LA TIENDA DE EXVOTOS - Capítulo 14

 CAPÍTULO 14 – Una proposición

 

 

El domingo de aquella semana no me sirvió poner ninguna clase de excusa, incluso a pesar de que ya me hubiese venido el periodo. Hank me levantó de la cama a regañadientes y tiró de mí fuera de las sabanas. Aún medio adormilada me ató los cordones de la falda y del corsé. El desayuno fue frugal. Un vaso de leche caliente para cada uno, el suyo con miel, un poco de pan para mojarlo en la leche y una manzana en gajos para los dos. Aún cabeceaba cuando él me pidió que no estuviese tan impertinente en misa como la última vez, pero yo no le prometí nada.

—Allí podías jugar a ser protestante o católica cuando te viniese en gana. Pero aquí tenemos que ser católicos. Y la herejía está castigada duramente, amor. –Me dijo con un tono más triste de lo que yo me habría esperado. Parecía haber estado dándole vueltas a ello algún tiempo—. Bastante hemos tentado a los hombres, no tientes también a Dios.

—No le temo a Dios. –Le dije—. Pero no quiero causarte más preocupaciones. Ya es difícil lidiar conmigo…

Esperamos afuera a la señora Constanza y a toda su familia y se llevaron una grata sorpresa cuando nos vieron tan predispuestos a acompañarlos a la misa. Llena de júbilo se cogió del brazo de Hank y caminó calle adelante con su marido al lado. Yo me quedé atrás con una expresión mohina y Marianita enhebró su brazo en el mío y tiró de mí un poco hacia delante.

—Vamos, amiga. –Me dijo con una sonrisa radiante. Aquello me hizo sentir realmente confortada y la estreché contra mí—. Vamos, si no, llegaremos tarde. 

Ya en la iglesia me senté entre ella y su hermano mayor. No pude evitar estrechar su mano de vez en cuando. La tenía enguantada en un precioso guante blanco de ganchillo. Sus uñas eran bonitas y sus dedos delicados. Puse mi mano debajo de la suya con nuestras palmas juntas y las palmeé como dando aplausos. Ella reía por lo bajo y su hermano George nos miraba embelesado. Donatien jugueteaba con su exvoto, que después colocaría en el altar.

—¿Jugaríais también con mi mano? –Me preguntó George y extendió su palma cerca de mi pierna. Yo le negué el placer.

—Aun recuerdo que me tirasteis del vestido. –Susurré y él levantó una ceja, ofendido.

—Y vos me pateasteis el trasero… —Marianita y yo no pudimos evitar estallar en carcajadas sordas y él nos ignoró porque su madre estaba mirando en nuestra dirección, pero su mano seguía sobre su regazo, abierta para recibir la mía. No pude evitar mirar que tenía también una pulsera de abalorios de madera. Yo me volví hacia Marianita.

—¿Habéis estado repartiendo las pulseras que os di por todo el pueblo? –Ella se rió por lo bajo y asintió, divertida.

Cuando hubo terminado la misa se avecinaba una nueva ronda de saludos y despedidas, de intercambio de opiniones y de cotilleos que prefería ahorrarme. Hank hizo la mayor parte del trabajo mientras yo me quedaba atrás con Marianita y Geroge hablando o simplemente ignorando las conversaciones que se establecían con los demás. El carpintero Robert y su hermana, junto con la pequeña Livia se presentaron a Hank y hablaron animosamente unos minutos, principalmente de temas de negocios, interesándose sobre la mesa que nos había hecho o de los avances que estábamos realizando en la tienda. Nos dejó encargados dos San André de los que se había enterado que estábamos vendiendo y nos felicitó por la idea. Desde luego me felicito a mí porque no dudo ni por un instante que no hubiese sido idea mía. El párroco sin embargo nos reprendió cuando nos pilló por banda, para decirnos que comerciar con ese tipo de imágenes era algo poco cristiano y que Jesús expulsó a los mercaderes del templo para recordarnos que la religiosidad debe ir acompañada de la austeridad y que no se puede negociar con el arte que va dirigido a la iglesia.

