LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 3

 CAPÍTULO 3 – Los tres muchachos

 

 

—¿Eleanor? –La voz de Hank reverberó por toda la casa, y después el sonido de la puerta exterior cerrándose. Unos pasos ágiles y animados. Ya solo su voz me había indicado que estaba de buen humor. Sentí una punzada de alivio al sentirle de nuevo cerca. Solté un resoplido.

—Arriba, Hank. En la cocina. –Dije, con la esperanza de que me hubiese oído. Tanto la casa como el local estaban vacíos, mi voz habría rebotado por todas partes como lo había hecho la suya.

Sus pasos aproximándose a través de las escaleras era su respuesta y cuando asomó por la puerta de la cocina me encontró removiendo el guiso en el puchero. Miró alrededor y recé porque no se hubiera esperado encontrar una casa recién amueblada, porque entonces se hubiera llevado una decepción. El poco menaje que habíamos traído estaba apilado a un lado de la cocina, al lado de un cesto repleto de fruta, verdura y hortalizas. En el puchero cocía el rabo de toro en salsa con algunas verduras y por suerte él se había acordado de traer una hogaza de pan. Debajo de su brazo traía un par de paquetes que dejó en algún lado del suelo.

—¿Qué tal la mañana? –Me preguntó apareciendo por encima de mi hombro para oler el puchero y besarme la mejilla.

—No me ha cundido tanto como esperaba. La vecina me ha ayudado con la comida, y para cuando la he querido echar de la casa solo me ha dado tiempo a desempacar el menaje y algunas prendas. No he tocado el material del taller. Esperaba que lo hiciésemos juntos, esta tarde.

Hank se me quedó mirando, plantado a mi lado, escuchándome pero leyendo a través de mi expresión. Siempre fruncía los labios cuando hacía eso. Sus ojos parecían atentos a mi conversación pero sus labios serios le delataban. Posó su mano en mi nuca y me acarició con la yema de los dedos.

—Esta tarde organizaremos el taller, no tienes que preocuparte por eso.

—Las dos mesas que traíamos las he dejado en el taller. Las necesitamos más allí, hasta que consigamos otras para la cocina.

—Sí, es buena idea. Pero tal vez tardemos un par de semanas en abrir.

—Solo pensar en tener que subir alguna de las mesas por las escaleras me hace más tentadora la idea de comer en el suelo. –Le dije, con una sonrisa de soslayo, pero él no sonrió. Me seguía mirando con esa mueca seria—. ¿Qué tal en el ayuntamiento?

Mi pregunta pareció disuadirle de su examen visual y se encogió de hombros, acercándose a la cesta de comida para rescatar una manzana de entre la montaña de fruta.

—Está todo correcto. Me han tenido toda la mañana de un departamento a otro, rellenando toda clase de formularios, pero la mayor parte del trabajo ya está hecho. –Yo le miré por encima del hombro para ver cómo le daba un mordisco a la manzana, se apoyaba en una repisa de madera cerca de la ventana y se cruzaba de brazos. Todo su talle estaba allí plantado, relajado, con una pierna cruzada sobre la otra. Seguía mirándome por el rabillo del ojo con esa expresión inquisitorial.

—¿No ha habido ningún problema con nuestra documentación personal?

—Ninguno. No han hecho demasiadas preguntas. –Dijo encogiéndose de hombros—. Están encantados de que alguien monte un negocio. Todos parecían alegrarse de tener una brisa de aire renovador. Aunque a alguno le he dado lástima cuando se ha sabido que somos inquilinos del señor Durand.

—Igual me ha pasado a mí en el mercado. No me pareció un hombre tan terrible ayer… —Susurré, a lo que Hank levantó las cejas en mi dirección.

—¿No?

—No. –Suspiré—. Todo el que es víctima de la opinión pública, tienen un fondo más humano del que se le pinta.

—¡Onora, la defensora de los mártires y los diablos!

Me hizo sonreír su exageración pero él no pareció realmente animado.

—¿Qué ha pasado en el mercado? –Me preguntó a bocajarro. Yo le lancé una mirada desdeñosa.

—Coge un plato, y baja a por un par de taburetes, donde podamos sentarnos.

