LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 1
CAPÍTULO 1 – El viaje
Francia,
en la década de 1660.
Recuerdo aquellos últimos días de viaje
como una densa losa que nos aplastaba los huesos contra el empedrado del
camino. Habíamos invertido semanas en atravesar Francia desde Brujas, en
Bélgica hasta Saint André de Vence*,
en la frontera con Italia para establecernos allí con todo nuestro negocio. Y
las ganas con las que habíamos empezado el viaje se habían ido perdiendo por el
camino a medida que surgían los problemas con la búsqueda del transporte, con
el estado del temporal y las dificultades económicas. Nos habían ido hundiendo
en una constante desesperanza hasta hacernos creer que los días pasarían
eternamente entre esa mezcla de angustias y contratiempos. El papeleo,
incesante e insuficiente, las excusas innecesarias y fugaces. Los favores que
deberíamos para siempre y las horas de espera en silencio.
Pero ya habíamos llegado. Cuando vimos
Saint André de Vence a lo lejos, mientras bordeábamos una elevación, la pequeña
ciudad surgió de la nada como un pequeño campo de margaritas en medio de un
claro. Sabíamos que estábamos cerca, pero verla nos hizo sentir una gran
bocanada de aire fresco y exhalamos un suspiro que nos borrase todas las
fatigas del trayecto. Mi acompañante y yo nos quedamos embobados durante varios
minutos observando en silencio aquellos tejados rojos y las pequeñas fachadas
que se sucedían una tras otra, naciendo de la tierra sin orden ni concierto,
todas apiñadas alrededor de una iglesia románica de piedra ennegrecida. El
campanario sobresalía como una pequeña brizna de hierba más gruesa y esbelta
que el resto del prado. Agucé la vista poniendo mi mano sobre mi frente a modo
de visera para poder distinguir mejor los ángulos de las casas y los colores
que se traslucían de las fachadas, pero aún estábamos a una hora de camino y mi
vista no era tan aguda como la de mi acompañante que señalando un punto
indeterminado del paisaje, me dio un codazo sutil.
—¿Ves aquello? Es nieve en las montañas.
¿No es hermoso el paisaje?
—Veo las montañas, pero no distingo la
nieve de la bruma. –Le dije y él se sonrió divertido con mi desconcierto. Se
volvió a mí y por una vez en varios días en su rostro se iluminaba una sonrisa,
tal vez fuera de satisfacción porque se acercaba el fin de la odisea, o porque
yo también debía haber sonado algo menos compungida. Tal vez el aire frío que
llegaba desde las montañas nos reconfortase y nos hiciese sentir algo mejor—.
Al fin, ya hemos llegado.
—Al fin. –Repitió él. Y como si toda
nuestra frustración se fuese con aquella declaración conjunta, pasó su brazo
por encima de mi hombro y me estrechó contra él.
Íbamos montados en la parte trasera de un
carro, cargados con todos nuestros enseres. Arcones de ropa y materiales de
trabajo, cajas con libros, una vajilla tremendamente modesta, un par de mesas y
los pocos objetos personajes indispensables que no podíamos dejar atrás. Entre
todos esos bultos cubiertos más o menos con trapos o mantas, estábamos nosotros
recostados allí en el último espacio que quedaba libre, mirando el paisaje
cuando nos lo permitía el tiempo y cubiertos con mantas cuando no. Al frente
del carro, un hombre con una mula nos arrastraba camino adelante a través del
paraje desde el último pueblo en el que habíamos tenido ocasión de hacer un
alto. No era un hombre muy amable, tampoco muy hablador, pero por lo menos no
fue tan desagradable como otros cocheros con los que nos habíamos topado a lo
largo del viaje. Un par de gruñidos eran su respuesta y por lo pronto, eso nos
bastaba.
Cuando pienso en aquel viaje, en aquella
nueva etapa que se abría frente a nosotros, no puedo evitar recordar esa visión
de aquella pequeña ciudad en medio de la nada. Aquel recuerdo se pintó en mi
memoria y se enmarcó y colgó en algún punto de mente para poder acudir a él
siempre que fuera necesario. Era la imagen que se dibujaría en la portada de
nuestra nueva aventura, algo simple y simbólico. La primera página de nuestra
historia, así como de este pequeño retazo de mi vida. También evoco el
recuerdo, como la segunda página de mi historia, su brazo sobre mis hombros de
forma protectora y sus ojos vueltos al paisaje. Tan claros y azules como lo son
la nieve que él veía allá en las montañas. Su pelo también es grisáceo,
revuelto por el viento y despeinado. También es frío como la nieve, y vaporoso
como la bruma.
