LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 2
CAPÍTULO 2 – Un día en el mercado
Las líneas de luz grisácea que se cuelan a
través de las rendijas de las contraventanas me dan de lleno en el rostro. No
consigo deshacerme de ellas ni siquiera apartándolas con la mano. El goteo
incesante de la lluvia ha llenado la habitación de un murmullo que, de
continuo, deja de ser desagradable. Ya ha amanecido y se oye a las personas ir
y venir de un lado a otro en la calle, con sus quehaceres y sus obligaciones.
Sus niños berreando y las mujeres que vuelven del mercado con risas
estridentes.
Consigo abrir fugazmente los ojos para ver
a través de ellos las líneas del cuarto desdibujadas por la tenue luz que se
cuela a través de las contraventanas. Una habitación desnuda, a excepción de
una montaña de arcones y sacos y dos cuerpos tumbados en el suelo. En las
paredes, con la pintura descolorida, se distinguen las manchas que los antiguos
muebles dejaron por el paso del tiempo. Un par de cuadros, el cabecero de un
camastro, una mesilla, o un tocador. Delante de mis ojos, a un lado de mi
cabeza, una vela apagada que anoche fue la única luz que nos inspiró un poco de
ambiente hogareño. Al menos su luz anaranjada nos hizo sentir reconfortados en
esta inmensidad de vacío desolador. Eso, un par de trozos de pan y queso que
nos quedaba en un zurrón.
—Elly… —Musitó Hank a mi espalda,
despierto, con voz lúcida, pero el rostro relajado y los ojos cerrados.
Parecía llamarme para que acudiese a un
sueño del que acabase de salir y quisiese volver de regreso, conmigo de la
mano. O tal vez me llamaba al orden por saberse de mis inquietudes y desvelos.
Me volví en el lecho, que no era más que el duro suelo, y me escondí en su
abrazo, reconfortante. Gimió unos segundos acomodándose a mi cuerpo y soltó un
resoplido conforme. Sus largos dedos me sujetaron la nuca allí donde nacía mi
cabello y me acarició las vértebras que sobresalían ligeramente.
—Al fin, lejos…
—Tan lejos… —Corroboró.
—No tenemos nada para desayunar. –Dije,
pero mi tono fue dulce y casi divertido—. Y el suelo está duro y frío, pero ya
está todo bien. Ya hemos llegado. –Me deshice un poco de su abrazo para
juguetear con mis yemas sobre su rostro. Delineando las arrugas de su frente o
apretando sus mejillas. Cuando se cansó de mis chiquilladas rezongó y se
revolvió para esconder el rostro en mi pecho. Yo me reí. Hacía días que no me
reía así.
…
—Iré al ayuntamiento. –Me decía mientras
sacaba los brazos a través de las mangas de su camisa, más para sí mismo, como
medio de programarse el día—. Pediré las licencias necesarias y todo el papeleo
a rellenar.
—¿Llevas el plan de empresa?
—Sí. Cierto, que no se me olvide.
—Tampoco olvides el contrato de
arrendamiento del local. –Cuando consiguió meterse en la camisa me ayudó con
los lazos de la falda y después se desorientó, buscando los pantalones—. Para
en alguna casa de comidas y desayuna antes de ir al ayuntamiento, o por lo
menos almuerza. No sé qué hora será.
—Compraremos un reloj. –Dijo, meditabundo.
—Compremos antes un colchón. Pero de eso
no te preocupes, yo me encargo de la casa y del taller. Tú lidia con la
burocracia… que bastante es eso.
…
Cuando salió por la puerta yo me quedé
observando su esbelta figura a través de los cristales tamborileando los dedos
sobre el mostrador. Una vez desaparecido del alcance de mi vista me limité a
mirar alrededor, encontrándome la misma desoladora angustia que en el piso de
arriba. Al final, después del viaje del día anterior, no quisimos deshacer las
maletas más de lo necesario. Sacamos algunas mantas y ropa de cambio, pero nada
más. Nos limitamos a dejar las cajas con la herramienta de carpintería en la
zona del taller, y el resto subirlo al piso de arriba. Una vez yo sola allí,
con todo por hacer, sentí una tremenda ansiedad que me abotagó la cabeza.
Decidida a salir de allí cuanto antes,
huyendo de la inmensidad de esa soledad, me hice con las llaves del local, el
monedero, y salí por la puerta en dirección al mercado, pero apenas di dos
pasos, una voz me llamó desde una de las ventanas.
—¡Chiquilla! –Me volví precipitadamente y
sonreí con incomodidad.
—Señora Constanza…
—¿Vas al mercado?