Obedeció dejando la manzana a medio comer en la repisa de la ventana y yo la rescaté de allí y le pegué un bocado. Para cuando Hank regresó a la cocina con un par de taburetes, ya me había terminado la fruta y le extendí el centro sin terminar. Me bufó y yo le sonreí con los carrillos llenos. Él se sentó en uno de los taburetes con el plato lleno, y yo me senté en el suelo, arremangándome la falda hacia la entrepierna y poniendo el plato encima del otro taburete. Comimos en silencio, solo habló él para decirme que la comida estaba buena. Yo agradecí el cumplido con una sonrisa sincera. Estábamos hambrientos, comimos con voracidad y cuando no quedó nada en los platos ninguno quisimos repetir para dejar las sobras como cena.

—La señora Constanza me ha prestado una jarra y una palangana, tanto para asearnos como para fregar y lavar la ropa. También un orinal y una cesta para la comida. Le he prometido que se lo devolvería, pero me dijo que algunas cosas eran de sus hijas ya casadas y las tenía en la casa por si acaso.

—Cuando compremos las nuestras propias se las devolveremos. –Asintió Hank y acto seguido se levantó para hurgar en la cesta de la comida. Cogió otra manzana y sacándose una navaja del bolsillo del pantalón comenzó a partirla en gajos que íbamos compartiendo. Con los platos a remojo y el crujido de la manzana bajo nuestros dientes, un pequeño haz de luz anaranjada entró en la cocina para caldear la estancia. Me apoyé con los brazos en el taburete y la mejilla sobre ellos. Mientras masticaba la manzana, él cavilaba.

—¿Has conocido a mucha gente en el mercado?

—La señora Constanza me ha presentado a todos sus conocidos allí como si me presentasen en un baile de corte, para acceder a la vida de la alta sociedad. –Él se desternilló de mi ocurrencia—. ¿Qué? Es tal cual lo he dicho.

—Es bueno que vayas abriéndote paso entre esta gente, y que te des a conocer…

—No he sido desagradable… —Murmuré.

—No he querido insinuar que lo hayas sido.

Hubo un cruce de miradas, y después de aquél instante, volvimos el rostro a otro lado. Me ofreció un trozo de manzana, pero yo lo rechacé. Se lo llevó a la boca sin titubeos.

—Había miel en el mercado. –Murmuré, hurgando con la uña en una de las betas de la madera del taburete. Él dejó de masticar y yo levanté la mirada para verle de soslayo. Tenía uno de los carrillos hinchados y sus ojos estaban fijos en mí. Yo aparté la mirada antes que él.

—¿Así que era eso?

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? –Pregunté, y una vez lo hube soltado, sentía que todo un torrente de quejas y maldiciones saldría de mis labios sin que yo lo pudiese evitar. Mientras intentaba hacerme cargo de ello, solo susurraba—. Era su miel. Pensé que solo comerciaba con Bélgica y Los Países Bajos.

—Tal vez haya ampliado su mercado a Francia…

—¿No me digas? –Le pregunté con ironía pero él frunció el ceño, amenazante. Yo di un respingo y bajé la mirada, hundiendo el rostro en mis brazos, susurrando una sincera disculpa.

—Llevas más de dos años sin saber de sus negocios, tal vez en este tiempo comercie también en Francia. Flandes se le habrá quedado pequeña…

—Al parecer sigue gozando de buena reputación, o eso, o la vendedora del mercado solo quería elogiar mi opción de compra.

—¿Compraste? –Preguntó, más asustado que ilusionado, a pesar de que le encantaba la miel.

—No. Pero si quisieras…

—Por mí no lo hagas. –Sonrió con ternura, y tras chasquear la lengua se cruzó de piernas sobre aquel pequeño taburete—. No tiene la menor importancia. Que sus productos hayan llegado hasta aquí no quiere decir nada, y de cualquier manera, si realmente ha ampliado su importación a toda Francia, me temo que te habrías cruzado con esa miel en cualquier otro rincón del país donde nos hubiéramos ido a refugiar. ¿O no?

—Sí, supongo que sí. Pero siento que me persigue, como una pesadilla.

—Estoy a tu lado, y no dejaré que te pase nada malo. ¿Sí? –Me miró desde la distancia y yo me limité a encogerme de hombros y esconderme entre mis brazos.