…
Nos creíamos lejos de toda incomodidad
pero los últimos minutos fueron horrorosos. El empedrado de aquella villa
estaba destrozado y el carro daba tumbos y saltos vertiginosos. El ruido de las
ruedas por el suelo alertaba a todos los transeúntes de dejarnos paso, pero si
eso no era suficiente, las voces y gruñidos de nuestro cochero hacían dar
respingos a todo transeúnte que se nos acercase. Las personas se hacían a un
lado subiéndose a las aceras o arrimándose a las paredes de las casas,
sorprendentemente todos con la misma expresión de sorpresa, curiosidad y
sobresalto. Más curiosidad que susto o pasmo. Todos, después de un primer
instante de sorpresa, alzaban la mirada para echar un vistazo a través de los
arcones y cajas y descubrir de quienes eran las piernas que colgaban de la
parte trasera del carro. Había quienes se rezagaban para caminar a la par que
nosotros y hacernos un exhaustivo examen con la mirada. Otros nos ignoraban. Y
había quienes, con toda cordialidad, se atusaban el sombrero o bajaban la
mirada como una forma de saludo. Todos comprendían que éramos forasteros que se
instalarían en el pueblo, o al menos esa era la idea que se formaban. No
paseábamos los muebles por gusto, así que ya hubo quienes quisieron hacer
amigos antes incluso de que hubiésemos puesto los pies en el suelo.
Como al cochero no consiguieron sacarle
mucha información, acudían a nosotros, pues el paso de la mula no era muy ágil,
para hacer averiguaciones prematuras. De dónde somos, a dónde vamos, dónde nos
instalaríamos y en qué trabajaríamos. Yo sonreí con desgana a todas las
preguntas con poca intención de satisfacer la curiosidad de nadie pero como
comprendía que deberían ser futuros clientes les daba respuestas escuetas, y
les prometía que todas sus preguntas serían satisfechas cuando acudiesen a
nuestro nuevo negocio una vez estuviésemos instalados. Aún así algunos nos
perseguían con la mirada. Cuando pasábamos por una calle, ya nada distraía la
atención de nosotros y aún cuando nos habíamos marchado de ella, todo el mundo
se quedaba allí murmurando, mirándonos de lejos y señalándonos.
—No te inquietes. –Me dijo mi
acompañante—. Esto no es Brujas, ni Ámsterdam. Pero seremos muy felices aquí.
—Sí. –Suspiré, y en cierto modo me alegré
de que no estuviésemos ni en La Rochelle ni en Brujas. Aunque por otra parte me
daba un vértigo terrible, tanto que sentía como si hubiese dado un par de
vueltas al mundo, haciéndolo girar como una peonza. Y yo estuviese montada
encima.
—¿Es en esta calle, buen hombre? –Preguntó
mi acompañante al conductor y recibió un gruñido como respuesta. Por la
expresión de este, deduje que era un gruñido afirmativo—. Ya hemos llegado
Elly. –Me dijo apartando su brazo de mis hombros, no sin antes sacudirme de
forma cariñosa. Solo me llamaba Elly cuando estaba emocionado, divertido o
quería levantarme a mí el ánimo.
—¿Dónde? –Pregunté mientras me intentaba
incorporar en el carromato, alzando la cabeza por encima de los muebles y
arcones para intentar descubrir la fachada que me señalaba él con su dedo
larguirucho.
—Allí, a mitad de camino. ¿Ves la puerta
blanca?
—¿Esa puerta blanca? –Dije, señalando
también. Vaya escena, qué sin sentido.
—La que tiene dos escaparates, uno a cada
lado.
…
—Santo Dios, Hank. –Suspiré apesadumbrada
cuando llegamos y el cochero nos detuvo justo en la puerta. La madera de la
puerta y los marcos de los cristales estaba ajada, con la pintura blanca
descalabrada y cayéndose como a escamas. Los cristales estaban sucios, con una
gruesa capa de polvo, excrementos de paloma, barro y algo más.
—Bueno. Le daremos un lavado de cara,
Elly. Seguro que podemos hacer que sea vistosa. Además, lo importante es tener
un buen espacio para el taller. Me dijeron que el interior es espacioso.
Yo miré a mi compañero mientras empezaba a
descargar las dos mesas de madera y una caja de libros con una mirada abatida y
cansada. El me azuzó a que pagase al cochero.
—No le voy a pagar hasta no haber
descargado el carro. –Le dije, recelosa, mientras me subía al carromato para
ayudarle con los arcones—. No vaya a ser que sintiendo que ha cumplido su labor
decida marcharse antes de tiempo.