—Eso es un discurso muy protestante, ¿no le parece? –Le reprendió Hank, porque yo le hubiese contestado algo mucho menos sutil—. Y más para una iglesia que vive del dinero de sus fieles. ¿O acaso usted trabaja gratis? Nadie trabaja gratis, padre…

Después de espantar al párroco el alcalde se nos acercó para felicitarnos por el éxito que estaba teniendo nuestro negocio pero para recordarnos que debíamos estar a bien con el párroco, pues al final nuestra tienda no vendía pan, sino exvotos y figurillas religiosas. También varios comerciantes nos abordaron, al parecer algunos que ya se conocían a Hank de la taberna. También algunos vendedores del mercado, entre ellos el quesero que me abordó para preguntar si a mi padre y a mi nos había gustado el queso de albahaca que nos había regalado. Le dije que nos había encantado y que estaba pensando en comprarle la próxima vez otro pedazo. También el frutero, seguido de su aprendiz, llegaron hasta nosotros y mientras el frutero hablaba con la señora Constanza, Nathan se quedó a nuestro lado y nos besó la mano a mí y a Marianita. Sin la expresión de esfuerzo y agobio que solía mostrar en el mercado, sus pecas se distinguían mejor de entre el color de su piel y su cabello estaba mejor peinado, aunque seguía con el mismo recogido.

—¿Cómo ha estado, señorita Leroy?

—Muy bien Nathan, ¿y usted?

—¡Muy bien, señorita! –Volvió a cogerme la mano y volvió a besármela, pero esta vez aprovechó para acercarse más a mí y susurrarme—. Dicen que ayer la vieron en la taberna con Enzo, el carnicero. ¿Es eso verdad? Yo la he defendido, señorita. Porque su honor está por encima de las habladurías. Pero… —Ante la risa contenida de Geroge y Marianita, dudó de su compromiso—. ¿No me dirá que es verdad lo que dicen…?

—Siempre que dicen algo, suele ser verdad, ¿sabía? Por mucho que nos moleste o nos duela…

—¡Señorita Leroy! No frecuente a ese joven, es todo un cerdo con las mujeres. ¿No se lo ha dicho nadie?

—Todo el mundo, me temo. No hay nadie en este pueblo que no me haya advertido sobre él.

—¿Entonces? –Preguntó, algo confundido, y miraba a ambos lados, hacia Marianita que me sujetaba del brazo y George que se había detenido detrás de mi hombro—. ¿Qué hace en esas compañías? ¿Le abordó, verdad? No se deje intimidar, si ese chico vuelve a molestarla no tiene más que dar un grito y seguro que alguien acude en su ayuda…

—No seas tan molesto, Nathan. –Le dijo Marianita, espantándolo con un ademán de su mano, como si ahuyentase a una mosca—. Ve por ahí a besuquear la mano de otra moza.

—Si la ven en su compañía, van a pensar muy mal de usted. –Me advirtió ignorando a Marianita, lo que me hizo dar un respingo y algo en mi mirada se debió de encender porque el también se irguió y pareció pensar dos veces lo que diría a continuación—. Solo le prevengo de ese cerdo…

—¡George! –Exclamó Marianita al ver el brazo de Goerge pasar a mi lado y estamparse en el pecho de Nathan y se asustó como un cachorro. La mano de Goerge asió el cuello de la camisa del mozo y lo sostuvo así unos segundos. La mirada del joven llameaba de furia y como las mirada comenzaban a caer sobre nosotros lo soltó con un resoplido hastiado. Lo dejó marchar, no sin antes murmurar.

—Las señoritas te han dicho que no las molestes. Largo…

Cuando le soltó, Nathan dio un par de pasos, precavido y mirando a todas partes lleno de vergüenza por el mal rato que se avecinaba si le abordaban para preguntarle, decidió bajar la cabeza y marcharse con paso apurado. La señora Constanza miraba desde lejos con una mueca de confusión y molestia, por creer que sus hijos habían podido hacer algo malo, pero al verlos aunados en una misma impresión, se tranquilizó. El pequeño Donatien se escondía tras las faldas de su hermana y yo solté un resoplido de la tensión acumulada.

