rojas y cinco círculos negros. Era un juego de tres en raya. Lo observó durante un buen rato antes de mirarme con una sonrisa y un asentimiento.

—Muchas gracias. –Me dijo él, a lo que su hermana secundó con una respuesta similar. El pequeño se agarró a mi brazo y me besó la mejilla, recibiendo de su madre una reprimenda.

 

 

 


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