—Que malpensada eres. –Me reprendió.
Cuando hubimos bajado del carromato todas
nuestras pertenencias Hank se apoyó en una de las mesas con el aliento
entrecortado, desabrochándose uno de los botones de la camisa y abanicándose
con las mangas del abrigo mientras yo me conduje al cochero y sacando un
monedero de un bolsillo de mi falda le extendí las monedas acordadas. Él no
pareció satisfecho pero yo cerré con un tirón el cordoncillo del monedero y me
lo volví a meter en el bolsillo, con el rostro fruncido en expresión de
enfrentamiento. Él contó las monedas en la palma de su mano con una mueca
pícara, sin contarlas en verdad. Solo estaba meneándolas para hacerme entender
que le parecieron pocas.
—Si quiere más, siempre puede bajar de ahí
y ayudarnos a meter los muebles y arcones dentro… —Antes de que pudiese
terminar mi sugerencia atizó a la mula y el carro se apresuró a dejar la calle
atrás. Yo me quedé mirándolo con el ceño fruncido y los labios apretados.
Cuando me volví hacia Hank este ya había recuperado el hálito y se debatía en
organizar los enseres a pie de calle de modo que no estorbasen a los demás
carros que pasaban ni tampoco a los transeúntes que iban de un lado a otro. Una
vez a su altura solté—: Ese tenía el culo pegado al asiento. Le ha faltado
tiempo para salir corriendo.
—He llamado, pero no hay nadie.
—¿Cómo que no hay nadie? –Me dije, y
rápido pegué la frente contra uno de los cristales de la fachada. El interior
estaba oscuro como la boca de un lobo. El mostrador desierto con una capa de
polvo depositada y todo un denso aire estancado en el interior. Nada más.
—¿Qué hora es? –Me pregunto Hank—.
Quedamos con él aquí a las tres. –Detuvo a la primera persona que se cruzó por
nuestro lado para preguntarle la hora. Era un hombre que parecía ir con prisa
pero se volvió con media sonrisa a contestar.
—Sonaron las campanas de las tres hace
unos minutos.
—Las hemos oído cuando estábamos llegando.
–Le dije a Hank, asintiendo.
—¿Buscáis al Señor Durand? –Preguntó una
voz venida de las alturas. Una señora, con un gran moño y un escote
protuberante se asomaba desde una ventana cercana al escaparate. Sonreí de mala
gana.
—Así es señora. ¿Sabría usted decirme
dónde puedo encontrarle?
—¿Vais a alquilar este local?
—Así es señora. –Contestó Hank—. Hemos
quedado con él aquí, a las tres. Tiene que darnos la llave para poder entrar…
—¿Venís de muy lejos?
Como noté que su curiosidad no se
satisfacía con nada, solté un resoplido poniendo las manos en mis caderas. Hank
notó mi gesto y con una sonrisa asomando de la comisura de sus labios evitó sus
preguntas.
—¿Puede decirnos dónde reside? Tal vez
podamos…
—¡Uy! Ese no está en casa. ¿A estas horas?
–La señora se reía, divertida con la ocurrencia de Hank—. Hija, dile a tu padre
que si quiere ir a buscar al viejo Adolphe vaya a la taberna de la tortuga
coja. Está al final de la calle, a mano izquierda. –Su brazo salió de la
ventana señalando donde bien nos había indicado. –Al final de esta calle, —repitió—,
a la izquierda. No tiene pérdida.
Hank y yo cruzamos una mirada cargada de
coraje por mi parte y resignación por la suya. Soltó un suspiro.
—¿Le esperamos un poco? Tal vez se haya
entretenido y no haya recaído en qué hora es… —Proponía pero al ver mi
expresión renegó de seguir por ese camino. Yo miraba por el rabillo del ojo
como la señora que nos había dado las indicaciones seguía allí asomada, y no
nos perdía la mirada. Llena de incomodidad negué con el rostro en dirección a
Hank.
—Podríamos esperarle toda la tarde y de
seguro se nos hecha la noche encima. Y aún tenemos que meter todas las cosas
dentro, y ordenarlas.
—¿Qué prisa tienes, mujer? Deja que coja
resuello…
—Sí, claro, no te preocupes. –Asentí,
conforme con su petición—. Cuida de las cosas, yo vuelvo enseguida.
—¿A dónde vas, Onora? –Solo me llamaba
Onora cuando mi actitud o comportamiento le intimidaban.
—A buscar al tal… —Me quedé en blanco, y
grité al palco donde aún se asomaba nuestra vecina—. ¿Cómo ha dicho que se
llama, señora?