—Es un idiota. –Me dijo Marianita, intentando consolarme pero yo temía por ella.

—No le hagáis caso, ¿si? Las habladurías siempre están para herirnos a todos, no solo a la víctima de ellas.

—Ese no volverá a molestarte. –Dijo Geroge, con el pecho henchido—. No al menos delante de nosotros.

 

 

Después de misa, cuando Hank y yo ya nos encontramos a solas, fuimos a comer a la taberna y de allí, aprovechando que no corría el mismo viento que el día anterior, dimos un largo paseo por la rivera del río. Como hacía días que no llovía el terreno no estaba pantanoso y por el camino que ya había marcado se podía pasear plácidamente. No hacía el mejor tiempo del mundo pero desde que estábamos allí no habíamos podido disfrutar de una tarde de ocio, y tampoco habíamos conocido los alrededores del pueblo. Por el camino del río se llegaba a un pequeño embarcadero que alquilaba unas pequeñas barquitas. También había varios pescadores allí sentados en la ribera con sus cañas clavadas en la arena. El suelo estaba cubierto por todas partes de hojas caídas y setas. También algunos dientes de león y alguna caléndula que se resistía a abandonar la vida a pesar de la estación.

No hablamos mucho durante el paseo, nos habíamos hecho al silencio mutuo igual que en el taller, y el camino ya se ambientaba con el sonido de nuestras pisadas sobre las hojas quebradizas. En un momento dado me preguntó sobre lo ocurrido a la puerta de la iglesia y le expliqué a grandes rasgos quién era Nathan y lo que había sucedido pero ninguno de los dos le dio más importancia que la que tenía. También le pregunté sobre qué había estado hablando con el carpintero y con los demás hombres que se le habían cruzado, pero no saqué nada significativo de ello.

Cuando regresamos subimos directamente a la cocina y famélicos como estábamos por el paseo, sugerí calentar los restos del pote que había hecho el día anterior para cenar.

—Si, un guiso calentito. Me vendrá genial para templar el cuerpo. –Dijo, frotándose los brazos.

Para cuando habíamos regresado a casa ya se nos había echado la noche encima y teníamos el cuerpo destemplado. Yo encendí a prisa el fuego y puse la cazuela a calentar. Mientras tanto Hank encendió unas cuantas velas y alumbró con ellas la cocina. antes de que el pote empezase a burbujear alguien llamó abruptamente sobre la puerta del negocio. Hank y yo nos miramos con algo de resquemor. No era muy tarde, pero el negocio estaba cerrado y nadie querría encargar con tanta prisa una pieza.

—Iré yo. –Se ofreció. Yo podría ser muy valiente, pero no atendería a supuestos clientes cuando ya habíamos cerrado la tienda y era de noche. Él cogió una de las velas que había dejado sobre la mesa de la cocina y bajó las escaleras, anunciando su pronta llegada con un—: Ya voy.

Desde la cocina se podía oír perfectamente todo lo que sucedía abajo, pero como el puchero aún estaba frío me senté a medio camino de las escaleras y escuché atentamente lo que ocurría abajo. La puerta del negocio se abrió con el chirrido propio del descorrer del cerrojo. Las campanitas tintinearon y hubo un intercambio de saludos. Una voz grave y gruesa, adulta pero no anciana, se presentó como “El señor Pietro Dubois”.

—Buenas noches, señor Leroy. Ya me había pasado en dos ocasiones esta tarde por su tienda pero ha permanecido cerrada y nadie ha contestado a mis llamadas. –Su tono parecía de reproche, pero con cierto tono de preocupación. O tal vez alivio.

—Lo siento mucho, señor Dubois, mi hija y yo aprovechamos el día para comer en la taberna y dar un paseo por la ribera del río, antes de que el temporal nos lo impida.

—Si, ese es un buen plan para un día de domingo. –Sus halagos parecían tensos e forzados. Yo me senté más cómodamente y me apoyé en la pared, escuchando e intentando distinguir las voces.