—Así es, señora…
—¡Espérame, que te acompaño! –Dijo y se
metió precipitadamente al interior de la casa pero yo la llamé de regreso.
—¡Espere, señora Constanza! –Al ver su
rostro de nuevo en la ventana suspiré—. ¿No tendrá una cesta o algo con lo que
pueda cargar la compra...?
—¡Ahora mismo la bajo, cielo!
El día estaba gris y olía a humedad por
todas partes. Había dejado de llover por el momento, pero todo estaba
encharcado y lleno de lodo. Mientras esperaba a la señora Constanza me revolví
el bajo de la falda tentada a levantarla por encima de mis rodillas con el fin
de que no se mojasen los bajos. Me conformé con revolver el bajo de la tela y
procurar no meterme en ningún lodazal. El otoño estaba terminando y pocos días
de cálido sol quedarían, y a pesar de venir desde el norte del país, el viaje
se había ido llevando los últimos días de calor. Por si acaso llovía antes de
que me diese tiempo a regresar a casa me había hecho con un abrigo corto de
mangas anchas y capucha como los que se estilaban en Ámsterdam. Lo había sacado
del fondo de uno de los arcones de ropa, y al verme con él en el reflejo de los
cristales de nuestro negocio me sentí completamente desubicada, como si no
hubiese existido travesía ninguna y aún mi cuerpo se encontrase allí en Brujas,
pero todo lo demás que reflejaba el escaparate, fuese un decorado, un telón
pintado que hiciese de escenario artificial.
Cuando me encontraba sumida en aquel
desasosiego apareció por el portal la señora Constanza cargando con dos cestos
de mimbre, y cubriéndose los hombros y el pecho con un grueso fular de lana
parduzca. Se lo ajustó bien alrededor de la cintura y me extendió uno de los
cestos.
—¡Bendito Dios! Que chica tan estupenda.
–Soltó, mirándome de arriba abajo con unas mejillas sonrosadas y unos ademanes
algo bruscos—. De cerca eres incluso más bonita. ¡Y esa ropa! –No tuvo remilgos
en tirar de la tela de mi falda, y con sus yemas curiosas palpó la calidad de
ella, mientras fingía distinguir su corte o su vuelo. Después hizo lo mismo con
el chal, y estuvo a punto de mirar dentro de este.
—¿Le enseño también la cotilla*?
—¡Ay, no muchacha! –Rió, entre incómoda y
avergonzada, pero yo le mostré una sonrisa tranquilizadora. Me había
sorprendido su entusiasmo, pero no me incomodaban sus dedos curiosos—. Pero
vamos, vamos para el mercado, que a media mañana se pone como una colmena.
La señora Constanza enhebró su brazo a
través del mío y tiró de mí con el suficiente ímpetu como para hacerme dar un
traspié. Anduvimos unos cinco minutos hasta llegar a la plaza del pueblo, donde
se extendían todos los puestos del mercado. Pero antes de llegar, durante el
camino de sinuosas calles, la santa mujer me cosió a preguntas que yo tuve a
bien contestar. Una vecina que supiese mi historia, me ganase su confianza y
fuese una ayuda y un buen contacto en un futuro no muy lejano, era una buena
oportunidad que no debía dejar escapar. Y en el fondo, era maternal y amable,
solo quería buscar en mí una amiga, o tal vez una confidente para sus futuros
desalientos.
—¿De dónde venís tu padre y tú? De muy
lejos, por lo que veo por tus ropas.
—Venimos de Brujas, al norte del
continente, en Bélgica.
—¡Oh, querida!
—Sí, las guerras que están asolando el
país y el protestantismo que llega desde los Países Bajos nos ha hecho buscar
un mejor lugar para nuestro negocio.
—¿El protestantismo?
—Abriremos una tienda de escultura de
exvotos e iconos, señora Constanza. Esa era la tienda que teníamos en Brujas.
Pero la iconoclastia del protestantismo y su expansión entre la población
diezmaron el negocio, no solo las guerras.
—Pues ya no tenéis que preocuparos más.
Aquí seguro que vuestro negocio encuentra una cálida acogida. –Sus palabras me
reconfortaron, aunque en parte lo dijo como forma de consuelo vano, no como una
certeza—. ¡Pero, oye! Hablas muy bien el francés.
—Soy francesa, señora. Nací en La
Rochelle. Nos mudamos a Brujas cuando yo tenía unos nueve años. Allí abrimos el
primer negocio, y los primeros años fueron muy bien, pero con el paso del
tiempo, pues ya ve. Nos hemos tenido que venir hasta aquí.
—¡Qué lejos!