—Alphonse Durand, señorita. ¿No irá a
buscarlo usted, sola? –Preguntó al verme conducirme calle abajo.
—Mi padre se queda cuidando de las cosas.
–Dije, haciéndole un guiño a Hank con una sonrisa perversa—. Yo sola no sabría
defenderme si alguien quisiera sustraerme alguno de los baúles.
—¡Dígale algo, señor! No deje ir a su hija
a la taberna, ella sola. Está llena de borrachos y maleantes y… —La señora
siguió hablando mientras la risa de Hank sonaba de fondo.
Aquello se desvaneció con los pasos y cuando crucé la esquina me topé de frente con la entrada de la taberna y un cartel con el nombre de esta, en letras negras casi descoloridas. “Taberna, la tortuga coja”. Entré a expensas de que un hombre bloqueaba por entero la puerta, pero pude hacerme paso a través de su costado. Aquello estaba oscuro y una bocanada de olor acre y rancio me llegó hasta la garganta. Tragué para comprobar que esa sensación no me abandonaría y miré a todas partes intentando distinguir entre la penumbra a un hombre que no conocía de nada. Como me supuse que aquello sería inútil, y viendo que algunos clientes se habían vuelto a mirarme en medio de mi desconsuelo, me encaminé hacia la barra donde una mujer de mediana edad servía vino en unos vasos.
—Busco a Alphonse Du.. ¿Durand?
—Allí, pequeña. –Me señaló con una jarra
en la mano una mesa donde cuatro hombres bebían de unos vasos parecidas a las
que la tabernera estaba sirviendo y picoteaban trozos de pan de un cuenco que
había en el medio. Los cuatro hombres ya se habían vuelto hacia mí antes de que
yo los hubiese siquiera encontrado. Ninguno pareció prestar demasiado interés
en mi persona, no al menos hasta que se sintieron señalados por la tabernera.
Una vez emprendí camino hacia ellos, mágicamente, me ignoraron y siguieron con
la conversación. Cuando llegué a su altura, pregunté por el señor Durand. Uno
de los comensales se sobresaltó, divertido.
—¿Qué has hecho, Alphonse? –Y soltó una
estridente carcajada que todos le siguieron excepto uno.
—Soy yo. –Dijo el más próximo a mi costado
izquierdo y me volví a un lado para extenderle la mano. La suya estaba húmeda
por el vino, y pegajosa. Pero su apretón fue delicado y no parecía estar
demasiado borracho. El alcohol solo se dibujaba como un leve sonrojo en sus
mejillas. Su mirada parecía serena.
—Buenas tardes, señor Durand. Soy Eleanor
Leroy.
—¿Señorita Leory? –Preguntó y pareció
fingir un sobresalto. No me pasó desapercibida su media sonrisa asomando por la
comisura de sus labios.
—Así es. El señor Henry Leroy y yo le
estamos esperando en la puerta del local que queremos alquilar. ¿No pensaba
presentarse?
—¿A qué hora quedamos? –Preguntó fingiendo
desconcierto y sus compañeros se aguantaban, malamente, una risa infantil.
—A las tres, señor, y ya pasan de y
cuarto.
—¿Pero cómo? ¿Tan puntuales han llegado?
–Yo me encogí de hombros, pues daba por supuesto que así debería ser—. Vienen
desde tan lejos y se presentan a la hora. Qué bien…
—Puede darme las llaves a mí, y así no
tendré que importunar más su tiempo de ocio. Ya firmaremos todo el papeleo
cuando a usted le venga bien. –Extendí mi mano pero no le gustó mi propuesta.
—No, no. Nada de eso. Venga, ven y toma un
trago con nosotros y…
—De buen grado, cuando hayamos metido
todas nuestras pertenencias en el interior del establecimiento. Lloverá esta
noche. Y no quiero tener que lidiar con eso.
—Qué rancia. –Musitó por lo bajo uno de
los hombres allí sentados.
El señor Durand, convencido, o más bien
amedrentado, se levantó con un resoplido y apuró la copa de vino que tenía
sobre la mesa. Con media mueca de conformismo se ajustó con un gesto los
pantalones y levantó la casaca que había estado reposando en el respaldo, para
colgársela bajo el brazo y despedirse con un ademán de sus acompañantes.
—No tardaré mucho…
Cuando estuvimos fuera él iba un paso por
detrás de mí mientras que yo me incomodaba por su mirada, que me recorría por
cada uno de los pliegues de mis ropas. Caminé a prisa hasta que llegamos a la
puerta del establecimiento y Hank y él estrecharon las manos. Por la expresión
que el señor Durán traía en el rostro, Hank pudo intuir que había sacado al
hombre de la taberna a regañadientes. La señora que se asomaba aún en la
ventana, le reprendió peor que si se tratase de su esposa.