—¿Cuándo podremos abrir el negocio? –Pregunté, para cambiar radicalmente de tema—. ¿Tienes ya la licencia?

—Nos la enviarán de aquí a unos días. Mientras tanto podemos organizar el taller, hablar con los proveedores y anunciarnos a los clientes…

—¿Has preguntado por la modificación de la fachada?

—Me han dicho en el ayuntamiento que necesitamos un permiso firmado por el arrendatario y un plan detallado de las modificaciones a realizar.

—Que malditos entrometidos… —Murmuré—. Si solo es darle una mano de pintura…

—Aun así, es lo que hay.

—Está bien. –Dije, levantándome y él estaba dispuesto a levantarse tras de mí pero me puse delante de él con las manos en las caderas a modo de jarra y él me rodeó la cintura con sus brazos, con cuidado de no cortarme con la navaja que sujetaba en una de sus manos—. Fregarás los platos. –Le dije—. Yo iré a cambiarme y ordenaré el taller.

—A su orden, mi capitán.


 

Después de ponerme una falda de lana vieja y una camisa manchada de barniz y pintura me dispuse a sacar todo el material de las cajas y arcones que habíamos dejado en la planta baja. En la mañana solo me había dado tiempo a pasar un trapo por todas partes y darle un lavado de cara al suelo y al mostrador. Las paredes estaban algo sucias pero no nos gastaríamos el dinero en pintarlas. No estaban tan mal, al fin y al cabo, si las cubríamos de cuadros y esculturas nadie se fijaría en ellas.

Cuando hube sacado la mayor parte de la herramienta de mano, gubias, formones, escofinas, limas, serruchos y sierras, martillos, cajas con espigas y clavos, Hank bajó de la cocina para ayudarme. Ambas mesas de trabajo que teníamos en la zona del taller tenían cajones de sobra para toda esta herramienta pero aún así, acostumbrados a otra organización, ya planeábamos hacer una estantería y algún tablón donde colgar las herramientas. El espacio era más o menos el mismo al que estábamos acostumbrados, y teníamos una ventana que daba a la parte trasera del bloque de edificios. Los cristales estaban algo ennegrecidos y por mucho que los limpié, seguían estando algo sucios. Debajo de las herramientas envueltas en paños apareció una cadenita con campanitas de colores. Las levanté en el aire y el sonidito del tintineo nos hizo sonreír a ambos.

—¿Lo cuelgo en la puerta?

—Ve, corre. –Me dijo, sabiendo de la emoción que me haría oír el sonido de las campanas a la entrada de algún cliente, como en nuestro último negocio. Como hace tanto tiempo, y tan poco a la vez.

Me hice con un taburete para auparme hasta el techo, al lado de la puerta, pero ni de puntillas pude llegar, así que me hice con una caja de las que ya habíamos vaciado y atornillé una argolla cerca del borde de la puerta. Desde allí se podía oír el tránsito de las personas yendo de un lado a otro en la calle, y el sonido de las ruedas de los carros pisoteando los adoquines de la carretera. También el sonido de unos pasos corriendo a una velocidad de vértigo, unas voces detrás de él, y después un empujón a la puerta que me dejó clavada en el sitio por el susto del impacto. Por suerte, la puerta solo se llevó consigo las campanitas, y estas sonaron por toda la estancia con un revoloteo musical.

Mirando hacia abajo, pude ver la coronilla de un niño moreno, que mirando desilusionado el interior de la tienda aún sujetaba la puerta que había abierto con tanta precipitación. Se quedó un segundo dubitativo hasta que el vuelo de mi falda le llegó a su brazo. No pudo por menos que mirarme desde los pies hasta la cabeza, allí plantada, con las campanitas colgando de mis manos aún con los brazos alzados en el aire. Cruzamos una mirada divertida por lo cómico de la situación y cuando le sonreí, él me devolvió una sonrisa llena de vergüenza y arrepentimiento.

—¿Sabes que casi me tiras al suelo? –Le pregunté, pero sin malicia. Solo para hacerle sentir un poco culpable de su precipitada aparición. Sus grandes ojos castaños me miraban turbados pero al pedirme disculpas solo lo hizo con un gesto de sus labios, sin emitir ningún sonido. Yo fruncí el ceño justo en el instante en el que a través del escaparate a mi lado aparecían una muchacha y un chico que venían en persecución del menor.