—Sí señora, cuanto más lejos mejor.
—¿Y tu madre, querida niña…?
—Murió. –Dije, pero no pareció
sorprendida, de seguro ya se lo habría figurado al vernos tan solo a Hank y a
mí. No era extraño.
—¿Hace mucho?
—Yo no la conocí, señora. Murió al darme a
luz. –Ahora sí que su expresión se turbó en una mueca de suma tristeza. Parecía
incluso empática y por unos segundos mantuvo su vista en algún punto del suelo
delante de nuestros pies. De aquella sombra de desesperanza que cubrió su
frente unos instantes lo supe, ella debía tener hijos.
—Ay, pequeña niña… que vida más cruel
esta, ¿cierto?
—No la conocí, así que tampoco la he
echado en falta. Pero mi padre sí, y como ve, yo soy lo único que tiene en el
mundo. –Fingí un pequeño nudo en la garganta, pero no era del todo mentira mi
tristeza.
—¡Eso está muy bien! Que buen padre debe
haber sido este hombre. Otros hombres dejan a sus hijos por ahí tirados…
malditos…
—Eso es cierto, señora. Otros padres son
terribles con sus hijos y sus hijas. Pero yo he sido afortunada. ¿Tiene usted
hijos?
—Tres muchachas, dos de ellas ya casadas,
y dos niños, el pequeño tiene nueve años.
—Vaya prole… —Reímos.
—¿Pero, cuántos años tienes tú, cielo?
—¿Yo? –Pregunté, sorprendida por la
pregunta. En verdad no tanto por la pregunta en sí, sino por las intenciones y
la sutileza de sus conjeturas que se veían a través de ella—. Veinticuatro.
—¡Pero bueno! Ya estás bien crecida,
criatura. –Ahí venía—. ¿Y no tienes prometido, siquiera?
—No señora. Toda la vida me he dedicado al
negocio de mi padre, y así quiero seguir algún tiempo más.
—Pero, ¿cómo? ¿Tú también trabajarás en
él?
—¿Y cómo no, señora? También es mi
negocio. –Ella negó repetidas veces con el rostro, chasqueando la lengua, como
si no estuviese conforme con lo que acababa de oír, pero como no conseguiría
nada rebatiéndome o inmiscuyéndose en mi vida, tampoco se aventuró a decir nada
más, y menos aún que apenas nos acabamos de conocer y seríamos vecinas. Si era
inteligente, y por lo que vi, no tenía un pelo de tonta, lo dejó correr por
esta vez. Se limitó a negar con el rostro, solo eso. Antes de que se aventurase
a decir algo más en contra, yo cambié de tema.
—¿En qué trabaja su marido?
—¡Ah, el muy rufián! Trabaja en la tienda
de mi hermano, es orfebre. Lleva las cuentas del negocio y también se encarga
de abrirlo y cerrarlo, y de atender a los clientes. Eso cuando no está en la
taberna, claro. –Soltó una risa socarrona—. Tal vez algún día pueda
presentártelo, pero hace lo indecible por no pisar por casa.
—¿Trae buen dinero a casa? Con tantas
bocas para alimentar…
—Nos apañamos, chiquilla…
—Eso está bien. –Deseaba dedicarle algunas
otras palabras de ánimo y concordia, porque detrás de aquellas expresiones
desdeñosas, podría esconderse una tristeza y soledad más abrumadoras de lo que
dejase traslucir, pero no encontré las palabras, por lo que lo dejé escapar.
—¿No tienes hermanos, querida? –Negué con
el rostro—. Yo tengo un hermano, el orfebre, y una hermana, más pequeña que yo,
que se casó con un comerciante y se fue a Italia. ¡Qué lejos! ¿Verdad? De vez
en cuando nos llegan cartas suyas.
—Nunca he estado en Italia.
—Yo tampoco, pero ella dice que es muy
hermosa. Vive en Sicilia.
—Si Europa sigue así, tal vez nos toque
mudarnos a Sicilia dentro de unos años. –Ambas reímos.
…
Cuando llegamos al mercado me sofocó tal
cantidad de personas alrededor. No creí que hubiera sido posible que aquello
estuviese más concurrido, pero según la señora Constanza. Hasta medio día aún
podían allegarse aún más personas, por lo que nos dimos prisa y ella me
arrastró hasta los puestos de su confianza, donde ella mejor valoraba la
comida, o bien donde sus conocidos despachaban. No me importó que ella me
guiase, porque si hubiera tenido que caminar a ciegas por aquel tumulto de
humanidad, habría salido de allí sin nada en la cesta.