—Si que lo es. Pero bueno, dígame, qué le ha hecho venir con tanta premura a nuestra tienda. ¿Es algo tan importante como para que no pueda esperar a mañana?

—Me pareció un buen día para hablar de ello, me figuré que mañana estarían tan ocupados en el taller que no habría sido una buena idea interrumpir su trabajo.

—Es muy considerado por su parte. –Dijo Hank, cada vez más incómodo—. Seguro que es muy importante lo que tiene que decirnos. ¿Quiere subir y hablarlo cómodamente arriba con una copa de vino? ¿O prefiere…?

—Aquí mismo está bien. No será algo muy fatigoso de hablar como para que necesitemos recomponernos con un vino.

—¿Y bien? No me tenga en este estado. Dígame, ¿qué es lo que quiere parlamentar?

—He sabido, y supongo que usted ya se habrá enterado, de que nuestros hijos se frecuentan a menudo. –Yo sentí un escalofrío ante aquella declaración y no pude evitar fruncir el ceño con disgusto. Hank murmuró un indiferente “Hum”—. Es muy extraño que mi hijo se fije en una mujer, y al parecer ha demostrado sincero interés por su hija. Hasta donde usted me dijo, está soltera, y ya tiene veinticuatro años. Si lo piensa, creo que es una buena oportunidad la que le estoy proponiendo.

—¿Proponiendo? –Preguntó Hank, no sé muy bien si realmente atolondrado, o fingiendo incredulidad, para forzar al hombre a expresarse mejor.

—Señor, he venido aquí con mi hijo para pedir la mano de su hija, la señorita Leroy, en matrimonio. Ambos tenemos un negocio, señor, y sabemos lo duro que es que los hijos trabajen en él. Seguro que usted no desea nada más en el mundo que su hija encuentre un buen marido pronto. Le aseguro que si se casa con mi hijo encontrará un esposo fiel y cariñoso, y desde luego que en mi familia la acogeríamos con los brazos abiertos. Mi esposa está francamente enamorada de su hija, ella le ha dirigido tiernos halagos a mi esposa que le han robado el corazón.

Hubo un extraño silencio después de las palabras de Piero que casi me hacen saltar de mi escondite, pero Hank me detuvo a tiempo.

—¿No ve un poco precipitado una propuesta de matrimonio si apenas acabamos de llegar a este pueblo no hace ni tres semanas?

—¿Y para qué esperar más tiempo? Los matrimonios son negocios, buen hombre. Y seguro que usted sabe mucho de eso. Con mi familia ni a usted ni a su hija le faltará el dinero y si nuestros hijos ya se ven a solas, y en la taberna, no creo que les falte mucho para que ellos mismos nos anuncien su compromiso. Mejor arreglarlo cuanto antes…

—¿No cree que deberíamos hablar de esto delante de ella? Está arriba, ¿le pido que baje?

—No, señor. –Dijo precipitadamente el señor Dubois—. ¿Qué tiene que ver ella en esto? La pedida de mano es algo entre usted y yo. Dígame, ¿acepta? Entiendo su reticencia, y más así de sorpresa, a estas horas tan intempestivas. Pero si quiere, mañana puede venir a cenar a nuestra casa con su hija, y conocer así también a mi esposa. De esta manera, lo formalizaremos todo y…

—Espere aquí un momento. –Dijo Hank y le oí acercarse hasta las escaleras y subir a través de ellas. Cuando llegó a mi altura yo me puse en pie y aún un par de escalones por encima suyo, me sacaba una cabeza.

—¡No tienes sangre en las venas! –Le espeté en un murmullo y él me miraba algo atontado. Señaló con la mirada la planta baja y me sujetó del brazo para susurrarme.

—¿Recuerdas que te hable de un hombre que se interesó por ti un día que yo estaba en la taberna? –Yo asentí—. Ha venido con su hijo. ¿No es Enzo, el carnicero? Ha venido a…

—Ya sé a qué ha venido. –Dije y me solté de su mano para bajar las escaleras. No sin antes decirle—: Tú quédate aquí arriba. O se quemará el guiso.