—¡Anda que dejar a esta pobre muchacha
aquí fuera! No tienes perdón, Alphonse, no tienes remedio.
—¡Cállese, doña Constanza! –Decía el
hombre mientras rebuscaba las llaves en algún bolsillo de la casaca—. ¡Es culpa
de su marido, que nos ha invitado a una ronda…!
—¡Cuando vuelva dígale a mi marido que no
se gaste los cuartos con rufianes como usted!
—Dígaselo usted, si es que vuelve esta
noche a casa. –Al fin el señor Durán consiguió abrir la puerta del
establecimiento y cuando entrábamos, se volvió a nosotros con una expresión de
hastío—. Tendrán unos vecinos encantadores.
Hank soltó una carcajada y yo un
resoplido. Ya que estábamos entrando, comenzamos a meter las mesas y sobre
ellas íbamos dejando las cajas y arcones. También por el suelo y después de ese
pequeño esfuerzo, me quité el abrigo, dejándolo sobre uno de los arcones. El
señor Duránd dio la vuelta al mostrador y sacó de su interior una pequeña
carpeta de cartón forrada de la que extrajo el papeleo correspondiente al
alquiler del establecimiento, así como de la vivienda encima de este. No
podíamos permitirnos algo apartado de ello y por lo pronto, el hombre que nos
puso en contacto con este vendedor nos aseguró de que las instalaciones estaban
en muy buen estado. Hank se hizo con los papeles y mientras ellos lo revisaban
todo yo me quedé a un lado escuchando todo lo que pude. Estaban los dos
inclinados sobre el papel, a pesar de que hubiera podido querer interesarme, no
habría cabido mi cabeza allí.
—Como ve queda bien reflejado el precio
mensual, así como las condiciones que establecimos. Si algo se rompe, se paga.
–Nos advirtió con una mirada recelosa—. Toda reforma habrá de consultarse
conmigo, y también con el ayuntamiento, que lo tramitará y…
—No haremos ninguna reforma… —Le detuvo
Hank, que miraba alrededor asintiendo con concordia—. El lugar parece muy
adecuado para nuestro trabajo.
—Nuestro… —El hombre masticó esas palabras
con algo de incomodidad.
—Nuestro, señor. –Aseguré—. ¿Y qué hay de
los desperfectos que puedan surgir a lo largo de los meses? ¿Debemos contactar
con usted o nos apañamos?
—¿Qué clase de desperfectos…?
—Goteras, humedades…
—Sí, sí. Avísenme a mí. –Dijo, receloso y
aún pensativo—. ¿Qué negocio me dijo que abriría aquí? –Se estaba dirigiendo a
Hank, pero yo le contesté—. ¿Una carpintería, me dijo?
—Un taller de escultura.
—Ah. –Soltó, meditabundo mientras nos
miraba a los dos de arriba abajo, pensativo y conforme, pero no del todo.
Parecía no muy de acuerdo con aquello y mientras se tragaba sus comentarios
desafortunados, terminaba de revisar el papeleo—. Pues si estamos conformes,
señor Hank, firme el contrato.
El señor Durand se sacó una pequeña
plumilla de su casaca y se la extendió a Hank, que parecía conforme con el
contrato. Después firmó el señor Durand y por último le extendió una mano
abierta a Hank.
—Tienen que entregarme un mes de fianza…
—Yo se lo daré. –Dije y rebuscando en mi
monedero le di dos luises de oro. Él se los metió en la boca y mientras les
daba un pequeño mordisco a cada uno miraba a Hank con una expresión altanera.
—Su hija lleva el tema del dinero, por lo
que veo.
—Ella siempre lo lleva todo.
—¿También trabajará con usted? –Me miró de
arriba abajo, mientras parecía predispuesto a marcharse con la última palabra.
—Claro, es mi aprendiz.
—Hum. –Soltó el hombre y como no se le
ocurrió nada mejor, se marchó, con una inclinación de cabeza. Parecía haber
querido agarrarse el sombrero, que de seguro habría dejado en la taberna.
Mientras se marchaba discutía con la vecina de arriba y cuando la puerta se
cerró detrás de mí, solté un resoplido que me relajó los hombros.
—Se gastará esos luises en el bar. –Rió
Hank—. Pobre hombre…
—Pobre hombre. –Musité—. Reza para que no
salgan goteras ni humedades.
———.———
*Saint André de Vence: Localidad ficticia inventada por la autora.
Inspirada en la localidad real Saint Paul de Vence, región de los Alpes
Marítimos.
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