—¡Margoth! –Gritó La señora Constanza a mi
lado, mientras aún me seguía enhebrando el brazo. Nos detuvimos delante de un
puesto de carne. Un costillar entero colgaba de un gancho a la vista de todo el
mundo, balanceándose de un lado a otro, confundiendo a las moscas que
difícilmente se apegaban a él. La sangre goteaba del mostrador donde un mozo de
unos veinticinco años cortaba en toros unos huesos.
—¡Constanza! ¿Qué le pongo? ¿Lo de
siempre?
—Dame unos huesos de ternera y unas
manitas de cerdo.
—¿Quién es esta moza que tienes colgada
del brazo? Parece extranjera. –Lo dijo mirándome de arriba abajo. El mozo que
había al lado de la tendera levantó sutilmente la mirada, de ojos verdes
oscuros, pero rápido perdió su curiosidad y volvió a centrarse en los huesos.
La tendera envolvía en papel viejo las manitas de cerdo. Tenía las manos llenas
de sangre hasta el codo y el pelo medio suelto, sujeto a penas en un moño
despeinado. Su cara rezumaba sudor.
—¡Qué va! Es francesa, pero viene de
Bélgica. ¡Ella y su padre abrirán un negocio justo al lado de mi casa! En el
local del señor Durand.
—¿Habéis alquilado el local de ese
malnacido? –Me preguntó la tendera con una pena exagerada. El mozo se rió por
lo bajo—. Más os vale que os andéis con ojo, se gastará los duros en la taberna
y luego os dirá que no le habéis pagado el mes.
—Me andaré con ojo, señora. –Le dije y
oteé la mercancía, con el estómago encogido.
—¿Cómo te llamas, señorita?
—Eleanor Leroy.
—Bonito nombre. –Dijo y le dio un codazo
al mozo que cortaba los huesos, sin remilgos, intentando señalarme a mí con la
mirada—. ¿No es una buena moza? Tan bonita, y seguro que ya está casada.
—Deja a los muchachos. –Soltó la señora
Constanza, estrechándome aún más en su brazo—. No hagas de celestina, y dame ya
esas manitas de cerdo, que tenemos prisa.
—¿Y tú? –Me señaló la tendera con un gesto
de su barbilla mientras colocaba las manitas de cerdo dentro de la cesta de la
señora Constanza—. ¿Quieres algo?
—¿Rabo de toro? Unos cuatro o cinco
pedazos…
—¡Marchando!
…
El siguiente puesto al que la señora
Constanza me arrastró era un puesto de frutas y verduras. Se hizo espacio entre
las personas que había alrededor llevándome a mí detrás, y de nuevo, estuve a
punto de tropezar.
—¡Miguel! ¡Miguel!
—Señora Constanza. –Se sorprendió el
hombre que había detrás del mostrador. Entre nosotros y él se amontonaban las
cajas y cajas de patatas, pimientos, repollos y cebollas—. ¡Qué bueno verla!
Aunque se me hace raro hallarla en tan buena compañía. ¿Quién es la muchacha
que está usted arrastrando? La he visto venir desde lejos. ¡No! ¡No pongas allí
las coliflores! –Le gritaba al mozo que organizaba unas cajas detrás de él—.
Malnacido, las tirará todas al suelo…
—¡Es la señorita Eleanor! –Me presentó la
señora Constanza.
—¿Qué hace aquí, señorita? Tan bien
puesta. ¿Ha venido de visita?
—Me he establecido aquí, con mi padre.
Abriremos un negocio de escultura y… —El hombre llamado Miguel no me dejó
terminar, volviéndose de nuevo al mozo que se había dejado caer una caja de
tomates, y ahora rodaban por el suelo entre sus pies y los del tendero.
—¡Mira que te lo he dicho! Ya la has
vuelto a armar buena. ¡Despacha tú a estas señoras! –Le dijo, volviéndose hacia
él y tirándole de la pechera, aguantándose las ganas de darle un golpe en la
nuca con el dorso de la mano. Mientras el muchacho se acercaba, tembloroso y
limpiándose las manos en el delantal, el hombre recogía los tomates del suelo
soltando algún que otro quejido lastimero.
—¿Qué desean?
—Ay, hijo, ponme tres cebollas, y dos pimientos,
y… —Mientras despachaban a la señora Constanza yo me volví, aún asida de su
brazo, hacia el gentío que iba desfilando por las calles improvisadas que
formaban los puestos. Miles de conversaciones formando un gran tumulto
alrededor, varias docenas de olores, de la comida, y del sudor de las personas,
y a lo lejos, la humedad en el ambiente. Las personas hundían sus pies en el
lodo que se había formado a nuestros pies, por toda el agua caída, por el barro
del suelo y el conjunto de los fluidos que destilaban las carnes, los pescados
y las frutas podridas.