Cuando llegué abajo lo último que se esperaba el padre de Enzo era verme a mí llegar hasta ellos y cruzarme de brazos frente a él. Esperé unos segundos para ver si Hank me seguía pero no lo hizo. Le miré de arriba abajo, y al instante comprendí por qué Enzo le tenía tanto pavor. Era alto, con la espalda ancha y aunque tenía la tripa de haberse pasado tomando cerveza los últimos años, todo su cuerpo parecía robusto. Me tumbaría de un solo guantazo. Pero me mantuve allí delante de él.

—¿Y bien? –Pregunté, mientras el hombre aún miraba de reojo las escaleras.

—¿Y su padre, querida? –Su tono fue meloso. ¿Y cómo no, si me estaba pidiendo en matrimonio para su hijo?—. Estábamos hablando…

—Ahora hablará conmigo. –Enzo me miró de arriba abajo y después miró a  su padre con cierto temor—. ¿Qué es lo que desea? Aquí solo vendemos exvotos y figurillas. Pero no a estas horas de la noche.

—Le alegrará mucho saber, señorita Leroy, que su padre y yo hablábamos de pedir su mano para mi hijo. –Señaló con un ademán de su hombro a su hijo, detrás de él. Yo los miré a ambos alternativamente y después crucé las manos detrás de mi espalda.

—¿Y pensaba llevar a cabo ese trámite sin mí? Que desconsiderado…

—No se ponga así, muchacha. Ahora está aquí. ¿Qué le parece? Ya me han dicho que se gustan y se tratan desde hace algunos días…

—Se deja usted llevar por habladurías, señor. Por rumores que quieren minarnos el honor a todos. –El hombre dio un respingo algo turbado—. ¿No le parece una locura proponernos en matrimonio, cuando usted y yo ni siquiera habíamos cruzado una palabra antes? ¿Qué garantías tiene usted de que yo seré una buena esposa para su hijo, o al revés?

—Hablé con su padre de usted, me dio muy buenas referencias...

—¿Y qué padre no adora a su hija?

—Bueno, ya vale, señorita. –Se hartó de mí y volvió a mirar en dirección a las escaleras—. Dígale a su padre que baje, que hablaremos los hombres de los asuntos importantes.

—¿Cree que no puedo oler sus intenciones? A su hijo lo aborrecen todas las mujeres del pueblo y quiere encasquetármelo a mí, que soy la nueva, y puedo haberme librado de los rumores acerca de sus comportamientos con las mujeres. Llega tarde, caballero. –Pietro se volvió con una mirada llameante hacia su hijo, y de veras que lo sentí por él, pero no estaba dispuesta a dejar que me maniatasen en un matrimonio.

—Le aseguro, señorita, que mi hijo es un buen hombre, y aquello no son más que exageraciones de una mujer despechada.

—Puede ser. –Dije, encogiéndome de hombros—. Pero no se lo tome como algo personal. Cualquier persona que venga aquí para negociar conmigo como si fuese una pieza más de esta tienda, sale escaldado.

—Si frecuenta a mi hijo, señorita, más vale que se case con él. O la mala reputación comenzará a tenerla usted también…

—La relación que yo tenga con su hijo no le inmiscuye ni a usted, ni a nadie más. Sé vivir de sobra por mi cuenta sin deberle nada a nadie. –Como aquellos dos se quedaron en silencio, mirándose mutuamente, yo les señalé la puerta con el mentón—. Ale, lárguense de mi negocio.

—¡Habrase visto, la bruja está! –Exclamó el hombre ebrio de indignación. Había llegado tan humildemente y se iba tan enfadado que no pudo por menos que acercase a mí y extender su mano hasta sujetarme por el antebrazo izquierdo—. Si luego te quedas embarazada y traes a este mundo a un bastardo te echaremos a patadas, puta… —Se detuvo porque debió sentir algo que se le clavaba en el abdomen. Algo frío y punzante que atravesaba la tela de su chaleco. La punta de una navaja que me había sacado del bolsillo del vestido. No le hundí el filo en la carne, pero valió para hacerle palidecer.