—¡Donatien! –Gritó la chica cuando le dio alcancé y lo cogió del brazo para zarandearlo. Yo terminé de colocar las campanillas en la argolla y cuando las hice sonar la chica dio un respingo al verme allí subida—. ¡Santo cielo! Lo siento mucho, señorita. ¡Dios no quiera que nuestro hermano le haya molestado!

—¿Lo has encontrado? –Apareció el joven, detrás de la hermana, y le arrebató al niño de la mano de esta para tirarle de la oreja, a lo que el niño se quejó mudamente, con un lamento sordo—. ¡Míralo! En cuanto se lo dijimos, salió corriendo…

—Buenas tardes. –Les dije a ambos y ahora era el turno del joven de dar un bote por la sorpresa.

—¡Caramba! –Al verme allí subida cayó en la cuenta de lo que su hermano podría haber provocado—. ¿Está bien, señorita? ¿No le habrá molestado nuestro hermano? ¿Estaba ahí subida? ¡Has podido tirar a esta señorita al suelo! –De nuevo le tiró de la oreja, y al niño se le saltó una lagrimilla por el rabillo del ojo.

—Estamos bien, no ha pasado nada. Se han asustado ustedes mucho más que yo. –Dije con una sonrisa a lo que el mayor soltó al chiquillo que salió corriendo de la tienda, de vuelta calle arriba.

—¿Seguro? Lo sentimos mucho. –Me dijo la chica y el muchacho me ofreció una mano al verme hacer el amago de bajar de la caja pero yo lo ignoré y me limité a saltar. Una vez en el suelo me sentí intimidada. Ambos eran un poco más altos que yo, a pesar de que evidentemente no sobrepasarían los diecinueve años.

—No hay nada que sentir… —Los miré de arriba abajo mientras ellos miraban alrededor mío, disfrutando de la pobre vista de un local apenas vacío—. Son ustedes hijos de Constanza, ¿verdad? –Ambos dieron un respingo y yo solté una risilla.

—¡Vaya! –Dijo la chica con evidente asombro.

—¿Cómo…?

—Tienen el cabello y los ojos oscuros como ella, y sus mismas expresiones al hablar. –Ellos se miraron entre sí, observándose mutuamente—. ¿Qué es lo que tanto le ha tentado a su hermano menor como para venir tan precipitadamente aquí? ¿Su madre ya les dijo que alquilábamos este local?

—El muchacho se ha pensado que tendrían algún exvoto que poder llevar a la iglesia. Pero por mucho que le dijimos que aún no estaría abierta la tienda, no hemos podido retenerle.

—¿No puede hablar?

—No, señorita. –Dijo la chica—. Tuvo una enfermedad en la garganta cuando tenía cinco años y se quedó sin voz. El médico dijo que se le habían estropeado las cuerdas vocales. Mi madre siempre reza para que Dios le devuelva el habla.

—Tiene unos ojos muy expresivos. –Dije, señalando con la mirada el rostro del niño que había vuelto y ahora miraba a través del vidrio del escaparate. El mayor salió corriendo detrás de él, calle arriba, en tono amenazante y la chica se quedó en la puerta debatiéndose en si quedarse o salir detrás de sus hermanos sin una despedida. Yo le sonreí y le ahorré el mal trago.

—Ojalá pudiera invitaros a un café o una taza de té. Pero ahora mismo no sé siquiera si tengo algo con lo que calentar la leche… —Me excusé pero ella negó con el rostro, aún mirando de vez en cuando la calle.

—Mi madre me ha dicho que mañana os invita a su padre y a usted, cuando nuestro padre se haya ido por la tarde a trabajar, para que toméis un café con nosotros.

—Eres muy amable…

—Mariana. Marianita. –Aclaró. Yo asentí y ella se quedó dubitativa unos instantes. A los segundos se despidió con un ademán de cabeza y salió corriendo calle arriba, en pos de sus hermanos.

Cuando me di la vuelta, Hank salía de detrás del mostrador, desde la zona del taller.

—¿Nuestros primeros clientes?

—Eso parece. –Dije, con media sonrisa–. Ya estrenaron las campanas. –Señalé con una mirada las campanitas ahí colgando que se zarandeaban al haberse cerrado la puerta.

 

 

 


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