—¿Señorita Eleanor? –Me llamó el joven, y
yo me volví hacia él con un sobresalto que le hizo soltar una sonrisa
avergonzada, y aliviada a la par, al verme reaccionar—. Le preguntaba si desea
algo… —Inclinaba su rostro hacia delante, hablándome con cuidado y cortesía.
¿Pensaría que no le entendía o solo estaba siendo cortés? Tenía el pelo largo,
recogido en una coleta cerca de la nuca, pero un par de mechones se escapaban
de su frente cayendo en cuanto se estaba inclinando hacia mí. Sería más joven
que el anterior muchacho, pero tenía los ojos vivos, tan castaños como el
cabello. Me recordó a un hermano, no sabía si eso era del todo bueno.
—Perdonadme. Quiero tomate en rama, medio
kilo de patatas, un ramillete de zanahorias, otro de puerros…
Cuando ya tenía mi comanda en el cesto
tanto la señora Constanza como el mozo se preocuparon porque no pudiese cargar
con ello e incluso el joven rodeó el mostrador para ofrecerse a llevármelo a
casa, pero yo cargué con el cesto al hombro y le impedí ayudarme. Incluso
Miguel, atendiendo a otra mujer, nos miraba de soslayo y no detuvo al muchacho
cuando se ofreció a acompáñame a casa.
—Puedo con ello. –Sentencié con una
sonrisa, a lo que todos dejaron de insistir, pero no me libré de sus miradas
inquisitivas.
Cuando recorrimos parte del mercado y la
señora Constanza estaba ya arrastrándome de vuelta a casa, atisbé a lo lejos un
puesto de miel y dulces. Entonces fui yo la que me despegué de la señora
Constanza y me encamine hacia ese puesto, menos concurrido que el resto, y una
mujer no mucho mayor que yo, con un pañuelo de lunares en la cabeza y un mandil
beige, clavó su mirada en mí. Y yo la clavé en ella. Y nos sonreímos desde esa
poca distancia que me faltaba para alcanzar su puesto. Dejé la cesta a un lado
y observé los botes de miel que tenía allí expuestos. Ella me habló y su voz se
me clavó en la cabeza como una punzada.
—¿Quiere probar la miel, señorita?
—No, no será necesario.
—¿Y no quiere un dulce de miel? –Volvió a
preguntar y me extendió una bandeja con unas pequeñas pastas de hojaldre
bañadas con miel. Brillaban con un tono dorado a la luz grisácea que nos
rodeaba. El simple olor de la miel me daba náuseas y negué su ofrecimiento con
un gesto de la mano.
Sin embargo recorrí con la mirada los
diferentes tipos de miles que tenía expuestos, unas con una tonalidad más
oscura, como el café, otras suaves y transparentes como agua con ligeras gotas
de tinte dorado. Unas un poco más anaranjadas y otras con veladuras verdes. Y
allí estaba, un pequeño frasco de cristal, no más alto que un palmo, con una
etiqueta redonda, beige y con una franja verde. En letras cursivas y de color
negro se desdibujaban las palabras: “Miel de romero. El panal dorado.
Apicultores de La Rochelle”. Con el frasco en la mano, la tendera exclamó:
—¡Qué buen gusto tiene la señorita! Es
nuestra miel de mejor calidad, y desde luego que si la señorita quiere
probarla, no tendré inconveniente en que…
—No. –Negué y la fulminé con la mirada, a
lo que la chica dio un respingo. Sentí como toda mi sangre se acumulaba en mis
mejillas y burbujeaba a través de mis brazos—. Está bien así. –Volví a dejar el
bote en su sitio, con cuidado de no tirar ninguno al suelo. Los tenía
cuidadosamente apilados. Sonreí con dulzura—. A mí no me gusta mucho la miel,
pero a mi padre le encanta esta. Tal vez regrese y compre algo la próxima vez.
—Claro… —Musitó ella con un hilo de voz y
cuando volví a cargar con la cesta repleta de comida la señora Constanza me
esperaba unos pasos más allá. Me miró, y pudo ver la turbación escrita en mi
rostro. No me preguntó, sin embargo. No era tonta, como ya he comentado, y pudo
ver que una desconocida aún tenía muchos secretos por revelar, cosa que no
sucedería en una conversación de camino al mercado.
———.———
*Cotilla: Corsé armado
de ballenas y hecho de lienzo o seda que usaban las mujeres.
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