—Tenga cuidado, señor. Que está agrediendo a una mujer en su propia casa, con testigos. Y dada su fama, no me extrañaría que le condenasen sin hacerle preguntas… —Me soltó como un resorte y a medida que se alejaba veía el brillo de la navaja que titilaba igual que la vela. Se palpó el abdomen, pero solo encontró un rasguño en la tela.

—Estás loca… —Murmuró y yo agarré con más fuerza el mango de la navaja.

Acabó por retroceder, arrastrando a su hijo consigo fuera de la tienda. Cuando hubieron desaparecido me abalancé sobre la puerta y corrí el pestillo. Solo así me sentí algo más tranquila, y me flaquearon las piernas mientras subía las escaleras de vuelta a la cocina. Una vez allí me guardé la navaja y Hank me lanzó una mirada de preocupación y curiosidad a la par porque debía haber estado escuchando todo desde la cocina. Alcancé un paño y me acerqué para golpearle repetidas veces con él hasta cansarme.

—¡Pero bueno! ¡Pero bueno! ¿Qué haces? –Me preguntó, cubriéndose la cabeza con los brazos.

—¿Pero a ti qué te sucede? –Le pregunté llena de ira contenida—. ¿Es que no tienes sangre en las venas? ¿No te da coraje? ¡Un poco de valor, hombre!

—¿Pero qué querías que hiciera? –Preguntó, repentinamente culpabilizado—. Si lo rechazase así sin más habría seguido insistiendo por días…

—Desde luego, ahora no volverá a dirigirnos la palabra. ¡Y reza para que no nos denuncie públicamente!

—¿Le has amenazado?

—¡Claro que le he amenazado! Ha salido con el calzón manchado, el muy rufián. ¿Quién se cree ese cretino? –Volví a golpearle con el trapo de cocina—. ¿No pensabas rechazarlo?

—¿Querías que lo rechazara?

—¡Pero bueno! ¡Claro que quería que lo rechazaras! –Hank se sentó en una silla al pie de la mesa, de cara a mi y ya no le importó que le pudiese dar con el trapo. Se quedó allí con las manos boca arriba sobre sus piernas—. ¿Qué creías?

—Él, tiene buena planta…

—¿Cómo? –Pregunté, llena de asombro.

—Y os he visto cercanos. Tal vez, pensé… que tal vez sentías… —Volví a atizarle con el trapo, pero se limitó a cerrar los ojos y dejarse golpear—. Y sería una buena oportunidad para ti… tal vez…

Yo me acerqué y le tapé la boca con la palma de la mano mientras con la otra aferraba su nuca. Le mantuve allí un instante en aquel silencio, para que me mirase a los ojos que empezaban a lagrimear. Él tembló unos segundos y después me apartó la mirada, avergonzado. Me senté en sus rodillas y le besé la frente.

—Que bobo eres, querido. Que bobo. ¿Cómo voy a cruzar el país entero si no es para estar contigo? todo lo que hago, desde que me levanto hasta que me acuesto, es por nosotros, para que seamos felices… Dios mío. ¿qué cosas piensas…? —Él me apartó la mano que cubría su boca.

—¿No puedo estar yo también celoso?

—No son celos lo que tu tienes, querido. Te has dado por perdedor antes de la batalla.

—No puedo encerrarte, no puedo reclamarte… —Murmuraba—. Tengo que saber que cuando decidas dejarme, yo no tengo batalla que luchar.

—¡Dejarte! Querido, qué cosas tienes. –Le atusé el pelo, mientras las lágrimas se me resbalaban por las mejillas.

—¿Y a qué viene tanta complicidad?

—¡Qué bobo eres! Enzo y Marianita están juntos. Bobo. Yo estoy cubriéndolos…

Ante mis palabras levantó la mirada lleno de sorpresa y yo sonreí aún con lágrimas en los pómulos. Pude ver que su rostro se llenaba de vergüenza y cayó fulminado sobre mi pecho, abrazándome con fuerza la cintura y haciéndome reír. Profirió un gemido lastimero.

—Mira que eres bobo, querido.

 

 

 

 

 

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